[Atención, SPOILERS]
Decía el director Christopher Nolan en una breve entrevista publicada en el diario El País el pasado 19 de julio que “la gente que busque interpretaciones políticas no las va a encontrar. Va a dar con interpretaciones equivocadas. Porque [El caballero oscuro. La leyenda renace] va en direcciones muy diversas en razón del espectáculo”.
Son unas declaraciones sorprendentes. Comprensibles desde el punto de vista del marketing promocional de una película concebida como un espectáculo de masas y al que no le interesa meterse en traicioneros pantanos políticos, pero sorprendentes al fin y al cabo. Porque Batman es el superhéroe político por excelencia. Como dijo el guionista escocés Grant Morrison en una entrevista concedida a la revista Newsarama tras la publicación de su magistral All Star Superman, “Batman es un personaje mucho más cool que Superman, pero eso se debe a que encarna una poderosa fantasía adolescente. Batman es un playboy millonario que se viste de cuero negro, sin jefe, con un mayordomo a sus ordenes, con mejores coches y gadgets que James Bond y una horda de mujeres fatales a sus pies. Ese tipo es Superman de día y de noche. Superman, por el contrario, ha crecido apilando heno en una granja. Va a trabajar cada día a la oficina para su jefe. Está colado por una chica trabajadora. Sólo cuando se quita la camisa surge su yo heroico. Y esa es de hecho una fantasía mucho más adulta que la de Batman, aunque también hace que Superman sea más difícil de vender. Superman es un héroe de la clase trabajadora”. El problema del Superman cinematográfico, y esto lo digo yo, es que no ha encontrado todavía a su Nolan, un director capaz de desarrollar en la pantalla de cine el inmenso potencial al que hace referencia Grant Morrison. Veremos qué hace Zack Snyder (300, Watchmen) con ese Man of Steel que se estrenará en 2013. La hipérbole no le ha sentado jamás demasiado bien al Superman de papel y no veo razones poderosas por las que debería sentarle bien al de carne y hueso, pero el hecho de que el productor del film sea Nolan hace albergar muchas esperanzas. Quizá el año que viene veamos al primer Superman adulto de la historia del cine. Batman, sin embargo, ya tiene su obra definitiva. Porque la trilogía de Nolan, y lo digo ya para no llevarnos a engaño, está destinada a convertirse en un clásico del cine concebido como entretenimiento. Para saber si se va a convertir también en un clásico del cine concebido como arte (si es que esa distinción existe) habrá que esperar todavía unos cuantos años, aunque mi apuesta es esta: la trilogía de Batman envejecerá razonablemente bien.
Pero volviendo a las declaraciones de Nolan. Son sorprendentes porque resulta difícil obviar las alegorías políticas no ya de la tercera entrega de la saga de Batman, sino de la trilogía en sí. Y no lo digo yo únicamente, lo dicen docenas de críticos estadounidenses y europeos que han analizado la saga como una metáfora política cosida a la actualidad con hilos de acero.
Por ejemplo: Bane, el principal villano de la película. Bane asalta la Bolsa de Gotham y mantiene este diálogo con uno de los corredores (cito de memoria):
Corredor de bolsa: Esto es la Bolsa, aquí no hay dinero que robar.
Bane: ¿En serio? ¿Y entonces qué hacéis aquí todo el día?
Otro ejemplo. Mientras Bane asalta la Bolsa, dos de los policías en el exterior del edificio mantienen este diálogo (cito de nuevo de memoria):
Policía 1: No vamos a entrar de momento.
Policía 2: ¡Pero están robando!
Policía 1: No es mi dinero.
Policía 2: Es el dinero de todos.
Policía 1: Mi dinero lo tengo bajo el colchón.
Policía 2: Si esos tipos roban la Bolsa, tu dinero bajo el colchón no valdrá nada.
Que me aspen si los hermanos Nolan (Christopher ha escrito el libreto de la película a cuatro manos junto a su hermano Jonathan Nolan) no han pretendido colarle al lector una lección de economía financiera con estas escasas seis frases. Quizá no es más que una muestra de oportunismo, un detalle ventajista que permite ligar la película al momento concreto en que esta ha sido rodada. Podría ser. Pero mi opinión es que esas implicaciones políticas están cinceladas en el mismo ADN del Batman diseñado por Nolan: su Batman está ideologizado porque los referentes tebeísticos en los que se basa lo están. Nolan podría haber escogido inspirarse en el Batman de los años 60, como hizo Tim Burton, pero escogió el de mediados de los 80. Una decisión que, personalmente, jamás podré agradecerle con el suficiente entusiasmo.
Es difícil obviar la ideología de la tercera entrega de Batman cuando ese reverso oscuro del nihilismo que es Bane, un tipo salido de un pútrido agujero localizado en algún roñoso país de Oriente Medio, convierte Gotham en una especie de Marinaleda con rascacielos al grito de “ciudadanos, la ciudad es vuestra, haced con ella lo que queráis”. Y cuando lo hace minutos antes de decretar el toque de queda y de crear un tribunal popular sacado de Historia de dos ciudades de Dickens. Un tribunal al que los “poderosos” llegan condenados de antemano y en el que sólo se decide su pena: exilio o muerte… por exilio.
Resulta complicado, finalmente, no ver connotaciones políticas en este Batman cuando Nolan establece un paralelismo sutil pero obvio entre la fortuna de Bruce Wayne y la cuerda con la que este pretende salir del pozo de la prisión en la que le ha confinado Bane. Sólo cuando Wayne prescinde de la cuerda y de la seguridad que esta le proporciona es capaz de escapar del pozo. La cuerda evita que Wayne se abra la cabeza, pero también le impide salir del pozo pues castra su verdadero potencial. De igual manera, Wayne necesita perder su fortuna y a su mayordomo, esa red de seguridad que le ha acompañado durante toda su vida, para poder volver a Gotham como héroe. Les dejo a ustedes la interpretación de esa crítica de la película a las redes de seguridad, sean estas la fortuna de un multimillonario o las cuerdas que van a evitar que te abras la cabeza si caes al pozo… pero que a cambio no te dejarán salir de él jamás.
En este sentido, Bane es el reverso oscuro de Batman en su faceta política al igual que el Joker de la segunda entrega de la trilogía lo era en su faceta psicológica. Si el Joker interpretado por Heath Ledger simbolizaba el mal en estado puro, aquel que no busca el poder ni el dinero ni la fama sino la caída de la civilización en el caos primigenio y la demolición de los valores sobre los que se sustenta la convivencia en sociedad (“el caos es justo”, dice el Joker en un momento de la película), Bane representa el anarquismo revolucionario de izquierdas, el del movimiento Occupy Wall Street y el del Terror contrarrevolucionario de la Revolución Francesa, en contraste con el libertarismo de derechas de Batman. Ferran Caballero ha publicado en su blog un brillante artículo sobre el Batman neocon, en el que entre otras muchas cosas dice esto:
“Es un Batman conservador porque sabe perfectamente que detrás de los gritos de la masa revolucionaria sólo se esconden […] unos histéricos en busca de un nuevo amo. Sabe que la libertad es lo primero que acaban sacrificando todos aquellos que se declaran dispuestos a sacrificarlo todo en nombre de la libertad. Y que la llamada a la revolución es siempre el primer grito del tirano y la única constitución del nuevo régimen. […] Es un Batman conservador porque confía más en la policía que en la razón y la bondad de las masas”.
Ferran Caballero no se está inventando nada. El Batman de Nolan no es el detective con capa de los años 40 y 50 ni el Batman de los años 60, el de la naif serie de TV protagonizada por Adam West. Tampoco es el de principios de los años 70, el de Dennis O’Neil y Neal Adams, un Batman que pretendía recuperar la oscuridad del personaje original. Y por supuesto tampoco es ese bobalicón Batman navideño y de serie B con banda sonora de Prince, casi modelado con plastilina de colores, de Tim Burton. El Batman de Nolan es claro heredero de El Señor de la Noche de Frank Miller, la miniserie que revolucionó el mundo del cómic de superhéroes en 1986 y lo situó en la senda de la postmodernidad de la mano del Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons. En las páginas finales de El Señor de la Noche, un Batman cincuentón, subversivo y tan crepuscular como el Clint Eastwood de Sin Perdón se enfrenta a un Superman fiel al sistema y a las ordenes de un chocheante presidente Reagan. Ese Batman complejo, libertario y de proporciones míticas es el que perdurará durante los años 90 y la primera década del siglo 21. Es el Batman que desemboca, sin ir más lejos y por citar sólo un ejemplo, en el sensacional Batman año 100 de Paul Pope, una miniserie de cuatro números ambientada en un futuro distópico y orwelliano en el que el hombre murciélago se ha convertido en el líder de una pequeña célula de ideología libertaria en cuyas discusiones se menciona sin problemas a John Locke, la desobediencia civil o el laissez faire. Si lo quieren aún más evidente: en Batman Berlín, la historia corta que acompaña la edición española de Batman año 100, Batman se enfrenta a los nazis para salvar de la destrucción la obra del economista de la Escuela Austríaca Ludwig von Mises. ¿Y cuántos cómics atesoran ustedes en su biblioteca en los que se mencione el nombre de Ludwig von Mises?
Pero en algo tiene razón Christopher Nolan: a pesar de la carga ideológica que acompaña al personaje desde su renovación a mediados de los años 80, el eje de la tercera entrega de la trilogía no es la política, sino el mismo de toda la filmografía del director: la dualidad. Es decir, la reunión de dos caracteres o características distintas en una misma persona o cosa.
Porque los protagonistas de las películas de Nolan no son jamás personajes de una pieza. Muy al contrario: son puzles. Individuos fragmentados y de naturaleza difusa cuya identidad fluctúa en función de la evolución de su entorno y sus circunstancias. Una identidad que los personajes construyen poco a poco, capa a capa, sin que el espectador (ni el mismo personaje) sepa en muchas ocasiones qué hay de verdad y qué de mentira en ella. Esa identidad difusa adopta diferentes formas en cada una de las películas de Nolan. En Following, su debut, un escritor al que han abandonado las musas se convierte poco a poco en ladrón a imagen y semejanza de su mentor Cobb, un personaje del que nunca se llega a saber si es real o sólo un producto de su imaginación. En Memento, Leonard es incapaz de recordar el pasado inmediato y se ve obligado a fotografiar y tomar notas de todo lo que sucede a su alrededor. Leonard reconstruye así su identidad a partir de fragmentos de realidad que él mismo selecciona y manipula a su conveniencia. En Insomnio, el policía interpretado por Al Pacino se enfrenta a un asesino (Robin Williams) que potencia su sentimiento de culpa y que actúa como su reverso oscuro, obligándole a escoger entre su conciencia o su carrera profesional. En El truco final, la personalidad fragmentaria de los dos magos protagonistas, caras distintas de la misma moneda al fin y al cabo, toma forma en el gemelo secreto de Christian Bale y en los dobles que crea y asesina cada noche Hugh Jackman. El doble como espejo y como sombra. En Origen la que se fragmenta es la propia realidad, difuminando la barrera que la separa del sueño y convirtiéndola en una tabla rasa sobre la que los personajes construyen desde cero laberínticos mundos ad hoc para la consecución de sus fines criminales (el espionaje industrial) o personales (la redención de Leonardo DiCaprio). Jordi Balló y Xavier Pérez aluden a Dostoievski en el capítulo titulado El ser desdoblado de su libro La semilla inmortal: “Dostoievski insinúa […] que posiblemente ese doble no es más que la emanación de psique angustiada de un ser humano. Como si la duplicidad no proviniera de un mundo externo al protagonista, sino que constituyera una alienación autodestructiva”. Si les interesa esta faceta del cine de Nolan háganse con el número de julio-agosto de la revista Dirigido por… en el que Antonio José Navarro ha publicado la primera parte de un extenso estudio sobre el cine de Christopher Nolan que desarrolla esta idea con mucho más detalle.
La trilogía de Batman no es una excepción a la regla, aunque el hecho de que se trate de las películas con mayor vocación comercial de toda su filmografía hace que ese juego de espejos rotos pase a un segundo plano frente a la pura y dura vocación de entretenimiento. En cualquier caso, Bruce Wayne es un personaje fragmentado porque para hacer respetar la ley debe situarse al margen de la ley. Porque debe escoger entre una vida convencional junto a la mujer que ama y su actividad como justiciero enmascarado. Porque cada uno de los villanos a los que se enfrenta le revela una faceta oscura y aterradora de su propia personalidad. Porque Wayne disfruta del aparente privilegio de poder situar a su conveniencia la frontera que separa la justicia de la venganza, una frontera que luego Batman respeta o cruza en función de sus intereses del momento. Observen el juego: Wayne marca los límites pero el que decide acatarlos o no es Batman. Pero, sobre todo, Bruce Wayne es un personaje fragmentado porque Batman no es él. Batman es un ente aparte y con vida propia, un símbolo paradójicamente oscuro y aterrador de todo aquello que es justo y verdadero, una entidad que puede y debe sobrevivir a su creador. Bruce Wayne es un personaje fragmentado porque su tiempo como Batman tiene fecha de caducidad y porque debe luchar a diario contra la tentación de fusionarse con el mito que él mismo ha creado. De hecho, ese es un argumento clásico de la epopeya heroica. En la primera entrega de la saga se nos revela el origen de Batman, su adiestramiento y su primera gran victoria como justiciero contra Ra’s al Ghul. En la segunda, consolidado ya como un héroe popular al que incluso le salen imitadores, Batman se enfrenta a su enemigo definitivo: el Joker, un villano que hace temblar todas sus convicciones y cuyas complejas tramas criminales le obligan a sacrificarse con una polémica mentira en aras de un bien superior. En el tercer episodio, y tras el retiro literal y simbólico del héroe a sus aposentos, se muestra su dolorosa caída a los infiernos después de una breve y desastrosa reaparición y su renacimiento como héroe inmortal capaz de sobrevivir a la jubilación del portador de la máscara. Toda la trilogía de Batman puede verse así como un viaje cuasi-místico en tres etapas (ascenso, caída y redención). Un viaje que llega a su etapa final cuando el hombre cede el testigo a su sucesor para que el mito sobreviva. Si la evolución del Batman de Nolan fuera una gráfica, tendría la forma de una W invertida.
¿Y qué decir de su némesis en La leyenda renace? A pesar de lo que digan muchas de las críticas publicadas hasta el momento, Bane no es en absoluto un villano menor. Sin llegar a las estratosféricas cotas del Joker de Heath Ledger, Bane se sitúa muy por encima del Ra’s al Ghul de Liam Neesom en términos de carisma. Por dios: esa voz y esa entonación cínica y desganada pero poderosa como un portaaviones hay que oírla en versión original. Bane no es un simple gorila de discoteca hipervitaminado: su superioridad sobre Batman no es física, sino mental. Bane, además, cumple con esa regla no escrita del cómic de superhéroes que dice que el villano que derrota o asesina al superhéroe no debe ser jamás uno de sus archienemigos, sino un secundario por el que nadie apostaría ni un centavo de dólar. Piensen en Doomsday, en cuyo currículum figura el asesinato de Superman. O en la muy anodina Sharon Carter, verdugo del Capitán América (eso sí: según un plan orquestado por Calavera Roja). Aunque el Bane de la película no es el Bane de los cómics. El Bane de Nolan es un personaje con entidad propia, amenazador e inquietante, un personaje con alma y con el que el espectador llega a empatizar una vez revelado su origen. Un villano guionizado con la precisión de un reloj suizo e interpretado de forma excelente por un Tom Hardy que, a falta de otros recursos expresivos (esa máscara), transmite fisicidad a través de un lenguaje corporal con la dosis justa de chulería, arrogancia y grandilocuente autoconfianza machaca-vértebras. Nada de brazos en jarras, en definitiva.
De hecho, no puedo imaginar mejor palabra para definir La leyenda renace que “grandilocuente”. La grandilocuencia vendría a ser la versión popular de la épica. De la épica bien entendida, claro: nada de fanfarrias ni de fantasmadas adolescentes. Grandilocuente por ejemplo es la banda sonora de Hans Zimmer. Sin llegar al nivel de su trabajo para Origen o Gladiator, las bandas sonoras de Zimmer para la trilogía de Batman sólo pueden calificarse de clásicos instantáneos. A pesar de que Boyero diga que le molesta su omnipresencia en La leyenda renace. Grandilocuente es también esa megalópolis con esteroides llamada Gotham y que aúna lo mejor de Chicago con lo peor de Nueva York. Grandilocuentes son los efectos especiales, que consiguen el milagro de aparentar naturalidad sin que se le noten las costuras a los gráficos generados por ordenador. Grandilocuente es la fotografía, que le confiere una atmósfera peculiar a la película y que prescinde de forma acertada de las iluminaciones planas y los colores chillones típicos de las películas del género superheroico (parece que el Man of Steel de Zack Snyder al que hacía referencia antes seguirá dicha línea de colores apagados y metálicos a lo Salvar al soldado Ryan: una buena decisión). Grandilocuentes son esas peleas a las que, por poner algún pero, quizá les falte la pausa necesaria, esa décima de segundo que permita apreciar con claridad los movimientos de los personajes. Aunque eso es algo que se remedia con un par de visionados del Kick-Ass de Matthew Vaughn, una panoplia de hostias como buques y de patadas troncha-peronés coreografiadas por dios nuestro señor en persona y capaz de dejar en evidencia al reparto completo de Los mercenarios 2. Grandilocuentes son también los diálogos, algunos de ellos dignos de pasar a esas recopilaciones de las mejores frases de la historia del cine que de vez en cuando se saca de la manga algún blog o revista de crítica cinematográfica con mucho tiempo libre por delante. Y grandilocuente es, sin duda alguna, conseguir que un personaje tan ridículo como el de Catwoman, quizá uno de los más oligofrénicos de la historia del cómic y para más inri interpretado por la blandita de Anne Hathaway, salga bien parado del envite. Quizá eso, Catwoman, sea lo más prescindible de este tercer Batman. Porque nadie, ni siquiera Nolan, me podrá convencer de que una mujer es capaz de tumbar a una docena de mostrencos de 100 kilos de peso a base de patadas voladoras en la boca mientras hace equilibrios sobre unos tacones de aguja de diez centímetros de altura. Plana, quizá. Con tacones, jamás.
Christopher Orr, de The Atlantic, ha escrito la que quizá es la crítica (negativa) más acertada con la que yo podría estar de acuerdo sobre este tercer Batman: “La última vez, Nolan reinventó el género de superhéroes. Esta vez simplemente lo ha reciclado”. Siendo eso cierto, Nolan podría contestar que La leyenda renace forma parte de una trilogía y que la obra ha sido concebida como un todo. ¿Qué sentido tendría que el mismo Nolan pretendiera reinventar de nuevo el género con una película que no es más que la conclusión de una trilogía a la que ya le han marcado el camino las dos primeras entregas? Quizá las expectativas eran tan altas que Nolan iba a decepcionar a la mayoría de los espectadores hiciera lo que hiciera. Si se apartaba del camino marcado se le habría criticado por romper la unidad de la saga. Si seguía la senda, por continuista. Desde mi punto de vista, la elección de Nolan ha sido la correcta. Su trilogía de Batman es una obra unitaria que multiplica su sentido cuando las tres películas se interpretan como tres capítulos de un todo más amplio. Es también probable que muchos fans del Batman de Nolan, y quizá también muchos no tan fans, hubieran preferido un final menos mainstream para la trilogía. Menos hollywoodiense. Un final más ambiguo. O trágico, quizá. Pero aquí, a diferencia de Origen, no hay final abierto. La sucesión del héroe queda cerrada y bien cerrada. El portador de la máscara se gana un merecido retiro feliz y en buena compañía. Todas las piezas encajan. Pero, qué coño: hasta El Señor de la Noche de Miller, la historia más oscura jamás contada de Batman, acaba con Bruce Wayne vivo, en una cueva y rodeado de jóvenes aprendices a los que convertir en su ejército personal. “Esta va a ser una buena vida. Lo suficientemente buena”, concluye Wayne. No me cabe duda de que el Bruce Wayne de Nolan piensa lo mismo al final de las casi tres horas de metraje.
Pasarán años hasta que una película de superhéroes vigorice el género de la misma manera que lo ha hecho este Batman, una versión tan potente del mito que está destinada a marcar el camino del personaje tanto en futuras adaptaciones cinematográficas, si las hay, como en el papel. Pero quizá lo mejor que se puede decir del Batman de Nolan es que la sensación de satisfacción pero también de vacío, de pérdida de algo muy valioso, que le queda al espectador tras el cierre de la saga es fiel reflejo del que con toda seguridad siente Bruce Wayne en su retiro florentino. Así que Nolan lo ha conseguido de nuevo: la personalidad escindida y fragmentaria de sus personajes ha logrado traspasar la pantalla y apoderarse del espectador. Eso es metacine y lo demás son hostias.
Artículos relacionados
La entrada ¿Batman contra el 15M? aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.