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Channel: Christopher Nolan – Jot Down Cultural Magazine
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¿Batman contra el 15M?

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[Atención, SPOILERS]

Decía el director Christopher Nolan en una breve entrevista publicada en el diario El País el pasado 19 de julio que “la gente que busque interpretaciones políticas no las va a encontrar. Va a dar con interpretaciones equivocadas. Porque [El caballero oscuro. La leyenda renace] va en direcciones muy diversas en razón del espectáculo”.

Son unas declaraciones sorprendentes. Comprensibles desde el punto de vista del marketing promocional de una película concebida como un espectáculo de masas y al que no le interesa meterse en traicioneros pantanos políticos, pero sorprendentes al fin y al cabo. Porque Batman es el superhéroe político por excelencia. Como dijo el guionista escocés Grant Morrison en una entrevista concedida a la revista Newsarama tras la publicación de su magistral All Star Superman, “Batman es un personaje mucho más cool que Superman, pero eso se debe a que encarna una poderosa fantasía adolescente. Batman es un playboy millonario que se viste de cuero negro, sin jefe, con un mayordomo a sus ordenes, con mejores coches y gadgets que James Bond y una horda de mujeres fatales a sus pies. Ese tipo es Superman de día y de noche. Superman, por el contrario, ha crecido apilando heno en una granja. Va a trabajar cada día a la oficina para su jefe. Está colado por una chica trabajadora. Sólo cuando se quita la camisa surge su yo heroico. Y esa es de hecho una fantasía mucho más adulta que la de Batman, aunque también hace que Superman sea más difícil de vender. Superman es un héroe de la clase trabajadora”. El problema del Superman cinematográfico, y esto lo digo yo, es que no ha encontrado todavía a su Nolan, un director capaz de desarrollar en la pantalla de cine el inmenso potencial al que hace referencia Grant Morrison. Veremos qué hace Zack Snyder (300, Watchmen) con ese Man of Steel que se estrenará en 2013. La hipérbole no le ha sentado jamás demasiado bien al Superman de papel y no veo razones poderosas por las que debería sentarle bien al de carne y hueso, pero el hecho de que el productor del film sea Nolan hace albergar muchas esperanzas. Quizá el año que viene veamos al primer Superman adulto de la historia del cine. Batman, sin embargo, ya tiene su obra definitiva. Porque la trilogía de Nolan, y lo digo ya para no llevarnos a engaño, está destinada a convertirse en un clásico del cine concebido como entretenimiento. Para saber si se va a convertir también en un clásico del cine concebido como arte (si es que esa distinción existe) habrá que esperar todavía unos cuantos años, aunque mi apuesta es esta: la trilogía de Batman envejecerá razonablemente bien.

Pero volviendo a las declaraciones de Nolan. Son sorprendentes porque resulta difícil obviar las alegorías políticas no ya de la tercera entrega de la saga de Batman, sino de la trilogía en sí. Y no lo digo yo únicamente, lo dicen docenas de críticos estadounidenses y europeos que han analizado la saga como una metáfora política cosida a la actualidad con hilos de acero.

Por ejemplo: Bane, el principal villano de la película. Bane asalta la Bolsa de Gotham y mantiene este diálogo con uno de los corredores (cito de memoria):

Corredor de bolsa: Esto es la Bolsa, aquí no hay dinero que robar.

Bane: ¿En serio? ¿Y entonces qué hacéis aquí todo el día?

Otro ejemplo. Mientras Bane asalta la Bolsa, dos de los policías en el exterior del edificio mantienen este diálogo (cito de nuevo de memoria):

Policía 1: No vamos a entrar de momento.

Policía 2: ¡Pero están robando!

Policía 1: No es mi dinero.

Policía 2: Es el dinero de todos.

Policía 1: Mi dinero lo tengo bajo el colchón.

Policía 2: Si esos tipos roban la Bolsa, tu dinero bajo el colchón no valdrá nada.

Que me aspen si los hermanos Nolan (Christopher ha escrito el libreto de la película a cuatro manos junto a su hermano Jonathan Nolan) no han pretendido colarle al lector una lección de economía financiera con estas escasas seis frases. Quizá no es más que una muestra de oportunismo, un detalle ventajista que permite ligar la película al momento concreto en que esta ha sido rodada. Podría ser. Pero mi opinión es que esas implicaciones políticas están cinceladas en el mismo ADN del Batman diseñado por Nolan: su Batman está ideologizado porque los referentes tebeísticos en los que se basa lo están. Nolan podría haber escogido inspirarse en el Batman de los años 60, como hizo Tim Burton, pero escogió el de mediados de los 80. Una decisión que, personalmente, jamás podré agradecerle con el suficiente entusiasmo.

Es difícil obviar la ideología de la tercera entrega de Batman cuando ese reverso oscuro del nihilismo que es Bane, un tipo salido de un pútrido agujero localizado en algún roñoso país de Oriente Medio, convierte Gotham en una especie de Marinaleda con rascacielos al grito de “ciudadanos, la ciudad es vuestra, haced con ella lo que queráis”. Y cuando lo hace minutos antes de decretar el toque de queda y de crear un tribunal popular sacado de Historia de dos ciudades de Dickens. Un tribunal al que los “poderosos” llegan condenados de antemano y en el que sólo se decide su pena: exilio o muerte… por exilio.

Resulta complicado, finalmente, no ver connotaciones políticas en este Batman cuando Nolan establece un paralelismo sutil pero obvio entre la fortuna de Bruce Wayne y la cuerda con la que este pretende salir del pozo de la prisión en la que le ha confinado Bane. Sólo cuando Wayne prescinde de la cuerda y de la seguridad que esta le proporciona es capaz de escapar del pozo. La cuerda evita que Wayne se abra la cabeza, pero también le impide salir del pozo pues castra su verdadero potencial. De igual manera, Wayne necesita perder su fortuna y a su mayordomo, esa red de seguridad que le ha acompañado durante toda su vida, para poder volver a Gotham como héroe. Les dejo a ustedes la interpretación de esa crítica de la película a las redes de seguridad, sean estas la fortuna de un multimillonario o las cuerdas que van a evitar que te abras la cabeza si caes al pozo… pero que a cambio no te dejarán salir de él jamás.

En este sentido, Bane es el reverso oscuro de Batman en su faceta política al igual que el Joker de la segunda entrega de la trilogía lo era en su faceta psicológica. Si el Joker interpretado por Heath Ledger simbolizaba el mal en estado puro, aquel que no busca el poder ni el dinero ni la fama sino la caída de la civilización en el caos primigenio y la demolición de los valores sobre los que se sustenta la convivencia en sociedad (“el caos es justo”, dice el Joker en un momento de la película), Bane representa el anarquismo revolucionario de izquierdas, el del movimiento Occupy Wall Street y el del Terror contrarrevolucionario de la Revolución Francesa, en contraste con el libertarismo de derechas de Batman. Ferran Caballero ha publicado en su blog un brillante artículo sobre el Batman neocon, en el que entre otras muchas cosas dice esto:

“Es un Batman conservador porque sabe perfectamente que detrás de los gritos de la masa revolucionaria sólo se esconden […] unos histéricos en busca de un nuevo amo. Sabe que la libertad es lo primero que acaban sacrificando todos aquellos que se declaran dispuestos a sacrificarlo todo en nombre de la libertad. Y que la llamada a la revolución es siempre el primer grito del tirano y la única constitución del nuevo régimen. […] Es un Batman conservador porque confía más en la policía que en la razón y la bondad de las masas”.

Ferran Caballero no se está inventando nada. El Batman de Nolan no es el detective con capa de los años 40 y 50 ni el Batman de los años 60, el de la naif serie de TV protagonizada por Adam West. Tampoco es el de principios de los años 70, el de Dennis O’Neil y Neal Adams, un Batman que pretendía recuperar la oscuridad del personaje original. Y por supuesto tampoco es ese bobalicón Batman navideño y de serie B con banda sonora de Prince, casi modelado con plastilina de colores, de Tim Burton. El Batman de Nolan es claro heredero de El Señor de la Noche de Frank Miller, la miniserie que revolucionó el mundo del cómic de superhéroes en 1986 y lo situó en la senda de la postmodernidad de la mano del Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons. En las páginas finales de El Señor de la Noche, un Batman cincuentón, subversivo y tan crepuscular como el Clint Eastwood de Sin Perdón se enfrenta a un Superman fiel al sistema y a las ordenes de un chocheante presidente Reagan. Ese Batman complejo, libertario y de proporciones míticas es el que perdurará durante los años 90 y la primera década del siglo 21. Es el Batman que desemboca, sin ir más lejos y por citar sólo un ejemplo, en el sensacional Batman año 100 de Paul Pope, una miniserie de cuatro números ambientada en un futuro distópico y orwelliano en el que el hombre murciélago se ha convertido en el líder de una pequeña célula de ideología libertaria en cuyas discusiones se menciona sin problemas a John Locke, la desobediencia civil o el laissez faire. Si lo quieren aún más evidente: en Batman Berlín, la historia corta que acompaña la edición española de Batman año 100, Batman se enfrenta a los nazis para salvar de la destrucción la obra del economista de la Escuela Austríaca Ludwig von Mises. ¿Y cuántos cómics atesoran ustedes en su biblioteca en los que se mencione el nombre de Ludwig von Mises?

Pero en algo tiene razón Christopher Nolan: a pesar de la carga ideológica que acompaña al personaje desde su renovación a mediados de los años 80, el eje de la tercera entrega de la trilogía no es la política, sino el mismo de toda la filmografía del director: la dualidad. Es decir, la reunión de dos caracteres o características distintas en una misma persona o cosa.

Porque los protagonistas de las películas de Nolan no son jamás personajes de una pieza. Muy al contrario: son puzles. Individuos fragmentados y de naturaleza difusa cuya identidad fluctúa en función de la evolución de su entorno y sus circunstancias. Una identidad que los personajes construyen poco a poco, capa a capa, sin que el espectador (ni el mismo personaje) sepa en muchas ocasiones qué hay de verdad y qué de mentira en ella. Esa identidad difusa adopta diferentes formas en cada una de las películas de Nolan. En Following, su debut, un escritor al que han abandonado las musas se convierte poco a poco en ladrón a imagen y semejanza de su mentor Cobb, un personaje del que nunca se llega a saber si es real o sólo un producto de su imaginación. En Memento, Leonard es incapaz de recordar el pasado inmediato y se ve obligado a fotografiar y tomar notas de todo lo que sucede a su alrededor. Leonard reconstruye así su identidad a partir de fragmentos de realidad que él mismo selecciona y manipula a su conveniencia. En Insomnio, el policía interpretado por Al Pacino se enfrenta a un asesino (Robin Williams) que potencia su sentimiento de culpa y que actúa como su reverso oscuro, obligándole a escoger entre su conciencia o su carrera profesional. En El truco final, la personalidad fragmentaria de los dos magos protagonistas, caras distintas de la misma moneda al fin y al cabo, toma forma en el gemelo secreto de Christian Bale y en los dobles que crea y asesina cada noche Hugh Jackman. El doble como espejo y como sombra. En Origen la que se fragmenta es la propia realidad, difuminando la barrera que la separa del sueño y convirtiéndola en una tabla rasa sobre la que los personajes construyen desde cero laberínticos mundos ad hoc para la consecución de sus fines criminales (el espionaje industrial) o personales (la redención de Leonardo DiCaprio). Jordi Balló y Xavier Pérez aluden a Dostoievski en el capítulo titulado El ser desdoblado de su libro La semilla inmortal: “Dostoievski insinúa […] que posiblemente ese doble no es más que la emanación de psique angustiada de un ser humano. Como si la duplicidad no proviniera de un mundo externo al protagonista, sino que constituyera una alienación autodestructiva”. Si les interesa esta faceta del cine de Nolan háganse con el número de julio-agosto de la revista Dirigido por… en el que Antonio José Navarro ha publicado la primera parte de un extenso estudio sobre el cine de Christopher Nolan que desarrolla esta idea con mucho más detalle.

La trilogía de Batman no es una excepción a la regla, aunque el hecho de que se trate de las películas con mayor vocación comercial de toda su filmografía hace que ese juego de espejos rotos pase a un segundo plano frente a la pura y dura vocación de entretenimiento. En cualquier caso, Bruce Wayne es un personaje fragmentado porque para hacer respetar la ley debe situarse al margen de la ley. Porque debe escoger entre una vida convencional junto a la mujer que ama y su actividad como justiciero enmascarado. Porque cada uno de los villanos a los que se enfrenta le revela una faceta oscura y aterradora de su propia personalidad. Porque Wayne disfruta del aparente privilegio de poder situar a su conveniencia la frontera que separa la justicia de la venganza, una frontera que luego Batman respeta o cruza en función de sus intereses del momento. Observen el juego: Wayne marca los límites pero el que decide acatarlos o no es Batman. Pero, sobre todo, Bruce Wayne es un personaje fragmentado porque Batman no es él. Batman es un ente aparte y con vida propia, un símbolo paradójicamente oscuro y aterrador de todo aquello que es justo y verdadero, una entidad que puede y debe sobrevivir a su creador. Bruce Wayne es un personaje fragmentado porque su tiempo como Batman tiene fecha de caducidad y porque debe luchar a diario contra la tentación de fusionarse con el mito que él mismo ha creado. De hecho, ese es un argumento clásico de la epopeya heroica. En la primera entrega de la saga se nos revela el origen de Batman, su adiestramiento y su primera gran victoria como justiciero contra Ra’s al Ghul. En la segunda, consolidado ya como un héroe popular al que incluso le salen imitadores, Batman se enfrenta a su enemigo definitivo: el Joker, un villano que hace temblar todas sus convicciones y cuyas complejas tramas criminales le obligan a sacrificarse con una polémica mentira en aras de un bien superior. En el tercer episodio, y tras el retiro literal y simbólico del héroe a sus aposentos, se muestra su dolorosa caída a los infiernos después de una breve y desastrosa reaparición y su renacimiento como héroe inmortal capaz de sobrevivir a la jubilación del portador de la máscara. Toda la trilogía de Batman puede verse así como un viaje cuasi-místico en tres etapas (ascenso, caída y redención). Un viaje que llega a su etapa final cuando el hombre cede el testigo a su sucesor para que el mito sobreviva. Si la evolución del Batman de Nolan fuera una gráfica, tendría la forma de una W invertida.

¿Y qué decir de su némesis en La leyenda renace? A pesar de lo que digan muchas de las críticas publicadas hasta el momento, Bane no es en absoluto un villano menor. Sin llegar a las estratosféricas cotas del Joker de Heath Ledger, Bane se sitúa muy por encima del Ra’s al Ghul de Liam Neesom en términos de carisma. Por dios: esa voz y esa entonación cínica y desganada pero poderosa como un portaaviones hay que oírla en versión original. Bane no es un simple gorila de discoteca hipervitaminado: su superioridad sobre Batman no es física, sino mental. Bane, además, cumple con esa regla no escrita del cómic de superhéroes que dice que el villano que derrota o asesina al superhéroe no debe ser jamás uno de sus archienemigos, sino un secundario por el que nadie apostaría ni un centavo de dólar. Piensen en Doomsday, en cuyo currículum figura el asesinato de Superman. O en la muy anodina Sharon Carter, verdugo del Capitán América (eso sí: según un plan orquestado por Calavera Roja). Aunque el Bane de la película no es el Bane de los cómics. El Bane de Nolan es un personaje con entidad propia, amenazador e inquietante, un personaje con alma y con el que el espectador llega a empatizar una vez revelado su origen. Un villano guionizado con la precisión de un reloj suizo e interpretado de forma excelente por un Tom Hardy que, a falta de otros recursos expresivos (esa máscara), transmite fisicidad a través de un lenguaje corporal con la dosis justa de chulería, arrogancia y grandilocuente autoconfianza machaca-vértebras. Nada de brazos en jarras, en definitiva.

De hecho, no puedo imaginar mejor palabra para definir La leyenda renace que “grandilocuente”. La grandilocuencia vendría a ser la versión popular de la épica. De la épica bien entendida, claro: nada de fanfarrias ni de fantasmadas adolescentes. Grandilocuente por ejemplo es la banda sonora de Hans Zimmer. Sin llegar al nivel de su trabajo para Origen o Gladiator, las bandas sonoras de Zimmer para la trilogía de Batman sólo pueden calificarse de clásicos instantáneos. A pesar de que Boyero diga que le molesta su omnipresencia en La leyenda renace. Grandilocuente es también esa megalópolis con esteroides llamada Gotham y que aúna lo mejor de Chicago con lo peor de Nueva York. Grandilocuentes son los efectos especiales, que consiguen el milagro de aparentar naturalidad sin que se le noten las costuras a los gráficos generados por ordenador. Grandilocuente es la fotografía, que le confiere una atmósfera peculiar a la película y que prescinde de forma acertada de las iluminaciones planas y los colores chillones típicos de las películas del género superheroico (parece que el Man of Steel de Zack Snyder al que hacía referencia antes seguirá dicha línea de colores apagados y metálicos a lo Salvar al soldado Ryan: una buena decisión). Grandilocuentes son esas peleas a las que, por poner algún pero, quizá les falte la pausa necesaria, esa décima de segundo que permita apreciar con claridad los movimientos de los personajes. Aunque eso es algo que se remedia con un par de visionados del Kick-Ass de Matthew Vaughn, una panoplia de hostias como buques y de patadas troncha-peronés coreografiadas por dios nuestro señor en persona y capaz de dejar en evidencia al reparto completo de Los mercenarios 2. Grandilocuentes son también los diálogos, algunos de ellos dignos de pasar a esas recopilaciones de las mejores frases de la historia del cine que de vez en cuando se saca de la manga algún blog o revista de crítica cinematográfica con mucho tiempo libre por delante. Y grandilocuente es, sin duda alguna, conseguir que un personaje tan ridículo como el de Catwoman, quizá uno de los más oligofrénicos de la historia del cómic y para más inri interpretado por la blandita de Anne Hathaway, salga bien parado del envite. Quizá eso, Catwoman, sea lo más prescindible de este tercer Batman. Porque nadie, ni siquiera Nolan, me podrá convencer de que una mujer es capaz de tumbar a una docena de mostrencos de 100 kilos de peso a base de patadas voladoras en la boca mientras hace equilibrios sobre unos tacones de aguja de diez centímetros de altura. Plana, quizá. Con tacones, jamás.

Christopher Orr, de The Atlantic, ha escrito la que quizá es la crítica (negativa) más acertada con la que yo podría estar de acuerdo sobre este tercer Batman: “La última vez, Nolan reinventó el género de superhéroes. Esta vez simplemente lo ha reciclado”. Siendo eso cierto, Nolan podría contestar que La leyenda renace forma parte de una trilogía y que la obra ha sido concebida como un todo. ¿Qué sentido tendría que el mismo Nolan pretendiera reinventar de nuevo el género con una película que no es más que la conclusión de una trilogía a la que ya le han marcado el camino las dos primeras entregas? Quizá las expectativas eran tan altas que Nolan iba a decepcionar a la mayoría de los espectadores hiciera lo que hiciera. Si se apartaba del camino marcado se le habría criticado por romper la unidad de la saga. Si seguía la senda, por continuista. Desde mi punto de vista, la elección de Nolan ha sido la correcta. Su trilogía de Batman es una obra unitaria que multiplica su sentido cuando las tres películas se interpretan como tres capítulos de un todo más amplio. Es también probable que muchos fans del Batman de Nolan, y quizá también muchos no tan fans, hubieran preferido un final menos mainstream para la trilogía. Menos hollywoodiense. Un final más ambiguo. O trágico, quizá. Pero aquí, a diferencia de Origen, no hay final abierto. La sucesión del héroe queda cerrada y bien cerrada. El portador de la máscara se gana un merecido retiro feliz y en buena compañía. Todas las piezas encajan. Pero, qué coño: hasta El Señor de la Noche de Miller, la historia más oscura jamás contada de Batman, acaba con Bruce Wayne vivo, en una cueva y rodeado de jóvenes aprendices a los que convertir en su ejército personal. “Esta va a ser una buena vida. Lo suficientemente buena”, concluye Wayne. No me cabe duda de que el Bruce Wayne de Nolan piensa lo mismo al final de las casi tres horas de metraje.

Pasarán años hasta que una película de superhéroes vigorice el género de la misma manera que lo ha hecho este Batman, una versión tan potente del mito que está destinada a marcar el camino del personaje tanto en futuras adaptaciones cinematográficas, si las hay, como en el papel. Pero quizá lo mejor que se puede decir del Batman de Nolan es que la sensación de satisfacción pero también de vacío, de pérdida de algo muy valioso, que le queda al espectador tras el cierre de la saga es fiel reflejo del que con toda seguridad siente Bruce Wayne en su retiro florentino. Así que Nolan lo ha conseguido de nuevo: la personalidad escindida y fragmentaria de sus personajes ha logrado traspasar la pantalla y apoderarse del espectador. Eso es metacine y lo demás son hostias.

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Cinco Bonds que quiero ver antes de morir

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Por alguna razón, la saga del agente 007 siempre ha contado con actores galácticos y realizadores de perfil bajo. Con la elección de Sam Mendes como realizador del Skyfall que se estrena este octubre, los productores del universo Bond parecen dar un golpe de timón a su estrategia. He aquí cinco realizadores de pajillero bondiano para la próxima aventura del personaje de Ian Fleming.

  1. Christopher Nolan

La elección obvia. Nolan ha confesado más de una vez su predilección por el agente cero-cero-siete. No necesita demostrar que sabe contar historias, ni que sabe rodar acción. Su aproximación a Bond tendría como único riesgo una historia realista hasta el extremo de tomarse demasiado en serio a sí misma. Eso sí, si la música se la encargase a su compadre Hans Zimmer, podríamos tener la primera banda sonora de Bond que valiese la pena escuchar desde Al Servicio Secreto de Su Majestad.

  1. David Fincher

Cuentan que sus rodajes, esculpidos a base de repetir tomas hasta la extenuación, son como unas vacaciones todo incluido en Abu Ghraib. Pero el rodaje pasa y las películas quedan. Si bien es cierto que lleva una década sin rodar acción, la suya sería la apuesta por un Bond más francotirador que artificiero.

  1. Matthew Vaughn

El antiguo productor de Guy Ritchie ha sabido guardar un perfil bajo a pesar de ser responsable de dos de las mejores adaptaciones de cómic de los últimos años (Kick Ass y X-Men: Primera Generación) y sobre todo, pese a ser el marido de Claudia Schiffer. Tenerla a ella de chica Bond —y otorgar a Michael Fassbender licencia para matar— justifica por sí mismo la elección de Matthew Vaughn.

  1. Steven Spielberg

Que nadie levante la ceja: Spielberg ha demostrado en los últimos años —Minority Report, Munich, Tintin— que, como dicen en Hollywood, he still got it. Ha tenido tiempo de reflexionar, pues lleva treinta años esperando que le llamen para hacer un Bond. De hecho, la plantilla sobre la que dibujó a Indiana Jones no es otra que la del agente del MI6. De ahí que elegir a un actor para encarnar a Henry Jones senior eligiese ni más ni menos que al James Bond original, Sean Connery.

  1. Pierre Morel

Pierre who? Realizador francés poco conocido, de acuerdo, Morel sería la opción low profile de la lista. Sin embargo, rompo mi lanza por él al recordar que fue Morel quien movió la cámara en la que es de lejos el mejor “guilty pleasure” de acción de los últimos años: Taken (Venganza, en España). Además, ¿qué me dicen de un Liam Neeson interpretando a un 007 crepuscular? Escalofríos dan solo de pensarlo.

Bonus track: Quentin Tarantino

El mismo que viste y calza. Tarantino estuvo cerca, muy cerca, de ser el realizador del Casino Royale de 2006. El suyo, eso sí, habría sido un casino muy diferente: ambientado en los años 60 y con Pierce Brosnan como ludópata protagonista. Dan ganas de montar un crowdfunding para sobornar a Barbara Broccoli, la productora de Bond, y que contrate a Tarantino. Aunque solo fuera por ese diálogo en plano secuencia que, tras diez minutos non stop, acaba en un rotundo “El nombre es Bond. James Bond.”

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El héroe hipersentimental

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ATENCIÓN: este artículo contiene SPOILERS de The Dark Knight Rises

A medida que veía The Dark Knight Rises (Christopher Nolan, 2012) más evidente se me iba haciendo su semejanza con las novelas de Victor Hugo. Si han leído ustedes alguna de ellas, como El hombre que ríe o Los miserables, tal vez convengan en la semejanza entre la depravada Gotham y los ambientes en los que penan personajes como Jean Valjean, preso y prófugo de por vida por robar una barra de pan, o el mutilado Gwynplaine, abandonado por todos y obligado a vivir como monstruo de feria. Para ellos las desdichas no son situaciones circunstanciales y transitorias sino destinos implacables por los que el sufriente ha de soportar la Injusticia cebándose en él, generalmente a causa de su origen humilde, como juega el gato maula con el mísero ratón. ¿Cómo no sentir simpatía por estas almas buenas aplastadas por la bota indiferente del mundo? Hugo se vale de su amplísima gama de recursos para iluminar ese pequeño espacio de resignación y humildad que soporta los embates de una realidad mezquina y viciosa. La tenue luz de los buenos hace más ominosa la oscuridad exterior.

El mismo método de claroscuros rige las historias de Batman. Al principio de The Dark Knight Rises Bruce Wayne ha colgado el traje de Batman porque su novia murió en la lucha contra el Joker. ¿Se ha convertido entonces en un desecho de persona que no sale de su mansión y se emborracha con bricks de El Conquistador mientras ve la MTV? ¡No! Porque en realidad Wayne trabaja en secreto para crear una fuente de energía barata, no contaminante y disponible para todos. En el pozo de su infinito dolor, dedica todos sus pensamientos al progreso de esa sociedad por cuya defensa perdió a su amada. Pero Bruce Wayne está insatisfecho. Como lo oyen: a pesar de su talento incomparable, de su absurda fortuna que pone el mundo a sus pies, es desdichado porque no es capaz de ayudar lo suficiente. Siempre quedará un desgraciado que manche el minucioso balance de la miseria que Bruce Wayne se empeña en cargar sobre sí.

En The Dark Knight Rises están excluidos los pactos, las razones meditadas, el pragmatismo (salvo en los secundarios más mezquinos). Todos se juega en el ámbito de las pasiones más desmedidas: Bruce Wayne dedica su vida y su fortuna a combatir el mal por el asesinato de sus padres; Bane quiere devolver a la sociedad a un estado de naturaleza similar al que sufrió durante sus años de cautiverio; la hija de R’as al Ghul pretende vengar la muerte de su padre y llevar a término su obra. En los personajes principales el resentimiento es el motor de todas sus acciones, la necesidad de compensar un trauma trasladándolo al conjunto de la sociedad. El sentimentalismo alcanza proporciones épicas. Ontológicas. De la misma manera que Batman vencía a sus enemigos por tener una carga de resentimiento mayor de la que extraer su fuerza, Bane tumba al hombre-murciélago, no por ser más fuerte ni más inteligente, sino por haber sufrido más. El drama individual de Bruce Wayne es una opereta burguesa comparado con la epopeya de Bane, en quien parecen arremolinarse las voces de todos los desheredados de la tierra (no tengo el libro de Fanon a mano pero seguro que sin buscar mucho encontraría varias citas al pelo). A los lectores de Los miserables todo esto les sonará familiar.

Al igual que en la ciencia-ficción, en el género superheroico son habituales las convenciones de los relatos religiosos. Viendo The Dark Knight Rises a veces me entraba la risa por lo descarado de las asociaciones: Batman es odiado y temido, pese a lo cual persevera en su obra; es derribado por el mal por lo que ha de emprender un camino de perfección; se sacrifica por todos los habitantes de Gotham, justos e injustos. La hora y media inicial de la película, tan trepidante, se va desinflando a medida que el bien vence previsiblemente al mal. El cliché de la bomba con temporizador sigue resistiendo a aquel glorioso momento de Watchmen, tan ignorado como el resto de sus hallazgos:

—¿Cuándo se supone que tendrá lugar esa oscura fantasía? ¿Cuándo lo harás?

—¿”Lo haré”? Dan, no soy un villano de opereta. ¿De verdad crees que te habría explicado mi golpe maestro si tuvieras la más remota posibilidad de impedir su ejecución? Lo he activado hace 35 minutos.

No digamos ya el retorno de la descarriada Catwoman o la revelación de la hija de R’as al Ghul, topicazos que a estas alturas de la película ya solo provocan bostezos. Y dirán ustedes: está poniendo la película a bajar de un burro, tiene que ser mala de cojones. Pues tampoco diría eso: es una película innegablemente entretenida. Pero a medida que el cine sigue y sigue perforando el filón de los superhéroes, uno se harta de la adopción acrítica del discurso superheroico, y más viniendo de un artesano con ínfulas como Nolan (compárese a este respecto la muy interesante Chronicle, de Josh Trank). Las referencias a los indignados en la toma de Wall Street por Bane (por cierto, ¿soy el único que se descojona con su voz?) son bastante negativas, con actos de terrorismo y tribunales populares. El siempre latente fascismo de Batman queda relegado por su renacer espiritual (suena muy New Age y tal vez lo sea). Y quien queda peor es, como en Shakespeare, el pueblo: voluble, ávido de guías y a la vez despectivo con la grandeza. Uno se aburre del soniquete que Gordon le suelta a todo el que quiera oírle: “La gente necesita a Batman”. Tal vez sea el aspecto más desolador de la película.

http://espitolas.blogspot.com.es/

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¿Cuál es el mejor director de cine actual?

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Si la pregunta fuera sobre el mejor de la historia pondríamos Stanley Kubrick y luego algunas otras opciones para que la gente pudiera equivocarse a gusto. Pero elegir de entre los que ahora se mantienen en activo… ahí la cosa se complica. No lo tenemos muy claro, no parece haber un talento que destaque muy por encima del resto, así que hemos preparado esta lista para que nos ayuden a dictar sentencia. Puede que nos haya quedado muy anglosajona, con imperdonables ausencias de cineastas indios, nigerianos e iraníes, así que les invitamos a que añadan los suyos, de cualquier nacionalidad que estimen conveniente. Y voten, voten.

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Martin Scorsese

Foto: David Shankbone (CC)

Foto: David Shankbone (CC)

Si hiciéramos una lista de los mejores directores de la historia del cine ocuparía un buen lugar, pero que hoy en día, después de cuarenta años en activo, merezca estar también entre los mejores cineastas contemporáneos es algo casi prodigioso. Y no descartemos incluirlo en una lista de talentos prometedores. Viendo El lobo de Wall Street da la impresión de que tiene cuerda para rato, adentrándose en un género casi nuevo para él como el de la comedia, que las pocas veces que lo ha intentado le ha salido muy bien; basta recordar After hours. En ese halagüeño futuro tal vez termine prescindiendo de una vez por todas de los finales moralistas y redentores que incluye a regañadientes en sus películas. Ya saben, esos diez últimos minutos en los que nos alecciona sobre que esa vida de fiestas, putas, drogas e ilegalidades varias que hemos visto en los ciento veinte anteriores en realidad es muy mala y no debemos tomarla como ejemplo, Dios nos libre. Pero nos lo dice guiñándonos un ojo.

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Zack Snyder

Foto: Eva Rinaldi (CC)

Foto: Eva Rinaldi (CC)

Entró por la puerta grande con un magnífico remake como El amanecer de los muertos, de la que nos atrevemos a decir que es la mejor película de zombis que hemos visto nunca. Su siguiente film, 300, puso el listón aún más alto. Fiel al mito en todos los aspectos salvo en el que más nos hubiera gustado: la convención del arte clásico conocida como «desnudo heroico». Creemos que con los protagonistas completamente desnudos hubiera ganado en intensidad poética. La siguiente que dirigió fue Watchmen, una magnífica adaptación a la altura del cómic, que contó además con una memorable introducción. A continuación volvió a dar en el clavo con Ga’Hoole: la leyenda de los guardianes, la mejor película de búhos que hemos visto nunca. Su siguiente obra fue quizá su mayor patinazo, Sucker Punch, que entusiasmó a algunos y a otros bastante menos, pero al menos demostró audacia y originalidad. Y por último El hombre de acero, solemne y espectacular, aunque su mensaje tan ambiguo nos dejó confundidos: eso de un enviado del cielo que a los treinta y tres años se sacrifica por una humanidad que no le comprende… un momento ¿no estará aludiendo a Jesucristo, verdad? Es que tanta sutileza se nos escapa, si le hubiera añadido una túnica, una corona de espinas y un leproso cerca pues aún. Sea como fuere, ahora está enfrascado en una nueva versión de Superman, esta vez contra Batman. Promete.

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Christopher Nolan

Foto: Richard Goldschmidt (CC)

Foto: Richard Goldschmidt (CC)

Memento es la película que le catapultó al Olimpo de los directores que cualquier aficionado debía tener cuenta, aquellos con más personalidad y ambición. Desde entonces no ha defraudado en su intento de aunar la profundidad filosófica y el cine más comercial. Quiere dirigirse a las masas pero sin caer en la frivolidad y lo está consiguiendo, quizá en Origen más que ninguna otra, una locura sobre sueños dentro de sueños que logró dejar estupefactos a tantos espectadores. Sus tres versiones sobre Batman son sin duda las tres mejores que se han hecho sobre este personaje de cómic, consiguiendo la cuadratura del círculo de dotarle de un fondo psicológico sombrío y una espectacularidad y estruendo dignas del Antiguo Testamento. Esperamos con impaciencia lo próximo, Interstellar.

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Woody Allen

Foto: Colin Swan (CC)

Foto: Colin Swan (CC)

Escribir sobre Woody Allen es un reto. Apenas has referido algo de su última película cuando ha estrenado otra. Tratas de exponer algo sobre esa otra y te ha puesto dos sobre la mesa. Balbuceas y un puñado más te ha caído encima. Como guinda, algún corto «secreto». Si se hiciera un estudio cifras/rentabilidad/calidad como el que se hace para determinar el rendimiento de algunos deportistas, Allen estaría arriba del todo. Si fuera luchador de un videojuego sería aquel que tiene todas las barritas (strengh, agility, stamina…) bien llenas por igual. Pocas actividades creativas han contado con semejante fusión entre creatividad y estajanovismo, entre fraguel y curry. El 95% de los directores existentes firmarían gustosos sus películas menores. Pero además tiene las medianas y las mayores. Una factoría de una sola persona dedicada a arrojar luz (y teoría y técnica de las sombras) al mundo.

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Kathryn Bigelow

Foto: David Shankbone (CC)

Foto: David Shankbone (CC)

Habituados a ver paletos que cuando están en la guerra se pasan el día sintiendo nostalgia por su hogar y por la dichosa tarta de manzana de su madre, que los sacan a ver mundo por primera vez en su vida y su única reacción es dar la brasa a su alrededor con la foto de su novia, en The Hurt Locker Bigelow nos contó justo la historia opuesta: la del soldado que cuando está en casa se aburre como una ostra y lo que le gusta es estar allá donde se repartan las hostias. Con esa película se convirtió en la primera mujer en ganar un Óscar al mejor director y logró depurar su característica habilidad para las escenas de acción, que ya demostró en auténticos clásicos del género como Le llaman Bodhi. Por su siguiente film también fue nominada, La noche más oscura, en el que ejerció de cronista de la política exterior de Estados Unidos.

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David Lynch

Foto: Thiago Piccoli (CC)

Foto: Thiago Piccoli (CC)

El único ser vivo que podría derrotar en un debate a Nicolas Cage utilizando el ave que anida en su pelo como argumento. Su primera película, Cabeza borradora, oscilaba entre deliciosa comedia familiar y pesadilla de horror solo descriptible con adjetivos lovecraftianos, no lo tenemos muy claro. Con la serie Twin Peaks consiguió el reconocimiento internacional entre el gran público, pero para entonces ya había rodado maravillas como El hombre elefante, Terciopelo azul o Corazón salvaje. Muchos lo admiran y tantos otros lo consideran poco más que un vendedor ambulante de aceite de serpiente, pero que sus películas componen un universo personal original e inimitable no se puede poner en duda. Se le puede acusar de intenso, pero lo cierto es que su obra no ofrece ningún reto intelectual forzoso: no hay que entenderlo, solo dejarse llevar. Todo responde a una lógica sencilla, la misma que tienen los (malos) sueños. Incluso su filme más unánimamente aclamado por la crítica, Una historia verdadera, sigue en el fondo esa línea. Dígannos qué tiene de realista que un anciano cruce dos estados del Medio Oeste norteamericano conduciendo una cortadora de césped topándose solo con gente maravillosa, en lugar de con una familia de psicópatas mutantes caníbales, que sería lo normal. Imaginamos a Lynch partiéndose de la risa en privado cuando leía a los críticos felicitándose de que el director hubiera filmado al fin algo «normal».

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Quentin Tarantino

Foto: DP.

Foto: DP.

Tras su formidable comienzo con dos clásicos del cine era inevitable que su nivel descendiera, pero ha demostrado seguir siendo capaz de rodar películas muy entretenidas y que en algún momento de su metraje cuentan con alguna escena, personaje o diálogo sencillamente brillante. Bien sea el baile en Death Proof , los diálogos cargados de tensión de Malditos Bastardos o el personaje de DiCaprio en Django desencadenado.

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Ang Lee

Foto: Nicolas Genin (CC)

Foto: Nicolas Genin (CC)

Originario de Taiwán, no se ha limitado a lo que es etiquetado popularmente como «películas de chinos» (da igual el género, son de chinos y ya) pues de hecho una de sus mayores virtudes es su extraordinaria versatilidad a través de estilos, épocas y tradiciones culturales. Rodó una adaptación de Jane Austen, Sentido y sensibilidad,que es puro cine de tacitas. Más adelante se atrevió con una leyenda china como Tigre y dragón, continuó con una adaptación de Hulk y luego con un drama sobre dos vaqueros homosexuales como Brokeback Mountain, entre otras. Su última aportación es una conmovedora fábula con una cuidadísima estética y una historia que incita a la reflexión, La vida de Pi.

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Steven Spielberg

Foto: Georges Biard (CC)

Foto: Georges Biard (CC)

Al igual que Scorsese, este director parece haberle echado un buen trago al cáliz que aparecía en la mejor de su tetralogía de Indiana Jones. Pasan las décadas y su brillo no se apaga, sigue incansable agigantando su filmografía, que ya analizamos aquí. Va alternando el cine de entretenimiento —con ese extraordinario talento para rodar secuencias que lo hace único— con otras más serias en las que retrata algún periodo histórico, como en la reciente Lincoln. Su próximo proyecto, según algunas noticias, giraría en torno a la conquista de México por Hernán Cortés. Desde luego en principio es un tema a abordar muy interesante, veremos lo que da de sí en sus manos.

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Michael Mann

Foto: Hans Landa (CC)

Foto: Hans Landa (CC)

Si «clásico eh lo que no se pueh hasé meóh», según la célebre sentencia del torero el Gallo, tenemos en Michael Mann a un director clásico en el mejor sentido. Sus innovaciones y hallazgos en la forma son más una manera de actualizar a los grandes de Hollywood que de romper con lo que quizá no necesite ni roto ni descosido. Los bien enarbolados guiones con los que trabaja giran en torno a la labor propia como Destino y al Amor. Ambos con mayúscula. Pocos se atreven ya con estos grandes temas a pecho descubierto. Director de escasa filmografía, tras dejar monumentos como Heat o El dilema, demostró hace unos años que sigue en plena forma con Enemigos Públicos. Tras la desigual acogida de la serie Luck, esperamos como oro en paño Cyber, que se estrenará a principios de 2015. Un Grande. También con mayúscula.

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Park Chan-wook

Foto: Masha Kuvshinova (CC)

Foto: Masha Kuvshinova (CC)

O el coreano que le debe muchísimo a la venganza. Arrasó en su país con Joint security area, un whodunit que elegía como escenario la frontera entre las dos Coreas, y aquello le permitió desatarse por completo: Sympathy for Mr. vengeance, Old boy y Sympathy for lady vengeance conformaban una trilogía con protagonistas incomunicados, antisociales y atípicos cuyo único nexo común era recorrer el camino alimentados por la venganza salvaje. Rodaría desde comedias románticas en psiquiátricos (Soy un cyborg) hasta historias de vampiros (Thirst). Cintas en esencia tan inclasificables como su director, pero que compartían algo: una capacidad visual asombrosa, una violencia seca y directa alejada de las costumbres de la gran pantalla y algunos giros de guión que dejaban a M. Night Shyamalan llorando desnudo bajo la ducha.

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Paul Thomas Anderson

Foto: Jürgen Fauth (CC)

Foto: Jürgen Fauth (CC)

La rata de videoclub adiestrada en la pornografía setentera y ochentera, desde los diez años y gracias a una colección paterna de VHS, que se hizo mayor para ponerse tras una cámara y ganarse el título de niño prodigio. Sydney, Boogienights y Magnolia casi parecían una broma, destilaban tanta precisión quirúrgica que sus logros eran demasiado notables para ser las tres primeras obras de un director que venía de admirar tanto las barbas de Kubrick como el lubricante del cine X. Con el control sobre el plano secuencia, el reparto coral y las actuaciones para enmarcar Anderson se erigía como una reencarnación estilizada de Robert Altman. Remató con Punch-drunk love, Pozosdeambición y Themaster. Y ante todo firmó un hecho irrebatible a favor de su capacidad como director: hizo creer al mundo que merece la pena ver una película con Adam Sandler.

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Foto: DP.

Foto: DP.

Zucker, Abrahams y Zucker

David Zucker, Jim Abrahams y Jerry Zucker, también conocidos como ZAZ, directores, productores, guionistas y actores. A veces el trío en comandita, otras solo dos o uno de ellos en colaboración con algún amigote, nos han regalado algunos de los momentos más descojonantes del cine de las últimas décadas. Si lo creadores de artefactos de humor maravillosamente estúpido como Top Secret, Aterriza como puedas, Hot Shots! o la serie Agárralo como puedas no merecen competir en esta lista nosotros ya no sabemos lo que es ser un esteta.

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David Cronenberg

Foto: Cordon Press.

Foto: Cordon Press.

Lo que distingue a unos creadores de otros es la capacidad para construir un universo propio y compartirlo con el mundo. Cronenberg lo logró utilizando como ladrillo el horror corporal y se convirtió en el mesías de la nueva carne. En una actualidad donde la gente vive pegada a sus móviles los desvaríos de Videodrome parecen un futuro plugin para el iPhone, los huesos que se convierten en pistola de eXistenZ son una fase de cualquier videojuego y el morbo de Crash son vídeos perversos de accidentes en las entrañas más oscuras de internet. Así que para culminar sus profecías ya solo nos falta esperar a que nos explote la cabeza como en Scanners. La mal llamada madurez creativa le alejó de tales carnicerías (Una historia de violencia, Promesas del este, Un método peligroso) pero dejó clara una cosa, que seguía siendo igual de diestro cuando se dedicaba a filmar otro tipo de horrores.

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Wes Anderson

Foto: Cordon Press.

Foto: Cordon Press.

Si tuviéramos que imaginar cómo es el aspecto del director de las películas Life Aquatic, Viaje a Darjeeling o El gran hotel Budapest nos saldría algo como lo que vemos en la foto. Definitivamente sus películas son suyas y no de otro. Ha logrado crear un estilo caracterizado por una estética fruto del LSD, unos personajes melancólicos a los que describe con humor y unas historias con elementos fantásticos. La escena de la fuga de la cárcel de su última película es simplemente una maravilla para contemplar una y otra vez.

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La bestia que quiso ser actor

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Escena de Locke. Imagen: IM Global / Shoebox Films.

Escena de Locke. Imagen: IM Global / Shoebox Films.

Hace apenas un lustro a Edward Thomas Hardy lo conocían cuatro. Por supuesto, esto último no es literal, muchos ya se habían fijado en el tipo que en 2007 protagonizaba el libro de Alexander Masters, Stuart: a life backwards, la durísima epopeya de un mendigo de alma atormentada y afectado por una enfermedad muscular degenerativa. Producía HBO, que ya había contratado a Hardy (acreditado ya desde entonces como Tom Hardy) para Hermanos de sangre. En la serie, para quien quiera entretenerse buscándolo, el actor aparecía, delgado y con aspecto de piltrafa, conduciendo un jeep.

Después, durante unos meses, vivió haciendo cosas aquí y allí (teatro por Inglaterra, mayormente), buscándose la vida como cualquier actor de medio pelo de cualquier ciudad de medio pelo, exactamente lo mismo que hacía antes de haber debutado con la cadena de televisión más prestigiosa del mundo.

En 2008 Nicholas Winding Refn, convertido después en icono hipster gracias a Drive, le dirigía en Bronson, una historia sobre un enemigo público enamorado del excentricismo y el actor daba el do (y el re mi fa sol) de pecho: del enclenque nacido en Hammersmith en 1977 y que durante años se estuvo metiendo de todo en el cuerpo se pasó a un hombre convertido en bestia, una especie de comodín con más matices que una baraja de póquer. Por aquel entonces, unos cuantos centenares de miles de cinéfilos ya le seguían la pista, oliéndose lo mejor.

La nariz no les fallaba (y no era por Rock’n’rolla, donde Guy Ritchie le ponía a ejercer de tío bueno) porque el mismísimo Christopher Nolan le llamaba a filas en Origen, una de esas películas que la gente odia o ama sin resquicios (un poquito más de odio en este caso, si somos sinceros) pero en cuyas críticas se hablaba —sin divisiones— del carisma de Hardy, al que le quedaba el traje como un guante y que se comía a Di Caprio en cada escena que compartían.

Por aquel entonces, el buen Tom ya no era ningún desconocido y en su mesilla de noche se apilaban los guiones. Ayudaba también su condición física, no solo por buena (que también) sino por su capacidad para menguar o expandirse según las necesidades de turno. Así creo al animal de Warrior, un luchador perdido en su propio pasado que se dedica a aquello tan freudiano de matar al padre, añadiendo a su hermano por el camino, para que no queden cabos sueltos. En España, la película no llegó a estrenarse en cines (sin comentarios) pero a Nick Nolte le nominaron a un Óscar (él era el —impresionante— padre), Joel Edgerton —compañero de reparto— se metía en todas las listas de mejores secundarios y Hardy… bueno, Hardy reinaba. Simplemente.

Ese militar derruido que decidía volver a los brazos de su padre alcohólico y maltratador y que escondía un corazón de ballena y un alma de ceniza era el motor de la película. No eran solo sus músculos (que también) sino esa forma de agachar la cabeza, esos ojos de sacacorchos y esa manera de golpear. Hardy no era un luchador profesional pero lo parecía. Su habilidad para combinar esa capacidad física con una delicadeza francamente dolorosa le habían lanzado ya al estrellato.

El actor, un malote de manual, lo celebraba colgando fotos suyas en las redes sociales: «Ahora me beso los bíceps, ahora enseño mis abdominales, ahora pongo cara de que soy rico y famoso». Algunos, ya se sabe, pronosticaron que su mala fama en los rodajes (más de uno confesó por lo bajini que el hombre no lleva nada bien la competencia) y su pinta de gamberro con pasta le impedirían progresar.

Desde entonces el londinense no ha parado. Ni un poco.

Que si Bane en Batman: The Dark Knight Rises (pocas veces se ha visto un personaje tan intimidatorio en el cine moderno), que si una obra de teatro con dirección de Philip Seymour Hoffman, que si el mejor tráiler de la última década.

Sí, el mejor tráiler de la última década, cortesía de George Miller, para resucitar a uno de los personajes más legendarios de la historia del cine: Mad max.

Parece de cajón: ¿quién puede ser mejor Mad Max que Hardy? Un nómada asalvajado con pasión por los motores y las chupas de cuero y que anda de mal en peor perpetuamente cabreado. Alguien en Hollywood —no van a ser todos tontos— pensó que era buena idea. Habrá que esperar a 2015 para, obviamente, darle la razón.

Antes, y para abrir boca, el británico (ojo con la orla del país: el mencionado, Michael Fassbender, Benedict Cumberbatch, Idris Elba, Martin Freeman, etc.) se ha marcado un soliloquio que ha dejado a más de uno con la mandíbula en el subsuelo. En Locke, Hardy vuelve a demostrar que a lo mejor a otros la cámara les engorda pero que a él se lo quiere beneficiar: una hora y media de Hardy, Hardy y Hardy, que es capaz de abrirse como un abanico para demostrar que lo suyo no es flor de verano. Un tipo al volante que pasa por todos los estados de ánimo imaginables (y unos cuantos que nos gustaría no imaginarnos) y que se pega uno de los monólogos visuales más sensacionales de los últimos tiempos. Una road-movie más densa que el mar Muerto y una muesca más en el revolver de un actor que ha nacido para ser un grande y que a los treinta y siete años ya se ha convertido en uno de los mejores intérpretes del mundo. Y lo que le queda, Dios mediante.

Escena de Mad Max: Fury Road. Imagen: Kennedy Miller Productions / Village Roadshow Pictures / Warner Bros.

Escena de Mad Max Fury Road. Imagen: Kennedy Miller Productions Village Roadshow Pictures Warner Bros.

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2014: Una odisea del espacio

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Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Interstellar reinventa la ópera (espacial)

Para hablar de Interstellar hay que advertir al lector de que si no ha visto la película sería mejor (mucho mejor) que dejara de leer aquí mismo. Aunque este artículo NO CONTIENE SPOILERS DE LA TRAMA cualquier pista, referente o mención podría pulverizar una experiencia que debería ser vivida con la virginidad (en términos cinematográficos) como ariete.

A veces los cinéfilos más veteranos (léase, «viejos») nos quejamos de aquello tan clásico: «ir al cine ya no es lo mismo». Cuando lo hacemos, hablamos de esa experiencia casi iniciática que suponía para nosotros enfrentarnos a una pantalla grande cuando las películas se hacían únicamente para disfrutarlas en ese formato.

Los directores más taquilleros (y los que han reavivado los cines de todo el mundo) son aquellos que han entendido que deben ofrecer al espectador un espectáculo que no pueda replicarse en ningún otro sitio que no sea una sala oscura. Para eso están los IMAX (un día hablaremos de la penosa experiencia del formato en España), el Dolby Atmos, las nuevas proyecciones digitales y —cómo no— el 3D. Con este último (las malditas tres dimensiones) se demostró que es posible arruinar una novedad que se supone insuperable en cuestión de meses, basta con sumarse al carro, pervertir la idea (esas conversiones de 2D a 3D gastando lo mínimo) y agotar al público a base de propuestas descabelladas.

Christopher Nolan (como James Cameron) cree en el cine espectáculo por encima de todas las cosas, pero sabe muy bien que la ejecución lo es todo. Nunca ha apostado por el 3D pero ha entendido desde el principio la utilidad del IMAX, ya no como finalidad sino como pura herramienta. Además, Nolan ha demostrado una ambición tan desmedida en su carrera que no es extraño entender a los detractores del realizador, metido a Spielberg en ocasiones y a Cecil B. De Mille en otras, con una visión de cirujano al que le apetece operar sin guantes, a punto siempre del accidente definitivo.

Los que hayan visto Following y Memento ya sabrán que el de Londres exhibe una narrativa lejos de la linealidad, extremadamente cerebral y con una potencia visual indiscutible. A partir de Insomnia, el británico añade a la ecuación una mística casi propia, que imprime en personajes metidos en misiones bigger than life que acaban siendo suicidas casi por definición. Así es su Batman (por triplicado) y el atormentado personaje que encarna Leo Di Caprio en Origen (y que guarda no pocas similitudes con el Matthew McConaughey de Interstellar, en su condición de esa obsesión por la sombra de los seres queridos y su curiosa concepción pentadimensional del universo que les rodea, sea este exterior o interior, o una mezcla de ambos). Y así es —por supuesto— su astronauta de una pieza que ocupa el 90% del metraje en Interstellar.

Si viendo Coherence (otra obra que parece destinada a los cinéfilos con nociones de astrofísica pero que es disfrutable para cualquier aficionado inquieto) es imposible dejar de pensar en un teórico como Hugh Everett, cuando uno se sienta a ver Interstellar es difícil huir de la influencia de Carl Sagan y su Contact. Hasta (pongámonos audaces) uno podría jurar que en la impresionante banda sonora de Hans Zimmer, este ha integrado la famosa señal alienígena de la película de Robert Zemeckis.

Dicho esto, las comparaciones con 2001, odiosas o no, son algo que Interstellar no va a poder esquivar. Stanley Kubrick fichó para su filme (no lo olvidemos, estrenado en 1968) a Harr Lange, un ingeniero de cohetes, genio de la NASA e impagable asesor científico, que no sale mucho en los papeles pero que inventó —entre otras muchas cosas— el Ipad que aparece en la estación lunar.

Vuelvo a repetirlo: hablamos de finales de los sesenta y Lange visualizó un Ipad. El suyo era de IBM, pero —francamente— no importa mucho.

Nolan parece haber fichado a media NASA y reclutado a cualquiera que pudiera ayudarle a endurecer la armadura científica del relato y en eso se acerca a Kubrick peligrosamente.

2001 revolucionó el género y también el séptimo arte y lo hizo con la intención de ofrecer un relato fiable (desde un punto de vista científico, la trama es otro asunto) que incorporaba una historia que trascendía con mucho el marco de la ciencia-ficción para elevarlo a una reflexión sobre la humanidad de un modo tan rotundo que sus preguntas siguen generando ondas que se reflejan en la literatura, el cine y la televisión y que parecen vivir a perpetuidad en el inconsciente colectivo.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Interstellar contiene no pocos homenajes a 2001 (algunos son obvios, como esa rueda que gira sobre sí misma al son de una música enfundada en clasicismo; otros lo son mucho menos) y sin embargo no podía estar más alejada de ella. La película de Kubrick se convirtió en el momento de su estreno en la perfecta definición de la contracultura. Los adultos la odiaron, la crítica la destrozó, la taquilla empezó en el sótano. Sin embargo, los jóvenes la abrazaron, la generación del LSD la elevó a los altares y su visionado influyó a miles de artistas en todo el mundo. Un ensayista estadounidense afirmó que el secreto de su éxito se debió a que los jóvenes la veían como un bicho raro, una especie de criatura revolucionaria que desafiaba al espectador común y molestaba a los poderes fácticos. Dicho de otro modo, HAL9000 era una suerte de líder que se enfurecía cuando le mentían y tomaba cartas en el asunto.

En Interstellar los robots son funcionarios, esclavos que recuerdan que lo son varias veces durante el metraje (casi como un mensajito a Kubrick, «mis máquinas me obedecen») y que además son programados con sentido del humor y sinceridad.

La misión de la expedición en la película de Nolan es clara y cristalina, la narrativa está alejada del cripticismo, al menos durante dos tercios del metraje (aun teniendo en cuenta que cuando el londinense decide ponerse laberíntico —literalmente— no deja piedra por remover) y el enigma es más la misión que el vigilante. Porque sí, hay un vigilante. No es el centinela de Arthur C.Clarke (tampoco vayamos a desvelar más de la cuenta) pero podría haberlo sido.

Ahora bien, nadie va a ver en la película una llamada a las armas porque la sociedad moderna se parece más a un oso panda que a un tigre de Bengala. Por tanto, la significación «social» (por así decirlo) del filme y su repercusión futura van a cuantificarse en términos puramente cinéfilos. Si Interstellar es una revolución, sus efectos no serán inmediatos.

Y sí, Interstellar es una ópera espacial de cabo a rabo, una avalancha de fotogramas de tanta belleza que durante dos horas y cuarenta minutos se encuentran poco motivos para apartar los ojos de la pantalla. El gran equilibrio entre el factor humano y la materialización tecnológica de la misión en busca del Shangri-La que albergue a la humanidad es sorprendente teniendo en cuenta la frialdad del realizador, que por primera vez maneja sus emociones con ambas manos, sin guardarse ningún comodín. La esplendida visualización de la paternidad de Matthew McConaughey y la relación con su hija, siempre asentada en esa dicotomía entre salvar a uno o salvarlos a todos, es —casi— lo mejor de una película que nunca cae en la tentación de articular demasiado las emociones de sus personajes, dejando que fluyan en los diálogos y flotando en los ojos de tres actores impresionantes, lanzados al espacio y separados con mucha más fuerza de la esperada.

Interstellar tiene pedazos de 2001, claro, pero también de las Naves misteriosas de Douglas Trumbull, de la ciencia-ficción contemplativa de Tarkovsky, del Malas tierras de Malick, del discurso humanista de Battlestar Galactica y del universo de Stephen Hawking. Por su naturaleza (es hija de mil sangres) es difícil predecir su impacto del mismo modo que nadie a finales de los años sesenta podía intuir la dimensión del filme de Kubrick. Lo que sí puede decirse es que la intencionalidad de la película es atronadora y aunque algunos la consideren la película con más baches del cine de Nolan (los hay, por supuesto), es innegable que sus puntos álgidos superan en mucho a sus debilidades y que cuando brilla, lo hace con la intensidad de un clásico que lo es desde el mismo momento en que sus imágenes impactan en el córtex del espectador.

La relatividad (la real y la conceptual) del tiempo, el destino de un planeta que huye de sí mismo por la vía de la aniquilación y las ataduras visibles e invisibles que marcan nuestras decisiones en escenarios donde no hay una segunda oportunidad son la columna vertebral de una película que a veces plantea preguntas que —aún con su aparato visual y científico— se ve incapaz de contestar. Esa es, probablemente, su mayor reto, convencer al espectador de mirar más allá de sus gigantescas intenciones y dejarle llegar a la piel de la narración, a esos tipos llenos de dudas, muertos de miedo, en cuyas manos se oculta el futuro de la humanidad.

Da la impresión (por contradictorio que parezca) que cuanto más pequeño se vuelve el campo de juego, cuanto más empequeñece la escala para fijar el conflicto en parámetros personales y olvidarse del gran dilema que plantea el filme, más le cuesta a Nolan marcar su ritmo. Como si soo mirando de lejos a sus personajes se sintiera realmente cómodo. Sin embargo, en los momentos en que ambas dimensiones (la etérea y la puramente física) coinciden, Interstellar es una auténtica obra maestra, un espectáculo tan grandioso que los adjetivos se atragantan.

También es sin ninguna duda el trabajo más personal de un director que siempre ha parecido dejarse llevar por sus películas en lugar de conducirlas él y que con Interstellar ha decido pisar el acelerador y no soltar el volante.

Dos horas y cuarenta minutos después, el viaje ha sido tan apabullante que digerir el filme es tan aterrador como su propio planteamiento.

Eso sí, guste o no, Interstellar es uno de esas epifanías que reconcilia al espectador con su propia naturaleza: esa que le sienta delante de una pantalla oscura esperando que cuando vuelvan a encenderse las luces algo haya cambiado.

En ese aspecto, no les quede duda: Nolan ha (con)vencido, porque Interstellar no es 2001. Ni falta que le hace.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

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Interstellar: Grandilocuencia fallida

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Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Había leído y escuchado comentarios tan dispares sobre la nueva película de Christopher Nolan que, francamente, no sabía qué esperar. Hay gente a la que le ha gustado, probablemente porque es un tipo de largometraje que no se ve a menudo. Hay incluso gente que la considera una gran película. A otros les ha dejado indiferentes. A otros, en cambio, nos ha hecho removernos incómodos en nuestra butaca tras casi tres horas de espectacular inconsistencia. Con tal división de opiniones es difícil que una única opinión vaya a satisfacer a todo el mundo, pero supongo que esperarán que sea sincero. Si me preguntan a mí, pueden esperar sin miedo a que la editen en DVD, ahorrarse la entrada y verla tranquilamente en el sofá de sus casas por un precio mucho menor. ¿Que visualmente es espectacular cuando vista en pantalla grande? Sí, claro. Pero ni siquiera en ese aspecto mejora o iguala lo que hemos visto ya otras veces. Aunque eso sería un aspecto casi secundario. Vayamos al grano.

Interstellar es una combinación entre ciencia ficción épica y melodrama sentimental. Dicho de manera más simple: es un indisimulado intento de combinar la grandeza científico-fantasiosa de 2001: Una odisea en el espacio con el humanismo grandilocuente de Solaris. ¿Suena ambicioso? Mucho. ¿Lo han conseguido? En mi opinión, no. La trama describe una misión espacial encargada de buscar un nuevo hogar para la humanidad, ya que los recursos de la Tierra parecen estar agotándose, particularmente a causa de unas destructivas plagas en las cosechas. El viaje en busca de nuevos mundos habitables tendrá lugar a través de un agujero de gusano cercano a Saturno (vamos, como el monolito de la novela de Arthur C. Clarke) y el esqueleto básico del viaje espacial está claramente tomado de la película de Kubrick, a la que homenajea en algún que otro momento. Los astronautas de la misión se enfrentarán a diversos dilemas de índole fundamentalmente sentimental, especialmente por la necesidad de continuar la misión a sabiendas de que posiblemente no vuelvan a ver a los suyos, dado que según la teoría de la relatividad el tiempo transcurrirá mucho más despacio para ellos que para quienes se han quedado en la Tierra. Es decir, tenemos un drama emocional en la línea de Solaris, pero que aquí es más lacrimógeno que filosófico, y a veces rayano en lo directamente cursi. Pueden empezar a hacerse una idea. Sin duda, la grandilocuencia del planteamiento ha convencido a algunos espectadores de que han visto algo grande. En mi modesta opinión, esa grandilocuencia del planteamiento no se ha traducido en grandeza artística. Es más; creo que Interstellar es una película que habrán disfrutado mucho más quienes la hayan visto con una predisposición emocional. Porque de otro modo saltan las inconsistencias ante nuestros ojos y el guión hace aguas por muchos lados.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Y no me refiero únicamente a lo atropellado del aspecto científico. No soy físico, ni me preocupa particularmente la corrección científica de una película siempre que el argumento lo compense por otras vías. Pero en este caso hay que comentarlo, porque en Interstellar hay mucha jerga científica hasta el punto de que es uno de los puntos fundamentales del guión. No es una jerga particularmente difícil de seguir, ni siquiera para quienes no siempre aprobábamos ciencias en la escuela. No deberían ustedes esperar grandes quebraderos de cabeza, porque la trama parte de conocimientos de física bastante básicos que podrá haber visto usted, y bien explicados, en cualquier documental de Neil deGrasse Tyson o Michio Kaku. El problema, no como físico que no soy sino como espectador que sí soy, es que esa jerga científica se traiciona a sí misma conforme avanza el argumento, hasta alcanzar niveles de absurdo manifiesto. Salidas de tono del estilo «el amor es la única fuerza que puede romper los límites del espacio-tiempo» (sic) no ayudan a que el asunto resulte convincente, pero es que además los conceptos físicos básicos con los que se nos bombardea constantemente terminan mezclados con deducciones salidas no se sabe muy bien de dónde y con una creciente cantidad de deus ex machina metidos con calzador para rellenar los huecos que los guionistas no han tenido a bien elaborar más. Hacia el final del film, pues, todo es como un gran deus ex machina… que también los hay en 2001 o Solaris, sí, pero son infinitamente más elegantes e inteligentes. Y sobre todo, en esos filmas clásicos no se abusa de ellos hasta hacer saltar las alarmas del espectador que no se haya dejado llevar por la vertiente emocional. Pero insisto: no es lo que más me ha impedido el disfrute que la película no sea científicamente correcta. Entiendo que en este género hay que tomarse ciertas licencias. El problema es que el guión acaba entrando en una imparable espiral de licencias hasta más allá de lo razonable y se las da de científico cuando al final termina recurriendo a giros sin ningún fundamento.

Pero nada de eso tendría gran importancia si la faceta melodramática fuese más consistente. Los desvaríos pseudocientíficos serían altamente perdonables si la faceta psicológica hubiese estado más cuidada. Lo malo es que sucede lo mismo con los personajes y las relaciones entre ellos. Hay tantos detalles que no sabría por dónde empezar, pero sí resulta más difícil de llevar que en el aspecto dramático se recurra también a semejante cantidad de deus ex machina. No es que no haya buenos momentos dramáticos, que los hay, o que no puedan resultar altamente efectivos especialmente para el público más predispuesto. Pero el guión está tan empeñado en entrelazar las historias íntimas de los personajes con la trama fantástica, que esos personajes terminan contagiándose de la inconsistencia, reaccionando a menudo de manera exagerada, poco realista, cediendo su verosimilitud a las exigencias del argumento pseudocientífico. Nolan, y este comentario sí ha sido de los más extendidos, no acaba de entender a sus personajes en tanto seres humanos. Muchos momentos dramáticos pretendidamente intensos nacen del hecho de que los personajes no reaccionen como lo harían personas normales y corrientes, sino con una especie de histerismo teatralizado que parece más dirigido a complacer —y ustedes me perdonarán— al sector más «llorón» de la audiencia, pero no a quienes esperen una mínima verosimilitud psicológica en el drama. Sí, admito que para el espectador que se deja llevar por la emoción, este enfoque puede funcionar. Pero piensen en quienes no nos hemos dejado llevar por la emoción: lo cierto es que en algunos (o muchos) instantes uno puede sentirse alejado de la historia si le da por preguntarse si la conducta de los personajes tiene coherencia o si los diálogos entre ellos serían los que tendrían lugar en unas circunstancias similares. Como sucedía con los errores científicos, entiendo que esa exageración es un arma legítima en el drama cinematográfico, sí, pero cuando se suma a las inconsistencias en la trama espacial y cuando se abusa demasiado de las licencias, todo termina siendo un artificio que francamente requiere muy mucho de la credulidad del espectador también en el aspecto dramático. El intento de combinar 2001 con Solaris era ambicioso y supongo que tentador, pero había muchas posibilidades de quedarse a medias y eso es exactamente lo que ha sucedido, al menos a nivel artístico. Insisto: entiendo que toda película, como ficción que es, tiene sus puntos discutibles… y no crean que soy el típico espectador puñetero que los busca y los rebusca. Al contrario, prefiero pasarlos por alto para disfrutar de lo que estoy viendo. Pero en Interstellar hay demasiados puntos discutibles, como film de ciencia ficción y también como film dramático. Demasiados. Sus innumerables inconsistencias son sencillamente intransitables, pese a que el argumento no es particularmente complicado, ni siquiera con sus juegos espacio-temporales.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

¿Las cosas buenas? El principio es prometedor y hasta que se meten cosas con calzador, la historia parece ir funcionando. Pese a su excesiva duración —a mí al menos se me ha hecho bastante larga y creo que lo mismo podía contarse en menos metraje— no deja de ser entretenida; hay acción y movimiento, eso es innegable (también hay mucho ruido, por cierto; no sé si era problema de la sala o de la propia película, pero ¡volumen atronador!). En el film pasan muchas cosas y apenas hay vacíos. Algunas subtramas sobraban o son de relleno, pero ahí están, y aunque se me haya hecho larga nunca diría que Interstellar es aburrida. El ritmo es bueno y va de menos a más, así que difícilmente vaya a entrarle el sueño. Es visualmente espectacular, aunque curiosamente el CGI no es de una factura «state of the art» (Gravity, por ejemplo, era superior en ese aspecto e incluso 2001, vista en pantalla grande, impresiona mucho más con sus antiguos efectos analógicos). Pero bueno, hay medios y eso se traduce sobre todo en una ambientación muy conseguida, especialmente en las naves espaciales (gran trabajo de producción ahí). El guión, del que ya he dicho que es inconsistente, al menos sabe transmitir la información que quiere transmitir (faltaría más, porque apenas dejan de hablar).

Pero bueno, repitiendo la idea para resumir: Interstellar es una película que disfrutará quien la vea primando la emocionalidad sobre cualquier otra cosa, porque de otra manera no resiste un análisis racional ni siquiera durante el mismo momento del visionado. Tiene demasiados defectos para ser una gran película. ¿Que es un buen espectáculo? Sí. Pero le faltan varios de los ingredientes básicos del buen cine. ¿Que usted la ha disfrutado? Le felicito, pero espero que entienda por qué yo no compartiría su opinión, aunque soy consciente de que hay mucha gente que piensa de manera muy distinta. Es una película que está polarizando bastante al público. Insisto: quienes la ven con el corazón, o quienes la ven con la cabeza. ¿Que usted aún no la ha visto? Allá usted si decide ir a la sala, pero sepa que o bien acude con sus receptores melodramáticos al máximo y la disfruta por la vía sentimental, o bien tendrá la sensación de que podría haberse ahorrado la entrada esperando al DVD. Como decían en los cómics de Makinavaja: «yo con avisar ya he cumplido».

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

Escena de Interestellar. Imagen: Warner Bros Pictures.

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A Spielberg, en la tierra. A Kubrick, en el cielo

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América mira al cielo siempre desde el mismo porche. Un porche universal pintado de blanco. América mira al cielo segura de que si ellos tienen que elegir, elegirán Alabama. O Kansas. O Minnesota. Convencidos de que las naves ultraterrenas descenderán al ritmo de las mecedoras de mil granjeros sincronizados. Como si solo en el firmamento sin nubes sobre los eternos campos de maíz pudiera encenderse otra luz más viva que las estrellas.

América mira al cielo con la fe de los elegidos. De los que saben que entre todas las constelaciones, aquellos seres demostrarán su inteligencia marcando un punto junto a una carretera del Medio Oeste al que podrá llegar en directo la CNN. Ellos vendrán de lejos pero sabrán quién era Kennedy. Conocerán la Primera Enmienda. Entenderán qué quiere decir We, the people.

América se busca en las estrellas. Quizá porque las lleva en su bandera. O porque los que conquistaron un continente con un caballo y un winchester saben que pueden colonizarlo todo: de Alaska a la nube de Oort, del Viejo Sol a Nueva Amsterdam.

Izquierda: una escena de Encuentros en la tercera fase (Imagen de Columbia Pictures / EMI Films). Derecha: una escena de Interestellar (Imagen de Warner Bros Pictures).

Izquierda: una escena de Encuentros en la tercera fase (imagen de Columbia Pictures / EMI Films). Derecha: una escena de Interstellar (imagen de Warner Bros Pictures).

América lleva cuarenta años esperando en el mismo porche. Aquel en el que Spielberg colocó a una madre desesperada que veía desaparecer a su hijo en las tripas insaciables de un platillo volante. Era 1977 y unos entes de ojos saltones tenían mucho que decirle a la humanidad. Aunque aquellos de Encuentros en la Tercera Fase, luminiscentes como los peces de las aguas abisales, hablaban solo con cinco notas metálicas. Re-mi-do-do-sol. Esos seres etéreos debieron impresionar mucho a un chaval de siete años que décadas después se ha colado en la misma América crepuscular y polvorienta. Un niño criado en Londres llamado Christopher Nolan.

Convertido en director de culto y de masas al mismo tiempo, Nolan homenajea a dos realizadores también de minorías y de mayorías: Steven Spielberg y Stanley Kubrick. A Spielberg, en la tierra. A Kubrick, en el cielo. Y ha decidido rodar en celuloide de verdad. Para reivindicar lo tangible del cine de otras épocas. Como si quisiera recordarnos que la luz de las estrellas y de las películas que todavía nos iluminan se generó hace mucho tiempo.

La granja de Cooper —un Mathew McConaughey que se apellida como el astronauta del Apollo 13 que se quedó en tierra— es la granja de una América que hemos visto en otras pantallas, en otros cuadros, en otros libros. Sus paredes de madera llevan pegados todos los adjetivos de Steinbeck, los ocres de Andrew Wyeth y el grano difuminado de la ciencia ficción de los setenta. Y en algún momento sospechamos que la pick-up desvencijada que Cooper deja para partir al espacio es aquella en la que Richard Dreyfuss huía después de enloquecer con el puré de patata. Lo confirmamos al descubrir que los protagonistas de Encuentros en la Tercera Fase parecen haber dejado en el asiento de atrás de la furgoneta las mascarillas con las que McConaughey y su familia respiran en su futuro incierto.

Izquierda: una escena de Encuentros en la tercera fase (Imagen de Columbia Pictures / EMI Films). Derecha: una escena de Interstellar (Imagen de Warner Bros Pictures).

Izquierda: una escena de Encuentros en la tercera fase (imagen de Columbia Pictures / EMI Films). Derecha: una escena de Interstellar (imagen de Warner Bros Pictures).

Ese viento polvoriento que barre la tierra de Spielberg enturbia los planos de Nolan. Salpica los estantes de la habitación de Murph, la hija de Cooper, convertida al crecer en Jessica Chastain, heredera de la chaqueta gastada y la curiosidad inquebrantable de su padre. A través de la librería de su hija mira McConaughey para encontrarse con su destino, con su futuro. Pero son realmente los ojos de Nolan los que buscan al otro lado el final de un camino donde le espera Stanley Kubrick.

Nolan se ha comportado en Interstellar como lo haría un hijo responsable gestionando una herencia soberbia. Ha estudiado 2001: una odisea del espacio en la forma y en el fondo, en su espíritu y en su misterio, en lo que cuenta y en lo que oculta. Ha cumplido con su propia Misión Lázaro: revivir a Kubrick. Y lo ha logrado en un alarde de papiroflexia cinematográfica deslumbrante.

Ese es el prodigio de Interstellar. Que se convierte en lo que cuenta. La película se pliega sobre sí misma para hacernos sacar la cabeza en mitad de un plano de 2001. Chistopher Nolan no habla de agujeros de gusano: ha construido uno que nos lleva directamente al Discovery flotando en las pantallas de los cines de 1968.

Por eso el viaje final de Cooper acaba en el túnel alucinado en el que se había precipitado el doctor David Bowman cuarenta y seis años antes. Y son gemelos los reflejos en sus escafandras, como si los dos astronautas estuvieran frente a frente mirándose en el otro lado del espejo. Por eso la respiración en el agujero negro suena con el mismo jadeo sofocado. Por eso Cooper termina flotando en la nada amniótica del espacio kubrickiano. De perfil. Primigenio. Por eso las naves son iguales en dimensión y en blancura. Por eso gravitan con idéntica velocidad en el espacio apabullante.

Izquierda: escenas de Interstellar (imágenes de Warner Bros Pictures). Derecha: escenas de 2001: una odisea del espacio (imágenes de Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Stanley Kubrick Productions).

Izquierda: escenas de Interstellar (imágenes de Warner Bros Pictures). Derecha: escenas de 2001: una odisea del espacio (imágenes de Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Stanley Kubrick Productions).

«Somos exploradores» —le dice Cooper a su compañero Rom— «este es nuestro barco». Ese barco cósmico se llama Endurance y como el original de madera no sobrevive al infortunio. Es, de nuevo, un reflejo del Discovery con el que el Arthur C. Clarke bautizó la fortaleza que HAL defiende hasta la locura. Clarke sabe que nadie recuerda cómo se llamaba el barco victorioso de Amundsen, que lo que nos fascinan son las naves a la deriva. A Clarke, como a Kubrick, como a Nolan, como a nosotros, nos interesa perdernos. Perdernos para encontrarnos: tropezar con una arruga en el tiempo para acabar mirando frente a frente a los ojos exoftálmicos de papá Stanley. Mirándole sin miedo, sincronizando los relojes, como Cooper y su hija en Interstellar.

Christopher Nolan lo hace sin temor pero con respeto. Donde Kubrick coloca un Strauss imposible de superar, Nolan, el prudente, renuncia a la música. Y mece su nave en el cielo al ritmo de los versos de Dylan Thomas. Do not go gentle into that good nigh. Rage, rage against the dying of the light. No entres dócilmente en la buena noche. Rabia, rabia contra la agonía de la luz. No hay poema más acertado para colarse en un agujero negro, en ese Gargantúa devorador de fotones. No hay voz más sugerente que la de Michael Caine —con la dicción pausada de Carl Sagan en Cosmos— para señalarnos el camino. Un camino que nos llevará directamente al corazón de 2001.

Sorprende la audacia certera con la que Nolan revive una de las escenas más famosas de la historia del cine: el capitán Bowman desactivando a un enloquecido HAL en la colmena rectangular de su cerebro. «Estamos aquí para ser los recuerdos de nuestros hijos» reflexiona el protagonista de Interstellar. Para eso está Kubrick: para ser el recuerdo de Nolan. Y el recuerdo se hace plano con Cooper en una habitación inquietantemente análoga al núcleo central de HAL. Como en 2001, el astronauta se quedará solo, flotando frente a una colección de volúmenes que tienen la clave de la supervivencia. En los dos casos son módulos de información y sabiduría. En Kubrick representan las unidades de memoria del cerebro de su robot. En Interstellar, son los libros de una estantería —guiño incluido a Stephen King—. Bowman tendrá que quitarlos con la delicadeza de un artificiero. Cooper los lanzará como señal palpable de que los fantasmas no son más que atajos en la falsa línea recta del tiempo.

Escena de 2001: una odisea del espacio (imágen de Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Stanley Kubrick Productions).

Escena de 2001: una odisea del espacio (imagen de Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Stanley Kubrick Productions).

Tiene la suerte Cooper de encontrar un aliado, solo como está en el Universo. La inteligencia artificial ya no es malvada por naturaleza y podrá contar con un robot llamado TARS. Mucho más humano y menos radical que HAL, bromea como si hubiera heredado algún circuito del protocolario C3PO y no sabe poner la cara de póquer necesaria —porque no la tiene— para pasar el test de Turing. TARS tiene algo ligeramente mortal porque ha sido programado con imperfecciones. No es sincero del todo. Ni es siempre correcto. Recuerda a ese Deep Blue que consiguió desarmar a Kasparov con un error. La máquina hizo un movimiento tan absurdo como el que habría hecho un hombre y el campeón de ajedrez nunca volvió a ganarle una partida. TARS es, en esencia, muy parecido: un androide solo humano en los detalles que jamás supondrá un peligro porque no tiene el instinto animal de la supervivencia.

«No nos han traído aquí para que cambiemos el pasado» dice el robot, visionario, para que Cooper por fin entienda. Pero somos nosotros los que entendemos lo que Nolan nos está haciendo desde que arrancó el viaje: nos ha llevado hasta una habitación infinita para traer el pasado al presente, para salvarnos, para iluminar en las pantallas de hoy la esencia latente de los planos de Kubrick. Esa es su misión. Y 2001 es su monolito: inmutable, perfecta, emitiendo sus señales como si los fotogramas también pudieran ser eternos.

En el fondo, es todo muy sencillo. Como la Ley de Murphy. Lo explica Cooper al principio de la película, con los pies todavía en la Tierra. Si algo puede pasar, pasará. Si alguien puede atravesar el tiempo cinematográfico se llama Chistopher Nolan. Su agujero de gusano es Interstellar.

Imagen de Warner Bros Pictures.

Imagen de Warner Bros Pictures.

Imagen de Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Stanley Kubrick Productions.

Imagen de Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Stanley Kubrick Productions.

Imagen de Columbia Pictures / EMI Films.

Imagen de Columbia Pictures / EMI Films.

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Interstellar, a debate

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Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

Este artículo contiene SPOILERS de Interstellar.

Cristian Campos: Juan José, tú eres físico de partículas, una disciplina muy próxima a la astrofísica. Es un privilegio poder debatir sobre Interstellar contigo. Me gustaría abrir la charla con una pregunta. Muchas de las críticas de la película dicen que esta es científicamente incorrecta, que no es realista. Pero Kip Thorne, astrofísico y asesor científico del director Christopher Nolan durante el rodaje, dice en su libro The Science of Interstellar que la película cumple dos requisitos. El primero, no incluir nada que viole leyes firmes de la física o nuestro conocimiento actual del universo. El segundo, basar todas sus especulaciones en ciencia real o en ideas que al menos algunos científicos respetables consideren posibles. Es un debate que se repite a lo largo y ancho de internet desde el estreno de la película, que como ya sabes cuenta con tantos partidarios entusiastas como detractores furibundos. ¿Es la ciencia de Interstellar realista? ¿Cuál de los dos bandos tiene razón?

Juan José Gómez Cadenas: Obviamente, la película se toma unas cuantas licencias, pero creo que son licencias aceptables desde el punto de vista científico. Por ejemplo, las ecuaciones relativistas tienen soluciones válidas que contienen agujeros de gusano. Por tanto, es imaginable que una civilización muy avanzada sea capaz de crear o amplificar esos túneles en el espacio-tiempo. Otro ejemplo son los efectos gravitarios —las enormes mareas, la dilación temporal— asociados a la vecindad del agujero negro, que también son correctos. De hecho, como bien mencionas, Kip Thorne ha escrito un libro sobre el tema. Lo primero que yo le recomendaría a cualquiera que quiera opinar sobre la física de Interstellar es que se lo lea.

Así que la respuesta a tu primera pregunta es muy clara. Los conceptos físicos que se manejan en la película se los ha pensado un notable científico y gran divulgador, Kip Thorne, y me parecen todos plausibles. Por supuesto, no tenemos ni idea de qué tecnología usar para abrir o mantener un agujero de gusano, o ni siquiera de si eso es posible, pero las leyes de la física no afirman que sea imposible. Por último, otros muchos detalles de la física en el espacio están también muy cuidados. 

Por otra parte, la narrativa ignora algunos hechos científicos «por necesidades de guion». Me explico. El satélite Kepler ha detectado, a día de hoy, del orden de mil planetas confirmados y más de tres mil candidatos. Los resultados de Kepler apuntan a que los sistemas solares son habituales en la galaxia. Si tenemos en cuenta que en la Vía Láctea hay cien mil millones de estrellas, no sería nada extraño que tuviéramos cientos de miles o incluso millones de planetas habitables —Kepler ya ha identificado algún candidato— y posiblemente bastantes de ellos a unos «pocos» años luz, entre veinte y cincuenta. En este contexto, resulta un poco extremo abrir un agujero de gusano para enviar a los protagonistas a visitar tres planetas, de los cuales dos están al lado de un agujero negro… ¡en otra galaxia! Este hecho es, posiblemente, el elemento de la trama que más forzado veo. 

C. C.: A mí ese detalle en concreto no me molesta demasiado. Si no me equivoco, con la tecnología actual y a la máxima velocidad posible jamás conseguida en el espacio nos llevaría casi cinco mil años llegar a Proxima Centauri, la estrella más cercana a nuestro sistema solar. Así que ya que el agujero de gusano es imprescindible en la película, enviar a los personajes a veinte o a dos mil años luz de distancia es una decisión de guion relativamente secundaria. Quizá los personajes necesitan ir tan lejos porque es en ese agujero negro donde esa civilización superior ha podido construir el teseracto en el que Cooper aprende a manipular la gravedad. O quizá es ese agujero negro y no cualquier otro el que conecta nuestro universo con el espacio supradimensional en el que habitan esos seres, la mole de la que se habla en la cosmología de branas.

J. J.: Sí, te doy la razón. Desde el punto de vista narrativo, hay varias maneras de justificar la trama, aunque quizás yo habría introducido una escena en la que los científicos de la NASA especularan sobre estos puntos:

Cooper: ¿A otra galaxia? ¿Hacía falta que nos mandaran a otra galaxia, habiendo tantos planetas habitables en esta?

NASA: Puede que «ellos» no hayan creado el agujero de gusano, sino que solo se limitan a mantenerlo abierto. El agujero lleva adonde lleva, lo tomas o lo dejas.

Cooper: ¿Y tenía que llevar al lado de un agujero negro? ¿No había un sitio mejor?

NASA: Quizás la presencia del agujero negro esté relacionada con la del agujero de gusano.

C. C.: Pero volviendo a las críticas. He querido empezar el debate con esa pregunta porque me ha sorprendido la facilidad con la que se pontifica en internet sobre temas que resultan complejos hasta para aquellas personas, como tú, que llevan toda su vida estudiándolos. Se estrena una película como Interstellar y de repente todo Twitter es astrofísico. Después rascas en esas críticas y te das cuenta de que están vacías, de que no hay nada debajo de su superficie. Son valoraciones sin discurso. Como mucho, intuyes que la película no ha gustado y que ante la incapacidad de argumentar el porqué de ese rechazo —porque que puedas escribir no significa que sepas escribir— se ha intentado vestir la crítica diciendo que la película es incoherente desde el punto de vista científico. Pocos de esos textos van más allá de la media estadística del resto de opiniones volcadas en el resto de internet. Que si la película es «estridente», que si «pesada», que si «rimbombante», que si «pomposa», que si «coñazo», que si «presuntuosa», que si una «mamarrachada», que si «pedante» y, mi preferida, que si «sentimental». Son calificativos que aparecen incluso en las reseñas positivas de la película, como si el redactor quisiera defenderse preventivamente de no se sabe bien qué acusación. ¿De la de haberse dejado llevar por sus emociones con una película que busca de forma evidente emocionar al espectador, quizá? Supongo que el modelo emocional correcto en 2014 es una cafetera Magefesa.

Curiosamente, ninguna de esas críticas supuestamente científicas hace hincapié en la especulación más aventurada de la película: la de que una plaga podría exterminar la práctica totalidad de los cultivos del planeta y convertir la atmósfera en irrespirable. Todos los biólogos consultados por Kip Thorne coincidieron en que esa es una posibilidad extraordinariamente remota. Pero como la de que la humanidad puede estar condenada por sus pecados ecológicos es una idea políticamente correcta que coincide con los prejuicios de muchas personas, nadie repara en ella y se da por perfectamente válida.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

J. J.: Coincido contigo en varios aspectos.

El primero es la facilidad con que se descalifica hoy en día —en internet sobre todo, pero no solo en internet—, recurriendo al epíteto, o directamente al ataque ad hominem, sin molestarse en argumentar qué es exactamente lo que nos disgusta o nos maravilla de la película, libro u obra de arte en general. No es nada infrecuente que a una misma película, ya que estamos hablando de cine, se la tache de «sublime» en una crítica y de «bodrio» en la siguiente sin que en ninguna de las dos se explique en qué se sustentan los calificativos.

También me ha llamado bastante la atención lo rápidamente que la gente se pone a opinar del fundamento científico de la película, a menudo citando opiniones que han leído en fuentes secundarias. Se agradecería que todos estos opinadores leyeran antes el libro de Kip Thorne y luego explicaran exactamente en qué no están de acuerdo.

En cuanto a hipótesis aventuradas. Creo que la posibilidad de que algún día se pueda manipular un agujero de gusano es, con diferencia, la mayor especulación. Tanto es así que algunos autores de ciencia ficción entre los que me incluyo consideramos que el uso del agujero de gusano —WH en lo sucesivo— es un truco un poco sucio. Me explico: una civilización capaz de abrir un WH realmente tiene que estar muy, pero que muy avanzada, y por tanto resultaría incomprensible para nosotros, tanto tecnológica como socialmente. Serían como dioses. Ya conoces la frase de Arthur C. Clarke «toda tecnología lo bastante avanzada es indistinguible de la magia». De ahí que las óperas espaciales en las que la civilización intergaláctica dispone de la tecnología para atravesar el WH pero por lo demás sigue en las cavernas —entiéndase que en mi opinión nuestra civilización todavía está en las cavernas— me parezcan infantiles. Pero en eso, Interstellar, al igual que algunas de sus predecesoras, usa un buen recurso: la mano divina o civilización cósmica que proporciona la herramienta, el WH, y nada más. El recurso, además de resolver el problema que te planteaba, añade un discreto componente que roza la teología. Sustituye la civilización avanzada por «Dios» y el WH que nos abren por «ayuda divina», que sin embargo es limitada, dejando a la humanidad que decida por ella misma si quiere salvarse o no.

En cuanto a la plaga como causante del final del planeta, pues en efecto es una hipótesis que parece un poco extrema, pero en el fondo es equivalente a otra más plausible, en la que el cambio climático ha resultado en un planeta inhabitable. El problema aquí es que, por lo que sabemos, el cambio climático no va a resultar en un planeta infierno en unos pocos años o décadas. Incluso si se da una transición de fase, siempre quedarían regiones habitables. Por ejemplo, la Antártida —ese es uno de los temas que pretendo explorar en la saga de novelas que he empezado con Spartana— podría ser un vergel, mientras el resto del planeta se cuece.

Así que lo de la plaga en cierto modo es un atajo, otro WH, para que la acción se pueda mover deprisa y en un futuro cercano. Desde mi punto de vista, también aceptable. Entre otras cosas, por la manera brillante en que se presenta: la evocación del big dust, de la Gran Depresión y de Las uvas de la ira es más que clara.

Finalmente, un punto en el que me parece que das en el clavo. Las acusaciones de «sentimental» a la película, ¡como si hacer una película sentimental —sentimental=sentimientos— fuera un pecado! Curiosamente, yo creo que ese es uno de los puntos fuertes de Interstellar.

Quizá vale la pena aquí recapitular un poco y recordar, por poner un ejemplo cercano, la obra del mismísimo Clarke, que produce muchas novelas —entre otras, 2001: Una odisea espacial o Cánticos de la lejana Tierra— cuyo único defecto era, en mi opinión, una cierta frigidez. Clarke y muchos de su brillante generación, incluyendo al demiurgo Isaac Asimov, estaban tan ocupados contando las maravillas de la ciencia y la tecnología, que en ese momento estaban en plena erupción en el mundo, que se olvidan a ratos de que toda historia es la historia de un ser humano y que uno quiere saber cómo esa persona ha sido transformada —en la opinión de algunos sentimentales como el que suscribe, redimida— por lo que le ocurre. En este contexto, las novelas de Ursula K. Le Guin, en particular Los desposeídos: una utopía ambigua y La mano izquierda de la oscuridad, recuperan toda la dimensión humana, la emoción, los sentimientos. Y yo creo que Interstellar se inscribe en esa tradición. La ciencia que nos presenta —incluyendo la parte en la que se desliza a la metafísica y nos lleva, deliciosamente, a la Biblioteca de Babel, al interior del teseracto— es todo un placer. Pero la relación padre-hija —fíjate que la película tiene la inspiración de que esa sea la principal historia de amor, relegando el flirt romántico a segundo plano— me parece todo un acierto. ¿Es sentimental darse el lujo de revivir las líneas de Dylan Thomas «rage, rage, against the dying of the light»? A mí me conmovieron más que el WH.

Por contextualizar un poco, Contact, con la que Interstellar tiene muchos puntos en común, también trata de compaginar una buena y arriesgada historia de ciencia ficción con la redención de un ser humano. Y lo hace muy bien, pero a mí la fórmula padre-hija de Interstellar —date cuenta de la belleza con la que la película te plantea dos historias de amor padre-hija— me parece muy, pero que muy acertada.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

C. C.: Exacto. A eso me refería cuando te decía que determinadas críticas de Insterstellar me parecen superficiales. No entiendo muy bien a qué se refieren algunas personas cuando dicen que la película es sentimental. Sentimental es El Padrino, que logra que salgas del cine con una visión romántica de la Mafia cuando esta es en realidad un mundo cerrado, endogámico, autárquico y solitario en manos de los individuos más lerdos y destripaterrones de las castas rurales de la Italia profunda. ¿Sabes la cantidad de manipulación emocional necesaria para lograr que el fratricidio, la extorsión y los crímenes de El Padrino le resulten atractivos al espectador? Es una idealización como cualquier otra. Quítale el montaje, el maquillaje, el vestuario, el actor carismático y la banda sonora de Nino Rota a El Padrino y tienes uno de esos vídeos terribles de YouTube grabados por una cámara de vigilancia en los que se puede ver un tiroteo real en una calle napolitana. Ese vídeo es la realidad y cualquier imagen que pretenda adornar eso en una pantalla de cine será «sentimental». Pero es que incluso en el caso de que el director pretenda mostrarte la zafiedad de un asesinato real no va a tener más remedio que caer en una estilización de la zafiedad, en una zafiedad de diseño. Al lado de eso, la manipulación necesaria para que te emociones con la historia de una hija que llora a su padre es infinitamente menor.

Pero es que a mí me parece evidente que el objetivo de Christopher Nolan en Interstellar es emocionar al espectador. Y emocionarlo a tres niveles diferentes.

En el primer nivel, que ha pasado desapercibido a mucha gente, Nolan presenta un planeta devastado en el que son los burócratas los que deciden quién va y quién no va a la universidad porque se prefiere a cien granjeros analfabetos antes que a un científico genial; en el que la NASA, el paradigma de la excelencia, es una organización casi clandestina; en el que los New York Yankees se han convertido en un puñado de aficionados que apenas logran batear la pelota; en el que han desaparecido las tecnologías médicas que permitían salvar la vida de millones de personas; y en el que han triunfado las tesis más ridículas de los conspiranoicos, como la de que las misiones lunares fueron una pantomima para engañar a los soviéticos y conducirlos a la ruina. Es un mundo conquistado por la mediocridad y la resignación y en el que se ha exterminado toda excelencia. La excelencia asociada a la fe en el progreso, la ciencia y la tecnología. Y frente a ese mundo de medianías que solo pretenden conservar lo que tienen, frente a ese mundo de funcionarios y de granjeros, Nolan opone la figura del pionero, del aventurero, del explorador. Interstellar es un alegato a favor de las misiones espaciales, de la tecnología y de la fe en el ser humano en detrimento de la política. Aquellos que dicen que Interstellar no tiene profundidad intelectual deberían prestar atención a este punto.

J. J.: Aquí te tengo que contestar ya, porque estoy saltando en la silla. Fue EXACTAMENTE eso lo que más me emocionó. Yo creo que el problema de la mediocridad lo tenemos ya encima y no nos damos cuenta. Te pongo como ejemplo la inversión en ciencia. Cada euro que echas a la hucha de la ciencia te vuelve multiplicado por millones. Y digo «millones», literalmente. Todo lo que nos rodea, desde Skype, que te permite hablar con tu gente en cualquier parte del planeta —hasta hace poquísimo tiempo hablar por teléfono no era gratis como ahora: costaba una fortuna—, hasta el PET que te detecta un cáncer, la quimioterapia que te lo cura, el avión que te lleva de vacaciones o a trabajar, el ordenador sin el que no puedes vivir, las técnicas agroalimentarias que permiten alimentar a los miles de millones de personas que vivimos en el planeta, TODO, se lo debemos a la ciencia y a la tecnología que viene de su mano. Y, sin embargo, nuestra sociedad no quiere invertir en ciencia, no quiere pagar investigación básica porque descubrir el bosón de Higgs o que el neutrino es su propia antipartícula «no sirve para nada» —cuando algunos de los descubrimientos más dramáticos de la historia, como la penicilina, los rayos X, el transistor o la web, por no remontarnos hasta la electricidad, ocurren como consecuencia directa de la ciencia básica—. Esa ceguera, que posiblemente nos lleve a cerrar el CERN o la NASA —todavía no estamos ahí, pero si continúa la tendencia no tardaremos en llegar a ese punto—, es la misma que ha condenado al planeta a muerte en la película de Nolan. Es la auténtica plaga, mucho peor que los parásitos que destrozan los sembrados.

Nolan deja clarísimo un mensaje que muchos compartimos. La esperanza de la humanidad está en el progreso y en la exploración, exterior e interior. Aprender más de la naturaleza y de nosotros mismos, aprender a manejar mejor los recursos del planeta, entender mejor el cerebro, la inteligencia, la fisiología, la ecología, la física… y buscar otros hábitats. En esta época en la que parece que lo único que se pueda hacer con el dinero es quemarlo en casinos financieros, quizás un programa espacial —explorar Marte, minería en los asteroides, estaciones flotantes en los puntos de Lagrange donde aprendiéramos a vivir fuera del planeta— podría reactivar la economía y dar ilusión a las nuevas generaciones. Nolan se rebela contra una sociedad que está retrocediendo al medioevo, a la superstición, contra una sociedad que se resigna y que se está echando, ella solita, la soga al cuello.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

C. C.: El segundo nivel emocional desde mi punto de vista es el de las relaciones sentimentales entre los personajes. Tú lo has dicho casi todo al respecto, así que solo añadiré que a mí Interstellar se me caería de las manos sin la escena en la que Cooper se aleja de la granja en su camioneta, tras el rechazo de su hija, y levanta la manta del asiento con la esperanza de que esta se haya escondido debajo. O sin el tan criticado monólogo de la doctora Brand sobre el amor como entidad física que va más allá de su mera función social. Me gustaría que aquellos a los que ese monólogo les parece ridículo me explicaran, en términos estrictamente científicos, qué función evolutiva cumple el amor que no esté ya cubierta por el sexo, el instinto de protección de las crías o la religión. Evidentemente hay una respuesta no metafísica a esa pregunta, pero me gustaría verlos salir del laberinto por sí solos.

J. J.: Me resulta curiosísimo que se critiquen, en particular, las metáforas poéticas inspiradas en la ciencia. Aparentemente, es válido decir «el amor mueve montañas» —aunque es un cliché más viejo aún que «en la boca del lobo»— pero se puede criticar una frase como «el amor es la única fuerza que puede romper los límites del espacio-tiempo». Uno detecta aquí cierto prejuicio que me atrevería a llamar «de letras». Aceptamos la rosa como sujeto poético pero no una estrella de neutrones. Eso no puede ser un objeto bello por su conexión con la ciencia. ¿No será que no nos hemos molestado en entender la belleza —inmensa, por cierto— de esos objetos, de esas nuevas ideas? Afirmar que el amor puede romper los límites del espacio-tiempo es bastante más elegante y original que otras formulaciones que ya nos sabemos —«el amor puede más que la muerte», etcétera—. Pero nada: parece que el espacio-tiempo solo se pueda mencionar poniendo cara de estreñimiento y vistiendo bata blanca.

C. C.: Y ahí conectas con el tercer nivel, el de la emoción científica. Desde mi punto de vista, la película es una fábrica de futuros astrofísicos. Solo un ciego negaría que Interstellar es, en este aspecto, una de las películas más apabullantes jamás filmadas. Y lo habría sido incluso más si Nolan hubiera decidido ser 100% fiel a la realidad de un agujero negro supermasivo como el de la película. Explica Kip Thorne en el libro The Science of Interstellar que un agujero negro de ese tamaño colosal ocuparía 180 grados de visión visto desde el planeta de Miller, el de las olas gigantes. Es decir la mitad del cielo. Nolan decidió que la imagen de una «pared» que ocupara el 50% del cielo sería demasiado difícil de entender para los espectadores y optó por representar el agujero negro a un tamaño mucho menor del que le corresponde. Pero a pesar de la decisión de Nolan, la película es un festín para los aficionados a la astrofísica.

J. J.: Completamente de acuerdo. Todavía se podían haber dado algunas vueltas de tuerca más. Por ejemplo, jugando con el horizonte de sucesos: el tipo que cae en un agujero negro nunca deja de caer desde su punto de vista ya que el tiempo, para él, se detiene, mientras que un observador exterior sí le ve desaparecer. Pero Nolan ya nos deleita lo suyo con esas olas gigantes o ese teseracto maravilloso.

Pero ahora es mi turno de preguntar. A pesar de lo que disfruté de la ciencia de la película, cuando me doy cuenta de que Nolan ha tenido la santa cachaza de meterme a Cooper en la Biblioteca de Babel, casi me desmayo. Para mí, la referencia a Borges no puede ser más directa y el juego de manos es prodigioso. Ciencia hasta que me caigo en el agujero negro y me abren el teseracto —como te comentaba, ahí hay varios elementos que se podrían haber aprovechado: el tiempo se ralentiza, las dimensiones se alargan, hay todo tipo de distorsiones que se podrían haber plasmado—. Y a partir de ahí se plantea, jugando con licencias poéticas, una metáfora visual sin renunciar al discurso científico. Cooper acaba por mandar las ecuaciones cuánticas del agujero negro en morse, ¡al reloj de su hija! Seguro que más de cuatro habrán especulado lo improbable que es esa solución, olvidándose de la improbabilidad global: el tipo está en un teseracto cuadrimensional que acaba de salvarle de que le engulla un agujero negro.

¿Cómo lo ves tu? En mi opinión, esas licencias funcionan. En el momento en el que entramos en la Biblioteca de Babel aceptamos un elemento casi onírico que puede ser más una representación de la realidad que se hace el propio Cooper que la realidad en sí misma —cualquiera se atreve a hablar de la realidad en esas circunstancias—. Esta parte me parece muy arriesgada y original, un auténtico experimento que mezcla literatura y ciencia.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

C. C.: A mí me parece una solución brillante tanto a nivel narrativo como simbólico. Narrativamente, porque es evidente que ningún ser humano de nuestra época o de un futuro cercano sería capaz de entender, al menos a bocajarro, la física asociada a dimensiones extra. Si yo, ser superior con respecto a un pez, intentara hacerle entender a este que existe un universo entero fuera de su pecera, probablemente utilizaría referentes que él pudiera entender. Referentes acordes a su experiencia y a su nivel de inteligencia. O dejaría que fuera su cerebro el que escogiera de forma inconsciente aquel escenario que más puede ayudarle a entender lo que quiero transmitirle. Es el mismo concepto del dormitorio neoclásico de 2001: Una odisea del espacio y del «padre» de la doctora Arroway en Contact.

Simbólicamente, la metáfora de la biblioteca me parece redonda. En un planeta Tierra en el que los libros de ciencia han sido prohibidos o considerados «obsoletos», son esos mismos libros los que, físicamente, nos transmiten las primeras señales de que existe un espacio cuadrimensional, o pentadimensional si consideras el tiempo como una dimensión más, más allá de nuestro universo.

Y aquí hay una segunda metáfora interesante: la ecuación es transmitida por Cooper a su hija a través de las manecillas de ese viejo reloj analógico que tú has mencionado. ¿Por qué no uno digital, con el que resultaría mucho más fácil transmitir esa misma fórmula? Por dos razones. Primero, porque Nolan nos está diciendo que el pasado importa, que todo lo que hemos sido en el pasado nos conduce a lo que seremos en el futuro. Y en segundo lugar, porque el reloj analógico, al contrario que el digital, está cargado de emociones. El reloj analógico «pesa» porque es el vínculo emocional que une a Murph y a su padre. De ahí la frase de «el amor es la única fuerza que puede romper los límites del espacio-tiempo». Esa frase no es una simple proclama new age sacada de una galletita china de la suerte: es la clave de la resolución de Interstellar y tiene consecuencias prácticas, físicas, reales, en la película.

Por otra parte, ¿qué motivación puede tener una civilización de seres superiores para ayudar a una especie inferior como la nuestra? Aquí, como tú decías antes, Nolan introduce un elemento de debate muy interesante, casi religioso: el de que la distinción entre un dios que «crea» el espacio y el tiempo y una civilización superior capaz de «dominar» ese espacio-tiempo es nula en la práctica. Lo que está diciendo Nolan en Interstellar, su mensaje final, es que la humanidad está destinada a controlar el espacio-tiempo, a convertirse en su propio dios. No existe un dios creador ajeno a nosotros: es la propia humanidad la que ha creado el universo en el que esa misma humanidad nacerá y evolucionará hasta alcanzar el conocimiento necesario para crear el universo en el que esa misma humanidad nacerá y evolucionará hasta crear el universo en el que etcétera. Es un bucle infinito de creación y de acceso gradual al conocimiento total. El multiverso que sugieren algunas teorías inflacionarias. Y por eso los seres superiores de Interstellar ayudan a Cooper y a Murph: para que no se interrumpa ese ciclo infinito de creación. Lo repito de nuevo: aquellos que creen que Interstellar es una «mamarrachada» deberían verla de nuevo porque creo que se les está escapando algo.

Y aquí me gustaría hacerte una pregunta. Has publicado en Jot Down un relato corto que gira alrededor de esta misma idea, Universo 2.0. Desde un punto de vista estrictamente científico, y suponiendo que la humanidad llegara algún día a alcanzar el conocimiento necesario para dominar el espacio y el tiempo, ¿sería factible la creación de un nuevo universo? Y en el caso de que eso fuera posible, ¿las leyes físicas de ese universo serían azarosas o podrían estar determinadas de antemano? Es decir, ¿ese universo podría ser «diseñado» a priori para albergar vida?

J. J.: La idea es vieja. No sé si es Isaac Asimov quien la introduce por primera vez, pero yo la leí en uno de sus relatos cuando aún era un zagal. La humanidad crea un gran superordenador y le pregunta si hay dios. El ordenador contesta que le faltan datos para responder esa pregunta. Poco a poco, la humanidad y el gran ordenador crecen y evolucionan juntos. La humanidad se expande por la galaxia y el universo, pero la respuesta a la pregunta sigue siendo la misma: «Faltan datos». El universo evoluciona y se va enfriando poco a poco, como de hecho le va a pasar a este. La humanidad se «funde» con el gran ordenador y dejan de ser entes separados, pero este —que ya no existe físicamente en silicio, sino desparramado por el universo— no deja de evaluar la cuestión hasta que, un instante antes de que el universo se extinga, da con la solución para crearlo de nuevo y con la respuesta a la pregunta: «Ahora sí».

En Universo 2.0 se plantea un giro de tuerca asociado con el hecho de que la cosmología moderna nos plantea misterios realmente extraños, como el de la materia y la energía oscura, el de la ausencia de antimateria, etcétera. Uno no puede por menos que recordar las herejías gnósticas, en las que Dios es imperfecto y su poder limitado, e imaginar que el universo en el que vivimos contiene «chapuzas» que se reflejan en algunas de las observaciones que la cosmología nos revela y que delatan al Dios o a los programadores.

La idea de que somos nosotros mismos quienes acabamos por evolucionar hasta la divinidad —o, si se quiere, la inteligencia y el sentimiento— del universo es muy atractiva y yo diría que hay una «prueba» extra de esta hipótesis. A saber, la famosa paradoja de Fermi: «¿Dónde están?». Fíjate que la Tierra parece ser un planeta relativamente corriente, en una estrella cualquiera, de una galaxia entre miles de millones. Esto nos lleva al concepto de vulgaridad. No debería haber nada especial en nosotros. Pero entonces, si somos una civilización corriente, podría haber millones de civilizaciones corrientes en la galaxia y algunas de ellas mucho más avanzadas que la nuestra, al igual que un jugador corriente de ajedrez, con ELO 1500, sabe que hay millones de ajedrecistas como él, pero también bastantes que son mucho mejores y unos pocos muy, muy superiores. Pues bien: esas civilizaciones de ELO 3000 deberían de haber colonizado ya la galaxia o, como mínimo, haber dejado rastro de su presencia. Y por todo lo que sabemos, estamos solos en la Vía Láctea. Este es un resultado que no te esperarías y que está en contradicción aparente con el principio de mediocridad. Podría darse el caso de que las civilizaciones sean raras y no coincidan en la misma ventana temporal, o de que en la galaxia todo el mundo esté callado —o bien porque es un sitio salvaje o bien porque es un club reservado—, pero también podría darse el caso de que seamos la primera civilización tecnológica de la galaxia, aquella que algún día, con ELO 3000, ayudará a evolucionar a otras civilizaciones… o puede que a nosotros mismos.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

C. C.: He leído algún comentario sobre Interstellar en el que se dice que Nolan ha introducido en la película decenas de detalles innecesarios para aumentar la comercialidad de la película y hacerla digerible para el público masivo. Por ejemplo el robot TARS, que funciona como elemento cómico que aligera la densidad de la película en determinados momentos. Eso es cierto, pero es solo una parte de la historia. Ese tipo de comentario infravalora el trabajo inmenso, de centenares de personas, que existe detrás de una película como Interstellar. Como si las decisiones se tomaran en un bar a base de ocurrencias y con el vaso de tubo en la mano. «¡Eh! ¿Por qué no metemos un robot que cuente chistes? ¡Para aligerar toda la cháchara científica y tal!».

Me sorprende la facilidad con la que completos desconocidos pontifican en internet sobre detalles que han infravalorado. Es el viejo «todos tontos menos yo». Explica Kip Thorne, por ejemplo, cómo le sorprendieron las preguntas que Anne Hathaway, que a primera vista podría parecer la arquetípica actriz frívola y artificiosa de Hollywood, le hizo antes de empezar el rodaje de la película. ¿Cuál es la relación del tiempo con la gravedad? ¿Por qué creemos que pueden existir dimensiones superiores? ¿En qué punto se encuentran las investigaciones sobre gravedad cuántica? Son preguntas clave, extraordinariamente difíciles de contestar incluso para un experto en astrofísica como Kip Thorne. Solo dos ejemplos más al azar: Oliver James, el jefe del equipo de efectos visuales de la película, es licenciado en Física Atómica y experto en la teoría de la relatividad especial de Einstein. Eugénie von Tunzelmann, jefa del departamento de arte encargado de transformar las ecuaciones y los códigos informáticos creados por Kip Thorne y Oliver James en imágenes para Interstellar, es licenciada en Ingeniería por la Universidad de Oxford y especialista en ingeniería de datos y ciencia computacional.

Así que volviendo al ejemplo anterior: TARS funciona como elemento cómico, es cierto. Pero también cumple otras funciones en la película. TARS es un robot metacognitivo. Es decir que tiene la habilidad para pensar acerca de sus propios pensamientos. Es el primer paso de la humanidad hacia la creación de vida inteligente. Hacia la creación de universos enteros y su conversión en dios. Y eso sin entrar en el hecho de que el humor es una característica del ser humano extraordinariamente difícil de explicar desde el punto de vista de la neurociencia. El humor es un claro signo de inteligencia avanzada. El hecho de que TARS tenga sentido del humor te está diciendo que la frontera entre la creación de meros objetos —una silla de plástico— y la creación de vida está a punto de ser franqueada por el ser humano.

J. J.: Completamente de acuerdo y también un clásico. La referencia a los robots de Isaac Asimov y la inversión narrativa con respecto a HAL es muy clara. Por supuesto que es un elemento cómico y amable que aligera la narración —otra referencia obligatoria: La guerra de las galaxias—. No entiendo por qué utilizar técnicas narrativas perfectamente decentes molesta a esos «críticos». Supongo que se quejarían de que la película es un tostón sin el robot y se quejan de lo contrario cuando lo introduces. Por otra parte, me resulta familiar la facilidad con la que determinados críticos, que han pensado en el tema, el contenido y los recursos narrativos de una película como Interstellar durante treinta segundos, se descuelgan con estupendos juicios que, por otra parte, no tienen más valor del que queramos darles. La marea de internet se lo lleva todo hoy día, pero yo creo que Insterstellar es un hito en el género. Si no, al tiempo.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

Escena de Interstellar. Imagen: Warner Bros. / Syncopy / Paramount Pictures / Legendary Pictures.

C. C.: Esa «marea de internet» a la que aludes enlaza con algo de lo que se habla en la película. Te pongo un ejemplo. Antes de lanzarme a este debate, yo he visto la película dos veces. La primera para disfrutarla con el estómago y la segunda para analizarla con la cabeza. Después me he leído decenas de críticas y artículos. Este artículo del New Yorker, por ejemplo. O este artículo de Wired. O la crítica de The Guardian. O este artículo de Slate. Después me he leído The Science of Interstellar de Kip Thorne. Y después he contactado contigo, un físico de partículas, no con un aficionado al cine cualquiera, para debatir sobre ella. No sé si el resto de personas que opina sobre Interstellar ha hecho lo mismo.

J. J.: Claramente no.

C. C.: Y ya sé que hoy en día se escribe rápido, es decir mal, y que es hasta de mala educación recordarlo. Nada que objetar al respecto: la precisión y la profesionalidad cotizan a la baja y solo queda adaptarse al nuevo paradigma como los granjeros de Interstellar se adaptan a la plaga cultivando maíz en vez de trigo.

J. J.: Pues no. Yo no pienso adaptarme y espero que tú tampoco. Y puestos a pedir, ruego que Jot Down tampoco lo haga. Aquí viene a cuenta que te cite la línea de Dylan Thomas, «rage, rage, against the dying of the light». Yo no pienso rendirme a la tontería.

C. C.: Yo añoro los tiempos en los que los periodistas decían cosas. Porque escribir en Twitter que «Interstellar es como Ghost pero en el espacio» puede ser ingenioso y hasta divertido para según qué especímenes humanos, pero no aporta nada, no concede nada. Es un chiste de troll de codo en barra que empieza y acaba en sí mismo y que deja a su espalda un terreno aniquilado por las llamas en el que jamás volverá a crecer una opinión sincera. Tras el chiste, solo queda cerrar el debate y pasar con resignación a otro tema con la esperanza de que el troll no le pegue fuego también. Ese es el poder del troll digital: el de erigirse a voluntad en el emperador de su pequeña autarquía de las chorradas.

J. J.: Pero el crimen viene con el castigo. Le das a un botón y lo aniquilas.

C. C.: Quizá, pero la ventaja de este espécimen tan siglo XXI, lo que explica la prevalencia de sus aspavientos frente al análisis meditado, es que el lector medio no suele tener ni el tiempo ni las ganas de aventurarse mucho más allá de la capa más superficial de sus lecturas. Jauja para el totalitarismo de la mediocridad. Ni en sus mejores fantasías podía soñar el troll digital con una masa de cientos de miles de lectores capaces de felicitarle, muy seriamente, porque su ocurrencia de ciento cuarenta caracteres «expresa exactamente lo que yo tengo en mi cabeza». ¡Pues qué cabeza más pequeña la de ese público cautivo de su falta de imaginación!

Y digo que esto enlaza con uno de los temas que plantea la película porque no creo que ande muy lejano el momento en que el que las masas amontonadas en Facebook o en Twitter determinen, en función de su capricho del momento, si la NASA cierra o continúa en activo. ¿Cómo ve un científico como tú la vulgarización intelectual de ese público digital que es incapaz de leer textos de más de quinientas palabras pero que sí es capaz de mover voluntades políticas por la simple fuerza de su número? ¿Temes un futuro en el que solo haya dinero para investigaciones científicas bonitas y divertidas pero inanes, es decir para proyectos fácilmente viralizables dirigidos por científicos jóvenes, guapos, televisivos y carismáticos?

J. J.: No estoy seguro. Tengo la sensación de que la gente no es ni tan tonta ni tan trivial como parece —o parecemos, porque me incluyo— en la metavida pseudosocial del hiperespacio. Una cosa es darle al «Me gusta» en Twitter o en Facebook y otra jugarse las habichuelas. Y yo creo que 1) el ciudadano de a pie siente un intenso interés por la ciencia, y 2) tiene conciencia de que la ciencia es un motor de progreso y de futuro para él y sus hijos. Es verdad, y ya lo he mencionado antes, que existe una fuerte tendencia en nuestra sociedad, que los políticos y sus decisiones reflejan todos los días, a mirarse el ombligo y pedir panem et circenses, gratis por supuesto, en todos los ámbitos. Pero digamos que temo más el cortoplacismo —el no darse cuenta de que la inversión en ciencia básica de ayer es la revolución tecnológica de mañana, el conformarse con pan para hoy y miseria para el futuro— que la banalización. Pero es cierto que en este brave new world en el que vivimos, las reglas del juego ya están cambiando. Cuando yo hacía la tesis en el CERN, los jóvenes doctorandos y posdoctorandos éramos poco menos que monjes. Trabajábamos las veinticuatro horas del día y éramos feos, autistas y malencarados. Ahora el CERN ha producido toda una nueva generación de smooth operators muchos de los cuales son, en efecto, muy fotogénicos. Pero no estoy seguro de que nada de eso sea muy grave. Una cosa es enseñar las plumas y otra descubrir la relatividad general —o escribir las Elegías de Duino, o pintar el Guernica—. Internet quizá amplifica la pantomima, pero creo que al final el ciudadano de a pie sabe distinguir entre drama y sainete.

C. C.: Y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, y ya que tú eres escritor de ciencia ficción, me gustaría preguntarte cuáles son tus recursos para lograr despertar solo con palabras el mismo tipo de emoción científica que despierta Nolan en Interstellar con sus imágenes. Porque ahí los escritores tenéis todas las de perder. ¿O no?

J. J.: No, no creo que tengamos las de perder. Por invertir el tópico, te diría que una palabra vale más que mil imágenes. Cierto, el cineasta tiene maravillosos recursos a su alcance, pero Tolstoi es capaz de arrancar Ana Karenina quitándonos el hipo con su célebre frase «Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera», Flaubert nos demuestra que el pobre marido de Madame Bovary es tonto de capirote sin hablar de él —se limita a describir su sombrero—, y Rilke invoca ángeles terribles —«Pues la belleza no es sino el principio del terror, y nos maravillamos cuando, serenamente, desdeña aniquilarnos»— que no estremecerían tanto en imágenes. Cada rama del arte tiene sus recursos. Aunque también te digo que el cine es maravilloso. Puedes echar al mismo caldero la práctica totalidad de las técnicas dramáticas y aderezarlo con música, imaginería, efectos especiales… Sí, la verdad: en mi próxima vida, quiero ser ayudante de Nolan.

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El caballero noir

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Batman the animated series

Batman: The Animated Series (1992–1995). Imagen: Warner Bros.

Si yo hubiera sido Bruce Wayne habría tomado el camino fácil. Han asesinado a mis padres delante de mis ojos —en Gotham esas cosas pasan—, pero dejando de lado este pequeño detalle, soy un hijo —huérfano— único obscenamente rico y tengo toda la vida por delante. Es cierto que podría vencer mi trauma con los murciélagos, entrenarme en el arte de incapacitar al prójimo y limpiar la ciudad de maleantes, pero eso haría mi vida bastante más difícil. No. Yo le hubiera dicho a Alfred que hiciera las maletas, las suyas y las mías, y nos fuéramos a otra ciudad a empezar de nuevo.

Warner Brothers también podría haber ido a lo fácil con Bruce Wayne. Saboreaban el éxito de Batman y Batman Returns, y para mantener alta la popularidad del caballero oscuro bastaba con una serie animada apañadita o, si me apuras, estéticamente resultona pero infantiloide y superficial como la adaptación de Tim Burton. Sin embargo, por suerte para todos, Warner Brothers dejó que Bruce Timm y Eric Radomski se complicaran un poco la vida, lo mismo que acabó haciendo Bruce Wayne.

Batman: The Animated Series, The Adventures of Batman & Robin o The New Batman Adventures… da igual cómo la llamaran en sus sucesivas temporadas, el nombre no es importante, de hecho ni tan solo aparece en la cabecera. El logo de la Warner, los zepelines, las sombras, la música de orquesta matizando la fantástica composición original de Danny Elfman, la oscuridad, el coche molón, el dramático relámpago… no hace falta que nos lo digan, eso es Batman.

Timm y Radomski consiguieron que con un breve vistazo sepas que estás viendo Batman: The Animated Series. La dotaron de una estética original, revolucionaria y arriesgada hasta para Batman, un tío que combina cinturón con mallas. Con un diseño artístico lineal y plano tanto en los personajes —más próximos al cartoon que al realismo— como en los fondos y decorados, nos sitúan la acción en un universo retrofuturista donde coexisten tecnología de ciencia ficción con vehículos y arquitectura industrial art déco de los años treinta. Un mundo asombrosamente creativo aunque tan asombrosamente oscuro que a duras penas puede disfrutarse. Ya fuera porque es la serie de Batman y este debe jugar como local, o porque el diseñador pasaba por un bache sentimental, los personajes, los vehículos, los fondos, todo, está cubierto de negro; un estilo que ingeniosamente bautizarían sus creadores como dark déco.

Pese a la oscuridad y pese a que los trata como adultos, la serie está dirigida al público preadolescente. Porque más allá de la compleja psicología y tragedia que hay detrás de sus personajes, de que es la primera serie que representaba armas de fuego de manera realista, de que la banda sonora está interpretada por una orquesta, de las voces realistas de los actores, o de que incluso se atrevieran con un fragmento de The Dark Knight Returns de Frank Miller en uno de sus episodios, Batman: The Animated Series es una serie juvenil, con sus peleas, sus chascarrillos facilones y su estética cartoon.

Una serie perfectamente equilibrada que puede sentar delante de la tele y asombrar a todas las generaciones: chavales que volvían de la escuela para merendar más grasas saturadas de las que su cuerpo podía asimilar; adolescentes que se estaban quitando de los dibujos animados; nuevos fans de Batman gracias a las películas de Burton; viejos fans de los cómics; e incluso no descartemos que también a un soñador veinteañero llamado Christopher Nolan. Tan intergeneracional fue su impacto que, de no ser por esta serie, ahora mismo no sabríamos quién es Harley Quinn, esa improvisación pensada para subrayar la locura del Joker que acabó incorporándose a la continuidad de los cómics. O tampoco conoceríamos la trágica historia detrás de Mr. Freeze ni hubiéramos descubierto que Mark Hamill ha sido el mejor Joker hasta la fecha.

Si esta no es la mejor serie animada que se ha hecho nunca de un superhéroe sube al tejado, enciende la batseñal y que baje Batman y la vea.

Artículo extraído del libro Jot Down 100: Series juveniles disponible en nuestra store y en nuestra red de librerías.

Batman the animated series 1

Batman: The Animated Series (1992–1995). Imagen: Warner Bros.

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La risa desnuda

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Audrey Hepburn y Mel Ferrer en un descanso del rodaje de Una cara con ángel. Fotografía: Cordon Press

Audrey Hepburn y Mel Ferrer en un descanso del rodaje de Una cara con ángel. Fotografía: Cordon Press

Una de las formas más tontas de sentirse desnudo es ante nuestra propia inseguridad. Por ejemplo, cuando conocemos a alguien especial, y solo se nos ocurre contar un chiste malo. La emoción del momento nos lleva a contar uno de esos chistes cortos y simples, esos que a nosotros nos hacen llorar de la risa pero que dejan a los demás con una gota en la frente y una expresión confusa.

Puede que en cierta manera la otra persona haya pensado que aquello nos hace adorables, pero lo más probable es que nosotros queramos que nos trague la tierra en ese mismo momento. Que no cunda el pánico, al menos no estamos solos: el ridículo es un sentimiento muy universal. Cuentan una anécdota muy divertida de Ronald Reagan ocurrida en uno de sus viajes a Japón, en el que tuvo que dar una conferencia, acompañado —lógicamente— de su traductor. En el momento de su charla hacía una broma, y los japoneses estallaron en carcajadas. Al final del discurso, Reagan se acercó al traductor para felicitarle por su buen hacer incluso con algo complicado como es hacer reír, a lo que este respondió: «Solo dije que usted había contado un chiste».

En Japón no existen los chistes.

Podemos imaginar esa gota de sudor cayendo por el lateral de la frente del entonces presidente de los Estados Unidos. Ese vacío, esa sensación.  

Lo curioso es que aunque es el ridículo —y no el sentido del humor— lo que es universal, se sorprenderían al saber que es justo lo que más gracia les hace a los japoneses. Lo que para un occidental es vergüenza ajena, para ellos es motivo de un programa de televisión en prime time. Pura comedia.

Para Yasutaka Tsutsui el humor florece de lo más corrosivo y vergonzoso del ser humano. Y en este caso, cuanto más, mejor.

Quizá este japonés les suene por ser el escritor de Paprika, llevada al cine por Shatosi Kon en 2006. Solo él, apasionado de la ciencia y de los múltiples envoltorios de la mente, es capaz de infiltrarse con sus palabras en los sueños, en los sueños de los sueños que se sueñan dentro de otros sueños y sobre cómo realidad y sueño se confunden y se mezclan. Precisamente por esto son deudoras películas como Matrix o Inception, de Christopher Nolan. Pero Tsutsui ya llevaba practicando estos viajes oníricos desde hace mucho, incluso de la forma más tierna, como en La chica que viajaba a través del tiempo.

Hay en Tsutsui también un absurdo y una irreverencia únicas que le hacen merecedor de tantos premios recibidos a lo largo de su carrera. Su versión más mutante y afterpop sobre todo la encontramos en sus cuentos.

Estoy desnudo (Atalanta, 2009) es una recopilación de relatos para leer cuando nada ni nadie le entienda, o cuando esté en uno de esos «días rojos» que decía Audrey Hepburn en los que se tiene miedo y no se sabe por qué. Y no precisamente porque vayamos a desternillarnos de risa, más bien nos ocurrirá encontrarnos de repente compadeciéndonos del protagonista del relato ante el cúmulo de despropósitos que en cuestión de instantes se le acumulan. Nos reiremos, sí, pero nos sentiremos también ajenos, un poco cómplices como espectadores de su fracaso, más calmados con nuestra propia suerte.

Descubrirán entonces un mundo desconocido. Otro orden de cosas. Un código que se lee pero no se interioriza, y que, sin embargo, sorprende y cuestiona y nos refresca por dentro, porque no hay nada mejor que la ilusión de saber que no todo está escrito: que queda mundo por recorrer, noches para beber, sueños que realizar. Y entonces se les escapará una sonrisa.

Audrey Hepburn y Mel Ferrer, antes de salir al escenario para interpretar Ondina (1954) Fotografía: Corbis

Audrey Hepburn y Mel Ferrer antes de salir al escenario para interpretar Ondina (1954) Fotografía: Corbis

Así las cosas, ¿a qué quieren llegar los japoneses cuando juegan al humor? ¿Qué esperan de nosotros? ¿Es irónica la literatura japonesa? ¿Cómica? ¿Satírica?

Una parte muy importante del humor en la cultura japonesa está en el lenguaje, y quizá por ello es por que nos resulta complicado llegar a su verdadero sentido. Pero es que además en Japón el humor se basa a menudo en los juegos de palabras, con la dificultad añadida de que ellos juegan con kanjis (los sinogramas que equivalen a conceptos en Japón) y que poseen varias lecturas según el contexto. Algunos de ellos pueden tener hasta diez, y el humor reside en utilizarlos con una lectura que no procede. También juegan con palabras que suenan similares (como el niño protagonista de la serie de anime Shinchan, que cambia «oyatsu» —«merienda»— por «otsuya» —funeral— y en español lo han resuelto diciendo «mirienda» en lugar de «merienda») y a cambiar un solo trazo del kanji para decir algo completamente diferente.

Hace tiempo que nos preguntamos en este lado del mundo sobre la influencia de la cultura japonesa en nuestra literatura. En concreto, Octavio Paz reconoce el papel de la imagen y el humor del haiku —esas breves y oníricas poesías que conectan habitualmente situaciones con un momento en medio de la naturaleza— como dos elementos centrales de la poesía moderna. A esa economía verbal, a la correspondencia entre lo que dicen las palabras y lo que miran los ojos, Paz lo llamaba «escuela de concentración», el resultado de aplicar humor e ironía cuando se vislumbra la realidad.

El humor ha sido un elemento muy vivo en la tradición cultural japonesa, y durante los últimos cuatrocientos años ha tomado un rol todavía más importante. Está en la esencia misma del espíritu del haiku. Si nos adentramos un poco en el género, vemos que el humor toma diferentes formas, entre ellas: la risa de la desilusión; la risa de la idiotez estudiada; la idiotez espontánea; la hipérbole; el dilema; el humor escatológico; el humor seco; el romper con lo convencional; el dejar caer desde lo sublime hasta lo ridículo.

Todos estos conceptos se diferencian por la carga semántica y la intencionalidad del mensaje que quieren transmitir. Pero lo que en el haiku es sutil, el espíritu japonés moderno lo lleva hasta lo excéntrico. Es en el terreno de lo absurdo —recuerden aquel programa Humor amarillo— donde se suceden los golpes, los gestos desencajados y la risa desbordada, y es esto lo que salpica todo el arte japonés en forma de sonrisas deformadas y caras anchas y monstruosas. Es aquí, también, donde mejor se mueve Tsutsui.

Podríamos perfectamente descomponer sus relatos en momentos, y tendríamos pequeños haikus modernos, que juntos suman el infortunio desproporcionado.

Este delirante y multifacético escritor, satírico hasta con los más hondos tabúes japoneses, como la enfermedad de la depresión, recibió honores y críticas a partes iguales. Tanto es así que en el verano de 1993 anunció que dejaba de escribir como reacción al persecución que había sufrido en la prensa por unas expresiones sobre la epilepsia que aparecían en uno de sus cuentos. En protesta por esta falta de libertad de expresión se negó a publicar en su país, con lo que se convirtió en el primer cíberescritor de Japón al haber sido internet durante una larga época el único medio de leer sus historias.

Esa misma valentía es la que hace falta para acceder al sentido del humor que esconden los relatos de Kafka, a quien recuerdan mucho los relatos de Tsutsui. Desnudarse para deshacerse de los clichés que la sociedad nos ha inculcado y ser capaces de ver más allá. Y aunque decíamos (decía Umberto Eco) que el sentido del humor —lo cómico— no es universal, al mismo tiempo encontramos conexiones de norte a sur y de este a oeste asombrosas.

David Foster Wallace se empeñó en enseñar a sus alumnos sobre el humor de Kafka, y a menudo se encontraba con una barrera, la que nosotros hemos construido, difícil de romper. Decía:

Y es esto, creo yo, lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos niños a quienes nuestra cultura ha educado para que vean las bromas como entretenimiento y el entretenimiento como algo reconfortante. No es que los estudiantes no «pillen» el humor de Kafka, sino que les hemos enseñado a ver el humor como algo que se pilla, de la misma forma que les enseñamos que el «yo» es algo que se tiene sin más. No es de extrañar que no puedan apreciar el chiste que hay en el centro mismo de Kafka: que la horrible pugna por establecer un «yo» humano resulta en un «yo» cuya humanidad es inseparable de esa pugna horrible. Que nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar. Es difícil de explicar con palabras cuando uno está frente a una pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no «pillen» a Kafka. Se les puede decir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre… y se abre hacia fuera que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos.

(David Foster Wallace, Hablemos de langostas)

No está mal desnudarse de vez en cuando y dejarse llevar por el sentido del humor. Al fin y al cabo, quien nos quiera sabrá ver el encanto de nuestros chistes malos.

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Los odiosos ocho

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Imagen: The Weinstein Company.

Imagen: The Weinstein Company.

Odiosa mamada

Sí, es fácil empezar por lo que más llama la atención: hay una escena en Los odiosos ocho (desde aquí un afectuoso saludo al que tiró de Google Translate para localizar el título original The Hateful Eight) donde la atención recae en una felación que polariza las simpatías del público por uno de los protagonistas. Es el momento exacto en el que la audiencia se ve obligada a decidir moralmente si el personaje que narra el acto en cuestión se merece un par de tiros a quemarropa o un aplauso por lo jocoso y asquerosamente vil del suceso. Y es fácil ver que el propio Quentin Tarantino se siente comodísimo con la idea de concebir esa escena en el universo del wéstern cinematográfico, de marcarse ese acto extremo de venganza en forma de chiste gamberro que en principio parece tan fuera de lugar. Porque lo que sorprende es que la propia escena, aun siendo tan de la cosecha del director, no acaba desafinando como una ocurrencia punk pese a parecer blasfema hacia el propio género del film, sino que encaja como algo que quizás podría ocurrir en ese universo cinematográfico de vaqueros, pero que hasta ahora no había ocurrido. Al fin y al cabo toda la representación popular de esa ficción romántica que es el wéstern cinematográfico siempre ha versado sobre animales salvajes que visten sombreros y empuñan pistolas, sobre seres odiosos intentando sobrevivir a un mundo hostil y haciéndose la puñeta. Que Tarantino aún se estará riendo con la salida que se ha marcado con esa mamada, pues también. En el fondo va muy a juego con su sentido del humor.

Odioso internet

Los odiosos ocho casi no llega a ocurrir en su versión cinematográfica. La culpa la tiene la persona que decidió filtrar el guion en internet en una etapa muy temprana del proyecto, logrando caldear hasta la ebullición las pelotas del papá de Pulp Fiction. Durante la preproducción el texto solamente había sido entregado a los actores de confianza del realizador, con lo que las sospechas recayeron sobre personas cercanas, y todo el asunto acabó propiciando que el realizador tanteara la posibilidad de enterrar el libreto o publicarlo únicamente como novela. En 2014 el director dirigiría en el Ace Hotel Los Angeles una lectura, con gran parte del reparto interpretando sus futuros roles, del guion filtrado. En aquel momento todo el mundo creía que aquella sería la única manera de presenciar la obra en algo que no fuese un pdf chusco, y las entradas para asistir al evento se vendieron alegremente a unos hermosísimos doscientos dólares por butaca. Cuando el director cambió de ruta y se animó de nuevo a llevar el libreto a las pantallas de cine las páginas ya habían sufrido algunas reescrituras y contaban con un final diferente al que presentaba la versión filtrada y la recitada en Los Ángeles.

Imagen: The Weinstein Company.

Imagen: The Weinstein Company.

Odiosos 70 mm

Los 70 mm tan canturreados y loados por el realizador en realidad son un formato extinto que solo puede ser disfrutado en salas dotadas de proyectores que hoy en día escasean. Clásicos como 2001: una odisea del espacio se rodaron tirando de celuloide acomodado en esas medidas. Y lo de Tarantino con el formato en la actualidad ni siquiera es un caso aislado: Christopher Nolan sufrió lo suyo para filmar de ese modo Interstellar, un esfuerzo cuyo verdadero resultado solo podría ser contemplado realmente en las escasas once salas de Estados Unidos donde la película se exhibía respetando el formato inicial: salas IMAX dotadas de proyectores de 70 mm con sesiones que suponían un suplicio para los encargados de la proyección por tener que volver a pelearse con esas bobinas que la industria ya había abandonado en un contenedor: este vídeo ofrece una pequeña idea de lo engorroso que resultaba Interstellar en su versión de celuloide en un mundo que hoy en día vive y piensa en modo digital. Paul Thomas Anderson también se apuntaría a la locura en 2012, su The master se estrenaría en dieciséis salas específicas de las Américas con capacidad para lidiar con los 70 mm.

En el caso de Tarantino la opción ha sido filmar en Ultra Panavision 70, al igual que se hizo en su momento con Ben-Hur y El mundo está loco, loco, loco, un formato específico cuyo último antecedente fílmico se remonta unos cincuenta años atrás: la anterior película que llevaba la palabra Ultra Panavision entre sus créditos había sido Kartum en 1966. La locura de desempolvar trastos abandonados para que Los odiosos ocho tuviera lugar conllevó un esfuerzo extra por parte de la productora, ya que con el fin de favorecer la exhibición tal y como tenía planeado el director The Weinstein Company se ha tirado más de un año comprando proyectores y lentes, instalándolos y programando cursillos para dummies de introducción a la vetusta maquinaria a los proyeccionistas. En España parece que los únicos que se atreven a proyectar la cinta de ese modo son los responsables de Phenomena.

A diferencia de Interstellar o The master, el caso de Los odiosos ocho resulta más llamativo por la diferencia en cuanto a favores del estudio y ventaja numérica. Frente a las casi anecdóticas copias de las películas de Nolan y Anderson que llegaban a los cines empaquetadas en esos insignes 70 milímetros, el wéstern de Tarantino contó con noventa y seis salas adaptadas para recibir con los brazos abiertos los rollos de película. Pero lo realmente gracioso de todo esto es la naturaleza de la propia película en contraste con el recurso: esa Ultra Panavision 70 funcionaba estupendamente para retratar y captar la épica de escenarios inmensos y espectaculares. Y en el caso de Los odioso ocho estamos hablando de una película que, quitando las secuencias iniciales y un par de planos fugaces, transcurre casi en su totalidad en el interior de un mismo escenario cerrado. Contemplando dicha puesta en escena las razones de Tarantino para haber optado por la tan adorada Ultra Panavision quedan bastante claras: lo hace porque es un mitómano y porque le sale de los cojones. Tampoco está mal, al fin y al cabo es su película y se lo monta con ella como quiere.

Imagen: The Weinstein Company.

Imagen: The Weinstein Company.

La versión de 70 mm es además ligeramente más extensa que la normal, incluye una obertura musical, un par de escenas de escasa importancia y una pausa a mitad del film. La obertura funciona como alfombra de bienvenida a una de las colaboraciones destacadas, la del legendario Ennio Morricone, trabajando para Tarantino pese a que había jurado por cosas sagradas que aquello no volvería a ocurrir, con una banda sonora que le acaba de otorgar un Globo de oro y una nominación al Óscar. Por otro lado la pausa intermedia de doce minutos es la única razón para que en la película aparezca un narrador (el propio director) de la nada: sirve tanto para recordar por dónde iba la historia antes de que el descanso tuviese lugar como de herramienta para proponer un nuevo capítulo y justificar su título. Lo realmente extraño será tropezarse con esa voz en off repentina, con ese narrador inesperado, en la versión carente de intermedio.

Odiosos ocho

Los odiosos ocho se sitúa en algún lugar de Wyoming un número indeterminado de años después de la guerra civil estadounidense. Y también está ubicada en el mismo universo alternativo que Django desencadenado, Malditos bastardos o Pulp Fiction porque tanto la presente como todas las anteriores tienen elementos comunes a modo de guiños y pistas típicos del director: el nombre de la marca de tabaco ficticia Red Apple sale de boca de más de uno de los odiosos, certificando que sí, que tanto Vincent Vega como todos los pistoleros de esta película pertenecen a una línea temporal donde Hitler en lugar de suicidarse fue convertido en puré por un grupo de judíos bastados.

Piruetas históricas aparte, el punto de partida del guion de Los ocho odiosos es una ocurrencia fantástica: observar la estructura de ciertos capítulos de las series de wéstern televisivas, concretamente aquellos que acordonaban a los personajes para revelar si militaban en el bando de los héroes o de los villanos a base de desempolvar su pasado, e imitarla pero retorciendo sus leyes establecidas. Porque la idea de Tarantino es básicamente una perversión de ese recurso de series como Bonanza: «¿Qué ocurriría si una película solamente tuviese a ese tipo de personajes. Sin héroes. Sin Michael Landons. Solamente una banda de indeseables en una habitación, todos contando historias que pueden ser o pueden no ser ciertas. Encierra a estos tipos en una sala con una tormenta en el exterior, dales armas y contempla lo que ocurre».

En The Hateful Eight una diligencia donde viaja un cazarrecompensas llamado John Ruth (Kurt Russell) encadenado a su botín —una prisionera de modales cuestionables llamada Daisy Domergue (extraordinaria Jennifer Jason Leigh)— huye de una tormenta de nieve cuando se encuentra en el camino con otro cazarrecompensas, el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), que solicita un hueco en el vehículo para su persona y los tres cadáveres que lleva como equipaje. A partir de este momento una serie bastante llamativa y heterogénea de personajes (interpretados por Walton Goggins, Demián Bichir, Tim Roth, Bruce Dern y Michael Madsen que completan la formación anunciada en el título) comienza a sumarse a la historia para acabar enclaustrados, por culpa de la ventisca, en un mismo refugio en medio de la nada. Y pronto la película se descubre al mutar del cine del Oeste hacia el misterio de un whodunit en el que, en apariencia, aún nadie ha hecho nada pero todos tienen motivos para hacerlo. Lo hace para el resto de personajes en cuanto Ruth deja claro que está convencido de que alguien bajo aquel techo no es lo que parece, aunque las pistas al espectador se le han disparado mucho antes.

La historia está dividida en seis capítulos e implica el riesgo añadido de salir lechoso y fotofóbico del cine, puesto que Tarantino se marca sus buenas tres horas de metraje sin pedir permiso ni preguntar si alguien tiene prisa, aunque hay que reconocer al realizador que si algo ha sabido ser siempre es entretenido de cojones. Porque es realmente difícil que hoy en día alguien se casque casi ciento ochenta minutos de película apoyándose en exclusiva en el discurso de los personajes como medio para que el público se construya, o sospeche de, una posible interpretación de cada uno de ellos. Y es fácil observar en Los odiosos ocho ciertas señas que ya se esperan de alguien que escribe personajes cuyos codos suelen ofrecer monólogos interminables: ese discurso de Tim Roth sobre la justicia es una genialidad que hace preguntarse cuántos guionistas hoy en día saben mantener por completo la atención con tan solo un personaje exponiendo una idea de manera brillante.

Imagen: The Weinstein Company.

Imagen: The Weinstein Company.

Aunque de todos modos los odiosos no se pasan todo el metraje jugando a las tacitas y de cháchara con el meñique levantado: la segunda mitad de la función está centrada casi exclusivamente en las reacciones ante los desparrames sangrientos del reparto sospechoso, pero también es cuando la película aprovecha para marcarse giros inesperados y regatear a la audiencia. Y es donde tiene lugar la revelación de que lo más divertido es contemplar lo inesperado, la sensación de que cualquier cosa que vaya a ocurrir gusta de imaginarse a sí misma impredecible, de que podemos intentar jugar a ir un paso por delante a la hora de resolver el misterio pero aun así la película está constantemente tratando de ir dos por delante de nosotros, incluso cuando el propio misterio puede no resultar tan interesante como todo lo que conlleva hasta él. Y es muy divertido, y de agradecer hoy, sentarse ante una historia en la que es difícil olerse lo que va a ocurrir durante el minuto siguiente, en la que no tienes ni idea de qué rumbo van a tomar las cosas. Pero también hay que saber y aceptar de antemano en qué condiciones ocupamos ese asiento ante la pantalla: es una película de Tarantino, un hombre que últimamente se olvida siempre en casa el recurso de las elipsis y juega a regodearse en sí mismo, alguien que se marca tres horas con un reparto estupendo dentro de cuatro paredes más porque puede que porque debe, alguien que en el fondo se ha emperrado en rodar en un formato muerto algo que ni siquiera lo necesitaba por simple devoción personal. Y es una película que no va a ganarse a los detractores del realizador porque no salva los escollos que aquellos le achacan: excesos, ombliguismo y creerse demasiado listo.

Y si somos capaces de aceptar todo eso nos encontramos ante una cinta de lo más disfrutable, quizás menos interesante que Django desencadenado, aunque esté bastante claro que Los odiosos ocho juega en otra liga completamente diferente a la de aquellas aventuras del héroe en busca de Brunilda: lo del wéstern aquí es una excusa y no el auténtico género, y los roces raciales en este film son parte de la historia pero no la razón principal. En el fondo Los odiosos ocho tiene una naturaleza y un espíritu de obra teatral, de conflicto a pequeña escala entre una banda de cabrones que incidentalmente está situado en el Oeste salvaje. Aquí lo que hay que tener claro es que esto en el fondo es un juego guionizado por Tarantino, que vamos a ser testigos de una función donde lo importante no es tanto descubrir cuál de los personajes está mintiendo sino cuál de ellos es el único que no lo hace, donde incluso la película juega a mentirnos ya desde su propio título. Y que a pesar de sus innecesarias tres horas de duración la obra aún consigue apañárselas para ser entretenida de cojones.

Imagen: The Weinstein Company.

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El viaje de ida y vuelta del lienzo al celuloide

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Izquierda: La abadía en el robledal, de Caspar David Friedrich. Derecha: El renacido, imagen de New Regency.

Arriba: La abadía en el robledal, de Caspar David Friedrich. Abajo: El renacido, imagen de New Regency.

El renacido, la epopeya de supervivencia y venganza por la que Leonardo DiCaprio merece ganar por fin un Óscar, y Alejandro González Iñárritu, esta vez sí, también merece otro, tiene entre sus virtudes una presentación visual sencillamente espectacular: cuenta con algunas escenas de acción como hasta ahora servidor no había visto, grandiosos paisajes rodados en Canadá y Argentina, largos planos secuencia que ya no parecen gratuitos y unos encuadres de excepcional belleza inspirados, en algún caso, en clásicos de la pintura. Por si no afligieran suficientes calamidades al protagonista, cada vez que cierra los ojos tiene sueños desasosegantes como el que vemos arriba, con una iglesia en ruinas entre árboles desnudos en medio de la más absoluta soledad. Una imagen muy evocadora, que rinde homenaje a La abadía en el robledal, encima de la anterior, del pintor del Romanticismo Caspar David Friedrich. Curiosamente no es la primera vez que este artista sirve de inspiración a un cineasta. Veamos esta otra obra suya, Mar de hielo. ¿No hay un parecido más que sospechoso a la Fortaleza de la Soledad de Superman? Y qué decir de El caminante sobre el mar de nubes, tal vez la pintura más influyente de la historia del cine. Para hacerse una idea del número de escenas y carteles de películas que la han tomado como referencia basta echar un vistazo aquí. Puede que Friedrich no fuera consciente de ello, pero esas nubes ocultaban una invasión extraterrestre…

Aún siendo este un caso destacado, en realidad son legión los pintores y obras que han servido de inspiración a la hora de rodar. Desde sus mismos orígenes el séptimo arte ha visto al tercero con la codicia del invasor vikingo, dispuesto a llevarse hasta la última gallina; al fin y al cabo los pintores llevaban unos cuantos siglos imaginando nuevos mundos o nuevas maneras de ver el mundo que nos rodeaba. ¿Cómo no iba a saquear entonces semejante legado una disciplina tan joven en comparación, obligada a inventarse a sí misma sobre la marcha? Así que ha habido cuadros que han sugerido decorados, personajes, escenas, carteles e incluso películas enteras; también otros han sido protagonistas de la narración o más discretamente han acompañado el encuadre ofreciéndonos un sutil guiño; y finalmente, algunos incluso han sido pintados tomando como referencia algún film, cerrando así el círculo. De todos ellos haremos a continuación un breve repaso. Para ello hay que mencionar muchos nombres y títulos prestigiosos, aunque a veces uno puede encontrarse un hilo del que tirar en los lugares más insospechados. Es el caso de la mismísima saga Crepúsculo. En esta bonita historia de un señor de ciento nueve años que no tenía mejor cosa que hacer que acudir al instituto para ligar con una chica de dieciocho veíamos, concretamente en el comienzo de su segunda parte, Luna nueva, esta imagen:

Imagen de Summit Entertainment.

Imagen de Summit Entertainment.

¿Les suena ese cuadro del fondo? Se trata de San Francisco de Borja y el moribundo impenitente, de Goya, y de él ya hablamos con detalle en este artículo. Fue encargado por la duquesa de Osuna para la capilla de la Catedral de Valencia y, como su título indica, muestra al santo asistiendo a un moribundo en un momento en el que podía ser tentado por el feo demonio que permanece junto a él acechando. Formaba pues parte de la tradición tardomedieval en torno al llamado «arte de morir», la manera en que el buen cristiano debía encarar su paso al más allá y que es precisamente de lo que están hablando los personajes en ese momento: de cómo a veces un vampiro en principio inmortal puede escoger su propio final. De manera que, sutilmente, la narración se ve reforzada por ese guiño que une en extraño matrimonio al genio aragonés con esta saga de vampiros y hombres lobo enamoradizos. El resto de la película es lo que es, pero no puede negarse que este es un buen detalle.

Descubrir pinturas célebres en películas y en algunos casos qué significado pueden aportar a la historia se ha llegado a convertir en un pasatiempo para algunos y tiene hasta su propia página web. Así por ejemplo en la segunda parte de Wall Street veíamos otro cuadro de Goya, Saturno devorando a un hijo, que no puede resultar más oportuno para describir la relación de Gordon Gekko con su hija y el novio de esta, a quien toma como pupilo. Otro caso interesante es el de Origen. En la primera misión del personaje de DiCaprio, Dom Cobb, en el subconsciente de un magnate japonés aparece por ahí su esposa, Mel, que se queda mirando un cuadro y lo comenta con él, a lo que este responde «al sujeto le apasionan los pintores británicos de posguerra». Pues bien, el pintor es concretamente Francis Bacon y la obra Estudio para la cabeza de George Dyer. Se trata de un retrato de su amante, al que conoció cuando intentaba robar en su estudio y le propuso que se llevase lo que quisiera a cambio de mantener relaciones sexuales con él. A partir de ahí mantuvieron una relación tormentosa durante ocho años marcada por las adicciones, que culminó con el suicidio de Dyer por sobredosis de alcohol y tranquilizantes. No es difícil trazar un paralelismo con la relación que mantienen Dom y Mel en la película, en la que esta, tras haberse suicidado, continúa apareciéndose en los sueños de su marido sin que él sea capaz de superarla. Tal como explicaba el director Christopher Nolan en esta entrevista la influencia de Bacon se extendería también a otras películas suyas como Batman, donde Joker estaría inspirado en el estilo de este artista. Curiosamente, otro Joker, aquel que interpretó Jack Nicholson, en el momento en que asaltaba el Museo de Gotham City para secuestrar a Kim Basinger, destrozaba sin piedad todas las obras a su paso, desde Degas hasta Veermer, haciendo una sola excepción cuando uno de sus secuaces iba a desgarrar una de ellas con un puñal y él mismo lo detenía diciendo «este me gusta». El cuadro en cuestión es Figure with Meat, y su autor, Francis Bacon.

Es interesante fijarse cómo en películas distópicas y posapocalípticas las grandes obras de arte suelen ser representadas con frecuencia, generalmente como símbolo de la civilización perdida o bastión de humanidad, belleza y libertad de pensamiento en una sociedad totalitaria que pretende erradicarlas. En Soy leyenda Will Smith quedaba como único superviviente en un Nueva York abandonado sin mucha compañía pero con cualquier objeto que desease a su alcance, de forma que optó por decorar su casa con cuadros de Van Gogh, Rousseau y Modigliani. El protagonista de V de Vendetta también tenía su particular galería de obras maestras, aunque en este caso era para protegerlas del Ministerio de Materiales Ofensivos, y entre ellas podíamos ver La dama de Shalott de Waterhouse, El Matrimonio Arnolfini de Van Eyck o Baco y Ariadna de Tiziano. En Equilibrium ocurría algo similar con la resistencia manteniendo ocultas algunas obras, aunque no pudieron evitar que La Gioconda terminara siendo quemada por las autoridades, mientras que en Hijos de los hombres eran estas las que protegían por medio del Ministerio del Arte pinturas como el Guernica de Picasso en un mundo que se desmoronaba.

Colaboración de Dalí con Hitchcock en Recuerda. Imagen de Selznick International Pictures.

Colaboración de Dalí con Hitchcock en Recuerda. Imagen de Selznick International Pictures.

En otras ocasiones el director no aprovecha una obra preexistente sino que logra contratar al artista para que aporte una específica para la película. El caso más notable es el de Giger y la magnífica criatura ya bosquejada en su trayectoria previa pero que en Alien conoció su esplendor. Por su parte, Alfred Hitchcock para la escena onírica de Recuerda dispuso del talento de Dalí, que ya había colaborado con Buñuel en Un perro andaluz. Pero lo más habitual, tal como veíamos al comienzo, es que el equipo artístico del rodaje o el propio director homenajeen, copien o tomen como punto de partida a algún pintor u obra concreta. Los ejemplos son ilimitados, aunque a menudo se cuiden de no hacerlo evidente.

Hace un millón de años, Jasón y los argonautas, La Tierra contra los platillos volantes, El monstruo de los tiempos remotos… Buena parte del cine de fantasía y ciencia ficción de hace unas décadas tuvo como productor y técnico en efectos especiales a Ray Harryhausen. Es un nombre fundamental en la historia del cine, dado que luego otros talentos como Steven Spielberg y Peter Jackson lo han tomado como referencia. Pues bien, Harryhausen tuvo como referente artístico fundamental a John Martin, pintor inglés nacido a finales del siglo XVIII, que se caracterizó por la espectacularidad de las escenas, a menudo bíblicas, que plasmó en sus lienzos. Superproducciones pioneras como Intolerancia también imitaron la estética de cuadros suyos como Fiesta de Belsasar. En Metrópolis, la enorme torre que preside la ciudad futurista estaba basada en La torre de Babel, de Pieter Brueghel el Viejo, quien a su vez se inspiró en el Coliseo romano. Y hablando de edificios, ¿recuerdan el siniestro motel de Psicosis? Seguramente sí, dado que era uno de los elementos más distintivos de ese film. Pues en realidad se la debemos al artista Edward Hopper, quien en 1925 había pintado House by the Railroad. Unos años después, en 1942, inspirado precisamente por el cine, concretamente el policiaco, pintaría su celebradísimo Nighthawks. Que además unas décadas después conocería una versión con estrellas de Hollywood. De manera que por fin el viaje también era de vuelta y el tercer arte también encontraría inspiración en el séptimo.

Nighthawks, de Edward Hopper.

Nighthawks, de Edward Hopper.

Pero a su vez Nighthawks sirvió de modelo a películas posteriores. Win Wenders lo reprodujo literalmente en El final de la violencia. Mientras que Ridley Scott lo tomó como una referencia fundamental para Blade Runner: «Estaba constantemente enseñando una reproducción de este cuadro a las narices del equipo de producción para demostrarles la estética y el estado de ánimo que buscaba». Precisamente del director que inicialmente iba a encargarse de Blade Runner, Martin Scorsese, cuesta imaginarse qué habría sido de ¡Jo, qué noche! sin ese mismo cuadro, dado que incluso parte de la trama tiene lugar en una cafetería prácticamente idéntica. Y si hablamos del cineasta de las grandes gafas de pasta no podemos dejar de mencionar a su pintor predilecto, alguien que ha influido extraordinariamente en él. Su fascinación por la violencia, el realismo sucio, los personajes grotescos, la religión, la iluminación con claroscuros, la composición de cada escena… todo está ya en Caravaggio:

Así que él estaba allí. Impregnaba la totalidad de las secuencias de baress en Malas calles. Él estaba allí en la forma en que yo quería el movimiento de la cámara, la elección de la forma de montar una escena. Se trata básicamente de personas que se sientan en los bares, la gente en las mesas, la gente levantándose. La vocación de San Mateo, ¡pero en Nueva York! Hacer películas con gente de la calle era de lo que se trataba realmente, como él hizo cuadros con ellos. Entonces eso se extendió a una película muy posterior, La última tentación de Cristo. La idea era representar a Jesús a la manera de Caravaggio.

La vocación de San Mateo, de Caravaggio o Scorsese en el siglo XVII.

La vocación de San Mateo, de Caravaggio o Scorsese en el siglo XVII.

En conclusión, como decíamos anteriormente los ejemplos son innumerables, pues al fin y al cabo eso es la tradición cultural: una larga cadena en la que cada generación copia a la anterior aportando cuando se ve capaz pequeñas variaciones. Pero no querría terminar dejar sin citar algún caso más, como la huella de M. C. Escher en Interstellar —concretamente el teseracto y en la mencionada Origen (como puede apreciarse aquí); el homenaje al citado Saturno devorando a un hijo en El laberinto del fauno; la toma final de Los duelistas basada en Napoleon Bonaparte de Benjamin Robert Haydon; el guiño a La última cena de Da Vinci en M.A.S.H. y en el cartel de Los mercenarios 2. Precisamente los carteles de películas han seguido a rajatabla aquello de que lo que no es homenaje es plagio, y de todos ellos mi ejemplo favorito es el de El exorcista, que tomó por modelo El imperio de las luces de René Magritte:

El imperio de las luces de René Magritte y El exorcista, imagen de Warner Bros.

Arriba: El imperio de las luces de René Magritte. Abajo: El exorcista, imagen de Warner Bros.

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Batman y la necesidad de la némesis

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Batman v Superman. Imagen: Warner Bros. Pictures / DC Entertainment.

Imagen: Warner Bros. Pictures / DC Entertainment.

—Yo no quiero estar entre locos —comentó la niña.
—Pero eso no puedes evitarlo —le dijo el gato—: Aquí estamos todos locos. Yo estoy loco. Tú también.

(Lewis Carroll. Alicia en el País de las Maravillas. Cita extraída de la novela gráfica Arkham Asylum, escrita por Grant Morrison y dibujada por Dave McKean en 1989)

Ya está. Al fin ha sucedido. Les ha tocado la lotería. Toda la lotería: el cuponazo del día del padre, el del día de la madre, el extra de verano, el bote de los euromillones de la Primitiva, el gordo de Navidad, el del niño y hasta el Spin & Go edición Neymar Jr. Tienen más suerte que Carlos Fabra y tanta pasta como Tony Montana en Scarface. Ahora toca decidir en qué se la van a gastar. En un aeropuerto rodeado de esculturas absurdas, en una montaña de cocaína, en dar la vuelta al mundo en un yate de ochenta metros de eslora construido a base de pasta de cocaína… Qué sé yo; ya dice el anuncio que nuestros sueños no son baratos.

Eso sí, estoy positivamente seguro de que no van a emplear el dinero en un coche tuneado, un avión tuneado y un montón de artilugios con forma de mamífero volador para luego salir por la noche a combatir el crimen disfrazados de mamarracho.

Batman y el niño rico

IRON MAN

Tales of Suspense, nº 58. Imagen: Marvel Comics.

—Si te quitan la armadura, ¿qué eres?
—Genio, multimillonario, playboy, filántropo…

(Conversación entre el Capitán América y Iron Man en Los Vengadores. Joss Whedon. 2012)

Nacido oficialmente en mayo de 1939 en el número 27 de Detective Comics, Batman —bautizado originalmente como «The Bat-Man»— era una suerte de respuesta al éxito fulgurante que Superman había cosechado en poco más de un año desde su primera aparición. Los editores de la National Publications querían capitalizar una masa cada vez más numerosa de lectores ávidos de superhéroes; no se trataba de copiar al Hombre de Acero sino de ampliar el objetivo hacia un público distinto y quizás más adulto. Así, Bob Kane y Bill Finger propusieron un personaje cuyas diferencias con Superman se resumían en tres características. La primera se leía en las propias cabeceras, Action Comics y Detective Comics, ambas pertenecientes a National Publications. Es decir, que mientras los tebeos de Superman eran esencialmente de acción, Batman se adscribía al género detectivesco, pulp y noir. Por otro lado, incidiendo en el género negro, las peripecias del Hombre Murciélago eran nocturnas al igual que lo era su uniforme: frente a los rojos y azules, Batman apostaba por los grises y los negros. Si Superman brillaba, Batman era un caballero oscuro.

Lo cierto es que las aventuras de Batman también estaban repletas de acción y, siendo sinceros, el estilo dibujístico y la impresión fotomecánica de la época tampoco permitían excesivas filigranas gráficas. Si a esto le sumamos que los primeros bocetos de Kane pintaban a un héroe con mallas rojas, siendo Finger quien le convenció para cambiar la tonalidad cromática y añadir la máscara de murciélago, nos encontramos con que, en la práctica y a primera vista, Batman y Superman no eran tan distintos. Pero aún había una tercera diferencia que, visto lo visto, se me antoja capital: Batman no tenía superpoderes.

En efecto, al margen de sus dotes detectivescas y una excelente forma física, el cruzado de la capa ni puede volar ni posee superfuerza ni supervelocidad ni visión calorífica. En el fondo, Batman es un hombre normal y esta supuesta normalidad apelaría a la cotidianidad del lector quien, en la más antigua de las tradiciones literarias, podría así identificarse con el héroe. Y digo «supuesta» porque, en realidad, la identificación no se sostiene por ningún lado. Batman no es un tipo precisamente normal. Para empezar porque Bruce Wayne es inmensamente rico.

En su archiconocida tercera ley, el escritor Arthur C. Clarke decía que «cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Haciendo una analogía, si la tecnología es suficientemente avanzada —y cara— puede servir como perfecto sustituto de los superpoderes. Que es exactamente lo que hace Batman, suplir sus posibles carencias superheróicas con una batería de artefactos de alta tecnología y asombrosas prestaciones; comenzando por el batmóvil o la batwing y terminando por los batarangs, los batgarfios y hasta el batrepelente para tiburones. Una colección de juguetes aparentemente inagotable. O al menos tan inagotable como la fortuna de Wayne.

Denominarlos juguetes no es una decisión baladí, porque el cómic de superhéroes ha estado tradicionalmente destinado a un público masculino adolescente y, ya que el lector no puede identificarse naturalmente con Batman, al menos puede fantasear con convertirse en un héroe, siempre que consiga hacerse multimillonario. De alguna manera, la maniobra no es muy distinta a la que opera en un anuncio de coches: dinero = juguetes = felicidad.

Tratándose de una manifestación psicológica tan arquetípica y tan universal, es comprensible que Batman, aun siendo el primero, no sea el único héroe de cómic que, para colocarse a altura sobrehumana, emplee la tecnología que le brinda su posición económica. Quizá el más famoso sea Iron Man, creado por Stan Lee, Don Heck y Jack Kirby en 1963. Aparte de las diferencias en el traje y sus capacidades, Tony Stark es más o menos un remedo de Bruce Wayne; multimillonario, playboy y filántropo, además de alcohólico y exhibicionista. Es aquí donde nos encontramos con el atractivo principal que tiene Batman para el espectro político conservador; no en que sea un borracho mujeriego —que vaya usted a saber— sino en que es rico y usa su dinero para hacer el bien.

Porque claro, no es que los millonarios tengan una reputación moral especialmente amable. Desde Al Capone hasta Donald Trump, todos conocemos más de un acaudalado supervillano que emplea su pasta en hacer maldades. Y este fenómeno, lógicamente,  tiene su reflejo en el cosmos superheroico. Piensen en Kingpin o en el mismísimo Lex Luthor; tipos que, al margen de cierta fuerza física o habilidad para los negocios, ejercen su villanía gracias a la enorme capacidad monetaria de que disponen. Es más, el propio Norman Osborn/Duende Verde, quien hace la puñeta a Spider-Man con gadgets temáticos comprados con el dinero de Oscorp, no dejaría de ser una versión malvada de Batman.

Pero, ¿estamos seguros de que Batman hace el bien? ¿Es realmente Bruce Wayne bueno?

Batman y el niño asustado

WATCHMEN

Watchmen. Imagen: DC Comics.

Así es como debe de sentirse la gente normal. Así es como debe de sentirse la gente normal ante nosotros.

(Watchmen. Alan Moore y Dave Gibbons. 1986-1987)

Se ha dicho en muchas ocasiones, sobre todo desde que Frank Miller publicase The Dark Knight Returns en 1986, que Batman es un superhéroe fascista. La afirmación es extraordinariamente débil y superficial; en primer lugar porque si nos referimos a su actitud autoritaria, prácticamente todos los héroes del cómic serían fascistas en algún grado; y, en segundo lugar, porque un personaje fascista debería servir a un Estado opresivo totalitario, mientras que Batman directamente opera al margen de la ley. En este sentido, el Hombre Murciélago sería más bien un adalid del objetivismo individualista randiano; o sea, un tipo que hace lo que quiere como quiere, consiguiendo el bienestar común como resultado indirecto. Es decir, que el objetivo de Batman no es verdaderamente el bien.

Tampoco soy yo el primero a quien se lo leen, pero tiene perfecto sentido: si Bruce Wayne quisiera eliminar el crimen y la corrupción de las calles de Gotham, no se gastaría varios miles de millones de dólares en prototipos tecnológicos y en reformar una cueva a todo plan, sino que invertiría toda su fortuna en proyectos de mejora educativa, fomento de la igualdad social y apoyo a los más desfavorecidos. Sería una heroicidad lenta, pero probablemente más efectiva. No crean que esto es una opinión más o menos tangencial; en Batman Begins el malvado Ra’s Al Ghul dice la siguiente frase: «Con la suficiente pobreza, todo el mundo se convierte en un criminal». El problema es que Christopher Nolan hace una pirueta ideológica solo digerible por las mentes más incapaces —cosa nada extraña pues el director londinense suele tratar a los espectadores como tales—: resulta que la corrupción y la desigualdad de Gotham no es producto de los desmanes económicos de un statu quo desbocado, fue el propio Ra’s y su Liga de las Sombras quienes la introdujeron en la ciudad para desestabilizarla.

Sea como fuere, el caso es que el combate de Wayne no se desarrolla principalmente en el ámbito financiero y empresarial, sino más bien por la noche, en mallas y contra criminales bastante evidentes. Lo que en Estados Unidos se conoce como un vigilante, vamos. Eso sí, se le llena la boca con frases de protección de los ciudadanos en una ciudad corrupta, pero solo lucha contra los síntomas de esa corrupción sin atacar la raíz. Entonces, si realmente quiere acabar con la degradación de su amada Gotham y no tenemos constancia de que La rebelión del Atlas sea su libro de cabecera, ¿por qué no es un verdadero filántropo como lo fue su padre?

La explicación correcta es prosaica. Digamos que las aventuras de, no sé, GeorgeSorosMan no serían lo suficientemente trepidantes como para sostener una serie regular de cómics durante casi ocho décadas. Pero si indagan en el personaje, se darán cuenta de que he estado ocultando un acontecimiento definitorio para entender su psicología: Batman tiene un grave trastorno por estrés postraumático.

A principios de los noventa, coincidiendo con el estreno del Batman de Tim Burton, los profesores del MIT Roberta E. Pearson y William Uricchio escribieron I’m Not Fooled By That Cheap Disguise, ensayo cuyo título podría traducirse por «A mí no me engañas con ese disfraz barato». En el texto, definen al Hombre Murciélago por cuatro características básicas: riqueza, gran condición física, habilidades deductivas y obsesión. Ya hemos hablado de las tres primeras; veamos la última que, respecto al tema que nos ocupa, es probablemente la más importante.

El origen de Batman aparece en el número 33 de Detective Comics, fechado en noviembre de 1939,  tan solo siete meses después de su primera aventura, y su importancia es tal que aflora de manera sistemática por todo el canon del personaje durante setenta y siete años. Seguramente ya conocen la historia pero la resumiré brevemente: Batman es el producto de la obsesión de un niño que fue testigo del asesinato de sus padres a manos de un ratero. Este suceso trágico convirtió a Bruce Wayne en un crío asustado y, con el tiempo, en un adulto aterrorizado. Para combatir ese trauma, Wayne lleva a cabo dos operaciones: por un lado, adopta como ayudante a Robin, un niño huérfano como él, pero mucho menos depresivo. El adulto atemorizado ve en ese crío alegre vestido con rojos brillantes al niño que él no pudo ser y, si me apuran, que no quiso ser. Y por otro lado, para hacer más soportable el miedo, decide transformarse en un símbolo del propio miedo. En un murciélago.

Aparte de ser un elemento capital en el trastorno por estrés postraumático, el terror es una de las guías psicológicas que ha conducido a Batman a lo largo de los años, especialmente a partir de la deconstrucción posmoderna del personaje que se llevó a cabo en los años ochenta. Escrito por Frank Miller con dibujos de David Mazzucchelli y publicado en 1987, Batman: año uno se considera el volumen definitivo sobre el origen del Caballero Oscuro. En él, un joven Wayne pronuncia la siguiente frase casi entre delirios: «… Lo vi antes… en algún lugar. Me aterrorizó cuando era un niño… me aterrorizó. Sí, padre. Me convertiré en un murciélago». Quince años después, en Batman: silencio, el guionista Jeph Loeb y el dibujante Jim Lee ponen en boca de Batman una declaración de intenciones: «Los criminales son cobardes y supersticiosos por naturaleza. Para inculcar el miedo en sus corazones me convertí en murciélago. Un monstruo de la noche».

Curiosamente, una de las deconstrucciones más interesantes de Batman la hicieron Alan Moore y Dave Gibbons a mediados de los ochenta. En Watchmen, el Búho Nocturno no deja de ser un remedo del Hombre Murciélago; ambos son hombres muy asustados que ocultan su miedo detrás de un disfraz y un montón de tecnología punta. Asimismo, de igual manera que Wayne solo se considera completo bajo la máscara y finge todos los estereotipos del niño rico y mimado, Dan Dreiberg no se reconoce si no es con el traje de Búho y dentro de su aeronave Arquímedes. De algún modo, sus yoes auténticos son sus supuestos alter ego. Sin embargo, el miedo de Dreiberg emana del presente y el futuro, a él no le asalta ningún fantasma del pasado. Su decisión de convertirse en justiciero fue libre y casi trivial: «Mi padre trabajaba en fondos de inversión y me dejó mucho dinero. Se enfadó mucho conmigo cuando decidí no seguir sus pasos. Supongo que me gustaban más las aves nocturnas». Se diría que Moore no acepta el trauma como única condición posible para ser un héroe enmascarado. Como si Batman hubiese estado todos esos años justificando artificialmente su comportamiento.

Esta hipótesis no es en absoluto desdeñable porque, si han leído Watchmen, sabrán que termina con una gran catarsis. Una purga emocional planetaria que afecta a todos los protagonistas, incluido a Dreiberg, quien ya no ve motivos para seguir con su oficio justicieril y decide colgar el disfraz de Búho Nocturno.

En cambio, el Hombre Murciélago no busca la purificación que le permita superar su miedo. Vive en un estado de perpetuo estrés postraumático y, de hecho, emplea un mecanismo extraordinariamente eficaz para no curarse: Batman nunca mata a sus enemigos.   

Batman y la necesidad de la némesis

Arkham Asylum. Imagen: DC Comics.

Arkham Asylum. Imagen: DC Comics.

¡Oooh! Ya salió el Sr. Quisquilloso, ¿verdad? ¡Relájate un poco, culo prieto!

(Arkham Asylum, Grant Morrison y Dave McKean. 1989)

Si han visto Batman v Superman, me dirán que lo que digo no es cierto. En realidad, en la cinta de Zack Snyder no es la primera vez que el Caballero Oscuro es tan oscuro que se carga a algún maleante; el ya citado cómic The Dark Night Returns de Miller y varios números de la primera época muestran a Batman acabando con la vida de unos cuantos villanos. Sin embargo, son criminales anónimos, nunca uno de sus archienemigos.

La razón vuelve a ser mundana: si un adversario funciona bien entre los lectores, la editorial no va a dejar de publicarlo. Y no hay galería de enemigos más carismática que la del Hombre Murciélago. El Pingüino, el Espantapájaros, Hiedra Venenosa, Bane, Ra’s al Ghul, Killer Croc, el Acertijo… Todos son conocidos por el público y reconocidos una y otra vez por el propio Batman a lo largo de sus múltiples enfrentamientos. Enfrentamientos que siempre acaban con el villano de turno encerrado en el asilo mental de Arkham porque claro, no son presos comunes, son criminales dementes. Esto proporciona una estupenda coartada para que puedan escaparse, el comisario Gordon encienda la batseñal y así comenzar de nuevo el ciclo. Es como la partida de ajedrez infinita de Bergman pero con disfraces (aún más) absurdos. Lo cual nos lleva a preguntarnos cuál es la relación entre Batman y sus antagonistas.

El filme de Snyder ofrece un peculiar razonamiento a esta relación en la escena en la que el mayordomo Alfred dice algo así como «temer a lo que no comprendemos nos convierte en monstruos». Exacto. Batman no teme realmente a sus archienemigos. Tras tantos años persiguiéndose mutuamente, los comprende porque necesita comprenderlos. A todos. Incluso a su némesis definitiva.

La primera aparición del Joker se remonta a abril de 1940, menos de un año tras el debut de Batman. Creado por Kane, Finger y Jerry Robinson, desde el principio fue concebido como la antítesis total al Caballero Oscuro. Esto es, vestiría con colores chillones y su comportamiento, entre lo naíf y lo sociopático, sería igualmente estridente y caótico. Es curioso que a Batman se le suele considerar un superhéroe atormentado cuando, en realidad, no tiene ningún verdadero conflicto interior. Es moralmente rígido como un monje; no solo como contraposición al caos que representa el Joker, sino como excusa de su propia existencia. De la de ambos.

The Killing Joke, la novela gráfica de Alan Moore y Brian Bolland publicada en 1988, considera que el verdadero creador del Joker no es otro que el propio Batman y, de hecho, la primera película de la saga de Burton, estrenada un año después, riza el rizo y plantea que ambos se crearon mutuamente en una truculenta sucesión de acontecimientos que crecería en una persecución sin fin. Como Van Helsing a Drácula, ambos se necesitan el uno al otro. Es más, en las páginas finales del citado cómic de Moore y Bolland, Batman relaja su pose impertérrita y comienza a reír a carcajadas con un chiste del Joker. A todos los efectos, son amigos. Sin embargo, cuando llegan las sirenas policiales, la risa se apaga para que todo pueda volver a empezar. Seguramente, si el Hombre Murciélago hubiera seguido riéndose, habrían corrido el riesgo de averiguar la —nunca mejor dicho— gran mascarada que es su propia vida.

Porque esa es la verdadera tragedia de Batman. No es un hombre ni un héroe, es una cáscara hueca. Hueco cuando finge ser un frívolo socialité tras la cara de Bruce Wayne y, sobre todo, emocionalmente vacío cuando sigue enfrentándose a los mismos enemigos en los mismos términos una vez tras otra, cual Sísifo autoconvencido. Un gato que juega con un ovillo de lana sabe que quien mueve el extremo del hilo es un ser humano, pero le da igual, él sigue golpeando. Batman es un gato disfrazado de ratón alado y el ovillo de lana es la batseñal. Solo que él no quiere saber lo que hay detrás porque, si lo supiera, derribaría el castillo de naipes que le mantiene en pie.

Por eso, el cómic Whatever Happened to the Caped Crusader?, editado en 2009 con guion de Neil Gaiman y dibujos de Andy Kubert, incluye la revelación más brillante y más estremecedora de toda la historia de Batman. Planteado como un funeral —real o imaginario— del personaje, por su tumba desfilan tanto aliados como enemigos a rendir sus respetos. Hasta que llega Alfred, figura paterna y padre de facto de Bruce Wayne, y confiesa que todo ha sido una gran farsa. Como un Show de Truman perverso, el mayordomo nos descubre que contrató a un grupo de actores para que se «enfrentasen» al Hombre Murciélago. Lo seleccionó cuidadosamente y los disfrazó de pingüino, de espantapájaros, de cocodrilo… en una pantomima oculta a los ojos del mundo y del propio  Batman. Una mentira sin fin que diera sentido a la vida de su amo. De su hijo. Solo faltaba un último y sobrecogedor sacrificio: «Lo que necesitaba el amo Bruce era un Moby Dick para su Ahab, un Moriarty para su Holmes. Así que, con gran pesar, hice lo que tenía que hacerse. Me puse maquillaje blanco, pintalabios rojo, un traje púrpura y una peluca verde. Pero no funcionaba…

… hasta que sonreí».

Whatever Happened to the Caped Crusader?. Imagen: DC Comics.

Whatever Happened to the Caped Crusader?. Imagen: DC Comics.

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Solo tú sabes cómo acaba todo esto

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Langosta. Imagen: Picturehouse Entertainment.

Langosta. Imagen: Picturehouse Entertainment.

El griego Yorgos Lanthimos es uno de los directores de cine contemporáneo más interesantes. Uno de aquellos cineastas que el espectador más vago califica de «raro» por no intentar hacer el esfuerzo de entrar y leer realmente sus propuestas, una de esas personas que son especiales de la manera más sencilla: no siendo como todos los demás. Las tres últimas películas de Lanthimos parten de propuestas estupendas: en Canino (2009) una pareja mantiene a sus tres hijos totalmente aislados del mundo exterior, algo así como El bosque de M. Night Shyamalan pero con la diferencia de que sus publicistas no la han intentado vender como una cinta de terror. En Alps (2011) un grupo de personas ofrecen sus servicios a cambio de dinero ayudando de una manera inusual a familias que han perdido seres queridos: reemplazando a los muertos durante su vida cotidiana. Y la reciente Langosta (2015) también se entregaba por completo a una premisa poco común: la existencia de un hotel en el que los solteros disponen de un número limitado de días para emparejarse, y donde el castigo por no lograr encontrar el amor supone ser transformado en el animal que previamente cada soltero ha elegido.

Lanthimos es interesante porque funciona en planos similares a los realizadores más sesudos pero evitando volverse extremadamente opaco. Sus propuestas son insólitas y, sin embargo, a la hora de abordarlas lo hace desde una perspectiva que permite al espectador masticarlo todo a su ritmo sin tener que descifrar códigos excesivamente complejos. Es como un Michael Haneke más asequible, menos obtuso para las masas. Como si el Alex van Warmerdam de Borgman aclarase ciertos puntos de su película para que durante la proyección se escuchasen menos dedos rascando cabezas. De hecho, dicha accesibilidad es tal que Langosta, pese a las pocas opciones que tienen las producciones de su estilo de recaudar en multisalas pasta para al menos cubrir el presupuesto del catering, ha llegado a colarse en el top 10 de la taquilla estadounidense. Una posición a la que también ha ayudado que en el reparto figuren caras como las de Colin Farrell, Rachel Weisz, Léa Seydoux o un John C. Reilly que habla como el niño mellado de Stranger Things.

Langosta poseía un final bastante llamativo, una escena que no se va a destripar específicamente en este texto con la indecencia de un spoiler gordo, pero sobre cuya naturaleza tratan las próximas líneas y también el último párrafo. Porque Lanthimos se atrevía a bajar el telón cuando el espectador estaba muy pendiente de un hecho importantísimo a punto de ocurrir, un instante que el público podría considerar el peor momento posible para invocar  los títulos de crédito y que en realidad era todo lo contrario: la ocasión idónea. Cuando el periodista Joe McGlovern tuvo la oportunidad de entrevistar a Farrell para Entertainment Weekly, no pudo contenerse y preguntó específicamente qué decisión de las (en apariencia) dos posibles acababa tomando cierto personaje durante la conclusión de la historia. McGlovern necesitaba conocer una respuesta que el film quizás no llegaba a mostrar y Farrell le contestó con bastante condescendencia: «No podría decírtelo. El director y su guionista ni siquiera podrían decírtelo, y no porque estemos todos escondiendo la respuesta, sino porque no hay respuesta. En la película no hay “antes”, no hay un “después”. Esto ocurre con Yorgos. No quiere meterse en conversaciones con sus actores sobre la historia del personaje, el objetivo y la intención». Farrell, ante la presión del entrevistador, acabaría sentenciando que la solución dependía por completo de la sensibilidad de la audiencia: el hecho de que espectador fuese más romántico o más cínico parecía ser un factor determinante a la hora de elegir entre un final u otro de los dos que rondaban por la cabeza de McGlovern.

Evidentemente, Langosta no había inventado nada y el griego no era el primero en dejar cabos sin anudar para que el público decida qué hacer con ellos. Y es que aquella era una práctica habitual en la historia de la ficción, el final abierto era un final en sí mismo y probablemente el más inteligente: realmente era el único en el que todos salían ganando porque era el único en el que solo el espectador tenía la respuesta.

No existe una solución

Un trabajo en Italia, ese anuncio de Minis del 69 disfrazado de película que protagonizaba Michael Caine, ofrecía una escena final memorable con un cliffhanger absolutamente literal donde un autobús quedaba colgado en el borde de un precipicio a modo de secuencia de dibujos animados: con los personajes en el interior del mismo haciendo contrapeso para que el oro situado en la punta opuesta del vehículo no acabase desequilibrando el asunto y enviando a todo el mundo hacia una caída dolorosa. En dicha escena el personaje de Caine intentaba arrastrarse por el suelo del autobús para alcanzar el cargamento dorado y, al no lograrlo y complicar más el asunto, se giraría hacia el resto de colegas sin abandonar su posición y les soltaría el famoso «Hang on a minute, lads. I’ve got a great idea» («Esperad un momento chicos. Tengo una idea genial»). Pero la humanidad nunca llegaría a descubrir realmente de qué idea se trataba porque la película acababa justo ahí. Hay quien asegura que aquello era una estratagema del director Peter Collison y el resto de responsables del film para evitar futuras quejas por otorgar a los criminales un final feliz, porque tan solo hacía un año que había dejado de implantarse el infame Código Hays, aquel donde se prohibía expresamente que en la gran pantalla los criminales se fuesen de rositas y no sufriesen castigo. Con esa escena al borde del abismo, y su final sin final, Collison ni permitía a los delincuentes salirse con la suya ni los condenaba, dejando a la imaginación de la audiencia decidir su destino. Código Hays aparte, por lo visto la escena en realidad era culpa del productor Michael Deeley, quien, tras sopesar cuatro finales distintos, decidió optar por dejarlo todo colgado para partir de esa misma escena en caso de rodar una secuela. Este infame no-desenlace acabó generando un culto en sí mismo con montones de teorías sobre cómo salvar al mismo tiempo el cargamento de oro y la vida de los pasajeros del autobús. Cuarenta años después de todo aquello a Caine le daría por explicar un posible modo de salir indemne de la situación mientras al mismo tiempo la Royal Society of Chemistry organizaba concursos donde el objetivo era encontrar la mejor solución al problema del vehículo en equilibrio.

Richard Linklater es el responsable de la que puede ser la trilogía más inusual de la historia cinematográfica: Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013) un pack de tres películas que comparten protagonistas (Julie Delpy e Ethan Hawke) y entre cada una de las cuales existen nueve años de diferencia tanto en la ficción como en la realidad. Linklater, ese ser absurdamente metódico y paciente (estamos hablando del mismo tío que rodó a lo largo de doce años, a razón de dos semanas por año, la película Boyhood), jugaba a dejar en el aire el destino de los escarceos románticos de Delpy y Hawke y en cierto modo, al igual que ocurría en Langosta, lo que sucedía con sus protagonistas más allá del final del film estaba sometido a la imaginación y la sensibilidad personal de cada espectador, con los más románticos optando por el happy ending tras los hechos ocurridos en Antes del amanecer y teniendo que esperar casi una década para ver cómo Linklater aclaraba el asunto.

Destinos inciertos

Cowboy Bebop, o una de las mejores cosas que ocurrieron en 1998. Imagen: Estudios Sunrise.

Cowboy Bebop, o una de las mejores cosas que ocurrieron en 1998. Imagen: Estudios Sunrise.

Cowboy Bebop, uno de los más fabulosos animes de la historia, cerraba su último episodio con el antihéroe herido, rodeado de un ejército de hombres armados y desplomándose en unas escaleras tras hacer el gesto con los dedos de disparar una pistola. La cosa pintaba complicada para Spike (el protagonista principal) pero ni la serie confirmaba su destino ni su creador, Shinichirō Watanabe, estaba dispuesto a aclarar realmente nada: cada vez que alguien le preguntaba si el cazarrecompensas protagonista estaba muerto del todo, el hombre contestaba que el personaje simplemente estaba «durmiendo». Escondidos en Brujas abandonaba herido y camino de una ambulancia a su protagonista sin molestarse en dar más explicaciones. La notable Coche policial cerraba la historia de manera impecable: con unos segundos finales agónicos donde un personaje moribundo se retorcía en el asiento trasero de un coche mientras el conductor se embalaba por la carretera en busca de las luces de una ciudad. Lo interesante de aquella escena es que el público no llegaba a conocer el destino de ambos tripulantes del vehículo, la película finalizaba en el momento exacto en el que se intuía la esperanza y al mismo tiempo parecía demasiado tarde, pero en el fondo dicho destino daba igual: el auténtico objetivo de la secuencia era tensar los nervios hasta la desazón, y en eso cumplía con buen margen.

El final de Dos hombres y un destino se convertiría en leyenda: Robert Redford y Paul Newman bien jodidos y rodeados por un ejército bolivariano decidían salir a plantarles cara a las tropas en un enfrentamiento suicida. Una escena que se volvía asombrosamente efectiva de la manera en la que era llevada: congelando la acción por completo en el momento en el que los pistoleros se asoman a repartir plomos. Que el destino de ambos era acabar coleccionando agujeros era bastante evidente, pero tirando del botón de pausa el largometraje enmarcaba la figura de los héroes al mismo tiempo que dejaba fuera de la función mostrar su caída. Y esto servía tanto para glorificarlos como para dejar un pequeño huequecito a la esperanza.

La serie Los Soprano es el ejemplo definitivo de final grandioso y totalmente dependiente de la interpretación del consumidor. El último capítulo mostraba a Tony Soprano entrando en una cafetería, seleccionando el «Don’t Stop Believing» de Journey en la jukebox y esperando a que el resto de la familia llegase al lugar para acompañarle a la hora de cenar. Se trataba de un escenario rutinario y de una reunión familiar ordinaria, pero pronto comenzaba a crecer la sospecha de que alrededor de aquella mesa estaban ocurriendo muchas más cosas y alguna de ellas era especialmente peligrosa. De repente el capítulo prestaba mucha atención al entorno, al resto de la clientela del lugar, a los sonidos (la campana de la puerta) y a las miradas furtivas, la cámara incluso se movía para perseguir el deambular de extras que se levantaban para ir al baño. Súbitamente todo se había vuelto sospechoso hasta que, justo cuando la última integrante de la familia estaba a punto de llegar, sonaba la campana de la puerta, Tony Soprano levantaba la mirada y…

Nada. Un corte abrupto, una imagen que desaparece y una canción que deja de sonar de golpe. Una pantalla en negro. Diez segundos de oscuridad que lograron desquiciar a gran parte de la población estadounidense a hacerle creer que la conexión por cable de su televisión se había ido a recolectar espárragos. Diez segundos de una pantalla en negro hasta que los créditos finales de la serie hacían acto de presencia. David Chase se había cubierto de gloria con ese modo de rematar la serie y hoy todavía hay gente que no se ha dado cuenta de que a lo mejor Tony Soprano no había llegado vivo a los créditos del último episodio. La última escena de Los Soprano es probablemente uno de los finales ambiguos más fascinantes del audiovisual reciente, aunque los guionistas se habían molestado en dejar alguna pista evidente en capítulos previos: durante el decimotercer episodio de la sexta temporada en una conversación entre Bobby y Tony el primero le comentaría al segundo «Lo más probable es que ni siquiera lo llegues a oír cuando ocurra», haciendo referencia a la profesión de gánster y lo frecuente que resultaba en la misma acabar hospedando una bala en el hueco entre ambas cejas.

Fantasía vs. mundo real

El laberinto del fauno parecía dejar en manos del auditorio el decidir si todo lo visto en pantalla había sucedido en realidad o solo eran fantasías revoloteando en la cabeza de la niña protagonista. Guillermo del Toro jugaba a esto de manera consciente, aunque luego siempre afirmaba que en sus relatos siempre hacía el esfuerzo de dejar algo (una acción, un detalle, un elemento) que solo pudiera ser explicado a través de una solución sobrenatural.

Los blockbusters multimillonarios tampoco se libraban de aventurarse en el epílogo ambiguo y el caso de Origen era notable por desquiciar al espectador medio con una última escena que en el fondo era todo un acierto. Christopher Nolan se había molestado en introducir un artefacto en la historia que permitía a los personajes distinguir si estaban paseando por un sueño o por el mundo real: una peonza que se mantenía girando en equilibrio de manera eterna (algo desasosegante si uno se para a pensarlo) si era accionada en el mundo onírico. Origen se lo montaba bastante bien para desembocar en una secuencia donde el protagonista, Cobb, interpretado por Leonardo DiCaprio, justo antes de cumplir el deseo de reencontrarse con sus hijos hacía rodar una peonza con la intención de comprobar que todo aquello era real. Pero en la pantalla Cobb se olvidaba del juguete de manera casi inmediata y Nolan trasladaba la incertidumbre a un público que se recortaba las uñas a dentelladas esperando descubrir si aquella peonza se mantenía en equilibrio o no. El genial detalle cabrón del realizador consistía en cortar la escena justamente cuando parecía que el objeto se desequilibraba creando así uno de los finales más desesperantes del cine reciente. El truco de prestidigitador tenía bastante gracia, sobre todo porque al fijar la atención en la perinola el realizador lograba que otros elementos que podían decir bastante sobre lo que estaba ocurriendo, como por ejemplo la ausencia de anillo de casado en el dedo del protagonista, pasasen desapercibidos.

Birdman o la película con el subtítulo más largo del mundo. Imagen: Fox Searchlight Pictures.

Birdman o la película con el subtítulo más largo del mundo. Imagen: Fox Searchlight Pictures.

La oscarizada Birdman cerraba la función con una secuencia que planteaba numerosas dudas sobre lo que pretendía decir en ella Alejandro G. Iñárritu: Sam (Emma Stone) entraba en la habitación del hospital donde reposaba su padre (Michael Keaton como Riggan Thomson) para descubrir que el hombre acababa de decidir abandonar el edificio y salir a la calle utilizando la ventana como ruta más directa. Sam se asomaba al exterior para confirmar el puré de padre en la acera, pero pronto elevaba su mirada al cielo y clausuraba la película con una sonrisa. El debate sobre la escena evidentemente giraría acerca de los supuestos superpoderes del personaje principal, aquellos que aparecían con frecuencia en el relato y que la propia película nunca se encargaba de confirmar si eran reales o solo sucedían en la mente de Riggan. Y el interés inmediato consistía en saber si el personaje había logrado echar a volar o se había estrellado contra el suelo. Las declaraciones durante una entrevista de Alexander Dinelaris, uno de los cuatro guionistas de la obra, no ayudarían demasiado a despejar dudas: «No vamos a explicar el final. Supongo que lo que quiero decir es: si puedes silenciar la voz de la mediocridad, entonces, ¿qué sería posible? Y eso es suficiente para mí. Pensamos que responder a esa pregunta podría parecer algo muy muy pequeño. ¿Es famoso porque se ha disparado? Esa es una idea pequeña. ¿Aún es miserable? Esa es otra cuestión pequeña. Todo se nos antoja demasiado pequeño […] Al final todo es asunto de Alejandro, porque empieza la película con este personaje, Riggan Thomson, flotando en calzoncillos un metro sobre el suelo. Eso es inexplicable, en ese momento es inexplicable, la secuencia final es inexplicable. Tiene que serlo porque de algún modo es el propio Alejandro intentando explicar la sensación de confusión sobre lo que él es en su propia vida». Entre el público existía incluso una tercera teoría que se atrevía a señalar que todo lo que ocurría en el hospital no era real y Riggan había consumado el suicidio antes de ocupar la habitación, al dispararse aquella bala en la cabeza. Porque siempre, especialmente cuando solo parecen existir dos opciones posibles, hay una tercera teoría, una tercera opción en la que nadie ha pensado en un primer momento.

La tercera opción

Durante la entrevista sobre la película Langosta, el actor Colin Farrell acababa mencionando al periodista la posibilidad de que existiese una tercera opción posible en el desenlace del film, una afirmación con la que el actor pillaba totalmente desprevenido al entrevistador. Porque Joe McGlovern hasta entonces, aunque había aceptado que no existía una conclusión correcta como tal y la misma dependía por completo del espectador, no se había parado a pensar que podrían existir más de dos posibles desenlaces. No se imaginaba que fuese posible ir más allá de lo que uno podría esperar de una película con un final inesperado: que solo hubiese el (poco inesperado) número par de posibles soluciones. Lo normal era asumir que en los últimos segundos de Langosta el protagonista tenía dos opciones posibles, o bien hacer lo que estaba dispuesto a hacer y afrontar las consecuencias o echarse atrás acobardado por el sacrificio y huir. Pero lo que Farrell apuntaba es que también existía una tercera opción: la de que su personaje no tuviese valor para hacer aquello que se había propuesto, pero en lugar de huir mintiese diciendo que sí lo había hecho, una idea que bien masticada podría construir un final brillante. En esta revelación reside la gracia de todo: en descubrir que cuando una audiencia es responsable del destino siempre existe la posibilidad de que alguien tome un camino que no venía marcado en el mapa, de que se explore el sendero que a nadie se le había ocurrido abrir antes. Porque siempre hay alguien que optará por elegir la tercera opción de entre las dos posibles.

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Westworld, memorias de un robot sin formatear

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Imagen de HBO.

Imagen: HBO.

«No hay modo de hacerse daño aquí», dice uno de los protagonistas al comienzo de la película Westworld, y como espectadores avezados entonces ya nos maliciamos que esto va a acabar en la más sangrienta escabechina. No falla. En un mundo futurista en el que la tecnología permite fabricar robots casi indistinguibles de los humanos, un gran parque de atracciones hiperrealista permite vivir unos días en el Imperio romano, la Edad Media o el Salvaje Oeste a aquellos visitantes capaces de pagarse tan caro capricho. Allí podrán interactuar con humanoides que los retarán a duelos y se acostarán con ellos, convirtiéndose así tal vez por primera vez en sus vidas en los héroes, galanes y aventureros que el mundo real no les ha dado ocasión de ser.

Pero el destino de toda máquina es averiarse tarde o temprano, de manera que esos robots ya no van a dejarse derrotar ante cualquier turista miope y fondón. A partir de ahí la cosa se desmadra en esta película de 1973 escrita y dirigida por Michael Crichton. Fue un debut que marcaría el estilo posterior de su breve trayectoria como cineasta, uno que oscila entre lo aceptable, como El primer gran asalto al tren, y la peor aberración salida de las cloacas del séptimo infierno, como ese clásico del cine basura que es Runaway. Siendo esta que nos ocupa un término medio entre ambos extremos porque, francamente, no está bien rodada: tiene escenas mal resueltas, interpretaciones que provocan cierta incomodidad (dijo que el reparto le fue impuesto), puesta en escena chapucera, secuencias pseudocómicas y de mamporros propias de Bud Spencer… y sin embargo no estamos ante una mala película. Al fin y al cabo fue escrita por Crichton, quien como novelista y guionista sí demuestra un considerable talento.

Así que encontramos en ella muchas ideas, chispazos de originalidad que resultarían muy fecundos en la historia del cine. Sin Westworld una película como Terminator simplemente no hubiera existido. Eso ya son palabras mayores. No es solo la idea fundamental de la rebelión de las máquinas, o que la presencia de Yul Brynner como autómata implacable en su persecución del protagonista sea semejante a la del T-800 (comparen), o que su visión en primera persona fuera un recurso que también copió James Cameron —por cierto, es la primera vez que se usaron en cine imágenes por ordenador—, también el progresivo deterioro de la máscara del robot, sus temibles ojos brillantes, su incapacidad de ver a su presa en ciertas circunstancias o la manera en que emerge de las llamas una vez que parecía ya destruido. Todo estaba ya en ella. Aunque peor rodado, claro. Incluso en determinado momento un gerente del recinto dice no comprender el funcionamiento de los androides porque, nos explica, son máquinas que han sido diseñadas y construidas por otras máquinas.  

Imagen: MGM.

Imagen: MGM.

La cinta fue un éxito de taquilla, tuvo una secuela en 1976, Futureworld, y una adaptación en forma de serie de televisión en 1980. Más adelante Crichton lograría su mayor éxito como novelista repitiendo este concepto de parque de atracciones futurista que colapsa devorando a sus visitantes, aunque sustituyendo los robots por dinosaurios. Mientras tanto, la ciencia ficción fue ensayando una y otra vez en torno a máquinas que se rebelan, androides que toman conciencia de sí mismos y entornos en los que la realidad y la imitación se vuelven indistinguibles. Recogiendo toda esta tradición llega ahora este remake en formato de serie con un presupuesto de nada menos que cien millones de dólares, de la mano de la HBO y de Jonathan Nolan, guionista de las películas de su hermano Christopher y autor también de la serie Person of Interest. Con semejantes mimbres el producto resultaba extraordinariamente sugerente y los tres episodios emitidos hasta ahora han logrado algo tan difícil como satisfacer las expectativas generadas. Al fin y al cabo tenemos muy fresca en la memoria la película de Bruce Willis, Vice, estrenada el año pasado, sobre un centro de ocio formado por robots de aspecto humano donde acuden clientes ricos a satisfacer sus fantasías más perversas. Los robots son reseteados cada día pero uno de ellos logra conservar su memoria, toma conciencia de sí mismo e intenta huir. Que es lo mismo que nos cuentan aquí, con la diferencia de que la película es un bodrio abominable. Sin embargo la serie mantiene un nivel de calidad acorde al canal que la emite y a mi juicio destaca particularmente por su ambición filosófica. Siendo Nolan alguien de dotar de tanta profundidad y tormento a un personaje en principio tan estrafalario como Batman, no es de extrañar que aquí vaya a por todas y quiera exprimir al máximo todo el potencial especulativo que ofrece la ciencia ficción en general y esta trama en concreto.

¿Qué es la conciencia? Es una pregunta con nota que los filósofos llevan siglos intentado responder, a quienes desde hace unos años se han sumado neurólogos y desarrolladores de inteligencia artificial. Es también la que se hacen aquí los protagonistas una y otra vez, empeñados en desarrollar unos androides que cumplirían con holgura aquel lema de «más humanos que los humanos». Para que la experiencia de los visitantes del parque sea lo más realista posible los robots deben interactuar con ellos sin que parezcan meras bibliotecas de respuestas preestablecidas. Por tanto deben improvisar, ser creativos, actuar con autonomía de acuerdo a unas motivaciones últimas que doten de sentido a sus actos. Están en el umbral de la conciencia humana, que no logran rebasar dado que su memoria es borrada periódicamente, lo que les impide dotarse de una identidad, de un yo. Así lo veía san Agustín en sus Confesiones:  

Y esto es el alma y esto soy yo mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Qué naturaleza soy? Vida varia y multiforme y sobremanera inmensa. Vedme aquí en los campos y antros e innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente de géneros innumerables de cosas, ya por sus imágenes, como las de todos los cuerpos; ya por presencia, como las de las artes; ya por no sé qué nociones o notaciones, como las de los afectos del alma, las cuales, aunque el alma no las padezca, las tiene la memoria, por estar en el alma cuanto está en la memoria.

Debido a ello el protagonista del primer guion de Jonathan Nolan se nos revelaba como una especie de fría máquina de venganza, alguien ajeno a nuestra naturaleza, un muerto en vida, dada su imposibilidad de retener en su mente nada de lo que vivía. Y por eso mismo los replicantes ponían tanto empeño en conservar fotos y unos recuerdos que acababan perdiéndose en la lluvia, porque ellos sí eran algo más que máquinas. ¿Qué ocurre si la memoria de los «anfitriones» de ese pueblo reconstruido del Oeste no es borrada completamente? Que comienzan a enlazar acontecimientos, tener una visión de conjunto, a trazar una línea entre su pasado, presente y futuro que los dota de libre albedrío. Comienzan a ser humanos.

Una buena serie, en conclusión, de la que estaremos muy pendientes de su evolución y que recomendamos a todo el mundo. Especialmente a Anthony Hopkins, que ha declarado en una entrevista que no la ve y eso que actúa en ella.

Imagen de HBO.

Imagen: HBO.

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Pasajeros: desperdiciando buenas ideas a la velocidad de la luz

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Passengers, 2016. Imagen: Columbia Pictures / Lstar Capital / Village Roadshow Pictures / Original Film / Company Films / Start Motion Pictures.

(Este artículo contiene SPOILERS)

Quién iba a pensar que el subgénero del naufragio espacial iba a dar para tanto. Un señor, señora, pareja o grupo se queda anclado en el espacio junto a un simpático robot —o junto a George Clooney haciendo las veces de simpático robot— y protagoniza diversas aventuras que varían de más a menos en su tronar de altavoces y llorera incontrolada (con Christopher Nolan puntuando el máximo en ambas escalas). En los últimos años se han producido unas cuantas películas con esta temática y casi todas ellas han tenido éxito de público y crítica. Las ha habido para todos los gustos y todas ellas han tenido sus virtudes y sus defectos. Gravity, por ejemplo, tenía una historia un tanto simplona y no iba mucho más allá de la sucesión de secuencias de acción, pero en lo cinematográfico —dirección, montaje, ritmo, etc.— era un auténtico recital. Moon fue lo contrario: poca acción, pero un argumento bastante más cuidado que supuso una sorpresa agradable porque parecía un buen episodio de The Twilight Zone. En cuanto a Interestellar, sé que le encantó a mucha gente y el guion pasaría con nota un examen de física, hasta que el amor se convertía en una fuerza universal y la gente se ponía a arreglar relojes desde el mágico mundo de Oz. Además, constituía una magnífica oportunidad para que Matthew McConaughey pudiera verse sollozando en pantalla (en una página americana leí el mejor resumen que se haya hecho de una película: «Gente blanca llorando en el espacio»). Pero bueno, dejemos de hacer amigos y digamos que para gustos colores; seguramente yo estoy equivocado. En cuanto a The Martian, era entretenida, bastante más ligera que las anteriores, pero al menos conseguía que Matt Damon cargase el peso de la película sobre los hombros y pareciese menos Matt Damon que de costumbre, lo cual era un considerable mérito. Al menos no se pasaba la película haciendo pucheros, lo cual, no voy a negarlo, era un alivio.

En cualquier caso y más allá de mis cochambrosas opiniones subjetivas sobre todas ellas, es evidente que estas películas funcionaban, cada una a su manera y en uno u otro nivel. Lo mejor es que seguían los patrones de la ciencia ficción clásica, utilizando una premisa para desarrollar ideas filosóficas, planteando reflexiones sobre la naturaleza humana (bueno, a Gravity le faltaba algo de esto, excepto en el final) o, en el caso de Nolan, planteando reflexiones sobre lo mucho que la ausencia de gravedad afecta a los neuróticos. El Robinson Crusoe sideral es una fórmula que está dando frutos y Pasajeros ha intentado seguir esa misma senda. Por desgracia, creo que el resultado ha sido bastante menos convincente que en las antes mencionadas. La película parte de una buena premisa, incluso podría decirse que tenía mimbres aceptables… pero ha terminado tropezando en uno de los males más antiguos de Hollywood: el miedo a llevar un argumento hasta sus últimas consecuencias, quizá con la intención de no darle al público más de lo que los productores creen que el público puede asimilar. Así, la premisa inicial termina diluida en un festival palomitero donde se pierden todas las oportunidades de lanzar un mensaje poderoso, de esos que originan interesantes conversaciones cuando la gente sale del cine. Un festival palomitero que, para colmo, ni siquiera es tan entretenido.

El argumento es el siguiente: una nave espacial está en pleno viaje con destino a un bonito planeta, muy parecido a la Tierra, donde cinco mil pasajeros planean empezar una nueva vida. Como el viaje va a durar más de un siglo, tripulantes y pasajeros se meten en cápsulas de hibernación antes de zarpar. Sin embargo, ya en pleno viaje, un asteroide provoca una avería y una de las cápsulas se abre. El pasajero que está en su interior, un mecánico llamado Jim (interpretado sin florituras por Chris Pratt), se despierta y recorre la solitaria nave sin entender por qué está despierto y los demás no. Finalmente descubre que todavía faltan noventa años para llegar a destino. Como no encuentra manera de volver al estado de hibernación, afronta la descorazonadora realidad de que vivirá el resto de su vida en la nave, completamente solo. Tras un año de desesperante aislamiento, Jim se obsesiona con una de las pasajeras que todavía duerme, llamada Aurora (Jennifer Lawrence) y dedica sus ratos muertos a contemplar grabaciones que hay en los archivos, donde se ve a Aurora hablando de su vida, de sus aspiraciones, etc. Esas grabaciones se convierten en su única compañía, exceptuando un robot camarero bastante simpático, pero cuya conversación es más propia de Mariano Rajoy y no resulta demasiado estimulante. Jim empieza a sentirse tentado por la idea de despertar a la chica para pasar el resto de su vida junto a ella. Sabe, claro, que eso la condenaría a que también toda su existencia transcurra en una solitaria nave en mitad del espacio. Tras una breve lucha interna en la que se debate entre hacer lo correcto —dejarla dormir— o ceder a sus propios deseos egoístas, Jim la despierta. Después miente, diciéndole que también ella ha salido de la hibernación por accidente. Tras la desesperación inicial de la pobre chica, y como era de esperar estando solos, empiezan a intimar mientras el terrible secreto de la execrable acción de Jim planea sobre la pareja.

Passengers, 2016. Imagen: Columbia Pictures / Lstar Capital / Village Roadshow Pictures / Original Film / Company Films / Start Motion Pictures.

Como pueden ver, es un planteamiento con mucho potencial, y de hecho desencadena una secuencia bastante lógica de acontecimientos que domina los dos primeros tercios de la película de manera coherente. Es verdad que el argumento está ejecutado de manera un tanto ortopédica, sin un desarrollo demasiado exhaustivo de los personajes o de la relación que hay entre ellos; la dirección de Morten Tyldum no le saca todo el jugo posible a esta primera parte. Todo está contado de una forma muy convencional, rozando el cliché. Pero eso no impide que el argumento despierte interés, porque describe un conflicto moral bastante crudo, que como mínimo consigue que el espectador se pregunte a dónde llevará todo. La situación tiene todas las papeletas para convertirse en una verdadera tragedia griega, así que la curiosidad salva los defectos narrativos. La pareja Pratt-Lawrence, como muchos críticos han hecho notar, tiene bastante química en pantalla. Funcionan bien juntos y le confieran vida al material con el que trabajan. Chris Pratt no es Sam Rockwell, desde luego, pero mantiene el tipo mientras está solo. Y la película gana bastantes enteros cuando Jennifer Lawrence entra en escena; ella es sin duda lo mejor del largometraje, aportando carisma y hasta momentos de brillantez.

Hasta este punto los pros y los contras de la película se equilibran. Es ciencia ficción comercial y estereotipada, pero potable. Si todo el largometraje hubiese seguido en esa misma tónica, hubiese dicho que Pasajeros obtiene un aprobado digno. No hubiera sido una obra maestra de ningún modo, pero podría haber terminado resultando interesante. El problema se produce en el tercer acto, el del desenlace. La mejor frase que he leído sobre la película es esta: «Pasajeros tiene unas ideas de un millón de dólares y una valentía de cincuenta centavos». El conflicto argumental planteado es retorcido: ¿cómo podrán convivir a largo plazo cuando Aurora descubra que ha sido precisamente Jim, la única persona que la acompañará hasta su muerte, el responsable de que esté encarcelada en mitad de la nada? Toda la vida que ella había planeado, todos sus sueños, se han perdido; él es el único culpable. ¡Esto daba para un desenlace tremendo!

Pero no. El tercer acto renuncia a toda complejidad y la resolución del conflicto se diluye en una inesperada, innecesaria y vacua escalada de secuencias de acción que se apoderan de la historia. Los guionistas, en un giro absurdo que me recuerda a aquellas fantásticas películas del Hollywood clásico cuyos ortopédicos finales eran imperdonables injerencias de los estudios, convierten lo que debía ser un final basado en resortes psicológicos en un festival de estupideces propias de serie B. Es que hasta empiezan a aparecer detalles risibles que le hacen a uno dudar de si el guion no fue terminado por un becario: por ejemplo, la enorme nave tiene la principal fuente de energía, una especie de reactor nuclear, separada de la sala de control por ¡un panel de cristal! Sí señor, qué mejor sitio para un reactor nuclear que una pecera. Por momentos esperaba ver aparecer a Christopher Lambert. Pero bueno, cosas como esa no pasarían de ser detalles graciosos si no fuese porque esa misma pereza creativa se traslada a al argumento principal. Se utiliza una sucesión de deus ex machina tecnológicos (ya saben, explosiones y pirotecnia diversa) para justificar que los dos protagonistas reaccionen como no lo hubiesen hecho si la historia hubiese respetado la secuencia lógica de lo que se había presentado al principio.

Salvando las distancias, es como si en Casablanca la historia de amor entre Bogart y Bergman, en vez de tener un final marcado por la reacción emocional de sus protagonistas a todo lo que ha sucedido entre ellos, tuviese otro final condicionado por el hecho de que una bomba atómica explota cerca del Café de Rick. Un completo sinsentido. Cualesquiera que fuesen las virtudes que tenía Pasajeros en su primera parte, que las había, desaparecen en mitad del despiporre de efectos especiales y acción gratuita. De repente Pasajeros se convierte en Gravity, pero sin la excelencia narrativa para la acción que tenía Gravity. Todas las preguntas que el espectador pudiese estar haciéndose sobre la manera en que los dos personajes iban a lidiar con el conflicto, se quedan en el aire. ¿El dilema moral? ¿La evolución psicológica? ¿La lucha entre la mutua necesidad de compañía y la sombra del acto criminal que ha cometido uno de ellos contra el otro? Ah, ya, todo eso… olvídenlo. Eh, no espere tanto de esta película, oiga, ni que todo en la vida tuviese que ser Tarkovski.

Puedo entender que haya películas que elijan optar por lo fácil desde el principio. Muchas de esas películas facilonas son entretenidas y tienen, claro, sus propias virtudes. Uno puede elegir verlas o no verlas, disfrutarlas como el entretenimiento ligero que son, o uno puede optar por cosas con mayor enjundia. Hay momentos para todo. Sin embargo, cambiar de registro con dos tercios de película transcurridos es un tremendo error, y el que una historia potencialmente interesante sea desperdiciada es doblemente decepcionante. Fingir que se está tratando al espectador como alguien inteligente para después despachar la historia con trucos de prestidigitación produce la sensación de que la película se desploma en la conclusión, y además se consigue el pernicioso efecto de subrayar los defectos que hasta entonces estábamos dispuestos a pasar por alto. Pasajeros podría haber sido un largometraje que hiciera pensar. Podría haber combinado la pertinente ración de palomitas con algo de filosofía. Ya hemos nombrado varias películas recientes que lo han conseguido y en la historia del cine hay decenas, si no cientos, de ejemplos en todos los géneros. Por desgracia, los creadores de Pasajeros no han confiado en que la gente que se sienta en las butacas hubiese digerido un final adulto. Querían crear algo grandilocuente, pero sin tomar los riesgos que requiere la grandilocuencia, y entre esos riesgos estaba el de mostrar cosas incómodas al espectador. Y qué quieren que les diga, una tortillita a la francesa está bien… salvo cuando te han tenido durante una hora contemplando cómo cocinaban una lubina al horno.

Eso sí, no todo va a ser malo: no sale Matthew McConaughey.

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Yo sobreviví a Dunkerque

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Imagen: Warner Bros. Pictures.

Si algo queda meridianamente claro después de ver Dunkerque es que Christopher Nolan jamás pudiera haber hecho esta película si antes no hubiera llenado las arcas de Warner Brothers con la trilogía de Batman. Ahora, envuelto en el manto protector que ha generado su condición de director comercial ha podido —por fin— dedicarse única y exclusivamente a cosechar su vocación autoral. Nolan ya había enseñado la patita con Interstellar, aunque algunos detalles al final del metraje delataran un desarrollo más comercial de lo previsto (el improbable villano interpretado por Matt Damon, sin ir más lejos).

Dunkerque no tiene un solo momento de pirotecnia emocional y como mucho concede al espectador dos alivios temporales: la llegada de los barcos a la playa y la frase de Kenneth Branagh casi en el desenlace. El resto es un relato en los confines de la antiépica, que podría resumirse perfectamente en aquella frase del director de cine Samuel Fuller: «Cuando estás en el campo de batalla, la supervivencia es todo lo que hay». La propia estructura de la película, casi en tiempo real, permite intuir la voluntad naturalista del director (impresionista, han clamado algunos críticos estadounidenses): no hay ninguna intención de crear vínculo dramático del espectador con los personajes a través de un arco dramático. A Nolan no le interesa explicarnos quiénes son esos tipos atrapados en una playa, a cuarenta y cinco kilómetros de casa, y la empatía surge de forma puramente intuitiva, cegados por un apocalipsis diminuto que parece envolver a los personajes y les obliga a hacer aquello que Ned Scotty, el personaje de El enigma que vino de otro mundo, grita al final del filme: «Mirad a los cielos. Seguid mirando. Seguid vigilando los cielos».

Dunkerque es una película en la frontera del cine bélico con el drama, que tiene algo de thriller y algo de reflexión sosegada sobre la inequívoca condición caótica del ser humano. Los primeros minutos de la película, sin diálogos (solo un par de imprecaciones al viento) recuerdan —y mucho— al trabajo de Paul Thomas Anderson en There will be blood, de la misma forma que la partitura de Hans Zimmer (alejado aquí del ruidismo de sus últimos trabajos) es hermana gemela de la Jonny Greenwod para el mencionado filme de Anderson.

Pero —sobre todo— la película es lo más cercano al arte y ensayo que jamás ha estado Nolan del género, en algunos tramos plenamente consciente de esa búsqueda sensorial (el torpedeo del barco y las posteriores escenas en las bodegas inundadas de agua) y en otras bordeando el nihilismo en el que acaba inmersa cualquier guerra (los soldados tratando de tapar con las manos los agujeros de bala de los francotiradores en el casco de una embarcación), Dunkerque no cesa nunca de perseguir al espectador a través de una narración pluscuamperfecta, llena de hombres cuya única victoria es la supervivencia porque ya han sido derrotados de todas las formas posibles.

El sonido de los ataques en picado de los stukas alemanes y la visión fugaz de los mismos es la única mirada del realizador al enemigo. Nolan prescinde del villano, de la esvástica y de la —obvia— tentación de recurrir a los nazis como contrapeso dramático para alejarse del mantra bélico (casi como Stanley Kubrick en Senderos de gloria) y focalizarse en el conflicto que vive cada soldado abandonado en esa playa. No le interesan al director los grandes conflictos éticos o el calado de la operación de rescate, sino el infierno aparentemente tranquilo y ordenado (esas colas para abordar las embarcaciones que nadie parece querer saltarse) que solo puede producirse en un ejército que se siente más cansado que derrotado, incapaz hasta de huir.

Dunkerque puede haber costado ciento treinta millones pero es una película que se esfuerza por ser pequeña y que va reduciendo su tamaño a medida que avanza, y que coloca a Nolan en las arenas de Memento o de su primer filme, Following. Además, y aunque el realizador tiene fama de ser frío como la Antartida, su último trabajo tiene la extraordinaria habilidad de inocularnos (vía sonora y visual) la tensión que irriga de la simpleza de la misión de los soldados: seguir vivos.

Rodada en 70 mm (*), casi como si fuera una epifanía y con la inestimable ayuda de Hoyte Van Hoytema (que ya ejerció de director de fotografía en Interstellar), Nolan planta un inmenso fresco que lejos de embadurnar a brochazos rellena con una suerte de puntillismo lleno de matices, donde el negro y el azul toman la pantalla y los encuadres parecen más fruto de la obsesión que de la necesidad. Es tal el preciosismo que resulta difícil no sucumbir a la hipnosis creada por la destreza y el ansia de perfeccionismo y olvidarse de las bondades de un guion (del mismo Nolan) de una inteligencia perversa: en una hora y cuarenta y cinco minutos el británico es capaz de perfilar un relato bélico por tierra, mar y aire.

Sabido es que Nolan tiene tantos admiradores como cinéfilos que han puesto precio a su cabeza, pero se antoja complicado a estas alturas dudar del talento de un hombre que ejecuta con una elegancia impecable un filme tan poco convencional como este.

Dunkerque es —caben pocas dudas— su película más personal y también la menos preocupada por la taquilla, aun sabiendo que el director de El caballero oscuro es un seguro de vida para los productores porque no acostumbra a resbalar en el plano financiero. De ahí el reparto de desconocidos (solo Tom Hardy puede presumir de apellido, aunque Mark Rylance —un Óscar— y Kenneth Branagh —otro— exhiban galones en el filme, no es que puedan ser considerados estrellas al uso) y la discreción de su campaña de promoción, alejada de los fuegos artificiales habituales en tráilers y redes sociales. Incluso el final de la película, con el legendario discurso de Winston Churchill leído a modo de cantinela por un soldado y alejado completamente del contexto original del mismo, resulta ser una declaración de intenciones que enlaza con el principio de la película: no hay heroísmo posible en la batalla; la mayor recompensa (y la mayor gloria) es regresar.

(*) Obviamente, y al igual que pasaba con el Super Ultra Panavision de Los odiosos ocho, ver la película en 70mm es una recomendación indispensable pero lamentablemente solo hay ciento veinte copias en ese formato y únicamente una en nuestro país (la sala Phenomena en Barcelona).

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Infiernos made in Nolan

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Se encuentra el arriba firmante en capilla para ver Dunkerque, en ese breve periodo de espera, disfrutable como placer previo, que antecede al estreno de cada película de Christopher Nolan. Poco sé del argumento, salvo lo que se extrae del tráiler y del título, pero es fácil deducir que es la primera incursión del británico en el cine bélico/histórico. Y como la guerra es seguramente la mayor aproximación de que uno dispone al concepto de infierno sobre la tierra, uno recuerda cómo Nolan, una y otra vez, ha llenado su filmografía de alusiones a este concepto o versiones de él: unas más fantasiosas, otras más cotidianas, pero siempre presentando situaciones susceptibles de perturbar o incluso desquiciar cualquier mente con un poco de curiosidad o empatía, ya se sabe que el mayor enemigo de un torturado es la imaginación. En este artículo recordamos varios de sus infiernos, a la vez que nos alegramos de que Nolan deviniese cineasta, y no dictador de república bananera, jefe de internado u oficial de las legiones de Satanás. 

Infierno 1. El aislamiento

Decía Pascal que la principal causa de la infelicidad humana es la incapacidad de estar tranquilamente sentado a solas en una habitación. Esa inactividad, ese aburrimiento que dilata el tiempo sin remisión. Todos hemos conocido la terrible situación de estar en una charla, en una conferencia, en una misa o en una reunión, con uno o varios tipos hablando sin cesar de cualquier tema infumable de interés cero, y los asistentes mirando doscientas veces por minuto el reloj, con el único consuelo de que el hastío, antes o después, tendrá fecha de caducidad. El horror presenta sus credenciales cuando esa deadline no existe.

Los infiernos de tiempo llevan ya mucho tiempo entre nosotros. De hecho, ya en los clásicos se hablaba de las muchas almas que vagaban sin objeto ni finalidad por los páramos desolados del Erebo, aunque aquí la tortura fuera más la falta de esperanza y el remordimiento que la sensación de incomunicación. Algo así también sufre Edmond Dantés en el castillo de If hasta que llega el buen abate Faría para devolverlo a la luz, o el hombre de la máscara de hierro, aherrojado en Bastilla hasta que lo liberan los mosqueteros. La tortura del aislamiento se encuentra perfectamente reflejada en la celda de castigo que receta a discreción el inolvidable alcaide Norton de Cadena perpetua, o en la resolución de El secreto de sus ojos, de tal refinamiento que acaba provocando empatía con un ser repugnante. Sin embargo, ninguna sofisticación de esta técnica como la que aparece en el capítulo «Navidades blancas» de Black Mirror, que permite encerrar a la víctima en un cuarto aislado, a escala, en el cual el tiempo discurre a mucha más velocidad que en el exterior. De hecho, el único pero que se le puede poner a la cámara de los horrores de Brooker es que la prisionera salga del ataúd con sus facultades mentales intactas. Bueno, y también que es muy probable que se haya inspirado en Nolan.

La poderosa propuesta de nuestro director en este contexto es el Limbo de Inception, una construcción acertada ya desde el propio nombre. Esta metapesadilla nace de la observación de un fenómeno muy concreto que nos ha ocurrido a todos: la dilatación del tiempo en los sueños. Esa constatación de que, durante una cabezada de cinco minutos, hemos vivido una fantasía onírica cuya realización debería habernos llevado horas o incluso días. A partir de este fenómeno y de la posibilidad constatable de que es posible soñar dentro de un sueño, una simple iteración de la propuesta y una serie de multiplicaciones abren paso a la posibilidad de que una persona, en un sueño, pudiera vivir cientos de años en ese —quizá terrible— Limbo, aislado y perdido, mientras que para su yo real y consciente pasaría una cantidad de tiempo finita y manejable. Como casi siempre en Nolan, el infierno está contenido más en la sugerencia que en la propia realización de la idea, por cuanto que ni Cobb ni su esposa sufrirán en su limbo el tormento de aislamiento que se halla implícito en el concepto (sufrirán otros, por cierto). Sin embargo, es difícil imaginar algo tan estremecedor como esa planicie de tiempo interminable, una idea que nos ataca muy dentro, muy en lo profundo, por su simplicidad y concreción. Olor a Sísifo.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 2. Demasiada muerte

Es posible que El prestigio sea la película más perfecta de Nolan. No la mejor, ni la más grandiosa, ni la más emocionante, pero sí la que goza de una mayor coherencia interna, la más difícil de atacar desde la estructura, el mecanismo más sólido y preciso al que ha dado vida la compleja genialidad del realizador. Paradójicamente, se propone una trama sobre magos, trucos y engaños que se resuelve del modo más honesto posible, casi cartesiano podríamos decir, evitando apelación alguna a ningún tipo de Deus ex machina ni añagaza similar. A pesar de que haya un Deus interpretando a otro (BowieTesla) y de que al final todo se resuelva por medio de una máquina.

El artefacto del que hablamos es la manera en la que se introduce en esta película —ya bastante sombría de por sí— una idea de infierno endiabladamente sofisticada y sutil. Aquí no hay más remedio que spoilear, así que soslayen los interesados las siguientes líneas. Básicamente, el guion debe resolver de dos maneras diferentes el problema del hombre transportado: una persona tiene que entrar en una cabina y salir por otra idéntica situada a varios metros de la primera en el instante siguiente. Una de las dos soluciones es la genéticamente obvia; pero la otra, que necesita de la introducción del personaje de Tesla, consiste en una duplicación del sujeto original —en un contexto mucho más sombrío que Multiplicity, por ejemplo, o los Diarios de las Estrellas de Lem— , más la desaparición inmediata de una de las dos copias. El mago resuelve el problema técnico diseñando una cuba de líquido a la que va a parar la copia desechable… de sí mismo.

Y así, cuando en el final de película se nos ofrece una visión de una multitud de tanques de agua cargados con tantos otros restos de cadáveres idénticos dentro —una imagen ya bastante perturbadora de por sí— nuestra mente se marcha al momento, cada noche, en que Angier se encamina hacia la cabina, ignorante de qué va a suceder con su conciencia, si en el instante siguiente contemplará con arrobo la ovación del público, o si sentirá el chasquido bajo sus pies y la devastadora sensación de pérdida y desesperación mientras se hunde en el agua que penetra en sus pulmones. O por qué no imaginar que de algún modo su conciencia se parte en dos, como vivir a la vez el presente y un recuerdo, y simultáneamente disfruta de la gloria y pierde la vida, recibiendo a la vez la recompensa a su audacia y el castigo a su ambición. Demasiadas puertas oscuras abiertas a la vez para una mente inquieta, demasiado horror sugerido en unas pocas tomas. Demasiadas muertes para una sola persona.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 3. El olvido

A diferencia de las demás bajadas al infierno que propone Nolan, que son solo momentos muy concretos de sus películas e incluso simples sugerencias, en Memento es el corazón del film, y todo se estructura —siguiendo algunas convenciones del noir— alrededor de la desgracia que sufre Leonard Shelby, incapaz de generar recuerdos a corto plazo desde un instante concreto de su vida. En una acrobacia técnica, gran parte de la película se cuenta hacia atrás, en cortes de cinco-diez minutos, de modo que el espectador experimenta la misma inopia que el actor protagonista. Créanme si les digo que un primer visionado, incluso conociendo las premisas sobre las que se construye la película, es toda una experiencia de desorientación y desconcierto. Ni pensar lo que debe ser vivir esto siempre, cada minuto de la vida. Sabiendo que no hay un exterior donde las cosas vuelven a tomar su forma normal.

Lo más horripilante de la trama que se despliega en Memento es que ese infierno no se lo ha inventado el director; se llama técnicamente amnesia anterógrada, se produce por lesiones en el cerebro —especialmente en el hipocampo— y los enfermos muestran la sintomatología que podemos ver en la película. Quien no se lo crea, que lea el caso real bien documentado por Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero o, aún más vívido e impresionante, vea y escuche a Jesús Rodríguez en el documental El mal del cerebro. Una ruleta rusa que los convierte en muñecos, individuos completamente dependientes, extranjeros de su presente y su futuro.

Como vamos viendo, los terribles infiernos que diseña la precisa y descarnada mente de Nolan se construyen, a veces, prolongando/eternizando pequeñas molestias de nuestra vida cotidiana. En Memento encontramos el paralelismo de esos momentos, más o menos cortos, en que nos encontramos perdidos en el espacio en el tiempo, en nuestra vida. En una ciudad extraña en la que, de pronto, la batería del móvil nos ha traicionado y no habrá más GoogleMaps; tras una noche de excesos, intentando conjurar sin éxito imágenes o conversaciones que quedaron varadas en el fondo de un vaso; o rodeados continuamente de rostros desconocidos, sin datos que nos permitan fiarnos de nadie, víctimas propiciatorias o instrumentos de malvados; sin confianza, sin puntos de referencia y sobre todo, sin una historia que contarnos a nosotros mismos.

Imagen: Summit Entertainment.

Infierno 4. Indefensión

Quizá es la película más discutible de las que aparecen en este artículo, Interstellar, la que brinda mayor número de imágenes impresionantes en la filmografía de Nolan. El espectador espera con curiosidad el primer planeta que va a visitar el equipo de astronautas que comanda Cooper, y causa cierta sorpresa encontrar el océano inmenso, sin fin, que cubre la superficie de Miller hasta allá donde alcanzan los ojos. Nada mejor para describir algo parecido al infinito —una idea presente en todo el filme— que esas tomas cenitales de una llanura líquida e inacabable, como sería el Mar Exterior del que habló Tolkien, limitado por un cielo ocre y turbio que convoca el recuerdo del final de Hijos de los hombres.

La escena, corta y sin embargo progresiva, comienza en un mood de exploración y calma, y se va cargando paulatinamente de tensión, desde el momento en el que el capitán contempla, con ojos de asombro y terror, el tsunami inmenso, la muralla fría de un Tártaro intergaláctico, montaña que se va alzando frente a él mientras se construye a sí misma. Nolan se toma su tiempo en presentar al monstruo inanimado; la cámara se va levantando, lentamente; casi notamos el sonido rítmico de los cinco segundos que dura la escena mientras miramos más y más arriba y sigue sin haber ni rastro de espuma. Y la fascinación, mezclada con un horror ancestral, dibuja una o en nuestros labios mientras el plano corona el prodigio. Es lo imposible.

Los héroes consiguen escapar; de otro modo no lo serían, y no habría película. Pero en esos lapsos diminutos, en los instantes contados en que se nos ha permitido contemplar la ola —qué maestro de la dosificación aquí— Nolan nos ha puesto delante de un nuevo infierno, el de la indefensión; el de cualquier montañero sorprendido por el alud al borde de la pared, la primera vuelta de campana en el coche que se acaba de salir de la carretera, abrir la puerta del servicio y encontrarte frente a frente con el gran carnicero de Parque Jurásico. Solos y desnudos frente al mundo, aguantando la respiración mientras la moneda decide de qué lado caer.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 5. Conciencia e incertidumbre

Tenemos dos barcos, uno lleno de gente normal, aparentemente ciudadanos de orden, el otro repleto de presidiarios de la peor ralea —al menos a priori— inquilinos del penal de Gotham. El Joker hace saber a ambos pasajes que ambos barcos están repletos de explosivos, y que cada una de las naves se halla provista de un detonador cuya acción volará por los aires el otro barco. Los tripulantes de la nave en la que primero se accione el detonador se salvarán, mientras que si al cabo de media hora ninguno de los dos barcos ha explotado, el Joker se encargará de que ambos estallen en mil pedazos.

El proceso de decisión al que lleva esta situación cae en el territorio de la Teoría de Juegos, y se ha analizado con rigor y precisión. A un nivel básico, se establece rápidamente que, si tomamos únicamente en cuenta la supervivencia como valor, la decisión racional para cualquier pasajero de cualquiera de los dos barcos es pulsar inmediatamente el detonador, por cuanto que es la única escapatoria posible de la ratonera urdida por el criminal. Sin embargo, no es fácil para nadie pulsar un botón que envíe a la tumba a centenares de personas, y el auténtico dilema se establece a partir de ese punto. La resolución es brillante, y dejamos al espectador virgen el placer de descubrirla.

Lo que nos interesa aquí es describir las diferentes capas de sufrimiento a las que Nolan somete a sus personajes. En primer lugar, por supuesto, el miedo primigenio a la muerte —sea a lo desconocido o al infierno de cualquier creencia particular— junto con el miedo siempre asociado, en circunstancias como estas, a no morir pero quedar lisiado y condenado a una vida infernal. Entra también el horror a la incertidumbre, a esa elevadísima probabilidad de que el siguiente segundo sea el último, de que en el otro barco alguien asuma la responsabilidad y la decisión signifique el fin.

Junto a estas amenazas tan claras y tangibles se deslizan otras dos corrientes perturbadoras, más subterráneas. Por una parte, la necesidad de tomar una decisión frente al miedo de afrontarla, el deseo tan maligno como humano de que sea nuestro vecino el héroe/villano que asuma la responsabilidad, cometa el crimen múltiple y nos salve la vida. Por otro, el sufrimiento ético de decidir qué vida es más valiosa, si la nuestra o la de las trescientas personas del otro barco, y las trampas mentales que nos hacemos: que si lo hago también por mis compañeros, que si los del otro barco son delincuentes… Toda una serie de razonamientos que entroncan con dilemas clásicos, ecos de La decisión de Sophie, el hombre en el puente sobre el tren, el instinto de supervivencia y la teoría del kilómetro sentimental.

Y es esta la crueldad complicada, atractiva/repulsiva, que define a los Nolan, y los demás nos asombra, repele y engancha. Solo una parte de su genio.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

La entrada Infiernos made in Nolan aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

No lo llame pop, llámelo cultura

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Imagen: Alex Ross.

Dave Grossman, Keith Stuart, Joe Hill y Rihanna Prachett debaten en exclusiva con Jot Down sobre el viraje de cómo se valora el género fantástico en su dimensión cultural.

«“El hombre de negro huía por el desierto y el pistolero lo seguía”. Es el mejor arranque de una novela de Stephen King. Es uno de los mejores arranques de la literatura universal». El pasado cinco de mayo, Sarah Fallon, editora senior de Wired, se atrevía a arrancar así, en negro sobre blanco, uno de sus artículos. No fue un hecho aislado, sino la constatación de un creciente movimiento planetario en el mundo de la cultura hacia lo pop. Y en concreto hacia el género fantástico.

Los casos se cuentan por decenas. La apertura de una colección permanente de videojuegos en el museo MoMA de Nueva York. El premio Fipresci, otorgado por los casi quinientos críticos de cine más reputados del planeta, a Mad Max: Fury Road en 2015. La elección de la novela gráfica Watchmen (ECC Ediciones, 2016) como una de las mejores novelas del siglo XX por la revista TIME. La medalla nacional de las letras, máximo honor que Estados Unidos otorga a un artista, entregada por Obama a Stephen King. O la victoria en el Pulitzer de Cormac McCarthy con un libro de ciencia ficción posapocalíptico, La carretera (Random House, 2007).   

A este lado del charco, Cátedra publicó, en su colección Signo e imagen, su primer ensayo dedicado a los videojuegos: Videojuegos y mundos de ficción (Antonio J. Planells, 2015). TVE emitió un debate, Videojuegos. Creatividad interactiva, desde el Museo del Prado. El Círculo de Bellas Artes expuso, con gran éxito, una retrospectiva de las historietas de El Capitán Trueno. Y en El País, la revista cultural Babelia publicó un amplio reportaje dedicado a la presente edad de oro del tebeo español.

Joe Hill, novelista e hijo de Stephen King, Rihanna Prachett, guionista de videojuegos e hija de Terry Prachett, Dave Grossman, cocreador del clásico videojuego Monkey Island, y Keith Stuart, novelista y exeditor de la sección de videojuegos en The Guardian, debatieron en exclusiva con Jot Down sobre este asunto. El marco, una pausa en su apretada agenda de conferencias y sesiones de firmas durante la sexta edición del festival de literatura fantástica Celsius 232.

¿De dónde viene este clima de reconocimiento a lo pop y especialmente al género fantástico? Es más, ¿de dónde viene ese desprecio por los próceres de la cultura con mayúsculas?

Joe Hill: La distinción entre la alta cultura y la popular es una aberración bastante reciente. Empezó con el modernismo, como autores como Hemingway, Fitzgerald o Faulkner. Hubo una ola que comenzó a identificar lo placentero como infantil. Observemos lo que pasaba un poco antes; Mark Twain, probablemente el autor norteamericano más reconocido del siglo XIX, lidiaba con aventuras, viajes en el tiempo, episodios humorísticos, traiciones, huidas trepidantes… A comienzos del siglo XX, todos estos recursos cayeron en el ostracismo durante treinta años. Y el fulcro para este desprecio era que los lectores de calidad estaban por encima de estos goces propios de niños. Lamentablemente, es algo que se debe sobre todo a Norteamérica. Porque si miramos a la literatura latinoamericana, ahí tenemos a los Márquez o Borges introduciendo sin ningún problema elementos del fantástico en su obra sin que nadie los considerara por ello autores de segunda.

Keith Stuart: Creo que también ayudan los tiempos que vivimos. La gente se refugia en la ciencia ficción cuando le toca vivir tiempos inciertos. Mira, por ejemplo, lo que pasó en los años cincuenta, la gran ola de creadores que se dedicaban a elaborar fábulas apocalípticas bajo el telón de la Guerra Fría. La crisis del petróleo en Estados Unidos en los setenta volvió a insuflar vida en el género. Por ejemplo, los zombis de George A. Romero tenían una obvia lectura social; eran reflejo de lo que estaba pasando en la calle.

Joe Hill: Hay una escena en El amanecer de los muertos vivientes en el que se ve a los zombis en procesión al centro comercial. Uno de los supervivientes humanos reflexiona en voz alta: «¿Por qué vienen aquí?». Otro le contesta: «Porque este era un lugar importante para ellos».

Keith Stuart: Eso es [risas]. El centro comercial como catedral del consumismo. Pero insisto en el papel que juega la incertidumbre. Ahora, tras la crisis, vivimos una época de muchas dudas. Y creo que esas dudas evocan ficciones como Westworld o Juego de tronos. La gente necesita alimentarse de la ficción cuando la realidad deja de tener sentido.

Dave Grossman: Volviendo al tema, creo que se ha dado en estas últimas décadas una mejora de lo que se nos permite crear. Decías [dirigiéndose a Joe Hill] que Estados Unidos tiene mucha culpa de este elitismo cultural. También la tiene de la censura. En los tebeos, por ejemplo, había unos códigos muy estrictos de lo que era permisible o no publicar. Lo mismo pasaba en la televisión o el cine. Costó romperlos.

Joe Hill: Lo cierto es que la ficción norteamericana, en el cine, en la literatura, en la música, en el tebeo, en muchos sentidos fue salvada por otras culturas. El rock and roll se consideraba, desde un punto de vista artístico, marginal hasta que lo reinventaron los británicos: los Beatles, los Who, los Rolling Stones. Es como si nos dijeran, desde el otro lado del gran charco: «Pero chicos, ¿os dais cuenta de lo grande que es esto que os habéis inventado? Dejad que os enseñemos».

En los tebeos pasó lo mismo. Dave [Grossman] comentaba hace un momento el tema de la censura. Fue algo impuesto por el gobierno. Hasta los cincuenta, había libertad para hablar de cualquier cosa. Había historias de terror, románticas, bélicas… Nada estaba prohibido. Luego, el comité de delincuencia juvenil decidió que los cómics podían tener una influencia nociva sobre la moral de los chavales [se creó el famoso Comics Code Authority (CAA), una censura autoimpuesta de las editoriales a raíz de la presión gubernamental y social]. Se inventaron un montón de normas ridículas: nada de besos entre chicos y chicas, nada de estar demasiado cerca si no hay más gente presente, nada de violencia, nada de fantasmas… Salto en el tiempo hasta los ochenta y noventa. Nuevamente, nos salvó una invasión; la de los Alan Moore, Neil Gaiman, Jaime Delano, Grant Morrison. Nuevamente, nos volvieron a decir: «¿Pero otra vez no os dais cuenta del arte que tenéis entre manos? Dejad que os enseñemos».

Creo que el ejemplo actual es el cine fantástico que viene de Latinoamérica. Estamos viviendo una auténtica erupción de talento. Directores como Guillermo Del Toro, Alfonso Cuarón o Andy Muschietti están demostrando que la fantasía oscura se puede usar, con lirismo, para hablar de cualquier cosa.

Dave Grossman: Los juegos de tablero también lo demuestran. Durante estas últimas décadas, han vuelto a florecer. Esta vez, la invasión que los ha rescatado es alemana.

Joe Hill: ¡Muy cierto! [risas].

Dave Grossman: Y son juegos de tablero diseñados específicamente para adultos. Maravillosos.

Rihanna Prachett: Es una cuestión también de perspectiva. Yo, por ejemplo, crecí asumiendo como lo normal el ir de feria en feria de fantasía y ciencia ficción. Así que, desde mi perspectiva, ese tipo de mundo era lo mainstream, lo convencional. Mi trabajo de fin de carrera fue una disertación sobre cómo Frankenstein de Mary Shelley había sido asimilado por la cultura popular. Todo empezó, evidentemente, en el teatro y constaté que era el tipo de público al que iba dirigido el que moldeaba las aristas de la obra.

Por ejemplo, en esas primeras adaptaciones de teatro el enfoque era mucho más maniqueo que en el original. El doctor era un malo malísimo, había episodios de comedia… Luego el enfoque varió a centrarse más en la criatura, tanto desde registros dramáticos como humorísticos. La obra iba creciendo en aceptación y cambiando según cambiaban los tiempos. Pero siempre he tenido la sensación, porque habito con naturalidad este mundo, que lo fantástico ha sido mainstream y que el resto del planeta simplemente ha tardado más en darse cuenta de que lo es.

Algo así ha pasado en el microcosmos de los videojuegos. Cualquier persona que trabaje o que juegue sabe los increíbles hallazgos artísticos que están sucediendo en este medio. Pero los medios de masas parecen vivir, al menos, una década en el pasado. Por eso como creador te encuentras siempre con preguntas del estilo: «¿Son los videojuegos un arte?» «¿Juegan las chicas?». Son preguntas que he contestado una y otra vez durante veinte años en la industria.

¿Razones para que esto esté cambiando? Creo que le debemos mucho a El Señor de los Anillos, la adaptación cinematográfica de Peter Jackson. Crecí en los ochenta, lo que quiere decir que viví la mejor década de la historia para el cine fantástico. Pero en los noventa esto se diluyó hasta que El Señor de los Anillos elevó el listón unos cuantos peldaños. Y creo que de ahí surge un poco todo este movimiento planetario en el que parece no haber país que cuente con una o varias convenciones dedicadas al género fantástico y a la cultura pop.

Joe Hill: Perdón por cambiar de tema, pero estaba pensando en que realmente el problema pueden ser las propias palabras. Por ejemplo, mainstream. ¿Qué es mainstream? ¿El último libro en ganar el Pulitzer o el Nobel? Que yo sepa, si por mainstream entendemos un alcance global, la obra verdaderamente mainstream de nuestra era es Juego de tronos, porque es lo que están leyendo millones y millones de personas en todo el mundo. En cine es Tony Stark y todo el olimpo del Universo Cinematográfico de Marvel.

El cine es Tony Stark. Lo es de manera abrumadora. En los diecisiete años que llevamos de siglo XXI, el top de taquilla cada doce meses lo ha copado una película de género fantástico. Y si se repasa con minuciosidad el listado de las cien películas más taquilleras de la historia del cine, lo que sale es no solo que el fantástico arrasa, sino que lo hace un subgénero muy concreto dentro de él: los superhéroes. Y dentro de los superhéroes, el plan más ambicioso y lucrativo que haya parido el cine, el Universo Cinematográfico de Marvel que lleva dieciséis películas en marcha y ha forzado operaciones similares en todas las grandes productoras de Hollywood.

Pero los hay que creen más en la manzana de Newton que en los vuelos de Superman. Steven Spielberg, el padre del blockbuster contemporáneo, predijo en una polémica entrevista a Hollywood Reporter que la meca del cine iba a implotar por clonar hasta el hartazgo ese cine del asombro que inventaron George Lucas y él al filo de los ochenta. Dos años después, aseveraba seguir convencido de su opinión en declaraciones a The Associated Press: «Vivimos la muerte del wéstern y llegará el día en que a los superhéroes les toque el mismo destino».

Con Spielberg bajo el brazo, desplegamos el tema en nuestra mesa de debate.

Por un lado, esta salida del armario del fantástico es reconfortante por reconciliar dos hemisferios de la cultura. ¿Pero no se corre el riesgo de sobresaturación con tanta película y videojuego que es una epopeya fantasiosa? ¿No se culpará al fantástico si la burbuja de los superhéroes explota?

Joe Hill: No va a explotar. El Llanero solitario es un superhéroe, James Bond es un superhéroe. Sherlock Holmes, también. No creo que haya ningún riesgo de que el público se canse de ver historias sobre individuos extraordinarios logrando hazañas significativas en el nombre de valores morales que todos defendemos.

Keith StuartLo que sí puede ser es que cambie de forma.

Joe HillEs verdad, a veces cambiamos el disfraz de la ficción.

Keith Stuart: Sinceramente, no creo que se corra el peligro de que Hollywood vaya a dejar de hacer películas de superhéroes de manera definitiva porque junten unos cuantos fracasos. Si te das cuenta, y no es exclusivo del cine, porque pasa también Netflix o en los videojuegos, la moda es crear mundos y luego expandirlos con múltiples narrativas. En el fondo, es la forma más vieja de narración que existe: el mito. Los panteones divinos son el origen de las historias que contamos, así que yo tampoco creo que se vayan a agotar nunca.

Dave Grossman: En la pregunta que nos comentabas, hablabas de sobresaturación. Yo creo que esto se ve en la crítica de las películas de superhéroes. Como tenemos tantas al año, el análisis de estas obras ha comenzado a virar al tipo de reseña de la primera época de los videojuegos. Se habla de lo buena que es la calidad de los efectos visuales o del diseño de producción. No se dice casi nada de los personajes y menos aún de la trama. Irónicamente, en los videojuegos está pasando lo contrario. Cada vez me encuentro más críticas que hablan del tema o la intención narrativa.

Más allá de los panteones divinos de Homero o Stan Lee, la tendencia que parece imponerse abrumadoramente es la diversidad. Un autor chino, Liu Cixin, que gana los principales premios de la ciencia ficción anglosajona. Tebeos de fantasía que juegan con cualquier tipo de cóctel racial y sexual y tienen un enorme éxito haciéndolo, como el Saga de Brian K. Vaughan. Creadores de videojuegos tan presumiblemente carcas como Call of duty que afirman no querer cometer el mismo error de blanqueo en el que cayó Nolan en la estupenda Dunquerque. Y titanes del ocio como Netflix que apuestan por crear contenido original autóctono en cada país que conquistan. De nuestros contertulios queríamos saber si esto huele a flor de un día o el aroma perdurará.

Imagen: Alex Ross.

¿Esta diversidad es síntoma de que el mercado anglosajón de la cultura pop, el más poderoso del mundo, va a buscar esa diversidad que el público parece demandar? ¿Es necesario que lo haga?

Rihanna Prachett: Es absolutamente necesario. En Occidente solemos ser bastante arrogantes asumiendo que nosotros inventamos la fantasía y la ciencia ficción. Pero una lectura de Las mil y una noches te demuestra que muchos temas y convenciones de lo imaginario ya estaban allí. Sin ir más lejos, los autómatas. Así que no creo que se trate de algo tan condescendiente como dejarlos entrar en nuestro club, sino reconocer que otras culturas habían explorado, con enorme talento y densidad, ideas que asumíamos como propias.

También quiero comentar algo sobre lo que ha dicho David del florecimiento de la narrativa en medios como los videojuegos o la nueva televisión. Es evidente que cada vez el panorama es más diverso y esta es una pregunta que me encuentro en casi cada nueva entrevista, la preocupación por la diversidad. El caso más cristalino de la ansiedad que había por esto es Wonder Woman. Tengo amigas que literalmente se echaron a llorar en las secuencias de acción. Nunca nos habían permitido ver cosas así, un grupo de heroínas hablando entre sí y luego repartiendo tortas con la misma fiereza que los hombres. Creo que la segunda reacción tras el goce, al menos en mi caso, es la rabia. Pienso en todo lo que nos hemos perdido por no asumir este enfoque antes. El mundo, claramente, va muy por detrás de donde debería estar.

Venga, pongo otro caso. La que se montó por tener una mujer como encarnación de Doctor Who. Es una noticia estupenda, claro que sí. Pero lo que me preocupa es que no debería ser algo tan impactante. ¡Que hablamos de la mitad de la población!

Keith StuartCreo que, en el tema de la diversidad, en Occidente somos culpables de meter el dedo y picotear en otras culturas. Una especie de turismo cultural mal entendido, por superficial. Por ejemplo, en los primeros 2000 la moda era el anime y todo el mundo se obsesionó con ello. Ahora, estos últimos años, son los thrillers escandinavos. El tema de estas modas es que son explosivas y fulgurantes. Es como si fuéramos vampiros y dejáramos secas a otras culturas de tanto en tanto [risas]. Me gustaría que nos lo tomáramos con más calma, no robáramos tanto de otras culturas y pudiéramos disfrutar de la diversidad sin tanto furor.

Joe HillOtro caso, las películas de acción de Hong Kong de los ochenta.

Keith Stuart: Sí.

Joe Hill: Exportamos a todos esos cineastas para que empezaran a rodar en Hollywood. Y todas esas ideas locas, toda esa experimentación, se volvió una mediocre homogeneidad.

Por cierto, me apetece mostrar mis colores frikis con algo que me molesta profundamente. Sobre Doctor Who. Se dice que la nueva doctora es la número 13. Y ni de coña. El problema empezó por considerar a David Tennant el décimo doctor. El décimo es John Hurt. Así que Tennant es el undécimo, Matt el duodécimo y Capaldi el ansiado 13…

Keith Stuart: Pero espera, ¿esto incluye también al Doctor Who de las películas de Peter Cushing?

Joe Hill: Oh, dios, ¿lo incluye? ¿Lo incluye? [carcajada general]. No, espera, ¡sí! ¡Sí lo incluye! Nuestra doctora no es la afortunada 13. Es la afortunada 14.

Dave Grossman: Me pregunto, vuelvo al tema de la diversidad, si las barreras entre los géneros no se están rompiendo un poco. Llevo coleccionando las obras de Kurt Vonnegut desde hace mucho y nunca sé, cuando entro en una librería, si me tocará ir a la sección de ciencia ficción o a la de literatura mainstream. Cuanta más cultura consumo, más me encuentro con estos híbridos difícilmente clasificables. Por ejemplo, Device 6, de Simogo. En cierto sentido, es un libro, pero también es un videojuego; está ahí, en la frontera. Lo mismo pasa con los videojuegos de Telltale, que son a medias juego y a medias serie de televisión. Por mi parte, cada vez veo más difuso donde empieza o acaba un género o incluso un arte. Tal vez, esto sea algo maravilloso.

Keith Stuart: Simogo es un ejemplo muy bueno de esto, de la fluidez. El cine coreano es otro ejemplo. Allí es posible una película bélica con fantasmas que es a la vez una comedia. En Hollywood no le dejarían a nadie rodar eso, porque las cosas tienen que estar bien encasilladas. Pero en otras partes del mundo sí estamos viendo, y disfrutando, de esta fluidez y experimentación.

Joe Hill: Algo que ha pasado muy desapercibido en estos últimos treinta años es como los videojuegos han cristalizado en un arte propio. Antes, siempre miraban al cine con aspiraciones de copiarlo, tanto formal como narrativamente. Ahora, videojuegos como The last of us son copiados por el cine. Hay un cambio en la marea que me fascina.

Dave Grossman ha comentado su problema al encontrar a Vonnegut en una librería. ¿Creen que la nueva generación ya no tiene este problema porque es, por así decirlo, multipestaña, porque todas las artes y obras que disfrutan están amalgamadas y accesibles en tabletas, monitores de ordenador y smartphones?

Dave Grossman: Está claro que la necesidad de dividir las cosas por género es una necesidad estrictamente del mundo físico. Si al final, que no está claro, el ebook se impone, veremos en literatura esa tendencia general a que cada uno nos creemos nuestra propia estantería. Por ejemplo, si te gustan las películas de superhéroes con una protagonista femenina y fuerte, pues ahí te creas tu estantería con todas las obras que casan con eso, sean películas, libros o videojuegos.

Rihanna Prachett: ¡Me apunto a eso! [risas].

Joe Hill: Pero hay un problema para esto que no hemos comentado y que no está en ese desprecio del mundo de la alta cultura. A veces, los propios fans son los que quieren segregarse. No quieren ser incluidos en el mainstream. Hace un tiempo, coordiné una gran antología de las mejores obras de ciencia ficción norteamericanas. Cogí relatos tanto de revistas para todos los públicos como The New Yorker como específicas de género. Al publicarlo, salió una reseña en un medio especializado de ciencia ficción. En uno de los párrafos, decía algo así: «Esto es una gran antología, pero, ¿cuándo una gran antología es realmente una gran antología?». Me pareció una de las frases más misteriosas de la historia de la humanidad [carcajada general]. ¿Tenía siquiera sentido aquella frase? Pues resulta que lo que quería decir es que no era realmente representativa de los auténticos autores de ciencia ficción y fantasía. Que los auténticos autores de ciencia ficción y fantasía estaban mal representados.

Keith Stuart: En videojuegos, evidentemente, también hay mucho de esto. Todos los géneros y medios de expresión tienen a sus cancerbero, a los que quieren preservar la pureza.

Joe HillDe diverso grado de trollerío [risas]. Creo que los videojuegos, últimamente, tienen un mayor nivel de toxicidad que la literatura.

Todo Eros tiene su Thanatos. Y en la cultura pop, los Thanatos se cuentan por millones.

La rabia y la crueldad desaforada han convertido al género fantástico en un campo de batalla cultural arrasado por un arma de destrucción masiva: ciento cuarenta caracteres. A través de Twitter, grupos de odio han canalizado todo el racismo y machismo subyacente a los reductos de fans que no quieren abrir las puertas de sus sueños —normalmente húmedos de sangre o lubricante— a la diversidad.

Los videojuegos encabezan la virulencia, con el conglomerado Gamergate como principal estandarte, un grupo de acoso y descalificación a creadores y periodistas que pugnan por la diversidad en este medio. El desmadre llegó al punto de colarse en la portada de The New York Times, con la suspensión de una charla en la Universidad de Utah de la youtuber feminista Anita Sarkeesian por amenazas de muerte. Este 2017 ha visto intensas polémicas con las reacciones virulentas al éxito de Wonder Woman y la elección de una mujer como nueva Doctor Who.

España también ha tenido lo suyo, con la cancelación, en primer término, de un evento acuñado Gaming Ladies que pretende crear un espacio seguro, solo para mujeres, en las que estas puedan explorar su afición a los videojuegos sin ser cuestionadas o ridiculizadas. La iniciativa fue atacada en redes sociales, y a través de coaliciones de usuarios en portales como Forocoches, con un frenesí salvaje. Por la de cal, la de arena que representa el éxito de dos asociaciones de mujeres: FemDevs, que busca dar visibilidad a las creadoras que trabajan en la industria de los videojuegos, y TodasGamers, un medio de comunicación especializado en videojuegos escrito íntegramente por mujeres.

¿Por qué, precisamente, algo asumido como pueril, lo pop, se ha convertido en el mayor campo de batalla mundial en lo que a cultura se refiere?

Joe Hill: La respuesta está en el tuétano de las redes sociales. Las redes sociales alientan el odio y la rabia. Piensa en que si dices algo malvado contra alguien, los que estén de acuerdo contigo te premiarán con retuits y likes. Y esto es verdad tanto para el troll más despiadado que pueble las redes, como para tipos como yo, que soy un tío tranquilo y progresista. Pero si digo algo con mala uva de los republicanos, cientos de retuits al canto. Es como tener a alguien dándote una palmadita a la espalda por ejercitar el odio.

Yo creo que esto está en el núcleo de cómo se han diseñado Facebook y Twitter, que son, por diseño, motores de la discordia. Es bastante fácil, aunque se hayan puesto barreras, hacerse anónimo. Y lo es más aún juntar a tu tribu de energúmenos y lanzarte al acoso de un grupo o un individuo. Es una pena, pero no creo que tenga un fácil arreglo.

Keith Stuart: Los fans tienen una sensación de poseer la ciencia ficción o la fantasía. Esto viene de que han construido sus identidades como consumidores alrededor de estas obras. Si eres un varón blanco que ve amenazada su tipo de ficción sexista o racista, reaccionas intentando protegerla. Doctor Who ha sido uno de los ejemplos más venenosos y ridículos recientes. Pero en videojuegos es algo que vemos constantemente. Día a día. He tenido redactoras que han dejado de escribir de videojuegos por no soportar este acoso.

Joe Hill: Perdón por interrumpir, pero quiero apuntar algo que muestra la otra cara de la moneda. Hace unos años, con la explosión de internet, todo el mundo estaba feliz de que los principales cancerberos de la cultura, los grandes medios, fueran a caer. ¡Pues mira que bien nos ha ido! Ahora es más fácil que nunca que te engañen con una noticia falsa que puede ser amplificada millones de veces y que, aunque la descalifiques a posteriori, no puedes saber si toda la gente contaminada por ella se ha curado. Resulta que estos medios de comunicación cumplían su papel con un grado de exigencia que ya nadie tiene.

Esto lo podemos trasladar al arte o medio de expresión que queramos. Cualquiera con una cuenta de Twitter puede erigirse en el próximo cancerbero. Alguien dice, de pronto: «Este libro/película/serie tiene un problema y os lo voy a desvelar. O este escritor/diseñador/cineasta está equivocado en cómo hace tal cosa». Te imbuyes de un poder como voz capaz de discernir entre el bien y el mal. Lo que es verdadero o falso. Aceptable o inaceptable. Repito, esto lo fomenta el propio diseño de las redes sociales y creo que tiene unas consecuencias totalmente impredecibles.

Dave Grossman: Tengo una anécdota divertida que ilustra esto. Un amigo, Jessie, que decidió que estaba harto de los grises y que a partir de entonces iba a valorar las cosas como lo peor o lo mejor de la historia. Pulgar para arriba o pulgar para abajo. Él estaba super contento con este sistema porque le quitaba el peso de los hombros de pensar. La gente a su alrededor, pues no tan contenta [risas]. Llevo en internet desde hace eones, fui uno de esos chavales pegados al ordenador antes de que eso fuera algo popular. E internet siempre ha sido igual. Bien o mal. Binario. O blanco o negro.

A lo mejor estoy equivocado en la siguiente reflexión, pero creo que este maniqueísmo online sea especialmente intenso en la ciencia ficción y la fantasía es una consecuencia de que son los géneros que más conectan con internet. Y esto porque las primeras personas en adquirir un ordenador y formar comunidades en Internet eran, como yo, frikis. Y a los frikis nos gusta la fantasía y la ciencia ficción.

Sería interesante comprobar la veracidad de su reflexión con un estudio demográfico.

Dave Grossman: Por favor, hazlo. Estaremos encantados de leerlo [carcajada general].

Llega el momento de la foto. Jot Down le explica a los cuatro que deben mirar a la cámara como si el lector hubiera estado sentado con ellos durante todo el debate y sus ojos fueran el objetivo. Pero como todo lo demás en esta larga conversación sobre lo divino y lo humano del pop, había tramas secundarias por el camino. Otra foto, esta para el móvil de uno de los contertulios, que pidió con cierta timidez, sin que los demás se percataran, que le inmortalizáramos en esa mesa, junto a sus compañeros de ágora.

Lo hicimos sin rechistar.

Fotografía: Eva Pernas
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