Interstellar reinventa la ópera (espacial)
Para hablar de Interstellar hay que advertir al lector de que si no ha visto la película sería mejor (mucho mejor) que dejara de leer aquí mismo. Aunque este artículo NO CONTIENE SPOILERS DE LA TRAMA cualquier pista, referente o mención podría pulverizar una experiencia que debería ser vivida con la virginidad (en términos cinematográficos) como ariete.
A veces los cinéfilos más veteranos (léase, «viejos») nos quejamos de aquello tan clásico: «ir al cine ya no es lo mismo». Cuando lo hacemos, hablamos de esa experiencia casi iniciática que suponía para nosotros enfrentarnos a una pantalla grande cuando las películas se hacían únicamente para disfrutarlas en ese formato.
Los directores más taquilleros (y los que han reavivado los cines de todo el mundo) son aquellos que han entendido que deben ofrecer al espectador un espectáculo que no pueda replicarse en ningún otro sitio que no sea una sala oscura. Para eso están los IMAX (un día hablaremos de la penosa experiencia del formato en España), el Dolby Atmos, las nuevas proyecciones digitales y —cómo no— el 3D. Con este último (las malditas tres dimensiones) se demostró que es posible arruinar una novedad que se supone insuperable en cuestión de meses, basta con sumarse al carro, pervertir la idea (esas conversiones de 2D a 3D gastando lo mínimo) y agotar al público a base de propuestas descabelladas.
Christopher Nolan (como James Cameron) cree en el cine espectáculo por encima de todas las cosas, pero sabe muy bien que la ejecución lo es todo. Nunca ha apostado por el 3D pero ha entendido desde el principio la utilidad del IMAX, ya no como finalidad sino como pura herramienta. Además, Nolan ha demostrado una ambición tan desmedida en su carrera que no es extraño entender a los detractores del realizador, metido a Spielberg en ocasiones y a Cecil B. De Mille en otras, con una visión de cirujano al que le apetece operar sin guantes, a punto siempre del accidente definitivo.
Los que hayan visto Following y Memento ya sabrán que el de Londres exhibe una narrativa lejos de la linealidad, extremadamente cerebral y con una potencia visual indiscutible. A partir de Insomnia, el británico añade a la ecuación una mística casi propia, que imprime en personajes metidos en misiones bigger than life que acaban siendo suicidas casi por definición. Así es su Batman (por triplicado) y el atormentado personaje que encarna Leo Di Caprio en Origen (y que guarda no pocas similitudes con el Matthew McConaughey de Interstellar, en su condición de esa obsesión por la sombra de los seres queridos y su curiosa concepción pentadimensional del universo que les rodea, sea este exterior o interior, o una mezcla de ambos). Y así es —por supuesto— su astronauta de una pieza que ocupa el 90% del metraje en Interstellar.
Si viendo Coherence (otra obra que parece destinada a los cinéfilos con nociones de astrofísica pero que es disfrutable para cualquier aficionado inquieto) es imposible dejar de pensar en un teórico como Hugh Everett, cuando uno se sienta a ver Interstellar es difícil huir de la influencia de Carl Sagan y su Contact. Hasta (pongámonos audaces) uno podría jurar que en la impresionante banda sonora de Hans Zimmer, este ha integrado la famosa señal alienígena de la película de Robert Zemeckis.
Dicho esto, las comparaciones con 2001, odiosas o no, son algo que Interstellar no va a poder esquivar. Stanley Kubrick fichó para su filme (no lo olvidemos, estrenado en 1968) a Harr Lange, un ingeniero de cohetes, genio de la NASA e impagable asesor científico, que no sale mucho en los papeles pero que inventó —entre otras muchas cosas— el Ipad que aparece en la estación lunar.
Vuelvo a repetirlo: hablamos de finales de los sesenta y Lange visualizó un Ipad. El suyo era de IBM, pero —francamente— no importa mucho.
Nolan parece haber fichado a media NASA y reclutado a cualquiera que pudiera ayudarle a endurecer la armadura científica del relato y en eso se acerca a Kubrick peligrosamente.
2001 revolucionó el género y también el séptimo arte y lo hizo con la intención de ofrecer un relato fiable (desde un punto de vista científico, la trama es otro asunto) que incorporaba una historia que trascendía con mucho el marco de la ciencia-ficción para elevarlo a una reflexión sobre la humanidad de un modo tan rotundo que sus preguntas siguen generando ondas que se reflejan en la literatura, el cine y la televisión y que parecen vivir a perpetuidad en el inconsciente colectivo.
Interstellar contiene no pocos homenajes a 2001 (algunos son obvios, como esa rueda que gira sobre sí misma al son de una música enfundada en clasicismo; otros lo son mucho menos) y sin embargo no podía estar más alejada de ella. La película de Kubrick se convirtió en el momento de su estreno en la perfecta definición de la contracultura. Los adultos la odiaron, la crítica la destrozó, la taquilla empezó en el sótano. Sin embargo, los jóvenes la abrazaron, la generación del LSD la elevó a los altares y su visionado influyó a miles de artistas en todo el mundo. Un ensayista estadounidense afirmó que el secreto de su éxito se debió a que los jóvenes la veían como un bicho raro, una especie de criatura revolucionaria que desafiaba al espectador común y molestaba a los poderes fácticos. Dicho de otro modo, HAL9000 era una suerte de líder que se enfurecía cuando le mentían y tomaba cartas en el asunto.
En Interstellar los robots son funcionarios, esclavos que recuerdan que lo son varias veces durante el metraje (casi como un mensajito a Kubrick, «mis máquinas me obedecen») y que además son programados con sentido del humor y sinceridad.
La misión de la expedición en la película de Nolan es clara y cristalina, la narrativa está alejada del cripticismo, al menos durante dos tercios del metraje (aun teniendo en cuenta que cuando el londinense decide ponerse laberíntico —literalmente— no deja piedra por remover) y el enigma es más la misión que el vigilante. Porque sí, hay un vigilante. No es el centinela de Arthur C.Clarke (tampoco vayamos a desvelar más de la cuenta) pero podría haberlo sido.
Ahora bien, nadie va a ver en la película una llamada a las armas porque la sociedad moderna se parece más a un oso panda que a un tigre de Bengala. Por tanto, la significación «social» (por así decirlo) del filme y su repercusión futura van a cuantificarse en términos puramente cinéfilos. Si Interstellar es una revolución, sus efectos no serán inmediatos.
Y sí, Interstellar es una ópera espacial de cabo a rabo, una avalancha de fotogramas de tanta belleza que durante dos horas y cuarenta minutos se encuentran poco motivos para apartar los ojos de la pantalla. El gran equilibrio entre el factor humano y la materialización tecnológica de la misión en busca del Shangri-La que albergue a la humanidad es sorprendente teniendo en cuenta la frialdad del realizador, que por primera vez maneja sus emociones con ambas manos, sin guardarse ningún comodín. La esplendida visualización de la paternidad de Matthew McConaughey y la relación con su hija, siempre asentada en esa dicotomía entre salvar a uno o salvarlos a todos, es —casi— lo mejor de una película que nunca cae en la tentación de articular demasiado las emociones de sus personajes, dejando que fluyan en los diálogos y flotando en los ojos de tres actores impresionantes, lanzados al espacio y separados con mucha más fuerza de la esperada.
Interstellar tiene pedazos de 2001, claro, pero también de las Naves misteriosas de Douglas Trumbull, de la ciencia-ficción contemplativa de Tarkovsky, del Malas tierras de Malick, del discurso humanista de Battlestar Galactica y del universo de Stephen Hawking. Por su naturaleza (es hija de mil sangres) es difícil predecir su impacto del mismo modo que nadie a finales de los años sesenta podía intuir la dimensión del filme de Kubrick. Lo que sí puede decirse es que la intencionalidad de la película es atronadora y aunque algunos la consideren la película con más baches del cine de Nolan (los hay, por supuesto), es innegable que sus puntos álgidos superan en mucho a sus debilidades y que cuando brilla, lo hace con la intensidad de un clásico que lo es desde el mismo momento en que sus imágenes impactan en el córtex del espectador.
La relatividad (la real y la conceptual) del tiempo, el destino de un planeta que huye de sí mismo por la vía de la aniquilación y las ataduras visibles e invisibles que marcan nuestras decisiones en escenarios donde no hay una segunda oportunidad son la columna vertebral de una película que a veces plantea preguntas que —aún con su aparato visual y científico— se ve incapaz de contestar. Esa es, probablemente, su mayor reto, convencer al espectador de mirar más allá de sus gigantescas intenciones y dejarle llegar a la piel de la narración, a esos tipos llenos de dudas, muertos de miedo, en cuyas manos se oculta el futuro de la humanidad.
Da la impresión (por contradictorio que parezca) que cuanto más pequeño se vuelve el campo de juego, cuanto más empequeñece la escala para fijar el conflicto en parámetros personales y olvidarse del gran dilema que plantea el filme, más le cuesta a Nolan marcar su ritmo. Como si soo mirando de lejos a sus personajes se sintiera realmente cómodo. Sin embargo, en los momentos en que ambas dimensiones (la etérea y la puramente física) coinciden, Interstellar es una auténtica obra maestra, un espectáculo tan grandioso que los adjetivos se atragantan.
También es sin ninguna duda el trabajo más personal de un director que siempre ha parecido dejarse llevar por sus películas en lugar de conducirlas él y que con Interstellar ha decido pisar el acelerador y no soltar el volante.
Dos horas y cuarenta minutos después, el viaje ha sido tan apabullante que digerir el filme es tan aterrador como su propio planteamiento.
Eso sí, guste o no, Interstellar es uno de esas epifanías que reconcilia al espectador con su propia naturaleza: esa que le sienta delante de una pantalla oscura esperando que cuando vuelvan a encenderse las luces algo haya cambiado.
En ese aspecto, no les quede duda: Nolan ha (con)vencido, porque Interstellar no es 2001. Ni falta que le hace.
Artículos relacionados
La entrada 2014: Una odisea del espacio aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.