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In memoriam: Star Wars

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Star Wars: Episodio VI – El retorno del Jedi (1983). Imagen: Lucasfilm.

Amigo/a lector/a: si usted espera, a raíz del titular, leer una pataleta de viejo fan de Star Wars, no sé si le voy a satisfacer. No porque no me gusten las pataletas; al contrario, lo voy a intentar porque me encantan las pataletas. De hecho, mi sueño dorado es escribir, algún día, un artículo para poner a caldo a TODO el planeta. Lo que va a leer aquí, por desgracia, es más bien mi modesta certificación, tristemente fría y quirúrgica, del fallecimiento de la saga galáctica antaño favorita de muchos de nosotros. Un fallecimiento que ocurrió hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana. No, no es cosa solamente de Los últimos Jedi. Esta inconexa película ha sido el estertor final, pero el cadáver llevaba décadas presidiendo una nube de moscas. Fuimos nosotros, los espectadores, quienes nos empeñábamos en pretender que el molesto tinnitus de nuestros oídos no era el sonido de las esperanza sino el pitido del electrocardiograma plano del difunto. Con frecuencia escucho decir que la nostalgia es el motivo del rechazo de muchos viejos fans hacia las nuevas películas de la saga y mi tesis, curiosamente, es justo la contraria: afirmo es la nostalgia la que hace que muchos hayan mantenido la insensata esperanza de que el universo Star Wars seguía vivo y tenía algún futuro más allá de aquellas tres lejanas películas de la trilogía original. Ya me perdonarán los eruditos del «universo expandido» del que lo ignoro todo, porque, parafraseando a Bill Clinton, «son las películas, estúpido». Así pues, trataré de explicar cuáles son los síntomas de la muerte.

Aviso 1: Este artículo contiene algunos SPOILERS sobre la última película de Star Wars. Como si eso importase, pero bueno.

Aviso 2: Me voy a meter mucho, de manera gratuita, alevosa y cobarde, con el señor que dirigió Inception. ¿Por qué? Por la misma razón por la que usted le pone mostaza a las hamburguesas. Por puro, destilado y malévolo, placer.

The Millennial Falcon

El juego de palabras no es mío, por desgracia, pero servirá para hablar un poco del millennialsplaining. Star Wars es un producto de final de los setenta y principios de los ochenta. Cualquiera lo puede disfrutar por igual, pero me divierte la notable frecuencia con que las mismas personas que adoran la nostalgia embotellada de Stranger Things sin haber vivido de pleno los cochambrosos años ochenta, argumenten después, para defender las nuevas entregas de Star Wars, que los más críticos somos ancianos decrépitos decepcionados por no ser capaces de revivir las emociones de nuestra infancia. Bien, déjenme decirles que eso es una falacia como una catedral. Quizá sea cierto para algunas personas, pero no para mí ni para muchas otras que conozco.

Crecí en mitad de la fiebre Star Wars originaria. Sí, soy así de viejo. Como cada puñetero niño de Occidente, estaba obsesionado con las películas y los dichosos juguetes, que eran nuestra posesión más preciada en el mundo. Supongo que nuestros padres suspiraban pensando que Hollywood encontraba extremadamente fácil comernos el cerebro y la verdad es que tenían toda la razón porque éramos niños idiotas y hubiésemos vendido el alma a cambio de cualquier baratija relacionada con la saga. Vamos con el contrargumento: el momento en que los miembros de nuestra provecta generación descubrimos que ninguna nueva película de Star Wars iba a revivir las emociones de nuestra infancia no tuvo nada que ver con Disney. Fue un día que también queda muy lejano en el tiempo: la infausta jornada en que acudimos a ver La amenaza fantasma. Como ya conté en su día, la primera y única vez en mi vida en que salí cabreado de una sala de cine. Sentí que me habían estafado, que habían usado la nostalgia para quitarme dinero del bolsillo con una película que no solamente se cargaba todo ingrediente fundamental de la saga sino que para colmo era un bodrio de dimensiones cataclísmicas. Fue una lección dura, pero útil. Incluso un mostrenco como yo la aprendió. No necesité que me engañasen dos veces para comprender que las experiencias cinematográficas de nuestra infancia nunca se van a repetir porque se encuadran en un momento de tu vida que forma parte del pasado. Desde entonces, aunque me sigue divirtiendo terriblemente hablar de Star Wars con cualquiera y desde luego me lo paso pipa escribiendo sobre Star Wars, mi implicación emocional con las películas ha sido más bien escasa. Ya cuando vi las siguientes precuelas lo hice con una actitud de regocijo similar a cuando veo The Room, más preocupado por reírme de los miles de detalles estúpidos que por psicoanalizar el disgusto de mi niño interior.

Tanto era así, que una vez superado el trauma inicial, lejos de sentirme genuinamente decepcionado, me empezó a fascinar la figura de George Lucas más que nunca antes. No como persona porque, la verdad, no es un tipo interesante. Pero sí como institución, como artista. Es un personaje de Los Simpsons, parecido a Krusty o Troy McClure. Creó Star Wars copiando de aquí y allá y se convirtió en un héroe. Después escribió las precuelas convencido de que su estatus divino lo hacía infalible y volcó en aquellos guiones su particular visión de por dónde debía evolucionar la franquicia, visión que chocó frontalmente con lo que esperaba cualquier fan con dos dedos de sesera. Su público había madurado, pero él no. La insensatez artística de Lucas, cuando la analizo hoy, es fascinante. No sé a ustedes, pero a mí me divierte mucho imaginar el proceso creativo de determinados autores. Por ejemplo, imagino así una reunión de Martin Scorsese con su equipo de guionistas:

Guionista: … y este personaje necesita un poco más de desarrollo.

Scorsese: ¿Cuántas escenas con droga tenemos?

Guionista: Estamos tratando de crear un arco dramático, Martin.

Scorsese: Que salga esnifando cocaína. Con putas.

Guionista: Ni siquiera hemos descrito sus motivaciones, Martin.

Scorsese: Al público le flipan las escenas con droga.

Guionista: Ya tenemos veinte secuencias así, Martin.

Scorsese: (Sin escuchar, mirando el guion) Esta escena del colegio necesita más farlopa.

Cada autor acaba volcando sus manías y obsesiones en su obra. En el caso de Scorsese, se trata de epatar a sus italoamericanas y muy católicas tías mediante incontables secuencias de gente haciéndose rayas. George Lucas es un tipo anodino con intereses anodinos que, cómo no, produjo tres precuelas anodinas hasta la narcolepsia. Su mensaje era loable: pretendía narrar cómo una democracia puede convertirse en dictadura. Muy bonito. Pero, en vez de rodar una biografía de Adolf Hitler, hizo que los jedi se pasaran horas y horas hablando de tratados comerciales y votaciones del Senado galáctico. Gracias, George, pero para eso ya teníamos el canal Parlamento. Lo divertido es que Lucas no supo gestionar las críticas y se empeñó en que, como Star Wars había nacido de su cabeza, la gente se equivocaba al defenestrar aquella trilogía de senadores teniendo reuniones. La gente, esa gente. Habíamos visto, yo qué sé, a Natalie Portman protagonizando sonrojantes escenas románticas que hacían que Los Serrano pareciese El último tango en París, pero Lucas insistía en que éramos tontos, feos y malos, y que no habíamos captado su sutileza. En fin, no necesitamos imaginar el proceso creativo que condujo al desastre porque existen documentales muy divertidos y reveladores. Es fácil: en el entorno de Lucas, nadie le decía nunca que no, a nada. Nadie le advirtió de que sus nuevos guiones eran bazofia. El padre de Lars Ulrich no estaba por allí

Desanimado porque los monstruos sin sentimientos de la generación X no tuvimos piedad con las precuelas, Lucas atravesó un duelo de diversas fases. Primero, indignado, insistió en que el público no tenía derecho a juzgar lo que era una creación suya. Después, empezó a retocar compulsivamente las películas de la trilogía original en una maniobra «la pelota es mía y ya no hay partido» que mejor la analizará un psicólogo, pero que hizo imposible encontrarlas como se habían estrenado, sin añadiduras cutres. Más tarde pasó de la rabia al lloriqueo y el victimismo. Luego, empezó a amenazar con que, ¡cuidado!, igual se dedicaba a hacer cine de autor y ya no habría más Star Wars. Por último, cuando comprobó que a nadie le importaba un carajo que siguiera dirigiendo películas o no, terminó vendiendo Star Wars a Disney, para que estos se encargasen del episodio VII. Lucas había jurado y perjurado que nadie excepto él estaría detrás de un hipotético episodio VII. Que, sencillamente, no habría episodio VII en absoluto. Y, para variar, no cumplió nada de lo que había dicho. Me encanta George Lucas. Es como un niño que suelta una excusa y a la media hora ya se le ha olvidado y suelta otra distinta. No se pone de acuerdo ni consigo mismo. Tras el trato con Disney, llegó a decir que las películas de Star Wars eran «sus hijos» y que las había «vendido a los esclavistas». Este tipo es maravilloso.

Tenía razón con lo de los esclavistas, eso sí. Al firmar su trato con Disney, el pobre tipo creía que iba a ejercer como el respetado asesor-sensei de la nueva trilogía. O, en sus propias palabras, «el portador de la antorcha» que vigilaría sin descanso para se respetara las esencias de la franquicia (como si él tuviese la menor idea de cuáles eran esas esencias, pero bueno). Estaba convencido de que en Disney lo tratarían como a Obi-Wan Kenobi. La ejecutiva-tiburón de Disney que se ocupaba del asunto, Kathleen Kennedy, le hizo creer que lo iban a mantener como patriarca honorífico de todo el invento y dijo, ante la jeta del propio Lucas, que sí, que Su Señoría iba a portar la antorcha y que juntos iban a gobernar la galaxia como patriarca y ejecutiva. La señorita Kennedy, por si no están familiarizados con ella, es la sith suprema de nuestra historia. Ni el tahúr profesional J. J. Abrams, ni un Rian Johnson al que le han tocado varias loterías juntas, pinchan o cortan en este asunto. Mandan menos que el conserje. Ella está al frente. Olvídense de Sigourney Weaver: en una nueva película de Alien, Kathleen Kennedy le arrancaría la cabeza al bicho de una sola dentellada en la primera escena, para después vender el esqueleto, convenientemente blanqueado con sosa cáustica, en eBay. ¿Kathleen Kennedy Vs. Predator? Nada que hacer: ella pondría su mejor sonrisa de ejecutiva-sí-pero-en-el-fondo-soy-bonachona y cuando quisiéramos darnos cuenta, el predator estaría lloriqueando de cuclillas en un rincón, rogando por su vida. Pues bien: Lucas, todavía creyéndose respetado y convencido de que la afable Kate era su amiga del alma, se presentó un día en las oficinas de Disney con sus ideas para la nueva trilogía. Y en Disney le hicieron saber, con una palmadita en la espalda y la más corporativa de las sonrisas, que le concedían una cariñosa licencia para irse a tomar viento al país de las caquitas de oveja. Es lo que tiene cuando vendes tu obra: que de repente tiene otro dueño. Y ese dueño, a poco que empieces a molestar, no va a querer tenerte cerca. En fin, algún día se rodará la biografía de George Lucas y yo pienso estar ahí palomitas en mano esperando a que narren con todo detalle su relación con Kathleen Kennedy y el imperio de Mickey Mouse.

Star Wars: Episodio VIII – Los últimos Jedi (2017). Imagen: Walt Disney Studios Motion Pictures.

¿Qué me han parecido las nuevas películas de Disney? Digamos que he transitado por ellas como quien mira un escaparate: lo que he visto no me ha gustado nada, pero no dejo de estar separado de ello por un cristal, así que después he seguido mi paseo como si tal cosa. Igual ustedes no me creen, pero lo digo en serio. Mi confianza en lo que Disney pudiera hacer con la franquicia ya era mínima desde antes de ser testigo del resultado y entre mis cientos de defectos no se cuenta el frikismo militante, aunque me divierte fingir que sí. Cierto, adoro escribir sobre Star Wars, pero no poseo camisetas de Darth Vader ni un llavero del Halcón Milenario, así que ni siquiera puedo decir con sinceridad que me siento herido. En realidad no he sentido nada, salvo lo que suelo sentir en la actualidad con este tipo de cine: que las salas ponen el puñetero sonido a todo volumen porque proyectan para un público que no sabe estar en puto silencio. ¿Lo ven? Cuando quiero, puedo ser un cascarrabias como cualquier otro anciano, pero no voy a mentir diciendo que Disney ha despertado mi indignación cargándose Star Wars. Lo único capaz de despertarme eran los altavoces. Por lo demás, concedo que las muy mediocres relecturas de la nueva trilogía son menos abominables que las precuelas, aunque eso no era nada difícil porque el listón estaba muy bajo. Sé que se ha puesto de moda decir que, ¡eh!, las precuelas tenían sus cosas buenas… pero no voy a caer en esa trampa. Sería como afirmar que la peste bubónica tenía sus cosas buenas porque después apareció el ébola.

Todo esto, añadirá usted, es subjetivo. Puede ser. Pero, dejando mi opinión subjetiva a un lado, creo que hay una verdad indiscutible: Star Wars fue una trilogía de películas y después, aunque ha habido otras trilogías de películas y hasta algún spin off, ya no eran lo mismo. No son lo mismo. No porque sean peores películas, ni porque resulten incapaces de satisfacer a los puristas o los nostálgicos, ni porque a mí no me hayan gustado. Es que desde el punto de vista artístico y narrativo son otro tipo de producto. Hablan de otras cosas, con otros registros y pensando en un público diferente. Es así de simple. Voy a tratar de explicarlo.

El ADN de Star Wars y la prueba del brócoli

¿Qué es una película de Star Wars? Buena pregunta. Desde el punto de vista formal, una película de Star Wars es cualquier película que, en ejercicio de la pertinente propiedad intelectual de quienes la producen, es anunciada y vendida con el marchamo de Star Wars. Si Disney planta una cámara delante de un brócoli durante dos horas y decide que eso es una película de Star Wars, entonces eso es una película de Star Wars y lo que pensemos los espectadores importará un reverendo carajo. Vayan y pónganles una demanda —el pueblo contra La Trilogía del Brócoli— y desde ya les digo que perderán. Disney puede hacer lo que le plazca con esa marca comercial por la que pagó cuatro mil millones de dólares a un George Lucas que ahora es cuatro mil millones de dólares más rico pero mucho más frustrado e impotente (no, si al final Lucas conseguirá que un puñetero millonario me dé pena). Siguiendo este razonamiento, Lucas no debería protestar por lo que Disney está haciendo porque aquellas tres horrorosas deposiciones conocidas como precuelas también eran Star Wars solo porque él, por entonces dueño del invento, así lo decidió. El aspecto legal y comercial del asunto no tiene vuelta de hoja. Si esta fuese una revista de abogados, la discusión terminaría aquí.

Creo, no obstante, que todos podremos estar de acuerdo en que tenemos un concepto distinto. Con independencia de la vertiente legal o comercial, existe una identidad artística que asociamos con determinadas obras. Nadie en su sano juicio consideraría que la filmación de un brócoli es una legítima expresión de la identidad artística del universo Star Wars, aunque sea vendida con esa marca. Tiene que haber una serie de elementos reconocibles que conforman esa identidad artística y que se pueden dividir en varios niveles: están los elementos imprescindibles, están los importantes pero no imprescindibles, y están los accesorios. Si rodásemos una secuela de Don Quijote (vamos a suponer que resucita… ¡oh, spoiler!), sería imprescindible que estén Quijote y Sancho y que la relación entre ellos sea congruente con lo que ya conocemos. Sería importante, aunque quizá no imprescindible, que la acción sucediese en la España del siglo XVII. Y lo que sí sería accesorio es que salgan molinos de viento. No por meter muchos molinos de viento podríamos decir que estamos haciendo una secuela digna del argumento original del Quijote. Ahora cambien los molinos de viento por cruceros imperiales, sith, jedi, y demás parafernalia galáctica. Supongo que me siguen. No por incluir elementos accesorios o incluso importantes del mundo Star Wars tenemos una película de Star Wars, si es que faltan los elementos imprescindibles. Con Disney tenemos lo accesorio, las navecitas. Tenemos parte de lo importante, Luke, Leia, Han. Pero, ¿y lo imprescindible?

Hablemos de química. La química es una ciencia exacta: usted selecciona determinadas cantidades de ciertos elementos, los combina y así obtiene una sustancia nueva. Cada vez que repita el experimento bajo las mismas condiciones, obtendrá idénticos resultados. Pero esto es algo que no se puede hacer en el arte porque algunos de los elementos originales del primer experimento ya no estarán allí cuando pretenda replicarlo. Dicho de otro modo: podría rodarse una copia de Casablanca usando el mismo guion sin cambiar una coma, calcando cada escena con decorados idénticos a los originales, incluso usando cámaras y celuloide de la época. Pero Humphrey Bogart e Ingrid Bergman ya no estarán allí. No estará Michael Curtiz. Y no estará Peter Lorre. Algunos de los elementos originales de Casablanca sí pueden ser recuperados o copiados al milímetro, pero otros no. Por eso la química en el arte no es una ciencia exacta y se parece más a la antigua alquimia: algo esotérico que nadie sabe muy bien cuándo ni cómo funciona. La alquimia dicta que un grupo musical grabe un disco mágico, fascinante, que enamora al público, y que a los dos años grabe otro que terminará en las cubetas de segunda mano. La alquimia dicta que se junta a Jack Lemmon y Walter Matthau y se obtiene un resultado sobrenatural que el espectador puede captar aunque no se pueda explicar bien con palabras. Siempre decimos que ciertos actores y actrices «tienen química» cuando funcionan bien juntos por motivos que suelen escapar a nuestro entendimiento racional. Lo mismo sucede con todos los demás elementos de una película. Por eso hablamos del «arte del cine» y no de «ingeniería del cine». Por eso son famosos los directores y no los técnicos, porque los directores son los cocineros que se encargan de buscar que aparezca esa reacción química. Los visionarios.

La trilogía original de Star Wars no era perfecta. Se hizo sobre la marcha y contiene cabos sueltos y cosas estúpidas. La guerra de las galaxias, la primera película, era simplona, aunque efectiva. El imperio contraataca sigue siendo la mejor de todas las que lucen la marca, pero tampoco es inmaculada. El retorno del jedi fue una continuación manifiestamente irregular. En cualquier caso, aquellas tres películas, con todos los defectos que queramos achacarles, tenían algo en común: creaban un universo que funcionaba de forma mágica. Junto a George Lucas trabajaron muchas personas de gran talento que hicieron las cosas lo mejor que pudieron en diferentes ámbitos técnicos y artísticos, pero eso no era todo. Los tres actores protagonistas, Mark Hamill, Carrie Fisher y Harrison Ford, tenían carisma a raudales y creaban una dinámica espectacular en pantalla; hoy sabemos que en parte se debió a que, fuera de cámara, las relaciones entre ellos eran muy parecidas a las que existían entre sus personajes. No necesitamos mencionar la grandeza de Alec Guiness y Peter Cushing, o de la voz que James Earl Jones le puso a Darth Vader (en España, fantásticamente doblado por Constantino Romero). Y por encima de todo, y lo más importante, estaban todos los elementos que Lucas había robado, fusilado o sintetizado de fuentes bien conocidas; la trilogía era un pastiche pero consiguió capturar la magia de las historias heroicas clásicas que imitaba. Aquella combinación de factores era imposible de repetir. Y esto sigue sin ser todo.

Cuando George Lucas rodó las precuelas demostró que no tenía ni idea de qué había hecho funcionar la trilogía original. No puede decirse que pretendiese alejarse del concepto porque retomó tanto accesorio familiar como pudo (es más, los metió con calzador). Pero vamos a lo importante: aunque las precuelas llevaban el logo Star Wars, artísticamente hablando no eran películas de Star Wars como las teníamos en mente. Por muchos motivos. Para empezar, eran un subgénero distinto. La trilogía original había sido una space opera tradicional, con sus aventuras casi propias de leyendas medievales y basadas en el factor culebrón. Eran, como Lucas decía, «cuentos de hadas», aderezados con toques de cine clásico tales que la historia de amor-odio entre Leia y Han Solo. Por el contrario, las precuelas eran más bien ciencia ficción en la onda de la saga «Fundación» de Isaac Asimov, pero hecha sin gracia y mezclada con psicología barata y romances a lo Corín Tellado. Admito que George Lucas es un gran fan de la ciencia ficción y la conoce muy bien, pero su intento de cambiar de registro, además de que no funcionó por sí mismo, travestía el concepto original. La clave aquí no es que las precuelas fuesen malas películas, que lo eran, sino que representaban otro tipo de universo narrativo que se regía por otras reglas en un subgénero distinto, aunque lo intentase camuflar con multitud de criaturas similares, naves similares, uniformes similares, apellidos similares, y demás atrezo remotamente similar al de la primera trilogía. Más allá de eso, no quedaba casi ningún elemento argumental que fuese tratado de la misma manera que en la trilogía original, así que estábamos hablando no tanto de una extensión del mismo universo sino de una obra distinta pero que se presentaba bajo la misma marca porque, ya saben, la marca vende.

Piensen en El Padrino III. No era tan buena como sus dos antecesoras y tenía sus problemas. ¿Me gustó? No mucho. Además me pareció innecesaria y postiza, pero era una película digna de la saga en el sentido de que continuaba el arco dramático original y respetaba las reglas internas del universo de El Padrino. No veíamos a Michael Corleone matando soldados durante dos horas. No era Rambo III, era El Padrino III y su contenido artístico resultaba congruente con lo que asociábamos a esa marca artística. Y era un film honesto: uno pagaba por ver una película de El Padrino y obtenía, mejor o peor, una película de El Padrino. Cada narración, hasta las de fantasía, contiene sus reglas internas. Si esas reglas no se cumplen, la narración se convierte en otra cosa. Por ejemplo, Superman vuela y la kriptonita le hace daño. Nada de esto es realista ni lógico a nivel científico, pero establece los parámetros de ese universo concreto y es lo que esperamos cuando vemos a Superman. Si Superman ya no vuela sino que necesita viajar en globo y encima se bebe un zumo de kriptonita todas las mañanas, ya no hablamos de una película de Superman, sino de algo que está usando esa marca comercial para contar otra clase de historia. Que podrá ser una historia mejor, por qué no, pero que debería llamarse de otra manera. Con las precuelas, George Lucas no respetó las reglas establecidas de antemano por él mismo. Una decisión artística respetable, pero igualmente respetable es decir que las precuelas no eran dignas de formar parte del mismo canon porque establecen un segundo canon en el que Darth Vader es un niño cursi y abominable que al crecer se convierte un bakala consentido. Para quien guste de esa visión, perfecto, pero el verdadero Darth Vader era otra cosa porque formaba parte de otro entramado narrativo. Si Lucas quería adentrarse en un subgénero distinto de la ciencia ficción podía haber titulado su nueva saga de otra forma. No lo hizo porque money makes the world go round. Lucas debió de intuir que sin la marca Star Wars, a nadie le iban a interesar sus nuevas ideas. Después pudo cerciorarse cuando produjo (léase: dirigió a medias) el desastroso largometraje Red Tails y a nadie le importó un comino, porque ya no lucía la marca Star Wars. En su línea, tuvo otra rabieta y acusó a la industria y el público de racismo. Pero eh, la caída en desgracia de Lucas es ya un hito cultural en sí mismo y nos permite disfrutar de pequeñas obras maestras anónimas como este delicioso montaje que expresa a la perfección la naturaleza tragicómica de su figura:

El mismo razonamiento se puede aplicar a lo que Disney está haciendo con la nueva trilogía. Usan la marca Star Wars y usan el atrezo Star Wars porque atrae al público a los cines, pero desde un punto de vista narrativo las nuevas películas no son una continuación congruente ni lógica de los parámetros que la trilogía original estableció en su día. Ni siquiera de las precuelas. No se trata de que sean buenas o malas películas. Es que son otro tipo de obra. Las precuelas mataron el concepto original de Star Wars y ahora ya sabemos que Disney no tenía intención alguna de recuperarlo. No juzgo el hecho; Disney hará lo que le convenga con su dinero. Hay gente a la que le gusta el resultado. Y yo respeto mucho a los fans de la achicoria, pero tampoco voy a decir que algo es café si no sabe a café ni huele a café ni parece café ni está hecho con granos de café.

Star Wars con cosas

En Disney no son tontos. Al contrario que Lucas, saben perfectamente qué hizo funcionar la trilogía original. Si lo sabe usted y yo lo sé, ellos lo saben todavía mejor. Si Lucas no lo sabe, es precisamente porque es obra suya y no puede (o, a estas alturas, no quiere) verla desde fuera con distancia. En Disney también entienden, no les quepa duda, que la magia original no puede ser replicada. Saben que Daisy Ridley no es Carrie Fisher y que el carisma de Fisher es algo que no se puede comprar o fabricar. Saben que Oscar Isaac, sin duda un gran actor que ha brillado más en otros papeles, no es Harrison Ford. Y saben que Adam Driver, también un fantástico actor, no puede compararse con aquel Darth Vader que hablaba por boca de James Earl Jones. Para la nueva trilogía, Disney ha escogido a buenos intérpretes y buenos técnicos, pero son muy conscientes de que necesitan otro paradigma. Apuntan a otro público, al que planean vender sus nuevas trilogías y spin off durante unos cuantos años hasta que vuelvan a cambiar de paradigma o hasta que sencillamente vendan la gallina de los huevos de oro, ya anémica, a otro granjero.

Disney tiene sus propios planes y, al contrario que lo que sucedía con los planes de Lucas, están bien estudiados. Han optado por un reboot de la saga, es decir, por comenzarla de nuevo pero readaptando los argumentos de la trilogía original a un nuevo universo en el que imperan nuevas reglas. A grandes rasgos, El despertar de la Fuerza era un descaradísimo remake de La guerra de las galaxias, cosa que ni siquiera se molestaron en intentar disimular, pero si nos fijamos en los mecanismos internos de aquella película, aunque copiaba el argumento y contenía muchos elementos familiares, prescindía abiertamente de varias reglas del universo narrativo original. El despertar de la Fuerza debía sentar las bases del nuevo paradigma. Y, ¿cuál es el nuevo paradigma? Que Star Wars debe ir pareciéndose cada vez más a las películas de superhéroes que hoy reinan en la taquilla. Un muy comentado ejemplo: en la trilogía original, el joven Luke Skywalker era un aprendiz de héroe que al final se convierte en héroe a su pesar, porque en el camino de la sabiduría se deja la inocencia. La heroína de la nueva saga, Rey, es un personaje muy distinto. Es una superheroína desde el principio, que no necesita convertirse en nada. El viaje artúrico de Luke Skywalker no se reproduce en Rey porque a Disney no le interesa ese tipo de argumento. Quieren vender una heroína pura y bien terminada (vale, esto ha sonado mal), es decir, una superheroína. No quieren una protagonista que al principio sea débil, dubitativa y, como le sucedía al Luke Skywalker más joven, directamente tonta del bote. Se trata de mostrar una mujer fuerte desde el principio. No hay tiempo para aprendizajes. En Los últimos jedi se simulan algunas secuencias de aprendizaje, sí, pero son una trampita. No tienen efecto visible sobre un personaje que ya tenía sus estadísticas de combate a tope.

Sé lo que algunos de ustedes estarán pensando y quizá cabe comentar que no me molesta lo más mínimo que las nuevas películas de Disney tengan, como se dice en Estados Unidos, una «agenda» que cumplir. Es obvio que la tienen, pero me parece bien. Muchas buenas películas del pasado han tenido su agenda y quienes critican a Disney por eso están muy despistados en cuanto a la historia del cine. En el caso de la nueva trilogía, se apuesta por diversidad racial y por la predominancia de personajes femeninos fuertes. Es buena idea, no es un problema para mí. No tengo hijas pero, si las tuviera, querría que tengan heroínas fuertes en las que fijarse y las llevaría contentísimo al cine para que disfruten de las experiencias que yo disfruté en su día. Por lo demás, si un argumento es bueno, me da igual que lo protagonice una mujer, un homosexual cantonés o un turolense pelirrojo. Y más en un mundo de fantasía donde no hay nada establecido al respecto. Por ejemplo, a estas alturas es ridículo pensar que quienes hemos crecido viendo a la teniente Ripley o a Sarah Connor tenemos algún problema con ver a mujeres fuertes protagonizando filmes de acción. Para empezar, eso no es ninguna novedad, aunque ahora resulte más frecuente. Y aunque solo sea por motivos egoístas, prefiero pasar dos horas viendo a Scarlett Johansson o a Jennifer Lawrence que a Hugh Jackman con su mugrienta camiseta de fontanero. A cada cual lo suyo. Lo importante es que estas y otras actrices han demostrado con creces que saben llenar la pantalla en ese tipo de papeles (aunque Lawrence, creo yo, tiene muchísimo más talento que Johansson). Lena Headey es más badass y tiene más talento para expresar firmeza que el 90% de los actores masculinos. Ya nadie duda que una mujer fuerte presidiendo un film de acción es una opción artística que funciona perfectamente. No me convence del todo Daisy Ridley como actriz, pero más allá de eso me parece bien la agenda de Disney en cuanto a los personajes femeninos, la raza, o el salvar animalitos. El problema no es lo que se dice sino cómo se dice. Un discurso político puede ser admirable pero aquí estamos hablando de arte y lo relevante es la forma, no el contenido de la homilía.

El verdadero problema de las nuevas películas no es que la agenda sea demasiado visible porque hayan forzado la nota (que sí, lo admito, la han forzado) sino porque no está respaldada con grandes historias o con personajes memorables. La gente se fija en la agenda porque la gente es puñetera, de acuerdo, pero también porque no hay mucho más en lo que fijarse. En Los últimos jedi, como en El despertar de la Fuerza, todo sucede sin una mínima fluencia dramática. Todo es esquemático. Es como un videojuego, vamos de una pantalla a otra pero al final todo es lo mismo. Los personajes hacen cosas y quieren cosas porque los guionistas han decidido de antemano diseñarlos así, pero sin molestarse en construir un camino que nos haga acompañar a esos personajes y entender por qué piensan, hablan y actúan de determinada manera en cada momento. No nos permiten sentir el viaje con ellos, como podíamos sentirlo con Luke, Han o Leia. Piensen en lo que estos guionistas han hecho con Luke Skywalker. No lo digo con nostalgia ni con indignación de purista sino simplemente con genuino interés por la coherencia artística del asunto. La trilogía original nos mostró el camino de Luke hacia la sabiduría. De hecho era uno de los dos argumentos principales de la saga: en segundo plano estaba el (magnífico) romance entre Leia y Han, y en primero estaba la relación entre Luke y su padre, que también era la relación de Luke consigo mismo. Había algo realmente impactante en la evolución de Luke porque era el reflejo de la evolución de casi todos los chavales y chavalas durante la adolescencia. Primero, el padre es visto como un héroe. Después se descubre sus defectos y se le quiere «matar» en el sentido freudiano. Y por último, se entiende que el padre es también una persona con sus propios condicionantes, lo cual transforma el amor infantil nacido de la dependencia en un amor plenamente consciente y nacido de la decisión adulta de amar a esa persona por lo que es. Cuando entiendes que tus padres son personas y eso no te molesta, es que ya no eres un adolescente. Al final de El retorno del jedi, Luke ya no necesita que su padre sea un héroe ni lo ve como un villano sino como lo que es: una persona que, al igual que cualquier otra, se equivocó en su día. Y lo ama precisamente por eso, porque puede identificarse con él. Como espectador, ¿quién podría no identificarse también con ese proceso? El público, aunque no sea siempre consciente, adopta esa historia como propia. El famoso «yo soy tu padre» no impacta solo porque sea una sorpresa inesperada sino porque nos habla a todos, porque todos hemos pasado por ese trance de «un momento, ¡mi padre no es un héroe!». Los guionistas de la trilogía original la dotaron de este magnífico arco dramático que tan de cerca nos toca. Pues bien, cuando Luke aprende a amar a su padre por lo que es, también aprende a aceptarse a sí mismo como hijo y como persona. Se convierte en maestro jedi no solo por sus habilidades de combate; se convierte en un maestro porque ha encontrado la paz, porque se ha entendido a sí mismo y a la vida. Se ha vuelto comprensivo, paciente, magnánimo. ¿Cómo estaban estas cosas tan profundas en unas películas del espacio pensadas para los niños? Ahí reside la magia del asunto. Había gente inteligente detrás, que se preocupaba de revestir la aventura con un trasfondo humano creíble. La trilogía original, en mitad de todas sus batallitas pueriles, contaba cosas importantes. Incluso algunas que fueron improvisando sobre la marcha, pero que ahí siguen, funcionando después de varias décadas.

Sigamos con el ejemplo. En Los último jedi, de repente, el camino de Luke hacia la sabiduría y la paz se ha desandado. ¿Por qué? Pues porque sí. Porque Disney ha imitado las características superficiales de la primera trilogía pero no pretende mantener sus axiomas sino destruirlos. Disney ha comprado una marca para poder ponérsela a productos que van a seguir sus propias políticas. Y una de esas políticas, que no niego es astuta, nace de comprender que el universo de Star Wars es demasiado pequeño como para explotarlo tal cual. La trilogía original no puede ser continuada porque su arco dramático, como el de El Padrino, ya terminó en su día. Luke reencontró a su y padre y a sí mismo. Leia encontró su identidad y su lugar en el mundo (y de carambola, que no estaba previsto, a su padre y hermano). Darth Vader reencontró a sus hijos y a sí mismo. Han Solo, qué cosas, descubrió que prefiere el amor de una mujer guapa e inteligente al amor de Chewbacca y dejó de ser un golfo. Todos maduraron, todos crecieron. Lo de menos, en realidad, era que venciesen al Imperio. El Imperio era el McGuffin de la trilogía, una nadería, como la Estrella de la Muerte. Eso sí era para los niños. Pero en lo humano, ¿cómo prolonga uno aquellas historias? Es como pretender alargar una sinfonía añadiendo nuevos movimientos. No funcionará. Las precuelas ya nos lo demostraron: querían «continuar» la historia, aunque hacia atrás en el tiempo, y no lo consiguieron.

¿Qué solución pensó Disney para este problema? Pues deconstruir ese arco dramático para generar, como se hace en el mundo de los superhéroes, un nuevo «universo expandido». En otras palabras: broccoli is coming. El que Luke Sykwalker sea de repente un tipo amargado y neurótico, más allá de que eso moleste a los puristas, es totalmente incongruente con el universo original. No tiene sentido, ni ha sido bien desarrollado, mucho menos bien explicado. El que Rey use la fuerza con maestría sin que esté aparejado un crecimiento personal es totalmente incongruente con el universo Star Wars. Muchas cosas de las nuevas películas son incongruentes con el universo Star Wars. Pero a Disney no le importa. Es más, lo hacen a propósito.

Los últimos jedi con genitales

El principal motivo por el que Disney hace lo que hace es que el actual cine de superhéroes lo ha cambiado todo. Las sutilezas están desapareciendo del cine de acción porque el público prioritario es el adolescente, no el infantil. Quizá suene raro y voy a tratar de explicarlo, pero estoy completamente convencido de que las películas terminan siendo más adultas cuando están dirigidas a niños que cuando están pensadas para adolescentes. Ese es uno de los motivos por los que los críticos han sentido tanto entusiasmo (desmedido, quizá) por la película Wonder Woman. Algunas escenas de Wonder Woman recuperan una pequeñita parte de la sutileza que en su día tuvo el cine de superhéroes para niños. En esencia, mi idea es la siguiente: el cine de superhéroes se ha oscurecido porque eso es lo que demandan los adolescentes. Los adolescentes suelen identificar oscuridad y solemnidad exagerada con trascendencia. Es normal: en su visión maximalista del mundo, la trascendencia ha de ser siempre grandilocuente. Los grandes temas han de ser presentados de manera operística. Yo de adolescente lo veía también así. Los adultos, en cambio, no necesitan oscuridad ni solemnidad para entender que un tema es trascendente. Lo que los adultos demandan es una buena historia, ya sea trágica o cómica. Uno ve El apartamento, una comedia sin escenas oscuras ni solemnes, y entiende que es una película mucho más trascendente y tenebrosa que todas las de superhéroes oscuros juntas.

Si recuerdan la película Superman: The Movie, el primer gran blockbuster de superhéroes de la historia, sabrán que era una película dirigida a niños y por tanto incluía muchos pasajes muy estúpidos. Vista en comparación con las películas de superhéroes actuales, apenas contenía oscuridad. Pero sí contenía otra cosa: secuencias que eran muchísimo más adultas que cualquier cosa que puedan ustedes ver hoy en las superproducciones de Marvel y DC. Y lo curioso es que las secuencias más adultas eran casi todas de comedia ligera. ¿Por qué? Porque los niños no iban al cine solos, sino acompañados de sus padres. Y los guionistas tuvieron la buena idea de enviarles un guiño a los padres para que también ellos se divirtieran un poco. Mis escenas favoritas de Superman, quizá de todas las películas de superhéroes, no tienen nada que ver con la fantasía o ciencia ficción. Son las secuencias de comedia romántica entre Superman/Clark Kent y Lois Lane, que no solo aguantan mejor el paso de los años que casi todo el resto de la película sino que siguen funcionando de maravilla, como si se hubiesen rodado ayer. En especial aquella en la que una Lois Lane visiblemente cachonda —impresionante la vis cómica de Margot Kidder y el sentido de la medida de Christopher Reeve— entrevista a Superman mientras parece estar al borde de perder el oremus y lanzarse a la entrepierna del héroe para probar la efectividad de su superherramienta kriptoniana. No exagero: al preguntarle por su estatura, se le escapa una alusión al hipotético tamaño de su pene. También le interesa saber si sus funciones corporales son «normales». Vamos, una conversación abiertamente sexual en una película para niños, pero que los niños no podían entender y los padres, para su regocijo, sí.

Maravilloso intercambio, ¿no es cierto? Los niños, por descontado, no se enteraban de nada, más allá de un vago «Lois quiere a Superman», pero los padres tenían unos minutos de asueto con una secuencia de humor más propia de una comedia adulta. Cuando los críticos vieron una pizca de este enfoque en Wonder Woman, recordaron lo que las películas de superhéroes solían ser antes de que nuestro villano cinematográfico favorito, Christopher Nolan, las convirtiese en psicodramas tenebrosos para adolescentes. Antes de la revolución nolaniana, los superhéroes eran entretenimientos infantiles, sí, pero precisamente por eso los padres podían disfrutar con esta clase de secuencias concebidas para hacerles más llevaderos los estrenos a los que acudían por acompañar a sus hijos. Es una fórmula que Pixar, por ejemplo, también aplicó de forma muy inteligente y con mucho éxito. Ponemos en las películas de dibujos referencias que los mayores puedan disfrutar y así ya no se les hace tan cuesta arriba acudir a esta clase de estrenos. Muchos padres empezaron a preferir llevar a los críos a ver películas de Pixar por ese motivo y hoy casi no hay película infantil que no siga este exitoso principio. La trilogía original de Star Wars, precisamente por estar pensada para niños, abundaba también en referencias para los padres. El romance entre Leia y Han es algo que solo entiende de verdad un adulto. Está basado en un cortejo repleto de sarcasmo que esconde la intensa atracción mutua de ambos personajes, y un niño no va a reconocer que el sarcasmo puede ser una máscara para lo sexual. Eso es algo que está dirigido a los padres, una historia de amor que recuerda mucho al cine de los años cuarenta: Leia y Han son Lauren Bacall y Bogart. Por eso las secuencias de Han y Leia siguen funcionando.

El problema del cine de acción actual, insisto, es que ya no está dirigido a niños. Los guionistas ya no necesitan incluir elementos adultos para unos padres que no van a estar en las butacas. Paradójico, ¿eh? Los adolescentes se tragan las secuencias más infantiles y estúpidas del mundo siempre que se las disfrace de falsa trascendencia, esto es, de oscuridad. Pero una secuencia de superhéroes para adultos no consiste en ver a Batman deprimido en un fotograma penumbroso, sino a Superman y Lois hablando de sexo, porque cualquier adulto ha tenido conversaciones similares en las que el flirteo se disfraza de otra cosa por mil motivos. Sin embargo, ¿cuántas veces en su vida adulta ha visto usted a un superhéroe rodeado de oscuridad sentado en una cornisa para después liarse a hostias con los malos? Eso no es algo con lo que un adulto pueda identificarse. Los adolescentes sí quieren identificarse con eso, porque, aunque no lo quieran admitir, todavía viven parcialmente en un mundo de fantasía y tratan de proyectar su angustia vital en los superhéroes, lo que les hace sentirse más fuertes. Y además, les mola ver a Batman deprimido porque cuando deje de estarlo va a ser mucho más badass que antes. O algo así. Pero no lo critico porque, insisto, también fui adolescente.

Ahora, ya como espectador adulto (bueno, más o menos), el principal problema que veo en El despertar de la Fuerza y Los últimos jedi es la ausencia total de esa vertiente humana, de ese arco dramático creíble que sí existía en la trilogía original. Ahora tenemos las consabidas dosis de «oscuridad» porque el público diana de Disney está atravesando su etapa dark. Tenemos a Chikylo Ren, o Darth Emo si lo prefieren, como perfecta representación de las rabietas de la pubertad. Pero, ¿hay un romance adulto, por ejemplo? No. Rey y Chikylo se ponen cachondos mutuamente, eso lo captamos, pero no hay nada del maravilloso proceso de cortejo que existía entre Leia y Han, o entre Superman y Lois. No lo hay porque el público adolescente no lo entendería, así que para qué tomarse el trabajo de elaborar el guion hasta ese punto. Además, escribir un romance adulto es mucho más difícil, sobre todo cuando hay que tomarse la molestia de incluir una dosis efectiva de flirteo humorístico. En Disney no están para perder tiempo en desarrollar mecanismos narrativos que no sirvan a sus fines. Saben cuál es su producto, saben a qué público se dirigen, y por lo tanto saben qué elementos les sobran. La sexualidad todavía virginal de Rey y Kylo Ren no contiene flirteo, ni humor, ni ingenio. Se parece más a cuando ibas al instituto y te gustaba una chica: estabas «enamoradísimo», porque no sabías que en realidad era todo un subidón de hormonas. Si te enrollabas con ella no le preguntabas por su película favorita porque ni te importaba. Algo muy de discoteca que los adolescentes pueden entender pero que no aporta nada a una película porque no hay juego ni picardía sobre los que construir una tensión entre dos personajes. La gran diferencia entre una escena de sexo explícito (o su sucedáneo telepático) y una escena de cortejo es que la primera no aporta nada a nuestro conocimiento de los personajes, pero la segunda sí. Los Jedi del futuro, Chikylo y Rey, quizá copularán para engendrar al nuevo superhéroe galáctico, pero no hay jugueteo en sus diálogos, como sí lo ha habido en tantas y tantas grandes películas de la historia del cine. El cine de reproducción por mitosis, a lo Nolan, es el nuevo paradigma.

Apliquen esto a las demás facetas adultas que podrían incluirse en una película fantástica y que no están presentes en esta nueva trilogía. La Fuerza, por ejemplo. La Fuerza es todo lo contrario a la picardía sexual de Leia y Han, sí, porque parece algo muy franciscano, pero también es un concepto al que los adultos pueden sacar mucho jugo. Los niños entienden la Fuerza a su manera; para ellos es algo muy simple, el equivalente de la magia. Para los adultos, sin embargo, la Fuerza puede ser cualquier cosa. Puede ser el amor, aquello que une a Darth Vader con sus hijos, lo que une a Leia con Luke. Lo que en Interestellar superaba dimensiones y mandangas físicas varias porque nos lo decían y nos lo teníamos que creer, pero que en Star Wars sí era mostrado con eficacia como un presentimiento de los personajes, una perturbación en su estado de ánimo, una emoción que veíamos en pantalla sin necesidad de que nadie se pasara todo el puñetero metraje llorando. La Fuerza también puede ser también el ánimo de vivir, la sabiduría, la madurez, Dios, la iluminación zen, el monolito de 2001. La fuerza puede ser la paternidad adoptiva, como la de Obi-Wan con Luke. Lo que usted quiera. Es lo que tienen los símbolos afortunados, que cada cual los interpreta como quiere y a todos les sirve. George Lucas no captaba esto y en la segunda trilogía convirtió la Fuerza en un recuento sanguíneo. Pues bien, Disney descarta los midiclorianos y recupera la Fuerza como ente espiritual, pero la reduce a su componente más infantil: la mera magia de combate. La única expresión humana de esa Fuerza que podemos considerar remotamente parecida a la trilogía original es que sirve para que Rey y Kylo Ren se magreen sin estar en la misma habitación. Ah, y para que Leia haga el truco de Mary Poppins. Ah, y para que a Luke Skywalker le dé un infarto.

Teseractos

Lo peor de esta simplificación de conceptos, con todo, es que los guionistas ya no consideran necesario establecer una cadena causal creíble entre antecedentes, motivaciones y consecuencias. En la trilogía original, Luke quería matar a Vader porque Vader era un hijo de perra. Normal. Luego descubre que Vader es su padre, al que había tenido por un héroe, y reacciona con una lógica desesperación (de hecho, podría decirse que prefiere suicidarse a ser el hijo del monstruo que, para colmo, le acaba de cortar una mano). Tras el suicidio fallido, Luke asimila la noticia y decide que va a rescatar a Vader del Lado Oscuro. La motivación de Luke para este cambio de actitud es también lógica. Vader es su padre, se da cuenta de que tiene oportunidad de recuperarlo y decide aprovecharla. Esto, en una trilogía que fue remendada sobre la marcha, ya ven. Pero funcionaba.

Hablemos de Rey, por ejemplo. Rey decide rescatar a Kylo Ren. No sabemos muy bien por qué. Será por el calentón telepático. Construcción lógica argumental, ninguna. ¿Por qué demonios iba a querer Rey rescatar a Kylo Ren? Es lo mismo que lo de la antipática amargura de Luke. Mark Hamill está fantástico en Los últimos jedi (nunca lo vi actuar tan bien) y eso tiene mucho mérito sabiendo que el actor detestaba el guion. Por más que se haya retractado después, Hamill nos avisó muchas veces de que Disney iba a cargarse su personaje. Y así ha sido: no hay motivo coherente para que Luke actúe como lo hace en esta última película. Desde el punto de vista del desarrollo de los personajes, nada tiene sentido en la nueva trilogía. Otro detalle. El líder supremo Snoke (que, claro, tiene que ser muy feo porque es el más malo… ¡innovador!) ensalza a Darth Vader. El propio Chikylo Ren tiene a Vader como su Justin Bieber particular. Y ambos parecen haber olvidado que Darth Vader, ¡se reformó! ¡Mató al emperador con sus propias manos! La redención de Vader era el puñetero milagro eucarístico de la primera trilogía, el desenlace definitivo, el non plus ultra, y por lo tanto carece de lógica que el Imperio (o la Primera Orden, o Partido Popular, o como lo quieran llamar ahora) siga teniendo a Vader como un héroe, porque para ellos Vader fue justo lo contrario, un traidor. Esta clase de non sequitur es el defecto fundamental de los nuevos guiones; está bien que quieran cambiar de paradigma pero hacer trampas no ayuda a la solidez narrativa y no es una opción artísticamente válida. Entre El despertar de la Fuerza y Los últimos jedi, díganme qué personajes han avanzado, qué relaciones han evolucionado de manera creíble. Chikylo Ren se ha quitado el casco, pero por lo demás sigue siendo un neurótico y un «niño rata» insoportable (vean una toma falsa de Ren durante la escena del ataque con cañones a Luke Skywalker). Ni siquiera creo que sea casualidad que, excepto por el muy diferente talento de los actores que los encarnan, Kylo recuerde tanto a aquel Anakin Skywalker de Hayden Christensen. El parecido es comprensible porque en ambos casos se optó por el camino fácil: un villano con cero elaboración cuyo único atributo es la cólera. De hecho, para que vean que trato de ser justo, también el Vader de La guerra de las galaxias era un poco así, antes de que en El Imperio contraataca le otorgasen una personalidad tridimensional. En la nueva trilogía, sin embargo, Kylo Ren se sostiene gracias al actor que lo interpreta, pero poco más. Mis respetos a Adam Driver por conseguir que su personaje parezca más interesante que lo que el material escrito expresa en realidad.

¿Y cuál es la evolución de Rey? Sigue siendo la misma superheroína inmaculada de la primera entrega; entiendo que el término «Mary Sue» sea molesto para mucha gente, pero esconde una verdad que no podemos obviar y es que su construcción también es igual a cero. Carece de arco dramático. Ah, sí, ha descubierto el sexo telefónico. Los demás personajes también están donde estaban, excepto los de la antigua saga: Luke (muerto), Han (muerto) y Leia, que morirá porque, por desgracia, perdimos a Carrie Fisher. Hasta se han cargado al pobre almirante Ackbar, al que supongo servirán a la romana en alguna fiesta para ejecutivos de Disney. Los nuevos protagonistas, en cambio, son invulnerables. Ni siquiera congelan a uno, ni le cortan una mano al otro, ni lo convierten en esclava sexual a la tercera, cosas terribles que les sucedía a los protagonistas de la trilogía original. ¿Qué nos dice todo esto? Que nos hallamos ante una trilogía de transición. Adiós al antiguo mundo de Star Wars con seres humanos. Bienvenido, mundo Star Wars de los superhéroes. Que lo será hasta que los superhéroes pasen de moda y Disney decida convertir Star Wars en, que sé yo, largometrajes de skate dancing (¿y a mí que Linda Blair me parecía muy sexy en aquel completo desastre de película? Le sentó bien la posesión diabólica). Son la ausencia de evolución dramática creíble o consistente y la ausencia de algún tipo de perspectiva adulta, no la agenda multirracial o feminista de las nuevas películas, las que me parecen obstáculos insalvables. ¿Es legítimo que Disney quiera apartarse del concepto original de Star Wars? Tal vez. ¿Es legal que lo sigan llamando Star Wars? Sí, es legal, pero no es honesto. Deberían haberlo llamado de otro modo. Cosa que jamás harían, porque la marca vende por sí sola y para eso la han adquirido. Hasta podrían tener su propia plataforma al estilo Netflix gracias al tirón de Star Wars.

Disney puede permitirse una trilogía de transición porque sabe que cualquier cosa con la etiqueta será un taquillazo, por lo menos de momento. Tanta confianza tenía en ese éxito que, además de la trilogía, planearon spin offs. En los que, ya de paso, parece que quieren dejar más manga ancha. Apenas sorprende que Rogue One, sin ser tampoco una maravilla, haya resultado menos caótica y gratuita que lo que llevamos de trilogía principal. Pero bueno, todos sabemos que si no queman la franquicia con algún paso muy mal dado, están cubiertos con futuros millones de espectadores y no tienen que preocuparse por lo que los viejos decrépitos pensemos sobre estas nuevas películas. Están apuntando a una nueva generación que irá a verlas de cualquier modo. Disney quiere tener su propio universo Marvel pero con la marca Star Wars y para eso ha de desinfectar todo cuanto queda del paradigma original. Hay que acostumbrar al público a que Star Wars ya es otra cosa. Que nadie espere que se repare lo que las precuelas hicieron mal. George Lucas empezó ese trabajo de demolición, aunque de manera involuntaria, más por torpeza, desidia y falta de inspiración que por propósito consciente. Ahora Disney está terminando la tarea pero a sabiendas y con corporativa saña. Sin inspiración artística, porque ni siquiera la necesita. Su nuevo público aún no entiende de matices o arcos dramáticos. Su nuevo público quiere superhéroes y escenas que parezcan salidas de algún episodio de Dragon Ball. Con mucha oscuridad y con gente poniendo caras muy tensas para que nos demos cuenta de que hay algún tipo de emoción. Que suele ser la de que les duele la úlcera.

Técnicamente, el universo Star Wars, si entendemos como tal las reglas de juego que imperaban en la primera trilogía, empezó a morir con el estreno de La amenaza fantasma, pero nadie había tenido interés en confirmar que era una reliquia del pasado. Como dice una amiga mía, la trilogía original de Star Wars es como esa bayeta vieja con la que te sientes confortable y que te resistes a cambiar por una más nueva y reluciente pero demasiado tiesa y que no llega bien a los rincones. Y aun así, la terminarás cambiando. Star Wars es como los Rolling Stones: nadie quiere que desaparezcan aunque haga décadas que ni publican un buen disco ni sus conciertos suenan medianamente bien. Mientras estén ahí y la gente pueda verlos, sentirán que es como estar en los dorados setenta. Pero no, no lo es. Star Wars, no la marca sino el concepto artístico, dejó de existir a mediados de los ochenta. No se trata de nostalgia, sino de comparar unos productos con otros y extraer una conclusión fría y lógica: la marca sigue, pero la esencia ya no está ahí. Y esto es lo que Disney quería, así que chapeau por ellos. Se gastaron cuatro mil millones de dólares por el juguete; que lo rompan como buenamente les plazca. Veré las próximas entregas por mero interés profesional, pero lo que de verdad espero con curiosidad son esas «pequeñas películas experimentales» que George Lucas afirma querer filmar para que nadie las vea excepto él. Eso sí que me tiene intrigado… ¿qué demonios estará tramando?

En fin.

Star Wars, 1977-1983. Que la Fuerza te acompañe.


Premios Óscar 2018: una autopsia

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The Florida Project. Imagen: A24.

—¡Moonee! ¡Scotty!
—¡QUÉEEE!
—¡Moonee! ¡Scotty!
—¡QUÉEEE!
—¡Moonee! ¡Scotty!
—¡QUÉEEE!
—¡Moonee! ¡Scotty!
—¡QUÉEEEEEEEEE!

(Diálogo inicial de The Florida Project)

Ah, los Óscar. Cuando pienso en los Óscar, pienso en El mayor espectáculo del mundo, aquel largometraje dirigido por Cecil B. DeMille, donde Charlton Heston interpretaba al director de un circo y James Stewart encarnaba al payaso triste (no, ¡no me lo estoy inventando!). En tiempos se decía que fue una de las peores ganadoras al Óscar como mejor película. Aunque lo más escandaloso era que, gracias a la insensatez de los académicos del momento, le arrebató la estatuilla a insignificantes naderías como, agárrense, Solo ante el peligro de Fred Zinnemann, El hombre tranquilo de John Ford o Moulin Rouge de John Huston, que competían ese mismo año. Más despropósitos: había sido nominada a despecho de Cautivos del mal de Vincente Minnelli o Cantando bajo la lluvia de Stanley Donen, que se quedaron fuera de la lista. Aquella ceremonia fue la primera televisada en directo, así que podemos decir que semejante escarnio al séptimo arte quedó convenientemente grabado para la posteridad. Siendo justos, en el otro lado de la moneda estuvo Shirley Booth. No se preocupen si el nombre no les suena; era una respetadísima actriz teatral que, siendo ya una mujer de mediana edad, había debutado en el cine aquel mismo año. Ganó el Óscar por un papel que ya le había valido un premio Tony como mejor actriz de teatro, además de un Globo de Oro y la Palma de Oro en Cannes, así que no haberse concedido el Óscar hubiera sido sonrojante incluso para los electores de aquel año. Con su primera película, Booth fue distinguida por encima de cuatro señoras que apenas sabían interpretar: Bette Davis, Susan Hayward, Julie Harris y Joan Crawford. No está mal, ¿eh?

Con los Óscar lo tenemos todos claro, desde siempre. Son un cachondeo. Aun así, también son geniales para hablar sobre películas, directores, intérpretes y demás, que a fin de cuentas es lo que a todos nos interesa. No, esto no es una quiniela. Mi poder predictivo es casi tan inexistente como el de Neville Chamberlain, el mismo que pensaba que a Hitler se lo podía contener a besitos, de lo cual nos habla una de las películas nominadas de este año. No sé quién va a ganar, pero sí puedo decir cuáles son los candidatos que me gustaría que ganen en varias categorías porque creo que se lo merecen. No todas las categorías, pero sí las más importantes. Ah, por cierto, aún no he podido ver Phantom Thread, así que no la comentaré. La veré antes de la ceremonia, aunque después de contemplar el tráiler y diversos extractos, la idea me produce casi tanta pereza como subir el Everest en bicicleta mientras Risto Mejide me habla de su filosofía de vida.

Óscar a la mejor película

Si tuviera que resumir la temporada cinematográfica en Hollywood, diría que 2017 fue el año de las películas que produjeron chaparrones de serotonina a los críticos mientras yo me preguntaba si sus palomitas estaban untadas con éxtasis y las mías no. Quizá sea tema para otro artículo, pero hace unos años miraba la página de Rotten Tomatoes, por ejemplo, y aun sabiendo que cada persona es un mundo, el consenso mayoritario de los críticos me resultaba útil para estimar de antemano la calidad aproximada de una película. No era una herramienta infalible, pero sí orientativa un 80-90% de las veces. Esto ya no me sucede. Entro, veo altos consensos y puntuaciones medias bastante elevadas, y ya no sé a qué atenerme. O han cambiado ellos, o he cambiado yo. Y como diría Arthur C. Clarke, ambas posibilidades son igualmente aterradoras. Pero bueno, los posibles motivos por los que la crítica se está volviendo cada vez menos exigente serán dignos de un análisis aparte.

Imagen: Fox Searchlight Pictures.

Three Billboards Outside Ebbing, Missouri («Tres anuncios en las afueras»). Después de que haya quedado impune la violación y asesinato de una chica, su madre contrata tres vallas publicitarias en las afueras de su pueblo para denunciar la supuesta inacción de la policía local, que no ha encontrado al culpable. Su furiosa campaña, junto a su conducta desafiante y agresiva frente a casi cualquiera que se le cruce en el camino, desatará todo tipo de tensiones y hará que el ambiente del pueblo se vuelva irrespirable.

Quizá es mi favorita de esta lista. Creo además que tiene algunas posibilidades de ganar porque el inglés Martin McDonagh no está nominado como director y sospecho que los académicos querrían premiarlo. Recordemos que McDonagh ya ganó un Óscar al mejor cortometraje en 2005 gracias al extraordinario Six Shooter. Se le ha comparado mucho con Tarantino por la violencia insensata y teñida de comedia negra que predomina en su trabajo. Sabemos que la Academia tiene poco aprecio por Tarantino, mientras que las películas del londinense, pese a esos paralelismos superficiales entre ambos, contienen algo que se presta más a este tipo de premios: lecturas profundas que dejan al espectador pensando sobre el significado de lo que acaba de ver. Sus películas son farsas, como las de Quentin, pero también son bastante más adultas. Yo más bien situaría a McDonagh en algún punto intermedio entre Tarantino y los hermanos Coen o Jeff Nichols.

Este es el tercer largometraje de McDonagh y, como es típico de él, las frustraciones y disfunciones emocionales de los personajes son frecuentemente expresadas mediante tiros, patadas y demás explosiones de furia. Esto hace que sus argumentos contengan bastantes momentos inverosímiles y Three Billboards Outside Ebbing, Missouri no es una excepción. Su realismo es engañoso; puede parecer un drama convencional a primera vista, pero no lo es. Entiendo las críticas de quienes no capten su estilo, porque no se molesta en explicar al espectador en qué registro está narrando, pero se disfruta más su cine entendiendo que es una parodia hiperbólica. La sucesión lógica y lineal de acontecimientos está siempre supeditada a la metáfora, como en sus dos anteriores trabajos. En cualquier caso, más allá de las peculiaridades de su estilo, Three Billboards Outside Ebbing, Missouri es quizá la mejor película de McDonagh hasta la fecha —que ya es, después de aquella imperfecta pero inolvidable Escondidos en Brujas— y creo que también la mejor entre las nominadas. Al menos me ha parecido la más vibrante, la que mejor representa a un artista en un momento inspirado de su carrera.

Imagen: Universal Pictures.

The Post (Los archivos del Pentágono) narra el momento en que los responsables del periódico The Washington Post se vieron ante la difícil decisión de continuar publicando unos documentos secretos que aireaban las mentiras de varios presidentes sobre la guerra de Vietnam, sabiendo que se arriesgaban a serios problemas judiciales.

Tuve sentimientos encontrados con esta película. La materia prima es buena. El cine sobre periodismo suele ser interesante. La historia real de los «Papeles del Pentágono» fue fascinante (aunque no es exactamente la que se nos cuenta aquí, ahora verán por qué insisto en ello). Tenemos un grande tras la cámara, Steven Spielberg. Tenemos grandes nombres en el reparto. Tenemos la intervención de uno de los guionistas que trabajó en aquella magnífica Spotlight, que también trataba sobre periodismo. ¿El resultado? Correcto. Que es lo mínimo que se puede esperar de uno de los grandes cineastas estadounidenses. Correcto, pero también rutinario. Y lo digo con melancolía, porque soy fan de Spielberg y de verdad esperaba con ansia esta película. Que contiene muchísimo oficio, desde luego, pero carece de la vivacidad y la tensión de Spotlight o Todos los hombres del presidente. La comparación es inevitable. En aquellas otras dos películas uno era arrastrado por la importancia social del momento y por la tensión creciente surgida, creo yo, del hecho de que se centraban en el trabajo a pie de calle de los reporteros, situando al espectador cara a cara con el desarrollo de la investigación y haciéndonos entender lo trabajoso que era abrirse camino para desvelar ciertas historias. The Post, por el contrario, deja ese aspecto de lado. Para empezar, porque quienes empezaron a publicar los papeles —y se llevaron un Pulitzer— no fueron los del Washington Post, sino los del New York Times. Esto no es un detalle tonto. Afecta al tipo de película que vemos, y por tanto a su efectividad. The Post es como una hagiografía de la dueña del periódico, Kay Graham, y trata de convencernos de que toda la historia se centraba en ella. No niego la importancia ni los méritos del personaje, desde luego, pero mientras las otras dos cintas mostraban a los reporteros como soldados en las trincheras, The Post muestra a la generala tomando decisiones en su lujoso despacho, rodeada de sus amigos millonarios. Y el problema de eso que es no da para una película tan intensa como las otras dos.

No me malinterpreten: The Post cumple con el sota, caballo y rey de una producción estándar de Hollywood. No tiene grandes defectos. Profesionalidad máxima. Lo malo es que tampoco tiene enormes virtudes, porque nunca se sale de ese estándar. No creo que vaya a entrar en el grupo de las grandes creaciones de Spielberg. Es una buena película, pero no creo que merezca ser distinguida como la mejor de la temporada.

Imagen: Warner Bros Pictures.

Dunkirk («Dunkerque») nos lleva al principio de la II Guerra Mundial, en 1940, recreando la evacuación marítima de las tropas británicas que, rodeadas por los alemanes, de milagro no fueron aniquiladas en las playas del norte de Francia. Me resulta curioso que sea la película de Christopher Nolan que más me ha entretenido en años, porque es obvio que casi no contiene argumento y es más bien una sucesión de espectaculares secuencias bélicas. Pensándolo bien, quizá me haya entretenido justamente por eso, porque no hay que enfrentarse a la robótica aunque melodramática aproximación de Nolan a las historias humanas ni, en especial, a los diálogos marca de la casa, siempre repletos de explicaciones innecesarias y una solemnidad hilarante. Eso es un alivio. ¿Qué es entonces Dunkerque? Pues un gran despliegue de virtuosismo técnico, aunque por momentos parece más un videojuego. Uno muy bien hecho, eso sí, ¡con aviones de verdad! Me gustan las secuencias con aviones volando y demás malabarismos bélicos en pantalla, pero eso no basta para justificar la nominación de una película entre las mejores del año. Si así fuera, la acojonante secuencia del bombardeo de Pearl Harbor en Tora! Tora! Tora!, en la que también veíamos aviones reales —haciendo vuelo rasante sobre edificios y barbaridades por el estilo—, bastaría para considerar aquel largometraje como una obra maestra del cine. Y no lo era. Era una película normal, o mediocre si prefieren, pero que contenía una secuencia fuera de lo normal. Aquí sucede lo mismo. Todo es visualmente espectacular, hay secuencias muy, muy bien rodadas, pero no hay una historia memorable que las hilvane. No es una película con un argumento profundo y convincente. Es un gran espectáculo visual, especialmente recomendado para quienes disfruten con parafernalia de la II Guerra Mundial. Tiene algunos buenos momentos de suspense. No mucho más. Aunque ojo, y esto quizá sorprenda a los lectores habituales, le tengo reservados unos elogios a don Cristopher. No miento, sigan leyendo.

Imagen: Sony Pictures Classics.

Call Me By Your Name narra la historia de amor clandestina entre un adolescente y un hombre adulto, amigo de sus padres. Ya saben, la película que «emocionó a los críticos en el festival Tal» y «conquistó a los críticos en el festival Cual». Bien, puedo decir tres cosas. Una, que está escrita con madurez, inteligencia y precisión. No es una película «para público homosexual», sea lo que sea que eso signifique; quiero decir que no es Los amantes pasajeros de Almodóvar. Call Me By Your Name es una historia escrita con una perspectiva universal, donde el detalle del género de los protagonistas es lo único que la distingue de una película romántica habitual, y hasta el más heterosexual de los espectadores/as la entenderá sin problemas. Dos, está rodada con un ritmo pausado, muy alejado de los artificios habituales de Hollywood y por momentos casi proustiano, lo cual es un propósito muy loable. Y tres, me pasé la primera hora y media mirando el reloj, pensando qué demonios era lo que había emocionado tanto a los críticos y qué se habían fumado ese día.

Entonces llegó el final de la película, con dos secuencias que realmente resumen el alma de la historia. Una a cargo del actor protagonista, del que ya hablaremos más abajo, y otra a cargo de Michael Stuhlbarg, que aparece en ¡tres! de los títulos nominados como mejor película, y que lleva años demostrando por qué es uno de los actores favoritos de los cineastas, que se pelean por hacerse con sus servicios. Esas dos escenas, que pese a su minimalismo fueron lo que de verdad me sacó del letargo y me dejaron boquiabierto, son, por sí mismas, impresionantes. Si hubiese un Óscar a la mejor secuencia, esta película se merecería dos estatuillas. El problema es que todo lo que conduce a esos dos momentos de clímax emocional, aunque sea de buena calidad, es quizá demasiado lento y quizá demasiado largo. No me apetece volver a verlo por segunda vez; hubiese funcionado tan bien o mejor con treinta o cuarenta minutos menos. Despliegues visuales como los de Tarkovsky o Kurosawa pueden justificar el abuso de metraje, pero aquí no tenemos nada similar. Es más, sin las dos secuencias memorables que menciono, dudo que la película hubiese causado el mismo revuelo entre la crítica. A mí, desde luego, no me hubiese dejado la menor huella. Eso sí, también me parece evidente que la película ha sido planeada pensando siempre en esas dos secuencias, así que el mérito no es casual. Como sea, está muy bien hecha y es muy recomendable para los espectadores que disfruten con historias sutiles a fuego lento. A otro tipo de espectadores les parecerá insufrible. Creo que la nominación es muy merecida, aunque no veo que como conjunto esté por encima de Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, por ejemplo. Mejor película del año, no. Una de las mejores, sí.

Imagen: Fox Searchlight Pictures.

The Shape of Water («La forma del agua») narra otra historia de amor clandestina, en este caso entre una mujer muda y un extraño hombre pez. Para entendernos, lo que Call Me By Your Name describe con un drama realista, aquí es presentado como un cuento de hadas. Seré sincero: no consigo meterme en el universo de Guillermo del Toro. Es un buen cineasta, muy imaginativo y técnicamente impecable pero, aparte de que su mundo mágico me resbala, tengo un par de problemas con esta película en concreto. Uno, que el romance, núcleo del argumento, no es creíble. Y no, no tiene nada que ver con que el tipo sea un pez. En Call Me By Your Name no tengo problema alguno para creerme el romance, por más que yo no sea homosexual ni me identifique con ello, porque está bien construido y presentado. Puedo entender a los protagonistas, al menos hasta donde me resulta factible. Aquí, sin embargo, el romance es simplemente algo que sucede de forma artificiosa, sin apenas construcción previa. Y eso, creo yo, es un gran defecto en una película cuyo tema central es el amor. Hasta John Carpenter, que tenía sus propios defectos, construyó mejor este tipo de romance exótico en Starman. Que no era una obra maestra. Es posible que The Shape of Water sea mejor película en varios aspectos, pero en Starman, al menos, había espacio para que entendiéramos por qué surge el amor entre una mujer humana y un extraterrestre.

El otro problema es que Guillermo el Toro no se ha decidido por un estilo en concreto. The Shape of Water es como un pastiche de Starman, La bella y la bestia, E.T., La criatura del lago, Amélie, y otros títulos, pero no sigue la senda de ninguno en particular. El tono general de cuento de hadas es más un barniz que un lenguaje coherente, como supongo que pasaba en otras de sus películas. En ese sentido, y muy en especial en esta película, Guillermo del Toro es como Tim Burton: con demasiada frecuencia requiere de la complicidad que el espectador le ha entregado de antemano, de sus ganas previas de sumergirse en ese mundo. Como ese no es mi caso, las virtudes del largometraje, que las tiene sin duda, me han parecido tan evidentes como secundarias. Por descontado, sé que esto es subjetivo. En el mundo de Martin McDonagh sí me meto, y me consta que hay gente que no. Ah, un tercer problema a añadir: el mensaje de The Shape of Water será muy bonito pero es simplista, mucho. Basta compararlo con el mensaje de Three Billboards Outside Ebbing, Missouri o Get Out. En el aspecto técnico, eso sí, todo impecable. Que del Toro esté nominado como director me parece razonable. Aunque The Shape of Water no me parece la mejor película de la temporada hollywoodiense ni la mejor en esta lista. Pese a todo, respeto la nominación.

Comento, como curiosidad, que el cineasta mexicano ha sido acusado de plagiar un cortometraje holandés del año 2015. Por entonces, llevaba ya años trabajando en este proyecto, así que no me atrevo a emitir un juicio al respecto. No sé si alguien copió a alguien, o si del Toro decidió «actualizar» su proyecto después de ver el corto. Desconozco si la estadística puede explicar la asombrosa coincidencia, porque soy muy malo con los números y desde luego quiero concederle a todo el mundo el beneficio de la duda. Eso sí, tras ver la película primero y el susodicho corto después, los parecidos me parecieron extraordinarios. No sé muy bien qué pensar.

Imagen: Universal Pictures.

Lo siento, pero esto sí que no lo entiendo. Lady Bird es la historia, que hemos visto mil veces, de la adolescente que está integrándose en el mundo, con exactamente los mismos temas argumentales de siempre. Cree que su madre no la entiende, no valora a su mejor amiga, desengaños con el amor, etc.

Empecemos por el principio: no es una mala película. Seguro que es mejor que muchas de la misma temática hechas en el pasado, porque las ha habido muy malas. Pero está dirigida de manera competente, no descollante. Tiene un guion convencional que contiene lo de costumbre, con un humor que, en el mejor de los casos, resulta funcional. Y un drama que, en el mejor de los casos, resulta rutinario. Las interpretaciones son buenas, eso sí, y algunas por momentos fantásticas, pero para eso están los Óscar que premian a los intérpretes. Si hablamos de la transición entre adolescencia y madurez, Call Me By Your Name lo hace de manera menos entretenida, pero mucho más inteligente y profunda.

El fenómeno en torno a esta película es digno de estudio. Saltó a los titulares porque batió un record en la página de Rotten Tomatoes, donde hubo un momento en que, con alrededor de ciento setenta opiniones de críticos recopiladas, el 100% eran opiniones positivas (además, la nota media era muy alta, de ocho y pico). Algo que no sucede prácticamente nunca, ni siquiera con los títulos más elogiados, porque siempre hay algún disidente que tenía dolor de cabeza ese día, o estaba cabreado porque se le volcaron las palomitas, o lo que sea. Que haya discrepantes es lo normal. Lo más flipante es que, cuando por fin hubo un crítico que envió una mala opinión y rebajó el porcentaje al 99%, empezó a sufrir un furibundo acoso en Twitter. En serio, todo esto se me escapa. Igual soy yo quien está equivocado, seguramente porque la película es demasiado elevada e inteligente para mí, y dentro de una década se considerará Lady Bird una obra maestra, o, como dicen en el New York Times, «perfección en la gran pantalla». Perfección en la gran pantalla, amigos y amigas. Casi me siento mal por no ser capaz de captarlo. Me lo tiene que explicar algún espíritu compasivo. ¿En qué consistirá eso que no consigo ver?

Imagen: Universal Pictures.

Get Out («Déjame salir») trata sobre un joven fotógrafo negro que va a pasar un fin de semana en la casa de los adinerados padres de su novia blanca, a los que aún no conoce. Aunque le preocupa el rechazo por el tema racial, es recibido con cariño y entusiasmo. Pero, conforme transcurre el metraje, las cosas se ponen cada vez más raras y el pobre tipo tiene la sensación de que algo huele a podrido hasta que, en efecto, la agradable visita adquiere tintes de pesadilla.

El debut como director del cómico Jordan Peele fue una de las grandes sorpresas del 2017 porque, aunque no es una película perfecta, sí ofrece cosas que son un cambio refrescante respecto a lo que se suele ver en Hollywood. Es un híbrido entre el cine de terror y la crónica social, una aguda metáfora sobre el racismo que evita todos los lugares comunes que podamos imaginar. De hecho, es lo más positivo del film: la tremenda originalidad con la que aborda un tema muchas veces tratado en el cine. Con una premisa algo tramposa pero muy efectiva, Peele consigue que nos hagamos una ligera idea de cómo se siente un negro estadounidense, incluso uno exitoso y con talento, en relación con la sociedad mayoritariamente blanca. Y lo mejor es que, pese a que al final de la película nos explican qué demonios ha estado pasando antes y se supone que ya disponemos de toda la información, nos sigue dando qué pensar. De hecho, la metáfora no termina con la explicación final: basta escuchar alguna entrevista con el director para entender que la historia contiene incluso más lecturas. Así pues, una intriga muy conseguida sobre un simbolismo novedoso, un uso muy inteligente del humor (el único personaje gracioso apenas tiene intervención en el argumento, así que no perjudica el ambiente general de angustia) y un final que al menos no es el final mucho más facilón que parecía prácticamente cantado y que Jordan Peele, con gran habilidad, esquiva. Quizá mi segunda preferencia para la estatuilla, aunque el tono de cine de terror no suele gustar a la Academia.

Imagen: Focus Features.

Darkest Hour («El instante más oscuro») relata el ascenso de Winston Churchill al poder y su papel como catalizador del ánimo británico ante la guerra contra los nazis, que en aquel momento, a ojos de los menos optimistas, parecía casi perdida. Un asunto muy interesante que es tratado de manera tristemente convencional. La ejecución de la película es irregular. No es mala, como no lo es ninguna otra de la lista. Pero tampoco es inspirada. Va de lo previsible a lo gris, de lo gris a lo ramplón, y pasando a veces por lo decididamente cursi. Los mimbres son buenos, sobre todo un reparto de alto nivel; más abajo glosaremos las hazañas de su protagonista. Está muy claro que el guionista ha visto películas como El hundimiento y series como John Adams, porque contiene elementos que parecen tomados directamente de estas, además de muchos momentos previsibles, en lo que algún crítico ha descrito de forma genial como un «grandes éxitos de Winston Churchill». Pero los diálogos son muy buenos, repletos de un finísimo humor, que daba para una película mucho más vivaz y cercana. El principal problema de Darkest Hour, creo yo, estriba en la dirección. Digamos que tiene mejores diálogos que The Post, pero The Post, aunque también es demasiado convencional, está claramente por encima de esta en cuanto a calidad global. Aquí no está Spielberg, y se nota. El Spielberg menos inspirado es mucho mejor director que el Joe Wright menos inspirado. Wright, me parece, no ha terminado de captar que este argumento requería un tratamiento distinto al de Orgullo y prejuicio, Expiación o Anna Karenina. Hay secuencias correctas dentro de su total falta de originalidad, pero bastantes otras que rayan en el telefilm, y algunos toques de «cine de tacitas» que descolocan bastante en lo que, a fin de cuentas, no deja de ser una epopeya política que hubiese agradecido más mala leche. Que era Churchill, no Torrebruno. Una lástima, porque la interpretación central sí es épica.

Mejor dirección

Imagen: Warner Bros Pictures.

Los lectores habituales no me creerán, pero opino que Nolan, con el que siempre me meto, es mi preferido para ganar la estatuilla este año. Eso sí, porque no han sido nominados tipos como Martin McDonagh o Sean Baker, director de The Florida Project. Dejen que insista en lo de Baker: muchas veces olvidamos que la dirección no solo se ocupa del aspecto visual, del ritmo y del concepto general de la película. También se ocupa de dirigir a los actores, y lo que Baker hace en The Florida Project, consiguiendo que niños de siete y ocho años actúen con una naturalidad y poder de convicción que recuerdo haber visto muy pocas veces antes en una película, si es que alguna vez lo había visto. No es el único motivo, pero sí el más destacado por el que Baker debería haber estado en esta lista. Ya saben lo que decía Hitchcock con mucha razón: «No hagas cine con niños, ni con perros, ni con Charles Laughton». Bueno, Laughton era un grandioso actor, pero parece que a Hitchcock no le entusiasmaba trabajar con él. Pues bien, me pasé todo el metraje preguntándome cómo había conseguido Baker que los niños, por lo general lo más prescindible de cualquier largometraje, fuesen aquí lo más convincente.

Pero bueno, así las cosas y teniendo la lista de nominados que tenemos, Nolan es mi primera opción como mejor director. Los males de Dunkirk básicamente consisten en lo tenue de la historia, pero son culpa del guion. Que lo escribió él, sí, pero lo que aquí se premia es la dirección, no la escritura, y Nolan ha hecho un enorme trabajo detrás de las cámaras. Solo le ha flaqueado la batuta con los actores; basta ver al usualmente infalible Mark Rylance, que parece bajo los efectos del Rohipnol. Pero como cerebro cinematográfico de todas las secuencias de acción y suspense, Nolan ha estado a un nivel formidable. Eso sí, por el amor de Dios, que se contenga de una vez con la música. Que le den el Óscar si promete hacer una película sin banda sonora. Creo que Nolan ha nacido cien años tarde; como director de cine mudo, sin música y sin diálogos, hasta yo sería su fan.

El otro nombre que me parece merecedor por encima del resto es Jordan Peele. Ha hecho una película más redonda que Dunkirk. Nolan ha sabido sacarles todo el provecho a los enormes medios que tenía entre manos, lo cual tampoco era nada fácil, pero Peele ha manejado bien todos los aspectos, incluyendo la dirección de actores. Aun así, tendrá tiempo de ganar su Óscar si continúa por la misma senda. En cuanto a Guillermo del Toro, como de costumbre, dirige lo bastante bien como para que la nominación me parezca correcta con independencia de que su película no me haya gustado. Más problemático veo lo de Greta Gerwig; sé que hay pocas mujeres directoras y que la tentación de premiar a una mujer es fuerte, pero en Lady Bird no hay nada que igual o supere a los mencionados. De momento, Gerwig no es la nueva Kathryn Bigelow. Ojalá llegue a serlo, Dios sabe que Hollywood necesita más mujeres detrás de la cámara, pero no por eso deberían concederle un Óscar a una cineasta que ha debutado con una dirección buena, pero no descollante. Es posible que con sus próximas películas llegue a merecerlo más.

Mejor actriz

Imagen: Fox Searchlight Pictures.

Este apartado sí que está peleado. El nivel es altísimo. Curiosamente, la única que para mí está de más es Meryl Streep, a la que ya nominan sencillamente por ser Meryl Streep. La Academia tiene una especie de fijación hipnótica con Meryl Streep. Es buena, ya lo sabemos, pero su trabajo en The Post no puede, ni debería, eclipsar lo que sus otras cuatro colegas nominadas han hecho en sus respectivas películas. Cualquiera de ellas lo merece más.

Tengo dos favoritas. La primera, por descontado, es Frances McDormand, absolutamente arrolladora como la versión femenina de Harry el Sucio en Tres Anuncios a las afueras. Esta mujer es un prodigio. Siempre que decide que va a ponerse ante las cámaras para hacer cosas que se salen de lo normal, es imposible no rendirse a su trabajo. En 1997, cuando ganó el Óscar por su alucinante, inmaculado, inolvidable trabajo en Fargo, hubiese sido casi una blasfemia que no le hubieran concedido la estatuilla. Este año sucede algo parecido, aunque admito que la competencia es tan fuerte que podría entender —aunque no compartir— que no llegue a ganar. Siempre, eso sí, que no se lo den a Meryl Streep por ser Meryl Streep. No soy muy bueno en las quinielas, insisto, pero me sorprendería muchísimo que no McDormand no gane. Es una fuerza de la naturaleza.

Mi segunda favorita, sin ninguna duda, es Margot Robbie. Despuntó con El lobo de Wall Street, donde tardó bien poco en demostrar que no estaba ahí por su físico; de hecho, no le costó sobrepasar a DiCaprio en una película concebida para lucimiento de este. Cuando una actriz es tan guapa y alcanza la fama con un papel de bomba sexual, es fácil que Hollywood la encasille. Ahora sucede menos, pero recuerden el via crucis de películas malas (o películas mejores, pero menospreciadas) que tuvo que atravesar Jennifer Connelly antes de ganar un Óscar y que la industria se la tomase por fin en serio. Margot Robbie tuvo claro que iba a ser más fuerte que Hollywood. En Suicide Squad se las arregló para ser lo único que se salvaba del desastre generalizado. Y este año, su interpretación de la patinadora Tonya Harding en I, Tonya es algo que hay que ver para creer. Se sube la película a los hombros de tal manera que, al llegar los créditos finales, la pantalla parece iluminarse con la palabra «nominación». Quienes decían que Margot era demasiado guapa para interpretar a Harding no podían estar más equivocados. Sí, la diferencia física entre ambas es evidente, pero esta actriz tampoco aparenta quince años y eso no le impide interpretar de manera creíble, salvo en el aspecto, a una adolescente de pueblo. Todo, absolutamente todo, lo hace bien en una película donde es muy buena en los momentos de drama y muy buena en los momentos de comedia. Un recital. Cualquier que lo haya visto sabe que Margot Robbie tiene un talento enorme y va a ser una grande.

También está fantástica Sally Hawkins en The Shape of Water. Ella fue prácticamente lo único que me creí de la película junto a Octavia Spencer y Richard Jenkins, nominados ambos como secundarios. Ah, y cómo no Michael Shannon, por más que Guillermo del Toro le diera un papel que consistía en hacer una vez más de general Zod. Volviendo a Hawkins, su personaje es mudo, lo que siempre ayuda de cara a los Óscar, pero eso no debe ocultar el hecho de que expresa en todo momento la información emocional que el espectador necesita saber, siempre con exquisita sensibilidad y un tremebundo sentido de la medida. En mitad de un largometraje de registro cinematográfico cambiante, Sally Hawkins sostiene todo el entramado con su magnífica expresividad. Grandísima actriz. En cuanto a la jovencísima Saoirse Ronan, recibe su tercera nominación a los veintitrés años, batiendo por unos meses el récord de Jennifer Lawrence. Bien, ese récord debería haber pertenecido a Isabelle Adjani: nominada dos veces, una a los diecinueve años y, en ambos casos, ¡por películas en francés!, aunque no por otras en las que lo merecía tanto o más (¡no la nominaron por La posesión! Infamia eterna). Pero bueno, aunque Lady Bird no me haya parecido nada para tirar cohetes, no puedo menos que confirmar que Saoirse lo hace de maravilla y con frecuencia se eleva muy mucho por encima de la propia película. Su personaje, nada interesante sobre el papel, cobra vida única y exclusivamente porque ella lo encarna. Tiene una gran intuición para situarse en cada secuencia y responder a lo que el momento requiere, es algo que se nota mucho. En detrimento de sus posibilidades de estatuilla, su papel de chica común da para mucho menos que los papeles de McDormand, Robbie o Hawkins.

Mejor actor

Imagen: Focus Features.

No soy un gran fan de Gary Oldman. Aun así, estuve todo el metraje de Darkest Hour con la boca abierta, contemplando la magnificencia de su apoteósica encarnación de Winston Churchill. No se trata de que lo imite bien, es que, bajo la imitación y el maquillaje, Oldman le confiere al personaje una vida y verosimilitud que excede, con mucho, el tono grisáceo de la propia película. Creo que es la mejor interpretación de toda su carrera, o la mejor que yo recuerdo. Como poco, puedo decir que jamás me había impresionado tanto en un papel. Me quito el sombrero. Lo que hace es tan, tan bueno, que cuando otro actor encarne a Churchill en el futuro, la gente lo va a comparar siempre con Oldman. Nunca pensé que diría algo así de este actor, pero él y su trabajo aquí son el único motivo por el que volvería a ver esta película.

Hay, no obstante, otro candidato muy firme: el joven Thimotée Chalamet, protagonista de Call Me By Your Name. Viendo esa película, cuesta creer que Chalamet sea el mismo que tiene una insulsa aparición en Lady Bird. Su interpretación de un adolescente que experimenta un dubitativo despertar al sexo y al amor es extraordinaria. Si alguien no está convencido de esto durante el metraje, solo tiene que esperar a cierta escena que consiste en un larguísimo primer plano de su rostro. No sé cuánto dura ese plano, pero ahora mismo no recuerdo otro parecido en el que un actor se vea obligado a mantener una expresividad semejante durante tanto tiempo, sin pausas, sin cortes, sin desfallecer y sin dejar caer el silencioso clímax emocional en ningún instante. Creo que no exagero cuando digo que ese plano, por sí solo, bastaría para considerar a Chalamet una de las grandes promesas de Hollywood. Durante el resto del film hace un trabajo tremendamente creíble y se merienda (no solo en sentido literal) a su compañero de reparto, que es bastante más anodino. Chalamet tiene veintidós años, así que debería dar muchísimo de sí en el futuro, si Holywood no lo arruina como a Ryan Gosling (¿Qué fue del Gosling de El creyente? ¿Fue sustituido por un replicante?).

En la lista también tenemos a dos buques insignia que son, además, dos ojitos derechos de la Academia. Denzel Washington va por su octava nominación. Normal; es raro que el tipo flojee en una película. No siempre está al mismo nivel, claro, pero tampoco recuerdo verlo alguna vez en pantalla y pensar que estaba actuando con desgana o demasiado fuera de forma. En esta ocasión, se presenta en una película algo fallida, Roman J. Israel, Esq., donde interpreta a un abogado idealista. Y él es la película. Él hace que su personaje resulte mucho más complejo de lo que podría haber sido, con multitud de pequeños gestos inusuales en su manera de interpretar pero que funcionan de maravilla. El que nos sorprenda a estas alturas con esos nuevos matices es muy meritorio, ya que es un actor al que hemos visto mil veces durante muchos años. Gracias él, la película tiene cierto interés del que carecería con otro actor al frente. Este tipo es un grande, no vamos a descubrirlo ahora. Y bueno, la película de Daniel Day Lewis no la he visto, pero ha dicho que se va a retirar definitivamente y eso, cómo no, huele a posible premio cuasi honorífico. Sobre todo porque, conociendo al tipo, ¡es capaz de retirarse de verdad! Ya saben, se irá a plantar geranios en Eslovaquia, a fabricar embutidos a Teruel, o a hacer alguna de esas cosas raras que hace cuando se agobia.

Daniel Kaluuya también hace un gran trabajo en Get Out. Su rostro es el principal vehículo para que el espectador capte el horror y la confusión que abruman su personaje. Lleva años apareciendo en películas y series, pero este debería ser su pasaporte definitivo hacia el estrellato, y no creo que la factoría de los sueños esté para dejar pasar el talento. Su nominación es más que merecida pero, por desgracia para él, creo que lo tiene complicado con Oldman, Washington, Chalamet y Daniel Day Lewis en la misma lista.

Mejor actriz secundaria

Imagen: Neon Films.

Mis dos favoritas de este año interpretan ambas, curiosamente, a madres problemáticas. Allison Janney, cuya colección de premios y nominaciones no cabría en una nave industrial —aunque es la primera vez que está nominada para un Óscar—, encarna a la gélidamente terrorífica madre de Tonya Harding en I, Tonya. Y bueno, qué decir, lo suyo es acojonante, en todas las acepciones de la palabra. Apenas cambia el gesto en toda la película, si es que lo cambia en absoluto, pero hace ese algo que solo un puñado de intérpretes son capaces de hacer. I, Tonya es una película en la que podrán ver juntas dos de las mejores interpretaciones del último año, si no del último lustro. Los duelos de Janney con Margot Robbie son de esas cosas que se pueden contemplar una y otra vez por puro placer. La manera en que Janney, con lo mínimo, desprende sadismo y amargura por cada poro en cada segundo que la contemplamos en pantalla… bueno, si han visto la película, ya saben a lo que me refiero. Me gustaría que se lleve la estatuilla por esto. No puedo pensar en otra mujer de esta categoría que lo iguale.

Se acerca, eso sí, Laurie Metcalf. La conocerán por su papel de Mary Cooper, la madre cristiana, facha y paleta de Sheldon Cooper en The Big Bang Theory, que es una auténtica delicia de personaje, con su voz cazallera y su endiablado acento tejano. En Lady Bird, Metcalf hace un papel mucho más serio, el de madre atribulada e infeliz con un pasado traumático y dificultades para expresar sus emociones. Resulta increíble lo diferente que puede parecer en un papel y otro, por momentos es difícil creer que sea la misma persona: el acento, la voz, la forma de hablar, de gesticular, de mirar. Impresionante. Creo que la susodicha Allison Janney merece más el Óscar este año, pero no protestaré si Laurie Metcalf lo consigue.

Mención especial para Octavia Spencer, que también brilla en The Shape of Water, aunque en detrimento de su trabajo, y no por culpa suya, va la escasa construcción de su personaje y el hecho de que sea más secundario que el de las dos anteriores. Hace lo mejor con el material que le dan y eso me basta para pensar que su nominación está más que justificada. Eso sí, si dependiera de mí, no debería llevarse el trofeo por delante de ellas.

Mejor actor secundario

Imagen: A24.

Varios favoritos aquí. Sam Rockwell es uno, por el difícil personaje de policía pueblerino, alcohólico y jodido de la cabeza en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. En manos de un actor menos talentoso, ese personaje podía haberse quedado en una caricatura, pero Rockwell nos va revelando las distintas facetas del complejo individuo y consigue hacerlas creíbles conforme van apareciendo. Por esta misma película ha sido nominado Woody Harrelson. Nunca entenderé lo de Harrelson. Hace bien algunas cosas, pero son siempre las mismas cosas en prácticamente todas sus películas. Y hay otras cosas que nunca consigue hacer, aunque admito que lo sabe disimular, fingiendo que juega al minimalismo. El mismo minimalismo del que se olvida cuando toca hacer algo que sí sabe hacer, no sé si me siguen. Woody Harrelson tiene más talento para parecer buen actor que para serlo de verdad. Pero bueno, eso un talento, al fin y al cabo. Miren a dónde ha llegado, y eso que era el tonto de Cheers. Nadie en su sano juicio hubiese dado un duro por entonces.

Mención especial para Christopher Plummer, nominado por tercera vez desde el 2010 (antes era siempre ignorado y nunca entendí por qué). Nominación merecida, por supuesto, ya que él es lo mejor de All The Money In The World, y además en un papel que interpretó de urgencia porque Ridley Scott decidió prescindir de lo rodado por Kevin Spacey. Ni que decir tiene que, además de apropiarse del papel como si lo hubiesen planeado para él, es hasta gracioso contemplar cómo Plummer, sin el menor esfuerzo, reduce a cenizas al inútil de Mark Wahlberg. Un grande.

Y no podemos olvidar a Willem Dafoe, nominado por la interpretación más sutil y contenida que se le recuerda. Hace de casero gruñón pero de buen corazón en The Florida Project. Sí, así dicho, suena al típico personaje cascarrabias pero en el fondo acaramelado cual abuelito de Heidi. Y no, no es así. Dafoe no concede un puñetero milímetro al sentimentalismo. Es él quien canaliza los pensamientos y sentimientos del espectador adulto durante esta maravillosa, si bien algo anárquica, crónica de la infancia que es The Florida Project. Al principio me costó pillar todos los matices de su interpretación pero, poco a poco, fui entendiendo la grandeza de lo que hace aquí. Es increíblemente minimalista en muchos momentos, algo a lo que no nos tiene acostumbrados. Y desprende ternura en otros, algo a lo que, definitivamente, tampoco nos tenía acostumbrados.

Mejor guion original

Mi favorito es el de Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. Martin McDonagh ya fue nominado en este apartado en 2009 gracias al absolutamente maravilloso guion de In Bruges («Escondidos en Brujas»), uno de los más brillantes despliegues de diálogos de la última década. Aquel año debió haber ganado la estatuilla, pero la Academia decidió tirar por el lado del activismo político, o relevancia social si lo prefieren, premiando el guion de Milk, que era manifiestamente inferior. Ese error no debería repetirse. McDonagh podrá gustar más o menos como director, y su particular estilo podrá llegar más o menos a según quién, pero es innegable que hablamos de uno de los guionistas más brillantes del momento. No es casualidad que antes fuese un escritor teatral respetadísimo, algunas de cuyas escenas se usan todavía en escuelas de interpretación. Y desde su llegada al cine, está en estado de gracia. Como dialoguista, sobre todo, es como si Quentin Tarantino tuviese 30 puntos más de CI. En muchas ocasiones su humor es tan directo y simple como el de Tarantino, pero otras veces lo camufla bajo una aparente seriedad y algunos de sus puntos son tan, tan sutiles, que yo al menos no los capté hasta verlos por segunda vez. Su pseudorealismo, además, tiene varias capas, como las cebollas. Todas sus virtudes como guionista se conjugan en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. Por su parte, el guion de Get Out merece una mención por su originalidad y por lo bien que se convierte el concepto central en una metáfora, pero francamente creo que, en este apartado, Three Billboards es EL guion.

Mejor guion adaptado

Mi favorito es el de James Ivory por Call Me By Your Name. Es curioso, porque él mismo dirigió una buena película titulada Maurice que narraba una relación homosexual —con escenas de sexo incluidas— allá por 1987, muchísimo antes de Brokeback Mountain y demás, cuando un director de verdad se jugaba la carrera por algo así. En Call Me By Your Name ejerce solo como guionista, adaptando una novela que no he leído. La estructura de este guion es sencillamente perfecta, más que la ejecución final del director. Los diálogos son precisos, se dice lo justo en el momento indicado, con naturalidad. Las secuencias se suceden con fluidez, elaborando la historia con una congruencia emocional impoluta. Creo que este es el típico caso de película donde se nota que el guion estaba aún mejor que el resultado final, que es bueno, pero podría haber sido incluso mejor. Ivory estaba inspirado cuando adaptó esto.

Mejor fotografía

La cosa, para mí, debería estar entre Roger Deakins por Blade Runner 2049 y Rachel Morrison por Mudbound. Aunque claro, el aparato visual de Blade Runner 2049 es difícil de igualar. Demasiado espectacular como para desdeñarlo diciendo «nah, es demasiado espectacular». Por más que me asombre la fijación de Denis Villeneuve con el color amarillo, que en mi experiencia es el color preferido de la gente a la que le falta un tornillo, Deakins consigue que incluso las secuencias más amarillas sean pictóricamente fascinantes. Bueno, está la secuencia de la estancia con piscina amarilla que, en fin, no quiero decirles a qué me recordó (un garaje que la gente usaba como local de ensayo, en el que no había retretes, y donde digamos que apareció de la nada un misterioso lago). Disculpen la repugnante referencia, sobre todo si leen esto mientras están cenando o algo así. Lo siento mucho, no volverá a ocurrir. Pero sirva para señalar que incluso ahí, en esa secuencia de áurea e hilarante liquidez, Deakins se las arregla para que la imagen resulte majestuosa. Un tipo que consigue que el amarillo quede bien es un tipo con indudable talento. Creo además que Deakins ganará, aunque solo sea porque Blade Runner 2049 se ha quedado fuera de la batalla por varios trofeos importantes.

Mejor montaje

Sería difícil no preferir el montaje de Tatiana Riegel de I, Tonya, teniendo como tiene ese montaje un papel tan preponderante y visible en el propio estilo de la película. El trabajo de esta mujer ayuda muchísimo a que la película sea endiabladamente entretenida, y juega magníficamente con el ritmo, no dejando que el espectador tenga un segundo de menos, ni tampoco uno de más, para asimilar lo que está viendo.

Mejor banda sonora

Las que mejor han funcionado de las nominadas, para mi gusto, son la de Carter Burwell en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri y la de Alexandre Desplat en Shape of Water. Creo que ganará esta última y no tendría problemas si así fuere.

Y lo siento por sus millones de fans, pero Hans Zimmer me pone de los nervios. Quizá no es exclusivamente culpa suya. Es decir, sé que no es culpa suya que Nolan quiera dejarnos sordos a todos (¡Se lo estoy diciendo a ustedes! ¡Nolan es mala persona!). No es culpa de Zimmer que en Dunkirk se empiece a escuchar el fascinante, amenazador zumbido del motor de un avión nazi, sonido que empieza a construir un magnífico suspense… hasta que, casi de inmediato, el hipnótico momento sonoro es arruinado por completo cuando Nolan decide que es buena idea meter ahí la dichosa musiquita de tensión (arterial) y mezclarla, de manera disruptiva e innecesaria, con ese rumor del avión que estaba funcionando de maravilla.

Mejor canción

No me gusta ninguna. Que le regalen el Óscar a quien les dé la gana.

«Stand Up For Something», que suena en Marshall, podría haber sido aceptable si no pareciese que los instrumentos proviniesen de una fábrica textil y hubiesen sido grabados en un túnel del metro. Para escuchar máquinas hidráulicas en funcionamiento ya tengo a los maravillosos The Young Gods, gracias. La gente decía que por qué estaba siempre nominado Randy Newman. Pues joder, porque hasta su canción para una peli de dibujos animados era mil veces mejor que las nominadas de este año. Es lo que tienen los grandes.

Mejores efectos especiales

The Last Jedi. Y mira que hay otras películas nominadas que también contienen grandes efectos, pero incluso así, la diferencia de The Last Jedi con respecto a la competencia es más que sensible, esto es un hecho. Me llevaré una sorpresa si no gana, y pensaré que Hollywood odia a Disney. Pensaba que cuando en The Florida Project muestra la mísera vida de unos niños marginales que viven a unos centenares de metros de Dinsleyland, esto era una simple casualidad. Es decir, ¿quién podría odiar a Disney? Pero no me crean a mí. Contemplen la siguiente escena y díganme si los efectos de The Last Jedi no están realmente a años luz de todo lo demás:

No, en serio, The Last Jedi debería ganar. Y Nolan también. Lo digo de verdad.

Al otro lado de la pared

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Detalle de la imagen de cubierta de Solenoide, de Mircea Cărtărescu. Editorial Impedimenta.

Aunque ya han pasado casi dos siglos, en el entorno de los matemáticos todavía se recuerda la carta que Charles Babbage le envió a Lord Tennyson sugiriéndole un cambio en un poema en aras de la precisión matemática. El verso que sacó de quicio al matemático inglés («En cada instante muere un hombre, en cada instante nace otro») era inexacto y, en su opinión, debería ser sustituido por: «En cada instante muere un hombre, en cada instante nacen 1 1/16». Se podría pensar que la literatura no hace buenas migas con la ciencia; sin embargo, la obra de escritores como Mircea Cărtărescu, Thomas Pynchon o Agustín Fernández Mallo lo pone en entredicho. Los avances científicos han cambiado radicalmente nuestra forma de ver el mundo en los últimos años. Por la mecánica cuántica sabemos que el lugar en que vivimos es más kafkiano de lo que sospechábamos. Vivimos en un mundo de redes, cada vez más complejo, pynchoniano. Así las cosas, no es de extrañar que escritores como Cărtărescu incorporen a su ficción elementos extraídos de la física, la neurobiología o las matemáticas. Teniendo, además, en cuenta que Kafka es uno de los referentes de Solenoide, no sorprende que una de las disciplinas de la física más presente en esta novela sea la mecánica cuántica: como ha dicho la escritora Rivka Galchen, si la mecánica clásica es George Eliot, la cuántica es Franz Kafka.

El sendero de la vida del narrador de Solenoide se bifurca el día en que lee uno de sus poemas en la Facultad de Letras de Bucarest. Las críticas que el joven recibió aquel día le apartaron del camino de escritor de éxito que podría haber sido: «La línea de nuestra vida real se endurece después, se fosiliza y adquiere coherencia —pero también la simpleza del destino—, mientras que las vidas que habrían podido ser, que habrían podido desprenderse a cada momento de la ganadora, quedan reducidas a líneas de puntos, fantasmales: creodas, transiciones de fase cuántica, traslúcidas y fascinantes como los brotes que vegetan en el invernadero». Lejos de convertirse en un escritor de renombre, nuestro protagonista es un profesor de rumano en una escuela de Bucarest en la época comunista.

Habría que remontarse al Locus Solus, de Raymond Roussel, para encontrar una casa tan llena de artilugios imposibles como los que abundan en la casa del narrador (el sillón del dentista, el propio solenoide…). Además, si hubiera que decir a qué estilo arquitectónico pertenece, no sería descabellado decir que la casa es de «estilo cuántico». El narrador no sabe con exactitud cuántas habitaciones, escaleras o pasillos tiene la casa en la que vive. A veces, para poder regresar a su habitación, se ve obligado a entrar en habitaciones que no sabía que existían, a recorrer «docenas de kilómetros, pulsar miles de interruptores» antes de dar con su habitación. También se observan «huellas cuánticas» en el colegio donde da clase. «Los laboratorios parecen cambiar continuamente de sitio», con frecuencia el narrador tiene problemas para encontrar la clase donde están sus alumnos o llega a la sala de profesores «al cabo de varios años, al final de una serie de incontables peripecias».

Curiosamente, la única habitación que «permanece siempre inalterada (…) es el dormitorio: el único lugar banal, polvoriento de la casa». El polvo del dormitorio indica que es el único sitio donde el tiempo hace mella, los demás están al margen de su discurrir. Quienes hayan visto Interstellar, de Christopher Nolan, recordarán la habitación polvorienta donde la protagonista, el personaje que interpretaba Jessica Chastain, se comunicaba con el «fantasma» que se encontraba al otro lado de la estantería. Algunos detalles de la película, como el poema «No entres dócilmente en esa buena noche», de Dylan Thomas, o el teseracto, aparecen también en Solenoide. Pero quizá sea la necesidad de salir de aquí, la idea de que puede haber otros mundos al otro lado de la pared, lo que más me ha recordado a Interstellar. La novela está llena de personajes, algunos de ellos reales, que quieren huir, que quieren saber qué hay al otro lado: Nicolae Minovici, profesor de Ciencia Forense de Bucarest, se ahorcó en innumerables ocasiones para explorar qué se ve cuando uno está a las puertas de la muerte; el portero del colegio ansía escapar de este mundo abducido por los extraterrestres; el propio narrador se siente encerrado dentro de su propio cráneo y concibe la escritura como una forma de huida.

El «multiverso» del narrador se compone de mundos dentro de mundos —o, mejor dicho, de cárceles dentro de cárceles—: «Soy prisionero de mi mente, que es prisionera de mi cuerpo, que es prisionero del mundo». Vivimos en un universo limitado, construido por nuestra conciencia con la información que recibe de los sentidos: en realidad «no sabemos cómo es el mundo», solo conocemos «la maqueta construida por los sentidos». En un alarde de imaginación difícil de igualar, Cărtărescu desciende a mundos construidos a otra escala —tan pequeños que casi habría que recurrir a la escala de Planck para medirlos— y se adentra en el universo de los ácaros. ¿Cómo es la vida de unos seres que responden a estímulos térmicos o vibrátiles?, ¿codificarán sus creencias mediante secuencias químicas?, ¿se comunicarán a través de secreciones?…

Pero, tratándose de Cărtărescu, y habiendo descrito hasta los ácaros de la almohada donde dormimos, sería raro que no hiciera mención a los sueños, elemento esencial de obras como REM o Cegador. Solenoide incluye múltiples anotaciones de un diario de sueños. Personalmente, esta parte más onírica me ha interesado menos (como suele decirse, no hay nada más aburrido que escuchar los sueños ajenos), pero, teniendo en cuenta que, en el universo narrativo del rumano, la realidad y el sueño son partes de un todo indivisible, como las dos caras de una misma moneda, los sueños no podían faltar. Para Schopenhauer, «la vida y los sueños son hojas del mismo libro. Su lectura conjunta se llama vida real». Y es que, pese a lo onírico de muchos pasajes, y lo surrealista de otros, una tiene la sensación de que todo lo que ha leído ha sido real: «Todo ha sucedido en el plano de la existencia en el que comemos y bebemos y nos peinamos y mentimos y vamos a trabajar y morimos de pena y de soledad». Aunque no con estas palabras, todos nos hemos preguntado alguna vez quién nos ha encerrado «en esta urdimbre demente de quarks y electrones y fotones». Todos nos hemos preguntado si hay algo o no hay nada al otro lado de la pared. Como al narrador, el dolor me ha convencido de que todo era real, «pues el dolor es otro nombre para la realidad». Solenoide no es nada más, ni nada menos, que una muestra del mundo interior del narrador, que, a su vez, es una muestra del mundo interior de uno de los mejores escritores vivos.

Superhéroes al borde de un ataque de nervios

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Black Hammer 1. Orígenes secretos, de Jeff Lemire y Dean Ormston. Editorial Astiberri.

La valía de un superhéroe se mide por sus villanos. Quizá incluso por sus hazañas. Pero, en algún momento, el héroe debe morir. La vida de los superhéroes está sujeta siempre a una obsolescencia, programada o sin programar, que los arrastra a un decadente acto final. Y ahí es donde algunas de las mejoras obras de este género se desarrollan. No sorprendió, por tanto, la nominación a los Óscar de la cinta Logan (James Mangold, 2017) por mejor guion adaptado. Aunque la obra que adapta, El viejo Logan de Mark Millar, poquísimo tiene que ver con la película. En un acto final de la tragedia del superhéroe, el mutante con garras de adamantium y poder de curación milagrosa va envejeciendo y perdiendo sus poderes. Los malos han vencido y al superhéroe solo le queda esperar la muerte mientras recuerda días mejores.

El final se acerca, pero una última prueba se interpone en su camino.

El acto final del superhéroe.

Pero en toda historia de superhéroes, nos guste más o menos, sea un género de masas o de entendidos, existe también un primer acto. El origen secreto. El paso de ser humano a ser extraordinario. Dando un salto desde un punto a otro, entre ese primer y último acto, es donde nos sitúa el cómic Black Hammer de Jeff Lemire, ganadora de un premio Eisner en 2017 a mejor nueva serie y premio del Gremio de Libreros de Madrid a Mejor Cómic. La primera entrega de esta serie, recogida y editada en España por la editorial Astiberri, nos sitúa en una granja del mitificado ambiente redneck de Estados Unidos donde un grupo de superhéroes conviven en el crepúsculo de sus carreras. El declive, el atardecer de una serie de vidas extraordinarias, atrapados en aquella granja junto a un pueblo y sin poder escapar tras supuestamente morir en la batalla final contra el Anti-Dios. Una suerte de limbo en que van a parar todos y que les hace reconectar con sus orígenes secretos. Con su historia. Con el paso de simple a extraordinario.

Con su primer acto.

Jeff Lemire es un conocido de la novela gráfica que se está haciendo un nombre con rapidez. Su trilogía Essex County sobre la vida rural americana recoge premios en reconocimiento de su calidad y su impacto; ha firmado alguna de las mejores obras recientes de DC y ha explorado el lado humano de las historias fantásticas. Lo que tanto nos gusta a algunos que andamos cansados de Marvel y sus efectos especiales y guiones construidos por los mismos cimientos y con el mismo cemento es ese lado humano del héroe. Si volvemos la vista atrás, nos toparemos con la sombra, alargada y oscura, de Watchmen. Publicado en 1986, el superhéroe realista y dramático tocó techo quizás con esta obra de Alan Moore, el mago del cómic. Al menos, tocó techo durante un tiempo, porque el cine siempre tiene una respuesta preparada. Y meterse en el tema de los superhéroes es siempre polémico, pero la cinta Unbreakable de M. Night Shyamalan mostraba un primer acto del superhéroe, un origen secreto, nunca antes visto.

Pero, ¿a qué se debe lanzar esta serie de datos? Pues a que estas son las claras referencias que tenemos en la cabeza al abordar la lectura de Black Hammer. Los superhéroes granjeros al borde de un ataque de nervios que han perdido todo: Lemire compone un caleidoscopio de frustración y alegría; de nostalgia y autodescubrimiento como un cómic no alcanzaba desde los años de Civil War, probablemente. En el plantel de héroes nos encontramos con un grupo atrapado durante una década; un grupo compuesto por un alienígena macho atraído sexualmente por los hombres de la Tierra, con todo lo que ello supone al vivir en una pequeña granja de un condado conservador y republicano de la Norteamérica profunda; una niña que no crece y cuyas fantásticas habilidades para volar y usar una fuerza sobrehumana no ayudan tras una década yendo a la escuela y fingiendo que por dentro no es una mujer que roza la vejez. Tenemos por otro lado a un robot-amo de casa que ha cambiado las luchas galácticas por las cenas y la limpieza, y al coronel Weird atrapado en la Para-Zona, una dimensión en que todos los acontecimientos de su vida suceden al mismo tiempo, teniendo que revivir una y otra vez sus peores momentos e inmediatamente sus mejores… para que vuelvan a terminar una vez más y dejar solo tristeza y confusión a su paso. Una mujer atada a una misteriosa cabaña; una bruja que se fabricó su propio amor en forma de monstruo, al que perdió tras la batalla final.

Y, por último, tenemos a Abe.

Frente a la magia y la ciencia ficción que encarnan los demás personajes, Abe representa al ser humano en toda la extensión del término. Un soldado sin poderes que recuerda a las andanzas de Steve Rogers con su escudo y su patriotismo, pero que se hace viejo. Un hombre que encuentra en aquella ciudad que se ha convertido en su prisión, el amor en una dulce y cuarentona camarera que solo quiere vivir este dorado atardecer con un buen hombre que siempre acude puntual a por su café y su hamburguesa con queso. La figura de Abe, verdadero protagonista de la obra de Lemire, representa a la perfección la batalla del superhéroe: por un lado, la lucha, la justicia, la épica. Por el otro, la realidad. El amor, la pérdida, la vejez. Porque vivir no es fácil, ni siquiera para los que salvan el mundo una y otra vez. Aquí es donde brilla el Jeff Lemire que conmocionara con la trilogía de Essex County. Aquí es donde el lector se enfrenta al amargo final.

Como ya ocurriera con Watchmen, el autor nos hace emocionarnos con superhéroes a los que en realidad no conocemos. Recordando el final de Split (M. Night Shyamalan, 2017), donde el espectador se emociona al encontrarse con Dunn, llega un momento en que creemos haber crecido con ellos. Hay un punto de no retorno dentro de la historia en que estos héroes sustituyen en nuestra imaginación a los Superman, a los Batman o a la Patrulla X. Y esto se debe a la ingente labor de  construcción de personajes, pero también a un truco que usaran en su época con maestría Alan Moore, o Mark Millar en Kick-Ass: todos los superhéroes parten de un arquetipo reconocible. Sucede como apuntaba Joseph Campbell en El héroe de las mil caras, el héroe pasa en todas las culturas por tres etapas: separación, iniciación y retorno. Si volvemos sobre nuestros pasos a la figura de David Dunn en Unbreakable tenemos que la separación ha sucedido fuera de plano. La historia de este superhéroe comienza con un personaje aislado de su familia; no comparte tiempo con su hijo, su mujer y él se alejan cada vez más. La separación, de alguna manera que no conocemos, ya se ha producido. La Iniciación viene de la mano de Mr. Glass, que le muestra el camino y su verdadera naturaleza como superhéroe. Y el retorno se da en esa escena durante el desayuno, al final de la cinta: Dunn le acerca a su hijo un periódico y le señala la noticia del enmascarado que ha salvado a una familia secuestrada.

Y se sonríen.

Ha nacido el superhéroe.

Sin embargo, la atípica manera que tiene Lemire de narrarnos el primer acto y el tercero de forma simultánea aportan una ruptura con las concepciones de Campbell: probablemente en todas las historias de sus personajes se den estas pautas, pero el lector no tiene forma de verlas. La historia de Black Hammer se construye de atrás hacia adelante, y no hay términos medios. El ocaso y el amanecer de estos héroes se superponen en una forma de narración más arriesgada de lo que viéramos en la incomparable Watchmen. Y sí, estas dos obras no pueden evitar ser comparadas. Probablemente muchas otras grandes novelas gráficas de superhéroes superen todo lo visto y por ver por parte del espectador medio, pero lo interesante de la obra de Jeff Lemire, y muy probablemente lo que le ha valido ese premio Eisner es que no existe villano en la historia.

En su acto final, el superhéroe en su declive, con la muerte o la soledad llamando a sus puertas, se enfrenta a una última amenaza. Tomando el cine de nuevo como ejemplo, la deconstrucción que Christopher Nolan realizó de la figura de Batman dio con un acto final en la tercera cinta, Dark Knight Rises, que culmina con la aparición de un nuevo supervillano que pone las cosas realmente difíciles al enmascarado. Un supervillano pone a prueba la resistencia del tramo final del superhéroe, teniendo que demostrar este una vez más que es digno de su propia leyenda.

En Black Hammer, la figura del supervillano no significa nada en el primer volumen de los dos que componen el cuerpo principal de la historia (dejaremos de lado spin-offs y otras cuestiones). El supervillano es la granja; la vida alejados de las heroicidades. El exmarido de la camarera con quien Abe busca una vida tranquila y romántica. La pubertad interminable de Gail. El pasado del coronel Weird y su prisión interdimensional. Lo que convierte a Black Hammer en un acto único es que el supervillano ya fue derrotado, pero la victoria no trajo más que una prueba mucho más dura. Sobrevivir a uno mismo. Encontrar el villano en el interior. Y, con suerte, vencerlo. Cada superhéroe en la serie se enfrenta con su propio archienemigo, pero lo lleva dentro.

El género de superhéroes se mueve, ahora más que nunca, entre dos dimensiones: por un lado las películas de Marvel y DC que pugnan por ser tomadas en serio pero que tienen muy presente su verdadero objetivo: vender merchandising. Y por otro, historias como Black Hammer, que buscan ahondar en la figura del héroe y romper las barreras que casi un siglo de vida le han impuesto; buscar el verdadero significado de estas historias que nos atrapan desde niños, pero de las que algunos seguimos disfrutando de adultos. La nueva obra de Jeff Lemire vuelve a levantar todos los costumbrismos ya conocidos en el género y los aglutina en un único acto que narra una historia no lineal, amarga y colorida; nostálgica y divertida, una sopa de contrarios que nos vuelve a enamorar de esa figura atormentada, vilipendiada y odiada pero, siempre, admirada: el superhéroe.

Fredric Lehne: «En Perdidos no nos dejaban ver el guion, actuábamos sin saber»

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Fotografía: Alberto Gamazo

Tenía planificado un viaje a España con su mujer, pero decidió invertir ese dinero en rodar un corto. La cosa fue bien y ha visitado la ciudad para presentar el film, Shy guys, en el Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona. Consiguió el viaje y la película. Fredric Lehne (1959, Búfalo, Nueva York, Estados Unidos) ha sido actor secundario en decenas de series como Perdidos, Boardwalk Empire, Westworld, Expediente X, CSI, Babylon 5 o Firefly. Su experiencia profesional habla de cuatro décadas de la industria de la televisión, desde culebrones como Dallas a la era de Netflix y HBO.

Comenzó a actuar desde niño.

El teatro era el hobby de mi familia. Mi padre, mi madre y mis hermanos hacían teatro comunitario. Me uní a ellos desde que tenía seis años. Hacíamos los decorados, la ropa, las luces… Aprendí a hacerlo todo.

¿Desde el principio supo qué quería hacer con su vida?

No, yo quería ser jugador de béisbol, pero no sabía lanzar la bola con efecto. Además, me echaron del instituto.

¿Por qué?

Un problema que tuve con una mujer, una enfermera que se llamaba Harriet. Es una larga historia… Mi familia se había mudado a un sitio nuevo y había empezado a representar El violinista en el tejado. Con quince años yo era el director de escena. Entre los actores había una mujer, Harriet, que llegaba todos los días borracha a ensayar. Un día le tuve que decir: «Si vuelves a venir así de ciega, me voy a poner tu vestido y haré tu papel». Me odiaba a muerte por eso.

Poco después empezaban las clases en mi nuevo instituto y teníamos que hacernos una analítica para ver si teníamos tuberculosis. Fui a la enfermería y, ¿con quién me encuentro? Con Harriet, la borracha. Era la enfermera. Y resulta que todos los chicos que nos hicimos la prueba dimos positivo de tuberculosis. Hubo pánico y llamaron a un funcionario del Departamento de Salud para ver si había una epidemia. Cuando investigó, lo que descubrió fue que la que nos contagió a todos la tuberculosis fue Harriet cuando nos sacó la sangre.

Más adelante, mi hermano trabajaba en una tienda de accesorios de teatro. En ese momento estábamos representando una obra muy sangrienta que se llamaba Streamers. Para mi diecisiete cumpleaños, mi hermano me regaló un montón de sangre falsa, un cuchillo de mentira para utilizar en escena y una pistola también falsa.  

Tenía una optativa de Teatro. Al final de curso, teníamos que hacer un ejercicio de expresión oral: dar un discurso. Como tenía todos estos accesorios que me había dado mi hermano, las armas y la sangre falsa, se me ocurrió que podía dar un discurso y, a mitad, salir mi hermano de entre el público, dispararme con la pistola y yo caerme al suelo con toda esa sangre falsa. Mi plan era ponerlo todo perdido de sangre. Al discurso lo íbamos a llamar Homenaje a Sam Peckinpah, pero los discursos de los demás alumnos se alargaron y se pasó la hora. Me quedé sin poder dar el mío.

Al salir al patio, había como doscientos chavales fumando. Estaba lloviendo. No lo teníamos planificado, pero vimos que era mejor audiencia. Nos miramos en un segundo y nos dijimos: «Ahora». Empezamos a pelearnos, a empujarnos, vinieron todos los chavales gritando: «¡Pelea! ¡pelea!». De repente, mi hermano sacó el cuchillo, me lo clavó en el pecho y me reventé un montón de sangre. Todo el mundo se puso a gritar, salieron corriendo acojonados. Fui dando tumbos hasta una chica que era animadora, delante de ella escupí sangre por la boca, me caí al suelo, me fui arrastrando por el barro de la lluvia y finalmente me morí. Entonces, me levanté y le di las gracias a todos por su atención. Hubo una gran ovación y todos se descojonaron. Hasta que escuché a alguien avisar de que la enfermera estaba llegando. Me volví a tumbar en el suelo y mordí otra cápsula de sangre en la boca.

Venía corriendo, solo vi sus zapatos blancos y su bata. Se tumbó, me tomó el pulso y escupí la sangre encima de ella. Del susto se cayó para atrás. Entonces yo me levanté y le dije: «Hola, Harriet, ¿qué tal estás?». Tuvo un ataque de nervios. Se puso a llorar ahí sentada en el barro, con la lluvia cayéndole encima. Pidió que me expulsaran por haberla humillado públicamente delante de todos los compañeros. Al día siguiente volví al instituto, pero ya no había instituto para mí. Me tuve que ir a hacer horas extras en la hamburguesería. Lo más gracioso es que años después, cuando ya salía en películas, me llamaron para dar un discurso a los alumnos de mi instituto y les contesté: «¡Primero dadme mi diploma!».

¿Tomó clases de actuación?

Sí, en Nueva York, a tiempo completo. Pero yo tuve mucha suerte. Un día, por divertirme, envié mi foto y mi currículum a todos los directores de casting de la ciudad. Algo que podías hacer hace cuarenta años, ahora ya no va así; ahora ni te lo mirarían. Coincidió que estaban buscando a actores que se parecieran a otros actores para representar su personaje cuando era joven en flashbacks. Era una miniserie de seis horas que se llamaba Studs Lonigan. Como me daba un aire a uno de los protagonistas, me llamaron. Esa fue mi primera audición para televisión y mi primer trabajo profesional.

¿Cómo fue el cambio del teatro a la tele?

La televisión es completamente diferente. Tuve que aprender a bajar el tono, a gestualizar menos, a ser más tranquilo. Ahí no puedes sobreactuar. No fue nada fácil para mí porque yo tiendo al histrionismo.

Nos mandaron a Los Ángeles, a los estudios de 20th Century Fox. Estábamos en un plató que simulaba las calles de la ciudad. Cuando lo veías parecía Nueva York, pero flipabas y te decías a ti mismo: «Joder, esto es Hollywood». El primer día me tocó rodar una escena de pelea y la hice con un actor que todavía es mi amigo, Dan Shor. Teníamos que pegarnos y nos pegamos de verdad, porque no teníamos ni idea. Nos tuvieron que enseñar que no hacía falta darse golpes en serio.

Entró en el cine por la puerta grande, en el debut de Robert Redford como director en Gente corriente.

Fue en 1979, tenía veinte años. Gracias a haber salido ahí, pude ir a Broadway. Si me hubiese quedado en Nueva York, no me habrían llamado en la vida.

Es un éxito haber llegado hasta ahí tan joven.

Bueno… Me llamó mi profesor favorito de actuación. En aquella época estaba de director de muchos shows de Broadway y me dijo que tenía uno para mí. Pero luego volví a Los Ángeles, donde he estado viviendo treinta años. Trabajar en el teatro no se paga mucho, elegí la televisión y el cine por dinero. Actuar ocho veces a la semana en un teatro se paga menos que salir unos minutos en una serie.

Uno de los mejores actores que he conocido en mi vida actúa en cada Shakespeare Festival. Actúa cada noche del año, van de ciudad en ciudad, y no gana suficiente dinero como para tener un hijo, una casa o irse de vacaciones. Son básicamente voluntarios. La escala salarial es al revés. Haces un episodio de una serie de televisión horripilante y lo que te dan equivale a haber currado dos meses en Broadway. Cuando actué en Broadway costaba más el alquiler de mi casa que lo que me pagaban. Ahí, a no ser que seas un estrellón, no ganas mucho.

Apareció en Dallas.

Era joven, me ofrecieron un buen dinero. Pero creo que debía haber dicho que no. De hecho, no quería hacerla, pero mi representante me animó. En aquella época, en los ochenta, o hacías televisión o hacías películas. No podías alternar las dos cosas. Yo no estaba preparado para tener apariciones regulares en televisión, ni siquiera lo quería, me convencieron y fue un error. Desde entonces, nunca me llamaron más para el cine. Me volví televisivo. Fue un gran giro en mi carrera, pero tenía veinticinco años y no sabía lo que estaba haciendo.

Del rodaje de Dallas solo recuerdo el calor que pasé. Y que me vacilaron. Estábamos haciendo una escena de exteriores y estaba lleno de extras que eran todos de allí, del mismo Dallas. Ensayamos la escena, se me acercó uno de ellos y me dijo: «¿Eres de Nueva Jersey?». Contesté: «¿Cómo lo sabes?». Y dijo: «Porque tienes el mismo acento de gilipollas que John Travolta en Urban Cowboy». Me quedé pensando: «Cómo me ha calado». Me acuerdo también de que me pasé el rodaje tonteando con Linda Gray y fue un poco raro porque ella tenía cuarenta y cinco años y yo veinticinco.

También destaca en su currículum Se ha escrito un crimen.

Angela Lansbury, Jessica Fletcher, qué mujer más maravillosa era. Hice un par de episodios y me llevé a mis hijos al plató. Debían de tener tres y seis años. Era la época en que solo veían cintas de Disney. Ella había hecho La bruja novata y La bella y la bestia. La reconocieron, les cogió de la mano y empezó a cantar «Under the Sea» con ellos. Es muy dulce.

Apareció en un solo capítulo de Babylon 5, pero dicen que es el más importante de la serie.

Fui el primer Ranger de la serie. La gente que la veía, cuando se encontraba conmigo por ahí, me decía: «¡Tú eras el primer Ranger!». No sé, supongo que significará algo para ellos. Para mí, nada. Lo bueno es que ahí conocí a Mira Furlan. A veces cuando estás trabajando en televisión los otros actores no son muy buenos, a veces yo no soy muy bueno, pero en la escena que hice con Mira, con solo mirarnos, nos dimos cuenta de que éramos los únicos que estábamos intentando sacar algo de esa mierda de escena de ciencia ficción. Casualmente, quince años después, nos tocó hacer de marido y mujer en Surviving Me: The Nine Circles of Sophie de Leah Yananton.

En Policías en Nueva York salió con su hija.

Mi personaje tenía una hija de seis años que salía en una escena, donde no tenía nada que decir, mientras me arrestaban. Vino el director y me dijo: «¿Tú no tenías una hija? Pues tráetela». Fui a casa y le pregunté si quería venir.

Se inventó su nombre y puso como condición para aparecer salir con su conejito Flapsy. Como ella en ese momento tenía ocho y el personaje tenía seis, negociamos un punto intermedio y decidió actuar como si tuviera siete.

Fuimos a los estudios de 20th Century Fox. Entramos en el vestuario para que nos vistieran, luego nos maquillaron, con todas las luces y los espejos, se lo pasó muy bien. Fuimos a mi camerino, listos para salir a escena y tardaron en llamarnos… ocho horas.

Se quedó dormida y, cuando nos tocó, la tuve que despertar. Estaba ya agotada. Aun así, hicimos la escena. Ella solo tenía que escuchar a los hombres que venían a arrestarme. Se hicieron un par de tomas y, al acabar, me dijo el cámara: «La niña te ha robado la escena». Contesté: «Gracias». Y añadió: «¿Por qué me das las gracias? Acaba de eclipsar tu papel una niña de seis años».

Después salió conmigo en una película de Disney, ya tenía once años. Ese día hacía mucho viento. Yo estaba haciendo una escena y ella me esperaba sentada. Se voló un tejado y cayó donde estaba ella. Si no llega a ser por otro actor que estaba sentado a su lado, que lo vio venir y lo paró un poco, ahora podría estar muerta. Cuando vinieron a avisarme me dijeron: «No queremos que te vayas ahora porque queremos terminar esta escena, pero a tu hija le dio una cosa en la cabeza, aunque no está muy herida». Solo tenía un chichón enorme, pero fui corriendo a ver si estaba bien y a los diez minutos tenía un abogado al lado para que firmase que la empresa no era responsable de nada. Estaba bien, pero ya no quiso volver a hacer cine en su vida. La primera vez no la dejaron dormir y la segunda le dieron un golpe en la cabeza. Dijo: «Aquí se acaba mi carrera como actriz».

Men in black fue una película importante.

Para mí solamente otro personaje. Recuerdo que la primera escena, como había mucho rollo de gráficos y efectos especiales, duraba un montón de tiempo. Toda la gente a la que le había contado que iba a trabajar con Tommy Lee Jones, me decía: «Es un hijo de puta, tienes que tener mucho cuidado». Lo escuché un millón de veces. Al principio estuvimos trabajando sin él como una semana, y el día antes de que llegara tuvimos que hacer una reunión todos, ciento y pico personas, sobre cómo comportarnos, qué decirle y qué no se le podía decir.

Me tocó rodar encima de una colina, vestido y tal, me subí. Estaba todo el mundo muy preocupado porque iba a aparecer Tommy. El director, Barry Sonnenfeld, me explicó por dónde iba a venir el monstruo, dónde iba a estar el coche, y acabó su charla: «Entonces, cuando aparezca el monstruo, tú le disparas, ¿alguna pregunta?». Y apareció Tommy Lee Jones, que dijo: «¿Y cómo es que no echa a correr cuando ve al monstruo?». Yo estaba ahí parado, con todas las luces en mi cara. Sonnenfeld dijo: «Pues no sé… esa es una pregunta para Fred». Me miraron todos. Yo, pensando: «Cabrón…».  En inglés tenemos una expresión que es throwing a little guy under the bus. Me puso en el disparadero. Y mentí. Le dije: «Porque tú, Tommy, eres el héroe y yo me mantengo a tu lado, hago lo que hagas tú». Eso le gustó. Contestó: «Ah, vale». Desde ahí nos empezamos a llevar bien.

Los siguientes cinco días estuvimos sentados juntos, contándonos historias. Me hablaba de su rancho en Texas, hablábamos de su compañero de habitación en Harvard, que entonces era el vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore. Le pregunté: «¿Te imaginabas que iba a llegar a vicepresidente?», y me contestó: «No, yo pensé que sería presidente».

Pero si hay un actor del que se dice que es accesible, muy agradable y da gusto estar a su lado, ese es Tom Hanks. Es maravilloso trabajar él. También Hugh Jackman. Cuando estás con ellos, de repente se te olvida que son megaestrellas.

Otra serie: Expediente X.

Ahí hubo mucha diversión. Me hicieron esa audición para esa serie como una docena de veces, y nunca me dieron el papel. Me surgió una oportunidad más y fui sin ganas. Casi ya no quería ni que me lo dieran. Pero resultó que era el mejor papel de todos los que había intentado conseguir. Resulta que David Duchovny y Gillian Anderson estaban rodando la película y no estaban disponibles para su maldito propio programa. La serie tuvo que ir al pasado, hacer unos flashbacks, y se centró en mi personaje.

Recuerdo que unos meses después estaba en mi casa tirado en el sofá y me llamaron por teléfono. Era David Duchovny. Pensaba que era una amigo mío, Maty, que se estaba riendo de mí. Estuve a punto de decirle: «Que te jodan», cuando me di cuenta de que la voz sonaba como la de David en serio. Me comentó: «Hemos visto lo que has hecho en el show y te hemos escrito otro guion para tu personaje, ¿estás dispuesto a hacerlo?». Contesté: «Déjame pensarlo: ¡sí!». Fue, además, el primer capítulo que dirigió David, que fue muy divertido. Cuando salí en Madam Secretary, Téa Leoni se acordaba de mí por ese capítulo de Expediente X.

Spielberg decía que grababa cada capítulo de Expediente X.

¡Trabajé también con él! En Public Morals, él era el productor ejecutivo. Una noche bajó al set y era un tipo muy agradable.

Más ciencia ficción: Fortaleza Infernal 2.

Odio contarte historias tristes. Esto se rodó en Luxemburgo, lo cual fue muy agradable. Mi papel era ayudar a Christopher Lambert a escapar de aquella cárcel porque nos conocíamos de antes, de estar juntos en el ejército. Viajé a Luxemburgo, entré en el hotel, me encontré un guion en la cama, lo leí y vi que lo que yo iba a ser, mi historia, ya no existía. Había desparecido del guion. Me habían cambiado el papel. Pero Luxemburgo es una base de operaciones excelente para ver Europa así que me dediqué a viajar y vi muchos países.

¿Y CSI?

Solo otro papel más. He hecho miles de esos. Entrar y salir, es como un trabajo para mí.

Bueno, pasemos a Perdidos.

Ahí exploté. Estaba haciendo un papel breve de los míos en Crossing Jordan, en un capítulo que había escrito Damon Lindelof. Se acordó de mí cuando salió Perdidos y me llamó. El personaje que tenía, originalmente, se tenía que morir en la primera media hora. Supongo que les gustó lo que hice, porque me mantuvieron más tiempo. Lo mejor es que rodamos en Hawái. Cada par de meses me llamaban: «¿Te apetece venir?». Y yo: «Claro, oye, me voy a llevar a la mujer también».

¿Existía tanto secretismo en torno al guion como se ha dicho?

Eso fue único. Normalmente, en una serie, sabes de qué estás hablando, pero en Perdidos no sabíamos nada, ni siquiera está claro que ellos supieran lo que estaban haciendo. Ni cómo acabó… No estamos seguros de saber cómo ha acabado.

Desde el punto de vista del actor, fue bastante duro. En Perdidos no nos dejaban ver el guion, actuábamos sin saber lo que estaba pasando. Todo era misterio y secretismo. Hacíamos las escenas y no sabíamos lo que estábamos hablando. Te decían: «Cuando cojas ese vaso de agua, haz como que es muy importante». Y preguntabas: «¿Cuánto de importante en una escala de uno a diez?». Te respondían: «Once». Y tú: «¿Pero en un sentido positivo o en uno negativo?». Y ellos te miraban en silencio. No decían nada… Pero ¿cómo puedes actuar en algo que no sabes lo que significa?

Hacíamos las tomas un par de veces de diferente manera a ver qué es lo que les encajaba. Solíamos inventarnos historias nosotros mismos para poder actuar. Me acuerdo de que en la primera escena que hice con Evangeline Lilly me puse a inventarme cosas pensando que eso la ayudaría y luego me enteré de que la confundí aún más.

J. J. Abrams y Damon Lindelof estaban despiertos todo el día, como niños, pasándoselo bien. Trabajaban dieciséis horas diarias y luego se iban a casa y escribían toda la noche. No dormían. Estaban así cuatro o cinco días seguidos sin dejar un solo minuto de ser buenas personas y simpáticos. Estaban excitados todo el rato, ahí ves que son distintos a ti de alguna manera, porque nadie normal puede mantenerse así una semana. Escuché la misma historia de Mick Jagger, que se quedaba despierto sin drogas cinco o seis días en el estudio porque solo estaba centrado en grabar. Son, simplemente, personas especiales y diferentes.

En YouTube sale en varias convenciones de fans de la serie Supernatural.

Llevo unos años sin ir. Esa gente tiene una pasión en común, y bien por ellos, pero yo lo veo un poco absurdo. Aunque seguro que ellos piensan que las cosas que yo hago son también absurdas. Lo que más me sorprendió de estas convenciones fue que van las mismas mil personas independientemente de si estás en Chicago o en Alemania.

¿Qué hace en ellas?

El tonto. Canto y toco la guitarra, tonterías.

Ha aparecido en un Batman de Christopher Nolan, que es uno de los directores más cotizados de la actualidad.

Solo estuve dos días. Era una gran producción y fue divertido formar parte de eso. Había cientos de personas trabajando. Trescientos extras, cincuenta y cinco actores. Explosiones. Motos. Por haber, hubo hasta un huracán real mientras rodamos. Pero solo estuve unos pocos días, me aseguré de saber mi texto y de no interrumpir a otros mientras trabajaba.

Ha trabajado en Boardwalk Empire y Westworld; ¿por qué es diferente HBO?

Porque se puede decir fuck. También porque se gastan más pasta y estar en sus series es como trabajar en una película. Cuando estás en el plató, es simplemente otro plató. Pero luego ya ves que hay más dinero porque la comida es mejor, detalles así.

Estuve en De la Tierra a la Luna, de 1998, y fue una experiencia increíble. Creo que se gastaron ahí más dinero del que jamás se haya gastado nadie en la televisión. Lo rodamos todo donde pasó exactamente la historia, excepto en la Luna. Fuimos a Florida, al Kennedy Space Center, yo iba con mi traje de astronauta. Iba por ahí con Tom Hanks, a la hora de comer teníamos preparado el sushi… yo pensaba: «La vida es maravillosa, cómo he llegado a estar aquí, es todo tan guay».

Para Westworld, por ejemplo, ahora ya nadie graba con película, todo es digital, pero ellos para esa serie la han usado. Cinco cámaras tirando película a la vez en cada escena. Así se ve luego…

Invierten mucho tiempo en lo que hacen. En la televisión convencional tenemos que hacer nueve páginas en un día y ahí no para nadie. Haces dos veces cada escena y ya está. En HBO, o en Netflix también, se hacen las cosas con más calma y más tiempo. Dedican más tiempo porque ahora tienen que competir. ¡Ya no puedes limitarte a poner Vacaciones en el mar!

¿Estamos en una edad dorada de la televisión o antes también había buenas series?

Ahora los mejores guionistas y escritores hacen series. Según cuándo hayas nacido, te gustará más Get Smart, Archie Bunker´s Place o lo de ahora. Todo depende de con qué hayas crecido. Ahora hay muchas plataformas, Netflix, HBO, Showtime, YouTube, Vimeo, Paramount… ya veremos cómo acaba la guerra. El consumidor elegirá. Habrá ganadores y perdedores, pero si hay más producto donde elegir, más es siempre mejor.

Los cines se han quedado vacíos.

Si de las series te salen las temporadas completas en un día, es normal que cambien los hábitos. Se ha perdido incluso el tiempo entre capítulo y capítulo, antes tenías que estar en un lugar a una hora para poder seguir tu serie favorita. Pero para la profesión todo esto es positivo, ahora hay más oportunidades para escritores, productores y actores. Más trabajo, más producto, más oferta para el público. Está cambiando todo tan rápido que hasta nuestros sindicatos no pueden seguir el ritmo de la tecnología. Cuando firmamos un contrato, mientras dura, ya se producen avances que no esperábamos cuando firmamos. No paran de salir cosas nuevas.

¿Las actrices de su edad lo tienen más difícil que usted para encontrar papeles?

Es mejor ser hombre, desde luego hay más papeles para hombres viejos que para mujeres viejas. A nosotros todavía nos pueden dar papeles de policía malo, o de un detective, pero cuando una mujer se hace vieja ya no hay papeles para ella. No sé por qué pasa, pero es cierto. Es algo que tiene que cambiar y ya está cambiando. Ahora mismo en Estados Unidos hay más mujeres que antes en los medios audiovisuales. Movimientos como Me too están teniendo efecto y servirán para que las mujeres de una cierta edad se reincorporen.

Cuando yo empezaba no veías a una mujer de directora ni de casualidad. También había muy pocas que escribían. Ahora la cosa empieza a estar más o menos 50/50. Los últimos cuatro o cinco años que he trabajado en televisión he tenido las mismas posibilidades de trabajar con una mujer que con un hombre.

¿Conoce casos de actrices que han tenido que hacer favores sexuales a cambio de trabajo?

Nunca he visto ninguno, pero estoy seguro de que ha pasado. He escuchado muchas historias. El casting couch (un papel a cambio de sexo) es legendario. ¡Cómo no va a serlo en un país donde el presidente mete mano a las mujeres que saluda y presume de ello!

A mí una vez una actriz me acusó de acoso sexual. No te voy a decir en qué serie fue, pero yo estaba haciendo un papel de proxeneta y ella era una de mis chicas. Hacíamos una escena de andar y hablar. Se repitió la escena un montón de veces. Cortaban, volvíamos, una y otra vez. La séptima u octava vez que lo estábamos repitiendo, yo seguía hablando como un chulo. Llevaba una semana y media haciendo ese papel en un entorno de wéstern. Ella y yo nos llevábamos bien, pero yo tiendo a quedarme en el papel a veces.

En una de estas en las que estábamos volviendo para rodar una vez más la escena, seguí actuando. Le dije en jerga: «¡Qué buen culo tienes, nena!». Y se puso a gritar: «¡Acoso sexual! ¡Acoso sexual!». Pensaba que estaba de coña, y le contesté: «No en mi luna». Pero iba muy en serio.

Había como cien personas alrededor, enfrente de las cámaras. Todos vieron que dije el comentario con la voz de mi papel, pero fui a trabajar al día siguiente y me amenazaron con abogados, me dijeron que no volviera a dirigirle la palabra. Sentí que me estaban tomando el pelo.

La estrella del show, que nos conocíamos, trabajamos juntos y nos llevamos bien, me hizo reproches. Le dije: «Pero ¿no te acuerdas, cuando tú y yo hicimos una escena, de que yo entre medias seguía actuando?». Tuvimos una escena de violencia, la repetimos ocho o nueve veces, cuando estábamos preparándonos para la última, antes de que se encendieran las cámaras, le dije «Maricón» (pussy). Él gritó: «¿Qué?». Se encendieron las cámaras y nos peleamos. Fue una coña para antes de salir a escena y conseguir una interpretación más real. Él me lo agradeció, me dio las gracias después de la escena. Le expliqué que eso mismo había hecho con la chica y me acusaron de acoso sexual.

¿Siguió trabajando en la serie?

Hice mi trabajo y no le dirigí la palabra. El actor que era la estrella del show se puso muy paternal con ella y le dije que se fuera a la mierda. Después de un año o dos, nos encontramos de nuevo en un trabajo, lo hablamos y rodamos. Con ella no he vuelto a trabajar más.

Pero creo que tiene que haber más mujeres en la industria, más igualdad. Si están en una posición más igualitaria eso irá en beneficio de todo el mundo. Afortunadamente, todo esto está cambiando rápidamente. Y, si hay un abuso sexual, el que lo comete tiene que pagarlo. Todo lo que se está oyendo estos días obedece a una situación muy real. Lo de Weinstein creo que es completamente cierto. Y a mí nunca me ha pasado, pero también hay hombres que tienen que pasar por el casting couch, especialmente los actores jóvenes. Afortunadamente, yo he podido eludir todo esto. Nunca me ha pasado como a Corey FeldmAn, el de Los Goonies, o a Corey Haim.

A España ha venido como director, presenta un corto en el Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona.

Ser director es distinto. Al final del día me siento como que he hecho algo. Como actor, estoy siempre esperando a ver si puedo tener un buen momento aquí y allá, el resto del tiempo son horas esperando en el camerino. Un director está dieciséis horas tomando decisiones, diciéndoles a cien personas lo que tienen que hacer y cómo.

En mi corto, Shy guys, tuve a quince personas trabajado para mí. Al menos me aseguré de que la comida era buena [risas]. Pero cuando empecé me sentía extraño, porque siempre me ha gustado hablar de la actuación con los compañeros, pero cuando me convertí en director me costaba. Frente a Reed Birney, que venía de House of Cards, y acababa de ganar un premio Tony de teatro por un papel, me costó decirle qué tenía que hacer. Fue bastante raro. Tuve que hacer un acercamiento, hablar con él y al final lo que sacamos fue una decisión conjunta. No fui un verdadero director y ellos los actores a mis órdenes. Pero afortunadamente no tuvimos ningún conflicto de ideas.

Me fie del actor, pensaba que seguro que sus ideas serían igual de buenas que las mías. Si hay algo que me gusta de rodar es que tiene que ser un esfuerzo colaborativo, las películas son el trabajo colectivo de ciento veinte personas.

También ha vuelto al teatro recientemente.

Es una experiencia colectiva. Empiezas, sigues todo el camino, llegas al final, te comunicas con la audiencia y tienes una respuesta inmediata. Otra vez, al final de la noche, te sientes como que has hecho algo. No es como en las series, que llegas y grabas las páginas de la 5 a la 6 del guion, y luego de la 19 a la 20. Esos momentos que tienes son como magia; sin embargo, cuando sales a escena en un teatro, te entregas.

Deberían pagar más en el teatro y no tanto en la tele. Pero el salario lo crea cuánto paga por el producto el consumidor. Muy pocos de nosotros llegamos a Broadway, especialmente si no cantas o bailas. Es en los teatros regionales donde podemos trabajar durante un año entero y con eso no te da ni para el alquiler.

Debe tener un buen agente para conseguir tantos papeles.

Tuve muchos durante años, pero ahora tengo uno que se llama Adam, está en Los Ángeles, con el que me junté en 1995. Llevamos juntos desde entonces. Hemos pasado por cinco o seis agencias. Si él cambia, yo me muevo con él. Porque le quiero y él me quiere a mí. Cree en mí de verdad. Estuvo conmigo en los momentos difíciles y hablamos honestamente el uno con el otro. Si encuentras un representante que es tu amigo de verdad, tienes mucha suerte y debes quedarte con él. Porque he tenido muy malos representantes. Aunque no existe una razón común que explique que a uno le vaya bien o mal en el show business.

¿Cómo son hoy en día las audiciones?

Ahora, en la mitad de los papeles que represento no hago casting. Hoy en día lo que hago es grabarme a mí mismo en el portátil y lo mando. Mi mujer me lee la otra parte del personaje y eso es lo que les mando por correo. La mitad de mi tiempo me la paso intentado conseguir papeles y la otra mitad hago el mono para ellos. Si en un trabajo me gusta el personaje, me hago fan, en caso contrario, son para pagar la hipoteca. Y ya está.

La parte más dura del trabajo son las audiciones. Si de cada treinta por las que paso consigo que me cojan en una, ya es un éxito. Y esas veintinueve que no van a ningún lado llevo haciéndolas cuarenta años. Es difícil que te excite una audición después de tantas.

No estoy en la categoría de poder elegir. Me gustaría trabajar para los hermanos Coen, o haber salido en Tres carteles en las afueras, pero siempre tengo que recordar que tengo mucha suerte porque puedo vivir de esto. Muy poco porcentaje de nosotros se gana la vida como secundario. En el sindicato somos doscientos mil y solo seis mil conseguimos llegar a fin de mes con esta profesión. Los demás tienen suerte si consiguen un trabajo una vez al año.

Todo pudo ser distinto. En un par de papeles fui la segunda opción para un personaje principal. Robert Redford me dijo que era la segunda opción para Conrad de Gente corriente. Y también fui la segunda opción en la Footloose original. Cualquiera de los dos me habría cambiado la vida. Aunque también pienso que tuve suerte de no lograrlos, porque era demasiado joven y tonto y no habría sabido manejar bien la situación.

¿Cómo prepara papeles de secundario tan breves?

No es fácil. A veces tengo que hacer malabares con tres o cuatro papeles a la vez. Uno un lunes, otro un miércoles, luego el jueves vuelvo al primero… Algo que vuelve loca a mi mujer, porque siempre tengo tres o cuatro acentos distintos que estoy usando en casa.

[Interrumpe su mujer] «Lo odio, a veces tengo todo el fin de semana al tipo duro y al siguiente es el policía. Vivir en casa con él es como hacerlo con varias personas a la vez. A veces me pregunto si me he casado con un gánster o con un cowboy».

Para cada papel hago la máxima investigación que puedo. Llevo toda la vida igual, así que ya me sale de forma natural. Cuando era niño, iba al patio trasero y jugábamos a indios y vaqueros o a monstruos y no estábamos pensando en ello; no pensábamos en la relación que tenía un monstruo con otro monstruo. Simplemente, lo hacíamos. Después de todas las clases de actuación que he tomado estas décadas, he vuelto al punto de interpretar como si volviera a jugar en el patio trasero de mi casa.

Cuando empezaba, me preguntaban cómo aprendía todos esos textos de memoria. Yo pensaba que esa era la única parte en la que no tenías que pensar. Lo leías un par de veces y ya lo tenías. Ahora, desafortunadamente, tengo que volver a poner toda mi atención en memorizar las putas palabras. Te haces viejo y eso pasa. Por lo menos, esta es mi excusa. Porque no puedes hacer nada sin tener controlado el texto.

Fundamentalmente, para actuar, necesito saber qué quiere el personaje, de dónde viene. Investigo el lugar físico en el que ha nacido. Cuando sigo todos estos pasos, de repente me encuentro sintiéndome como el personaje. A veces tarda más, a veces es inmediato. Pero también me pasa que me empiezan a dar trabajos que ya he hecho. Policía cabrón o policía bueno, ambos son el mismo patrón. De poli malo habré hecho como quince veces. Es todo lo mismo. Poner cara de «a mí no me vacila ni dios».

Frecuentemente, cuando me dan un papel, mi reacción es «Ah, este ya lo he hecho». A veces intento darle una vueltecilla al personaje para no aburrirme, porque muchas veces me canso de hacer los mismos personajes. Pero cuando cambio algo, se ponen furiosos. Me gritan: «Si solo eres un jardinero, ¡por qué no haces de jardinero!». Yo les digo: «Pero es que me he imaginado que mi personaje en realidad quería ser bailarín, pero acabó de jardinero». Y ellos: «No, eres un puto jardinero, compórtate como tal».

Pasajeros: desperdiciando buenas ideas a la velocidad de la luz

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Passengers, 2016. Imagen: Columbia Pictures / Lstar Capital / Village Roadshow Pictures / Original Film / Company Films / Start Motion Pictures.

(Este artículo contiene SPOILERS)

Quién iba a pensar que el subgénero del naufragio espacial iba a dar para tanto. Un señor, señora, pareja o grupo se queda anclado en el espacio junto a un simpático robot —o junto a George Clooney haciendo las veces de simpático robot— y protagoniza diversas aventuras que varían de más a menos en su tronar de altavoces y llorera incontrolada (con Christopher Nolan puntuando el máximo en ambas escalas). En los últimos años se han producido unas cuantas películas con esta temática y casi todas ellas han tenido éxito de público y crítica. Las ha habido para todos los gustos y todas ellas han tenido sus virtudes y sus defectos. Gravity, por ejemplo, tenía una historia un tanto simplona y no iba mucho más allá de la sucesión de secuencias de acción, pero en lo cinematográfico —dirección, montaje, ritmo, etc.— era un auténtico recital. Moon fue lo contrario: poca acción, pero un argumento bastante más cuidado que supuso una sorpresa agradable porque parecía un buen episodio de The Twilight Zone. En cuanto a Interestellar, sé que le encantó a mucha gente y el guion pasaría con nota un examen de física, hasta que el amor se convertía en una fuerza universal y la gente se ponía a arreglar relojes desde el mágico mundo de Oz. Además, constituía una magnífica oportunidad para que Matthew McConaughey pudiera verse sollozando en pantalla (en una página americana leí el mejor resumen que se haya hecho de una película: «Gente blanca llorando en el espacio»). Pero bueno, dejemos de hacer amigos y digamos que para gustos colores; seguramente yo estoy equivocado. En cuanto a The Martian, era entretenida, bastante más ligera que las anteriores, pero al menos conseguía que Matt Damon cargase el peso de la película sobre los hombros y pareciese menos Matt Damon que de costumbre, lo cual era un considerable mérito. Al menos no se pasaba la película haciendo pucheros, lo cual, no voy a negarlo, era un alivio.

En cualquier caso y más allá de mis cochambrosas opiniones subjetivas sobre todas ellas, es evidente que estas películas funcionaban, cada una a su manera y en uno u otro nivel. Lo mejor es que seguían los patrones de la ciencia ficción clásica, utilizando una premisa para desarrollar ideas filosóficas, planteando reflexiones sobre la naturaleza humana (bueno, a Gravity le faltaba algo de esto, excepto en el final) o, en el caso de Nolan, planteando reflexiones sobre lo mucho que la ausencia de gravedad afecta a los neuróticos. El Robinson Crusoe sideral es una fórmula que está dando frutos y Pasajeros ha intentado seguir esa misma senda. Por desgracia, creo que el resultado ha sido bastante menos convincente que en las antes mencionadas. La película parte de una buena premisa, incluso podría decirse que tenía mimbres aceptables… pero ha terminado tropezando en uno de los males más antiguos de Hollywood: el miedo a llevar un argumento hasta sus últimas consecuencias, quizá con la intención de no darle al público más de lo que los productores creen que el público puede asimilar. Así, la premisa inicial termina diluida en un festival palomitero donde se pierden todas las oportunidades de lanzar un mensaje poderoso, de esos que originan interesantes conversaciones cuando la gente sale del cine. Un festival palomitero que, para colmo, ni siquiera es tan entretenido.

El argumento es el siguiente: una nave espacial está en pleno viaje con destino a un bonito planeta, muy parecido a la Tierra, donde cinco mil pasajeros planean empezar una nueva vida. Como el viaje va a durar más de un siglo, tripulantes y pasajeros se meten en cápsulas de hibernación antes de zarpar. Sin embargo, ya en pleno viaje, un asteroide provoca una avería y una de las cápsulas se abre. El pasajero que está en su interior, un mecánico llamado Jim (interpretado sin florituras por Chris Pratt), se despierta y recorre la solitaria nave sin entender por qué está despierto y los demás no. Finalmente descubre que todavía faltan noventa años para llegar a destino. Como no encuentra manera de volver al estado de hibernación, afronta la descorazonadora realidad de que vivirá el resto de su vida en la nave, completamente solo. Tras un año de desesperante aislamiento, Jim se obsesiona con una de las pasajeras que todavía duerme, llamada Aurora (Jennifer Lawrence) y dedica sus ratos muertos a contemplar grabaciones que hay en los archivos, donde se ve a Aurora hablando de su vida, de sus aspiraciones, etc. Esas grabaciones se convierten en su única compañía, exceptuando un robot camarero bastante simpático, pero cuya conversación es más propia de Mariano Rajoy y no resulta demasiado estimulante. Jim empieza a sentirse tentado por la idea de despertar a la chica para pasar el resto de su vida junto a ella. Sabe, claro, que eso la condenaría a que también toda su existencia transcurra en una solitaria nave en mitad del espacio. Tras una breve lucha interna en la que se debate entre hacer lo correcto —dejarla dormir— o ceder a sus propios deseos egoístas, Jim la despierta. Después miente, diciéndole que también ella ha salido de la hibernación por accidente. Tras la desesperación inicial de la pobre chica, y como era de esperar estando solos, empiezan a intimar mientras el terrible secreto de la execrable acción de Jim planea sobre la pareja.

Passengers, 2016. Imagen: Columbia Pictures / Lstar Capital / Village Roadshow Pictures / Original Film / Company Films / Start Motion Pictures.

Como pueden ver, es un planteamiento con mucho potencial, y de hecho desencadena una secuencia bastante lógica de acontecimientos que domina los dos primeros tercios de la película de manera coherente. Es verdad que el argumento está ejecutado de manera un tanto ortopédica, sin un desarrollo demasiado exhaustivo de los personajes o de la relación que hay entre ellos; la dirección de Morten Tyldum no le saca todo el jugo posible a esta primera parte. Todo está contado de una forma muy convencional, rozando el cliché. Pero eso no impide que el argumento despierte interés, porque describe un conflicto moral bastante crudo, que como mínimo consigue que el espectador se pregunte a dónde llevará todo. La situación tiene todas las papeletas para convertirse en una verdadera tragedia griega, así que la curiosidad salva los defectos narrativos. La pareja Pratt-Lawrence, como muchos críticos han hecho notar, tiene bastante química en pantalla. Funcionan bien juntos y le confieran vida al material con el que trabajan. Chris Pratt no es Sam Rockwell, desde luego, pero mantiene el tipo mientras está solo. Y la película gana bastantes enteros cuando Jennifer Lawrence entra en escena; ella es sin duda lo mejor del largometraje, aportando carisma y hasta momentos de brillantez.

Hasta este punto los pros y los contras de la película se equilibran. Es ciencia ficción comercial y estereotipada, pero potable. Si todo el largometraje hubiese seguido en esa misma tónica, hubiese dicho que Pasajeros obtiene un aprobado digno. No hubiera sido una obra maestra de ningún modo, pero podría haber terminado resultando interesante. El problema se produce en el tercer acto, el del desenlace. La mejor frase que he leído sobre la película es esta: «Pasajeros tiene unas ideas de un millón de dólares y una valentía de cincuenta centavos». El conflicto argumental planteado es retorcido: ¿cómo podrán convivir a largo plazo cuando Aurora descubra que ha sido precisamente Jim, la única persona que la acompañará hasta su muerte, el responsable de que esté encarcelada en mitad de la nada? Toda la vida que ella había planeado, todos sus sueños, se han perdido; él es el único culpable. ¡Esto daba para un desenlace tremendo!

Pero no. El tercer acto renuncia a toda complejidad y la resolución del conflicto se diluye en una inesperada, innecesaria y vacua escalada de secuencias de acción que se apoderan de la historia. Los guionistas, en un giro absurdo que me recuerda a aquellas fantásticas películas del Hollywood clásico cuyos ortopédicos finales eran imperdonables injerencias de los estudios, convierten lo que debía ser un final basado en resortes psicológicos en un festival de estupideces propias de serie B. Es que hasta empiezan a aparecer detalles risibles que le hacen a uno dudar de si el guion no fue terminado por un becario: por ejemplo, la enorme nave tiene la principal fuente de energía, una especie de reactor nuclear, separada de la sala de control por ¡un panel de cristal! Sí señor, qué mejor sitio para un reactor nuclear que una pecera. Por momentos esperaba ver aparecer a Christopher Lambert. Pero bueno, cosas como esa no pasarían de ser detalles graciosos si no fuese porque esa misma pereza creativa se traslada a al argumento principal. Se utiliza una sucesión de deus ex machina tecnológicos (ya saben, explosiones y pirotecnia diversa) para justificar que los dos protagonistas reaccionen como no lo hubiesen hecho si la historia hubiese respetado la secuencia lógica de lo que se había presentado al principio.

Salvando las distancias, es como si en Casablanca la historia de amor entre Bogart y Bergman, en vez de tener un final marcado por la reacción emocional de sus protagonistas a todo lo que ha sucedido entre ellos, tuviese otro final condicionado por el hecho de que una bomba atómica explota cerca del Café de Rick. Un completo sinsentido. Cualesquiera que fuesen las virtudes que tenía Pasajeros en su primera parte, que las había, desaparecen en mitad del despiporre de efectos especiales y acción gratuita. De repente Pasajeros se convierte en Gravity, pero sin la excelencia narrativa para la acción que tenía Gravity. Todas las preguntas que el espectador pudiese estar haciéndose sobre la manera en que los dos personajes iban a lidiar con el conflicto, se quedan en el aire. ¿El dilema moral? ¿La evolución psicológica? ¿La lucha entre la mutua necesidad de compañía y la sombra del acto criminal que ha cometido uno de ellos contra el otro? Ah, ya, todo eso… olvídenlo. Eh, no espere tanto de esta película, oiga, ni que todo en la vida tuviese que ser Tarkovski.

Puedo entender que haya películas que elijan optar por lo fácil desde el principio. Muchas de esas películas facilonas son entretenidas y tienen, claro, sus propias virtudes. Uno puede elegir verlas o no verlas, disfrutarlas como el entretenimiento ligero que son, o uno puede optar por cosas con mayor enjundia. Hay momentos para todo. Sin embargo, cambiar de registro con dos tercios de película transcurridos es un tremendo error, y el que una historia potencialmente interesante sea desperdiciada es doblemente decepcionante. Fingir que se está tratando al espectador como alguien inteligente para después despachar la historia con trucos de prestidigitación produce la sensación de que la película se desploma en la conclusión, y además se consigue el pernicioso efecto de subrayar los defectos que hasta entonces estábamos dispuestos a pasar por alto. Pasajeros podría haber sido un largometraje que hiciera pensar. Podría haber combinado la pertinente ración de palomitas con algo de filosofía. Ya hemos nombrado varias películas recientes que lo han conseguido y en la historia del cine hay decenas, si no cientos, de ejemplos en todos los géneros. Por desgracia, los creadores de Pasajeros no han confiado en que la gente que se sienta en las butacas hubiese digerido un final adulto. Querían crear algo grandilocuente, pero sin tomar los riesgos que requiere la grandilocuencia, y entre esos riesgos estaba el de mostrar cosas incómodas al espectador. Y qué quieren que les diga, una tortillita a la francesa está bien… salvo cuando te han tenido durante una hora contemplando cómo cocinaban una lubina al horno.

Eso sí, no todo va a ser malo: no sale Matthew McConaughey.

Yo sobreviví a Dunkerque

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Imagen: Warner Bros. Pictures.

Si algo queda meridianamente claro después de ver Dunkerque es que Christopher Nolan jamás pudiera haber hecho esta película si antes no hubiera llenado las arcas de Warner Brothers con la trilogía de Batman. Ahora, envuelto en el manto protector que ha generado su condición de director comercial ha podido —por fin— dedicarse única y exclusivamente a cosechar su vocación autoral. Nolan ya había enseñado la patita con Interstellar, aunque algunos detalles al final del metraje delataran un desarrollo más comercial de lo previsto (el improbable villano interpretado por Matt Damon, sin ir más lejos).

Dunkerque no tiene un solo momento de pirotecnia emocional y como mucho concede al espectador dos alivios temporales: la llegada de los barcos a la playa y la frase de Kenneth Branagh casi en el desenlace. El resto es un relato en los confines de la antiépica, que podría resumirse perfectamente en aquella frase del director de cine Samuel Fuller: «Cuando estás en el campo de batalla, la supervivencia es todo lo que hay». La propia estructura de la película, casi en tiempo real, permite intuir la voluntad naturalista del director (impresionista, han clamado algunos críticos estadounidenses): no hay ninguna intención de crear vínculo dramático del espectador con los personajes a través de un arco dramático. A Nolan no le interesa explicarnos quiénes son esos tipos atrapados en una playa, a cuarenta y cinco kilómetros de casa, y la empatía surge de forma puramente intuitiva, cegados por un apocalipsis diminuto que parece envolver a los personajes y les obliga a hacer aquello que Ned Scotty, el personaje de El enigma que vino de otro mundo, grita al final del filme: «Mirad a los cielos. Seguid mirando. Seguid vigilando los cielos».

Dunkerque es una película en la frontera del cine bélico con el drama, que tiene algo de thriller y algo de reflexión sosegada sobre la inequívoca condición caótica del ser humano. Los primeros minutos de la película, sin diálogos (solo un par de imprecaciones al viento) recuerdan —y mucho— al trabajo de Paul Thomas Anderson en There will be blood, de la misma forma que la partitura de Hans Zimmer (alejado aquí del ruidismo de sus últimos trabajos) es hermana gemela de la Jonny Greenwod para el mencionado filme de Anderson.

Pero —sobre todo— la película es lo más cercano al arte y ensayo que jamás ha estado Nolan del género, en algunos tramos plenamente consciente de esa búsqueda sensorial (el torpedeo del barco y las posteriores escenas en las bodegas inundadas de agua) y en otras bordeando el nihilismo en el que acaba inmersa cualquier guerra (los soldados tratando de tapar con las manos los agujeros de bala de los francotiradores en el casco de una embarcación), Dunkerque no cesa nunca de perseguir al espectador a través de una narración pluscuamperfecta, llena de hombres cuya única victoria es la supervivencia porque ya han sido derrotados de todas las formas posibles.

El sonido de los ataques en picado de los stukas alemanes y la visión fugaz de los mismos es la única mirada del realizador al enemigo. Nolan prescinde del villano, de la esvástica y de la —obvia— tentación de recurrir a los nazis como contrapeso dramático para alejarse del mantra bélico (casi como Stanley Kubrick en Senderos de gloria) y focalizarse en el conflicto que vive cada soldado abandonado en esa playa. No le interesan al director los grandes conflictos éticos o el calado de la operación de rescate, sino el infierno aparentemente tranquilo y ordenado (esas colas para abordar las embarcaciones que nadie parece querer saltarse) que solo puede producirse en un ejército que se siente más cansado que derrotado, incapaz hasta de huir.

Dunkerque puede haber costado ciento treinta millones pero es una película que se esfuerza por ser pequeña y que va reduciendo su tamaño a medida que avanza, y que coloca a Nolan en las arenas de Memento o de su primer filme, Following. Además, y aunque el realizador tiene fama de ser frío como la Antartida, su último trabajo tiene la extraordinaria habilidad de inocularnos (vía sonora y visual) la tensión que irriga de la simpleza de la misión de los soldados: seguir vivos.

Rodada en 70 mm (*), casi como si fuera una epifanía y con la inestimable ayuda de Hoyte Van Hoytema (que ya ejerció de director de fotografía en Interstellar), Nolan planta un inmenso fresco que lejos de embadurnar a brochazos rellena con una suerte de puntillismo lleno de matices, donde el negro y el azul toman la pantalla y los encuadres parecen más fruto de la obsesión que de la necesidad. Es tal el preciosismo que resulta difícil no sucumbir a la hipnosis creada por la destreza y el ansia de perfeccionismo y olvidarse de las bondades de un guion (del mismo Nolan) de una inteligencia perversa: en una hora y cuarenta y cinco minutos el británico es capaz de perfilar un relato bélico por tierra, mar y aire.

Sabido es que Nolan tiene tantos admiradores como cinéfilos que han puesto precio a su cabeza, pero se antoja complicado a estas alturas dudar del talento de un hombre que ejecuta con una elegancia impecable un filme tan poco convencional como este.

Dunkerque es —caben pocas dudas— su película más personal y también la menos preocupada por la taquilla, aun sabiendo que el director de El caballero oscuro es un seguro de vida para los productores porque no acostumbra a resbalar en el plano financiero. De ahí el reparto de desconocidos (solo Tom Hardy puede presumir de apellido, aunque Mark Rylance —un Óscar— y Kenneth Branagh —otro— exhiban galones en el filme, no es que puedan ser considerados estrellas al uso) y la discreción de su campaña de promoción, alejada de los fuegos artificiales habituales en tráilers y redes sociales. Incluso el final de la película, con el legendario discurso de Winston Churchill leído a modo de cantinela por un soldado y alejado completamente del contexto original del mismo, resulta ser una declaración de intenciones que enlaza con el principio de la película: no hay heroísmo posible en la batalla; la mayor recompensa (y la mayor gloria) es regresar.

(*) Obviamente, y al igual que pasaba con el Super Ultra Panavision de Los odiosos ocho, ver la película en 70mm es una recomendación indispensable pero lamentablemente solo hay ciento veinte copias en ese formato y únicamente una en nuestro país (la sala Phenomena en Barcelona).

Infiernos made in Nolan

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Se encuentra el arriba firmante en capilla para ver Dunkerque, en ese breve periodo de espera, disfrutable como placer previo, que antecede al estreno de cada película de Christopher Nolan. Poco sé del argumento, salvo lo que se extrae del tráiler y del título, pero es fácil deducir que es la primera incursión del británico en el cine bélico/histórico. Y como la guerra es seguramente la mayor aproximación de que uno dispone al concepto de infierno sobre la tierra, uno recuerda cómo Nolan, una y otra vez, ha llenado su filmografía de alusiones a este concepto o versiones de él: unas más fantasiosas, otras más cotidianas, pero siempre presentando situaciones susceptibles de perturbar o incluso desquiciar cualquier mente con un poco de curiosidad o empatía, ya se sabe que el mayor enemigo de un torturado es la imaginación. En este artículo recordamos varios de sus infiernos, a la vez que nos alegramos de que Nolan deviniese cineasta, y no dictador de república bananera, jefe de internado u oficial de las legiones de Satanás. 

Infierno 1. El aislamiento

Decía Pascal que la principal causa de la infelicidad humana es la incapacidad de estar tranquilamente sentado a solas en una habitación. Esa inactividad, ese aburrimiento que dilata el tiempo sin remisión. Todos hemos conocido la terrible situación de estar en una charla, en una conferencia, en una misa o en una reunión, con uno o varios tipos hablando sin cesar de cualquier tema infumable de interés cero, y los asistentes mirando doscientas veces por minuto el reloj, con el único consuelo de que el hastío, antes o después, tendrá fecha de caducidad. El horror presenta sus credenciales cuando esa deadline no existe.

Los infiernos de tiempo llevan ya mucho tiempo entre nosotros. De hecho, ya en los clásicos se hablaba de las muchas almas que vagaban sin objeto ni finalidad por los páramos desolados del Erebo, aunque aquí la tortura fuera más la falta de esperanza y el remordimiento que la sensación de incomunicación. Algo así también sufre Edmond Dantés en el castillo de If hasta que llega el buen abate Faría para devolverlo a la luz, o el hombre de la máscara de hierro, aherrojado en Bastilla hasta que lo liberan los mosqueteros. La tortura del aislamiento se encuentra perfectamente reflejada en la celda de castigo que receta a discreción el inolvidable alcaide Norton de Cadena perpetua, o en la resolución de El secreto de sus ojos, de tal refinamiento que acaba provocando empatía con un ser repugnante. Sin embargo, ninguna sofisticación de esta técnica como la que aparece en el capítulo «Navidades blancas» de Black Mirror, que permite encerrar a la víctima en un cuarto aislado, a escala, en el cual el tiempo discurre a mucha más velocidad que en el exterior. De hecho, el único pero que se le puede poner a la cámara de los horrores de Brooker es que la prisionera salga del ataúd con sus facultades mentales intactas. Bueno, y también que es muy probable que se haya inspirado en Nolan.

La poderosa propuesta de nuestro director en este contexto es el Limbo de Inception, una construcción acertada ya desde el propio nombre. Esta metapesadilla nace de la observación de un fenómeno muy concreto que nos ha ocurrido a todos: la dilatación del tiempo en los sueños. Esa constatación de que, durante una cabezada de cinco minutos, hemos vivido una fantasía onírica cuya realización debería habernos llevado horas o incluso días. A partir de este fenómeno y de la posibilidad constatable de que es posible soñar dentro de un sueño, una simple iteración de la propuesta y una serie de multiplicaciones abren paso a la posibilidad de que una persona, en un sueño, pudiera vivir cientos de años en ese —quizá terrible— Limbo, aislado y perdido, mientras que para su yo real y consciente pasaría una cantidad de tiempo finita y manejable. Como casi siempre en Nolan, el infierno está contenido más en la sugerencia que en la propia realización de la idea, por cuanto que ni Cobb ni su esposa sufrirán en su limbo el tormento de aislamiento que se halla implícito en el concepto (sufrirán otros, por cierto). Sin embargo, es difícil imaginar algo tan estremecedor como esa planicie de tiempo interminable, una idea que nos ataca muy dentro, muy en lo profundo, por su simplicidad y concreción. Olor a Sísifo.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 2. Demasiada muerte

Es posible que El prestigio sea la película más perfecta de Nolan. No la mejor, ni la más grandiosa, ni la más emocionante, pero sí la que goza de una mayor coherencia interna, la más difícil de atacar desde la estructura, el mecanismo más sólido y preciso al que ha dado vida la compleja genialidad del realizador. Paradójicamente, se propone una trama sobre magos, trucos y engaños que se resuelve del modo más honesto posible, casi cartesiano podríamos decir, evitando apelación alguna a ningún tipo de Deus ex machina ni añagaza similar. A pesar de que haya un Deus interpretando a otro (Bowie-Tesla) y de que al final todo se resuelva por medio de una máquina.

El artefacto del que hablamos es la manera en la que se introduce en esta película —ya bastante sombría de por sí— una idea de infierno endiabladamente sofisticada y sutil. Aquí no hay más remedio que spoilear, así que soslayen los interesados las siguientes líneas. Básicamente, el guion debe resolver de dos maneras diferentes el problema del hombre transportado: una persona tiene que entrar en una cabina y salir por otra idéntica situada a varios metros de la primera en el instante siguiente. Una de las dos soluciones es la genéticamente obvia; pero la otra, que necesita de la introducción del personaje de Tesla, consiste en una duplicación del sujeto original —en un contexto mucho más sombrío que Multiplicity, por ejemplo, o los Diarios de las Estrellas de Lem— , más la desaparición inmediata de una de las dos copias. El mago resuelve el problema técnico diseñando una cuba de líquido a la que va a parar la copia desechable… de sí mismo.

Y así, cuando en el final de película se nos ofrece una visión de una multitud de tanques de agua cargados con tantos otros restos de cadáveres idénticos dentro —una imagen ya bastante perturbadora de por sí— nuestra mente se marcha al momento, cada noche, en que Angier se encamina hacia la cabina, ignorante de qué va a suceder con su conciencia, si en el instante siguiente contemplará con arrobo la ovación del público, o si sentirá el chasquido bajo sus pies y la devastadora sensación de pérdida y desesperación mientras se hunde en el agua que penetra en sus pulmones. O por qué no imaginar que de algún modo su conciencia se parte en dos, como vivir a la vez el presente y un recuerdo, y simultáneamente disfruta de la gloria y pierde la vida, recibiendo a la vez la recompensa a su audacia y el castigo a su ambición. Demasiadas puertas oscuras abiertas a la vez para una mente inquieta, demasiado horror sugerido en unas pocas tomas. Demasiadas muertes para una sola persona.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 3. El olvido

A diferencia de las demás bajadas al infierno que propone Nolan, que son solo momentos muy concretos de sus películas e incluso simples sugerencias, en Memento es el corazón del film, y todo se estructura —siguiendo algunas convenciones del noir— alrededor de la desgracia que sufre Leonard Shelby, incapaz de generar recuerdos a corto plazo desde un instante concreto de su vida. En una acrobacia técnica, gran parte de la película se cuenta hacia atrás, en cortes de cinco-diez minutos, de modo que el espectador experimenta la misma inopia que el actor protagonista. Créanme si les digo que un primer visionado, incluso conociendo las premisas sobre las que se construye la película, es toda una experiencia de desorientación y desconcierto. Ni pensar lo que debe ser vivir esto siempre, cada minuto de la vida. Sabiendo que no hay un exterior donde las cosas vuelven a tomar su forma normal.

Lo más horripilante de la trama que se despliega en Memento es que ese infierno no se lo ha inventado el director; se llama técnicamente amnesia anterógrada, se produce por lesiones en el cerebro —especialmente en el hipocampo— y los enfermos muestran la sintomatología que podemos ver en la película. Quien no se lo crea, que lea el caso real bien documentado por Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero o, aún más vívido e impresionante, vea y escuche a Jesús Rodríguez en el documental El mal del cerebro. Una ruleta rusa que los convierte en muñecos, individuos completamente dependientes, extranjeros de su presente y su futuro.

Como vamos viendo, los terribles infiernos que diseña la precisa y descarnada mente de Nolan se construyen, a veces, prolongando/eternizando pequeñas molestias de nuestra vida cotidiana. En Memento encontramos el paralelismo de esos momentos, más o menos cortos, en que nos encontramos perdidos en el espacio en el tiempo, en nuestra vida. En una ciudad extraña en la que, de pronto, la batería del móvil nos ha traicionado y no habrá más GoogleMaps; tras una noche de excesos, intentando conjurar sin éxito imágenes o conversaciones que quedaron varadas en el fondo de un vaso; o rodeados continuamente de rostros desconocidos, sin datos que nos permitan fiarnos de nadie, víctimas propiciatorias o instrumentos de malvados; sin confianza, sin puntos de referencia y sobre todo, sin una historia que contarnos a nosotros mismos.

Imagen: Summit Entertainment.

Infierno 4. Indefensión

Quizá es la película más discutible de las que aparecen en este artículo, Interstellar, la que brinda mayor número de imágenes impresionantes en la filmografía de Nolan. El espectador espera con curiosidad el primer planeta que va a visitar el equipo de astronautas que comanda Cooper, y causa cierta sorpresa encontrar el océano inmenso, sin fin, que cubre la superficie de Miller hasta allá donde alcanzan los ojos. Nada mejor para describir algo parecido al infinito —una idea presente en todo el filme— que esas tomas cenitales de una llanura líquida e inacabable, como sería el Mar Exterior del que habló Tolkien, limitado por un cielo ocre y turbio que convoca el recuerdo del final de Hijos de los hombres.

La escena, corta y sin embargo progresiva, comienza en un mood de exploración y calma, y se va cargando paulatinamente de tensión, desde el momento en el que el capitán contempla, con ojos de asombro y terror, el tsunami inmenso, la muralla fría de un Tártaro intergaláctico, montaña que se va alzando frente a él mientras se construye a sí misma. Nolan se toma su tiempo en presentar al monstruo inanimado; la cámara se va levantando, lentamente; casi notamos el sonido rítmico de los cinco segundos que dura la escena mientras miramos más y más arriba y sigue sin haber ni rastro de espuma. Y la fascinación, mezclada con un horror ancestral, dibuja una o en nuestros labios mientras el plano corona el prodigio. Es lo imposible.

Los héroes consiguen escapar; de otro modo no lo serían, y no habría película. Pero en esos lapsos diminutos, en los instantes contados en que se nos ha permitido contemplar la ola —qué maestro de la dosificación aquí— Nolan nos ha puesto delante de un nuevo infierno, el de la indefensión; el de cualquier montañero sorprendido por el alud al borde de la pared, la primera vuelta de campana en el coche que se acaba de salir de la carretera, abrir la puerta del servicio y encontrarte frente a frente con el gran carnicero de Parque Jurásico. Solos y desnudos frente al mundo, aguantando la respiración mientras la moneda decide de qué lado caer.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 5. Conciencia e incertidumbre

Tenemos dos barcos, uno lleno de gente normal, aparentemente ciudadanos de orden, el otro repleto de presidiarios de la peor ralea —al menos a priori— inquilinos del penal de Gotham. El Joker hace saber a ambos pasajes que ambos barcos están repletos de explosivos, y que cada una de las naves se halla provista de un detonador cuya acción volará por los aires el otro barco. Los tripulantes de la nave en la que primero se accione el detonador se salvarán, mientras que si al cabo de media hora ninguno de los dos barcos ha explotado, el Joker se encargará de que ambos estallen en mil pedazos.

El proceso de decisión al que lleva esta situación cae en el territorio de la Teoría de Juegos, y se ha analizado con rigor y precisión. A un nivel básico, se establece rápidamente que, si tomamos únicamente en cuenta la supervivencia como valor, la decisión racional para cualquier pasajero de cualquiera de los dos barcos es pulsar inmediatamente el detonador, por cuanto que es la única escapatoria posible de la ratonera urdida por el criminal. Sin embargo, no es fácil para nadie pulsar un botón que envíe a la tumba a centenares de personas, y el auténtico dilema se establece a partir de ese punto. La resolución es brillante, y dejamos al espectador virgen el placer de descubrirla.

Lo que nos interesa aquí es describir las diferentes capas de sufrimiento a las que Nolan somete a sus personajes. En primer lugar, por supuesto, el miedo primigenio a la muerte —sea a lo desconocido o al infierno de cualquier creencia particular— junto con el miedo siempre asociado, en circunstancias como estas, a no morir pero quedar lisiado y condenado a una vida infernal. Entra también el horror a la incertidumbre, a esa elevadísima probabilidad de que el siguiente segundo sea el último, de que en el otro barco alguien asuma la responsabilidad y la decisión signifique el fin.

Junto a estas amenazas tan claras y tangibles se deslizan otras dos corrientes perturbadoras, más subterráneas. Por una parte, la necesidad de tomar una decisión frente al miedo de afrontarla, el deseo tan maligno como humano de que sea nuestro vecino el héroe/villano que asuma la responsabilidad, cometa el crimen múltiple y nos salve la vida. Por otro, el sufrimiento ético de decidir qué vida es más valiosa, si la nuestra o la de las trescientas personas del otro barco, y las trampas mentales que nos hacemos: que si lo hago también por mis compañeros, que si los del otro barco son delincuentes... Toda una serie de razonamientos que entroncan con dilemas clásicos, ecos de La decisión de Sophie, el hombre en el puente sobre el tren, el instinto de supervivencia y la teoría del kilómetro sentimental.

Y es esta la crueldad complicada, atractiva/repulsiva, que define a los Nolan, y los demás nos asombra, repele y engancha. Solo una parte de su genio.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

No lo llame pop, llámelo cultura

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Imagen: Alex Ross.

Dave Grossman, Keith Stuart, Joe Hill y Rihanna Prachett debaten en exclusiva con Jot Down sobre el viraje de cómo se valora el género fantástico en su dimensión cultural.

«“El hombre de negro huía por el desierto y el pistolero lo seguía”. Es el mejor arranque de una novela de Stephen King. Es uno de los mejores arranques de la literatura universal». El pasado cinco de mayo, Sarah Fallon, editora senior de Wired, se atrevía a arrancar así, en negro sobre blanco, uno de sus artículos. No fue un hecho aislado, sino la constatación de un creciente movimiento planetario en el mundo de la cultura hacia lo pop. Y en concreto hacia el género fantástico.

Los casos se cuentan por decenas. La apertura de una colección permanente de videojuegos en el museo MoMA de Nueva York. El premio Fipresci, otorgado por los casi quinientos críticos de cine más reputados del planeta, a Mad Max: Fury Road en 2015. La elección de la novela gráfica Watchmen (ECC Ediciones, 2016) como una de las mejores novelas del siglo XX por la revista TIME. La medalla nacional de las letras, máximo honor que Estados Unidos otorga a un artista, entregada por Obama a Stephen King. O la victoria en el Pulitzer de Cormac McCarthy con un libro de ciencia ficción posapocalíptico, La carretera (Random House, 2007).   

A este lado del charco, Cátedra publicó, en su colección Signo e imagen, su primer ensayo dedicado a los videojuegos: Videojuegos y mundos de ficción (Antonio J. Planells, 2015). TVE emitió un debate, Videojuegos. Creatividad interactiva, desde el Museo del Prado. El Círculo de Bellas Artes expuso, con gran éxito, una retrospectiva de las historietas de El Capitán Trueno. Y en El País, la revista cultural Babelia publicó un amplio reportaje dedicado a la presente edad de oro del tebeo español.

Joe Hill, novelista e hijo de Stephen King, Rihanna Prachett, guionista de videojuegos e hija de Terry Prachett, Dave Grossman, cocreador del clásico videojuego Monkey Island, y Keith Stuart, novelista y exeditor de la sección de videojuegos en The Guardian, debatieron en exclusiva con Jot Down sobre este asunto. El marco, una pausa en su apretada agenda de conferencias y sesiones de firmas durante la sexta edición del festival de literatura fantástica Celsius 232.

¿De dónde viene este clima de reconocimiento a lo pop y especialmente al género fantástico? Es más, ¿de dónde viene ese desprecio por los próceres de la cultura con mayúsculas?

Joe Hill: La distinción entre la alta cultura y la popular es una aberración bastante reciente. Empezó con el modernismo, como autores como Hemingway, Fitzgerald o Faulkner. Hubo una ola que comenzó a identificar lo placentero como infantil. Observemos lo que pasaba un poco antes; Mark Twain, probablemente el autor norteamericano más reconocido del siglo XIX, lidiaba con aventuras, viajes en el tiempo, episodios humorísticos, traiciones, huidas trepidantes… A comienzos del siglo XX, todos estos recursos cayeron en el ostracismo durante treinta años. Y el fulcro para este desprecio era que los lectores de calidad estaban por encima de estos goces propios de niños. Lamentablemente, es algo que se debe sobre todo a Norteamérica. Porque si miramos a la literatura latinoamericana, ahí tenemos a los Márquez o Borges introduciendo sin ningún problema elementos del fantástico en su obra sin que nadie los considerara por ello autores de segunda.

Keith Stuart: Creo que también ayudan los tiempos que vivimos. La gente se refugia en la ciencia ficción cuando le toca vivir tiempos inciertos. Mira, por ejemplo, lo que pasó en los años cincuenta, la gran ola de creadores que se dedicaban a elaborar fábulas apocalípticas bajo el telón de la Guerra Fría. La crisis del petróleo en Estados Unidos en los setenta volvió a insuflar vida en el género. Por ejemplo, los zombis de George A. Romero tenían una obvia lectura social; eran reflejo de lo que estaba pasando en la calle.

Joe Hill: Hay una escena en El amanecer de los muertos vivientes en el que se ve a los zombis en procesión al centro comercial. Uno de los supervivientes humanos reflexiona en voz alta: «¿Por qué vienen aquí?». Otro le contesta: «Porque este era un lugar importante para ellos».

Keith Stuart: Eso es [risas]. El centro comercial como catedral del consumismo. Pero insisto en el papel que juega la incertidumbre. Ahora, tras la crisis, vivimos una época de muchas dudas. Y creo que esas dudas evocan ficciones como Westworld o Juego de tronos. La gente necesita alimentarse de la ficción cuando la realidad deja de tener sentido.

Dave Grossman: Volviendo al tema, creo que se ha dado en estas últimas décadas una mejora de lo que se nos permite crear. Decías [dirigiéndose a Joe Hill] que Estados Unidos tiene mucha culpa de este elitismo cultural. También la tiene de la censura. En los tebeos, por ejemplo, había unos códigos muy estrictos de lo que era permisible o no publicar. Lo mismo pasaba en la televisión o el cine. Costó romperlos.

Joe Hill: Lo cierto es que la ficción norteamericana, en el cine, en la literatura, en la música, en el tebeo, en muchos sentidos fue salvada por otras culturas. El rock and roll se consideraba, desde un punto de vista artístico, marginal hasta que lo reinventaron los británicos: los Beatles, los Who, los Rolling Stones. Es como si nos dijeran, desde el otro lado del gran charco: «Pero chicos, ¿os dais cuenta de lo grande que es esto que os habéis inventado? Dejad que os enseñemos».

En los tebeos pasó lo mismo. Dave [Grossman] comentaba hace un momento el tema de la censura. Fue algo impuesto por el gobierno. Hasta los cincuenta, había libertad para hablar de cualquier cosa. Había historias de terror, románticas, bélicas… Nada estaba prohibido. Luego, el comité de delincuencia juvenil decidió que los cómics podían tener una influencia nociva sobre la moral de los chavales [se creó el famoso Comics Code Authority (CAA), una censura autoimpuesta de las editoriales a raíz de la presión gubernamental y social]. Se inventaron un montón de normas ridículas: nada de besos entre chicos y chicas, nada de estar demasiado cerca si no hay más gente presente, nada de violencia, nada de fantasmas… Salto en el tiempo hasta los ochenta y noventa. Nuevamente, nos salvó una invasión; la de los Alan Moore, Neil Gaiman, Jaime Delano, Grant Morrison. Nuevamente, nos volvieron a decir: «¿Pero otra vez no os dais cuenta del arte que tenéis entre manos? Dejad que os enseñemos».

Creo que el ejemplo actual es el cine fantástico que viene de Latinoamérica. Estamos viviendo una auténtica erupción de talento. Directores como Guillermo Del Toro, Alfonso Cuarón o Andy Muschietti están demostrando que la fantasía oscura se puede usar, con lirismo, para hablar de cualquier cosa.

Dave Grossman: Los juegos de tablero también lo demuestran. Durante estas últimas décadas, han vuelto a florecer. Esta vez, la invasión que los ha rescatado es alemana.

Joe Hill: ¡Muy cierto! [risas].

Dave Grossman: Y son juegos de tablero diseñados específicamente para adultos. Maravillosos.

Rihanna Prachett: Es una cuestión también de perspectiva. Yo, por ejemplo, crecí asumiendo como lo normal el ir de feria en feria de fantasía y ciencia ficción. Así que, desde mi perspectiva, ese tipo de mundo era lo mainstream, lo convencional. Mi trabajo de fin de carrera fue una disertación sobre cómo Frankenstein de Mary Shelley había sido asimilado por la cultura popular. Todo empezó, evidentemente, en el teatro y constaté que era el tipo de público al que iba dirigido el que moldeaba las aristas de la obra.

Por ejemplo, en esas primeras adaptaciones de teatro el enfoque era mucho más maniqueo que en el original. El doctor era un malo malísimo, había episodios de comedia… Luego el enfoque varió a centrarse más en la criatura, tanto desde registros dramáticos como humorísticos. La obra iba creciendo en aceptación y cambiando según cambiaban los tiempos. Pero siempre he tenido la sensación, porque habito con naturalidad este mundo, que lo fantástico ha sido mainstream y que el resto del planeta simplemente ha tardado más en darse cuenta de que lo es.

Algo así ha pasado en el microcosmos de los videojuegos. Cualquier persona que trabaje o que juegue sabe los increíbles hallazgos artísticos que están sucediendo en este medio. Pero los medios de masas parecen vivir, al menos, una década en el pasado. Por eso como creador te encuentras siempre con preguntas del estilo: «¿Son los videojuegos un arte?» «¿Juegan las chicas?». Son preguntas que he contestado una y otra vez durante veinte años en la industria.

¿Razones para que esto esté cambiando? Creo que le debemos mucho a El Señor de los Anillos, la adaptación cinematográfica de Peter Jackson. Crecí en los ochenta, lo que quiere decir que viví la mejor década de la historia para el cine fantástico. Pero en los noventa esto se diluyó hasta que El Señor de los Anillos elevó el listón unos cuantos peldaños. Y creo que de ahí surge un poco todo este movimiento planetario en el que parece no haber país que cuente con una o varias convenciones dedicadas al género fantástico y a la cultura pop.

Joe Hill: Perdón por cambiar de tema, pero estaba pensando en que realmente el problema pueden ser las propias palabras. Por ejemplo, mainstream. ¿Qué es mainstream? ¿El último libro en ganar el Pulitzer o el Nobel? Que yo sepa, si por mainstream entendemos un alcance global, la obra verdaderamente mainstream de nuestra era es Juego de tronos, porque es lo que están leyendo millones y millones de personas en todo el mundo. En cine es Tony Stark y todo el olimpo del Universo Cinematográfico de Marvel.

El cine es Tony Stark. Lo es de manera abrumadora. En los diecisiete años que llevamos de siglo XXI, el top de taquilla cada doce meses lo ha copado una película de género fantástico. Y si se repasa con minuciosidad el listado de las cien películas más taquilleras de la historia del cine, lo que sale es no solo que el fantástico arrasa, sino que lo hace un subgénero muy concreto dentro de él: los superhéroes. Y dentro de los superhéroes, el plan más ambicioso y lucrativo que haya parido el cine, el Universo Cinematográfico de Marvel que lleva dieciséis películas en marcha y ha forzado operaciones similares en todas las grandes productoras de Hollywood.

Pero los hay que creen más en la manzana de Newton que en los vuelos de Superman. Steven Spielberg, el padre del blockbuster contemporáneo, predijo en una polémica entrevista a Hollywood Reporter que la meca del cine iba a implotar por clonar hasta el hartazgo ese cine del asombro que inventaron George Lucas y él al filo de los ochenta. Dos años después, aseveraba seguir convencido de su opinión en declaraciones a The Associated Press: «Vivimos la muerte del wéstern y llegará el día en que a los superhéroes les toque el mismo destino».

Con Spielberg bajo el brazo, desplegamos el tema en nuestra mesa de debate.

Por un lado, esta salida del armario del fantástico es reconfortante por reconciliar dos hemisferios de la cultura. ¿Pero no se corre el riesgo de sobresaturación con tanta película y videojuego que es una epopeya fantasiosa? ¿No se culpará al fantástico si la burbuja de los superhéroes explota?

Joe Hill: No va a explotar. El Llanero solitario es un superhéroe, James Bond es un superhéroe. Sherlock Holmes, también. No creo que haya ningún riesgo de que el público se canse de ver historias sobre individuos extraordinarios logrando hazañas significativas en el nombre de valores morales que todos defendemos.

Keith StuartLo que sí puede ser es que cambie de forma.

Joe HillEs verdad, a veces cambiamos el disfraz de la ficción.

Keith Stuart: Sinceramente, no creo que se corra el peligro de que Hollywood vaya a dejar de hacer películas de superhéroes de manera definitiva porque junten unos cuantos fracasos. Si te das cuenta, y no es exclusivo del cine, porque pasa también Netflix o en los videojuegos, la moda es crear mundos y luego expandirlos con múltiples narrativas. En el fondo, es la forma más vieja de narración que existe: el mito. Los panteones divinos son el origen de las historias que contamos, así que yo tampoco creo que se vayan a agotar nunca.

Dave Grossman: En la pregunta que nos comentabas, hablabas de sobresaturación. Yo creo que esto se ve en la crítica de las películas de superhéroes. Como tenemos tantas al año, el análisis de estas obras ha comenzado a virar al tipo de reseña de la primera época de los videojuegos. Se habla de lo buena que es la calidad de los efectos visuales o del diseño de producción. No se dice casi nada de los personajes y menos aún de la trama. Irónicamente, en los videojuegos está pasando lo contrario. Cada vez me encuentro más críticas que hablan del tema o la intención narrativa.

Más allá de los panteones divinos de Homero o Stan Lee, la tendencia que parece imponerse abrumadoramente es la diversidad. Un autor chino, Liu Cixin, que gana los principales premios de la ciencia ficción anglosajona. Tebeos de fantasía que juegan con cualquier tipo de cóctel racial y sexual y tienen un enorme éxito haciéndolo, como el Saga de Brian K. Vaughan. Creadores de videojuegos tan presumiblemente carcas como Call of duty que afirman no querer cometer el mismo error de blanqueo en el que cayó Nolan en la estupenda Dunquerque. Y titanes del ocio como Netflix que apuestan por crear contenido original autóctono en cada país que conquistan. De nuestros contertulios queríamos saber si esto huele a flor de un día o el aroma perdurará.

Imagen: Alex Ross.

¿Esta diversidad es síntoma de que el mercado anglosajón de la cultura pop, el más poderoso del mundo, va a buscar esa diversidad que el público parece demandar? ¿Es necesario que lo haga?

Rihanna Prachett: Es absolutamente necesario. En Occidente solemos ser bastante arrogantes asumiendo que nosotros inventamos la fantasía y la ciencia ficción. Pero una lectura de Las mil y una noches te demuestra que muchos temas y convenciones de lo imaginario ya estaban allí. Sin ir más lejos, los autómatas. Así que no creo que se trate de algo tan condescendiente como dejarlos entrar en nuestro club, sino reconocer que otras culturas habían explorado, con enorme talento y densidad, ideas que asumíamos como propias.

También quiero comentar algo sobre lo que ha dicho David del florecimiento de la narrativa en medios como los videojuegos o la nueva televisión. Es evidente que cada vez el panorama es más diverso y esta es una pregunta que me encuentro en casi cada nueva entrevista, la preocupación por la diversidad. El caso más cristalino de la ansiedad que había por esto es Wonder Woman. Tengo amigas que literalmente se echaron a llorar en las secuencias de acción. Nunca nos habían permitido ver cosas así, un grupo de heroínas hablando entre sí y luego repartiendo tortas con la misma fiereza que los hombres. Creo que la segunda reacción tras el goce, al menos en mi caso, es la rabia. Pienso en todo lo que nos hemos perdido por no asumir este enfoque antes. El mundo, claramente, va muy por detrás de donde debería estar.

Venga, pongo otro caso. La que se montó por tener una mujer como encarnación de Doctor Who. Es una noticia estupenda, claro que sí. Pero lo que me preocupa es que no debería ser algo tan impactante. ¡Que hablamos de la mitad de la población!

Keith StuartCreo que, en el tema de la diversidad, en Occidente somos culpables de meter el dedo y picotear en otras culturas. Una especie de turismo cultural mal entendido, por superficial. Por ejemplo, en los primeros 2000 la moda era el anime y todo el mundo se obsesionó con ello. Ahora, estos últimos años, son los thrillers escandinavos. El tema de estas modas es que son explosivas y fulgurantes. Es como si fuéramos vampiros y dejáramos secas a otras culturas de tanto en tanto [risas]. Me gustaría que nos lo tomáramos con más calma, no robáramos tanto de otras culturas y pudiéramos disfrutar de la diversidad sin tanto furor.

Joe HillOtro caso, las películas de acción de Hong Kong de los ochenta.

Keith Stuart: Sí.

Joe Hill: Exportamos a todos esos cineastas para que empezaran a rodar en Hollywood. Y todas esas ideas locas, toda esa experimentación, se volvió una mediocre homogeneidad.

Por cierto, me apetece mostrar mis colores frikis con algo que me molesta profundamente. Sobre Doctor Who. Se dice que la nueva doctora es la número 13. Y ni de coña. El problema empezó por considerar a David Tennant el décimo doctor. El décimo es John Hurt. Así que Tennant es el undécimo, Matt el duodécimo y Capaldi el ansiado 13…

Keith Stuart: Pero espera, ¿esto incluye también al Doctor Who de las películas de Peter Cushing?

Joe Hill: Oh, dios, ¿lo incluye? ¿Lo incluye? [carcajada general]. No, espera, ¡sí! ¡Sí lo incluye! Nuestra doctora no es la afortunada 13. Es la afortunada 14.

Dave Grossman: Me pregunto, vuelvo al tema de la diversidad, si las barreras entre los géneros no se están rompiendo un poco. Llevo coleccionando las obras de Kurt Vonnegut desde hace mucho y nunca sé, cuando entro en una librería, si me tocará ir a la sección de ciencia ficción o a la de literatura mainstream. Cuanta más cultura consumo, más me encuentro con estos híbridos difícilmente clasificables. Por ejemplo, Device 6, de Simogo. En cierto sentido, es un libro, pero también es un videojuego; está ahí, en la frontera. Lo mismo pasa con los videojuegos de Telltale, que son a medias juego y a medias serie de televisión. Por mi parte, cada vez veo más difuso donde empieza o acaba un género o incluso un arte. Tal vez, esto sea algo maravilloso.

Keith Stuart: Simogo es un ejemplo muy bueno de esto, de la fluidez. El cine coreano es otro ejemplo. Allí es posible una película bélica con fantasmas que es a la vez una comedia. En Hollywood no le dejarían a nadie rodar eso, porque las cosas tienen que estar bien encasilladas. Pero en otras partes del mundo sí estamos viendo, y disfrutando, de esta fluidez y experimentación.

Joe Hill: Algo que ha pasado muy desapercibido en estos últimos treinta años es como los videojuegos han cristalizado en un arte propio. Antes, siempre miraban al cine con aspiraciones de copiarlo, tanto formal como narrativamente. Ahora, videojuegos como The last of us son copiados por el cine. Hay un cambio en la marea que me fascina.

Dave Grossman ha comentado su problema al encontrar a Vonnegut en una librería. ¿Creen que la nueva generación ya no tiene este problema porque es, por así decirlo, multipestaña, porque todas las artes y obras que disfrutan están amalgamadas y accesibles en tabletas, monitores de ordenador y smartphones?

Dave Grossman: Está claro que la necesidad de dividir las cosas por género es una necesidad estrictamente del mundo físico. Si al final, que no está claro, el ebook se impone, veremos en literatura esa tendencia general a que cada uno nos creemos nuestra propia estantería. Por ejemplo, si te gustan las películas de superhéroes con una protagonista femenina y fuerte, pues ahí te creas tu estantería con todas las obras que casan con eso, sean películas, libros o videojuegos.

Rihanna Prachett: ¡Me apunto a eso! [risas].

Joe Hill: Pero hay un problema para esto que no hemos comentado y que no está en ese desprecio del mundo de la alta cultura. A veces, los propios fans son los que quieren segregarse. No quieren ser incluidos en el mainstream. Hace un tiempo, coordiné una gran antología de las mejores obras de ciencia ficción norteamericanas. Cogí relatos tanto de revistas para todos los públicos como The New Yorker como específicas de género. Al publicarlo, salió una reseña en un medio especializado de ciencia ficción. En uno de los párrafos, decía algo así: «Esto es una gran antología, pero, ¿cuándo una gran antología es realmente una gran antología?». Me pareció una de las frases más misteriosas de la historia de la humanidad [carcajada general]. ¿Tenía siquiera sentido aquella frase? Pues resulta que lo que quería decir es que no era realmente representativa de los auténticos autores de ciencia ficción y fantasía. Que los auténticos autores de ciencia ficción y fantasía estaban mal representados.

Keith Stuart: En videojuegos, evidentemente, también hay mucho de esto. Todos los géneros y medios de expresión tienen a sus cancerbero, a los que quieren preservar la pureza.

Joe HillDe diverso grado de trollerío [risas]. Creo que los videojuegos, últimamente, tienen un mayor nivel de toxicidad que la literatura.

Todo Eros tiene su Thanatos. Y en la cultura pop, los Thanatos se cuentan por millones.

La rabia y la crueldad desaforada han convertido al género fantástico en un campo de batalla cultural arrasado por un arma de destrucción masiva: ciento cuarenta caracteres. A través de Twitter, grupos de odio han canalizado todo el racismo y machismo subyacente a los reductos de fans que no quieren abrir las puertas de sus sueños —normalmente húmedos de sangre o lubricante— a la diversidad.

Los videojuegos encabezan la virulencia, con el conglomerado Gamergate como principal estandarte, un grupo de acoso y descalificación a creadores y periodistas que pugnan por la diversidad en este medio. El desmadre llegó al punto de colarse en la portada de The New York Times, con la suspensión de una charla en la Universidad de Utah de la youtuber feminista Anita Sarkeesian por amenazas de muerte. Este 2017 ha visto intensas polémicas con las reacciones virulentas al éxito de Wonder Woman y la elección de una mujer como nueva Doctor Who.

España también ha tenido lo suyo, con la cancelación, en primer término, de un evento acuñado Gaming Ladies que pretende crear un espacio seguro, solo para mujeres, en las que estas puedan explorar su afición a los videojuegos sin ser cuestionadas o ridiculizadas. La iniciativa fue atacada en redes sociales, y a través de coaliciones de usuarios en portales como Forocoches, con un frenesí salvaje. Por la de cal, la de arena que representa el éxito de dos asociaciones de mujeres: FemDevs, que busca dar visibilidad a las creadoras que trabajan en la industria de los videojuegos, y TodasGamers, un medio de comunicación especializado en videojuegos escrito íntegramente por mujeres.

¿Por qué, precisamente, algo asumido como pueril, lo pop, se ha convertido en el mayor campo de batalla mundial en lo que a cultura se refiere?

Joe Hill: La respuesta está en el tuétano de las redes sociales. Las redes sociales alientan el odio y la rabia. Piensa en que si dices algo malvado contra alguien, los que estén de acuerdo contigo te premiarán con retuits y likes. Y esto es verdad tanto para el troll más despiadado que pueble las redes, como para tipos como yo, que soy un tío tranquilo y progresista. Pero si digo algo con mala uva de los republicanos, cientos de retuits al canto. Es como tener a alguien dándote una palmadita a la espalda por ejercitar el odio.

Yo creo que esto está en el núcleo de cómo se han diseñado Facebook y Twitter, que son, por diseño, motores de la discordia. Es bastante fácil, aunque se hayan puesto barreras, hacerse anónimo. Y lo es más aún juntar a tu tribu de energúmenos y lanzarte al acoso de un grupo o un individuo. Es una pena, pero no creo que tenga un fácil arreglo.

Keith Stuart: Los fans tienen una sensación de poseer la ciencia ficción o la fantasía. Esto viene de que han construido sus identidades como consumidores alrededor de estas obras. Si eres un varón blanco que ve amenazada su tipo de ficción sexista o racista, reaccionas intentando protegerla. Doctor Who ha sido uno de los ejemplos más venenosos y ridículos recientes. Pero en videojuegos es algo que vemos constantemente. Día a día. He tenido redactoras que han dejado de escribir de videojuegos por no soportar este acoso.

Joe Hill: Perdón por interrumpir, pero quiero apuntar algo que muestra la otra cara de la moneda. Hace unos años, con la explosión de internet, todo el mundo estaba feliz de que los principales cancerberos de la cultura, los grandes medios, fueran a caer. ¡Pues mira que bien nos ha ido! Ahora es más fácil que nunca que te engañen con una noticia falsa que puede ser amplificada millones de veces y que, aunque la descalifiques a posteriori, no puedes saber si toda la gente contaminada por ella se ha curado. Resulta que estos medios de comunicación cumplían su papel con un grado de exigencia que ya nadie tiene.

Esto lo podemos trasladar al arte o medio de expresión que queramos. Cualquiera con una cuenta de Twitter puede erigirse en el próximo cancerbero. Alguien dice, de pronto: «Este libro/película/serie tiene un problema y os lo voy a desvelar. O este escritor/diseñador/cineasta está equivocado en cómo hace tal cosa». Te imbuyes de un poder como voz capaz de discernir entre el bien y el mal. Lo que es verdadero o falso. Aceptable o inaceptable. Repito, esto lo fomenta el propio diseño de las redes sociales y creo que tiene unas consecuencias totalmente impredecibles.

Dave Grossman: Tengo una anécdota divertida que ilustra esto. Un amigo, Jessie, que decidió que estaba harto de los grises y que a partir de entonces iba a valorar las cosas como lo peor o lo mejor de la historia. Pulgar para arriba o pulgar para abajo. Él estaba super contento con este sistema porque le quitaba el peso de los hombros de pensar. La gente a su alrededor, pues no tan contenta [risas]. Llevo en internet desde hace eones, fui uno de esos chavales pegados al ordenador antes de que eso fuera algo popular. E internet siempre ha sido igual. Bien o mal. Binario. O blanco o negro.

A lo mejor estoy equivocado en la siguiente reflexión, pero creo que este maniqueísmo online sea especialmente intenso en la ciencia ficción y la fantasía es una consecuencia de que son los géneros que más conectan con internet. Y esto porque las primeras personas en adquirir un ordenador y formar comunidades en Internet eran, como yo, frikis. Y a los frikis nos gusta la fantasía y la ciencia ficción.

Sería interesante comprobar la veracidad de su reflexión con un estudio demográfico.

Dave Grossman: Por favor, hazlo. Estaremos encantados de leerlo [carcajada general].

Llega el momento de la foto. Jot Down le explica a los cuatro que deben mirar a la cámara como si el lector hubiera estado sentado con ellos durante todo el debate y sus ojos fueran el objetivo. Pero como todo lo demás en esta larga conversación sobre lo divino y lo humano del pop, había tramas secundarias por el camino. Otra foto, esta para el móvil de uno de los contertulios, que pidió con cierta timidez, sin que los demás se percataran, que le inmortalizáramos en esa mesa, junto a sus compañeros de ágora.

Lo hicimos sin rechistar.

Fotografía: Eva Pernas

In memoriam: Star Wars

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Star Wars: Episodio VI - El retorno del Jedi (1983). Imagen: Lucasfilm.

Amigo/a lector/a: si usted espera, a raíz del titular, leer una pataleta de viejo fan de Star Wars, no sé si le voy a satisfacer. No porque no me gusten las pataletas; al contrario, lo voy a intentar porque me encantan las pataletas. De hecho, mi sueño dorado es escribir, algún día, un artículo para poner a caldo a TODO el planeta. Lo que va a leer aquí, por desgracia, es más bien mi modesta certificación, tristemente fría y quirúrgica, del fallecimiento de la saga galáctica antaño favorita de muchos de nosotros. Un fallecimiento que ocurrió hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana. No, no es cosa solamente de Los últimos Jedi. Esta inconexa película ha sido el estertor final, pero el cadáver llevaba décadas presidiendo una nube de moscas. Fuimos nosotros, los espectadores, quienes nos empeñábamos en pretender que el molesto tinnitus de nuestros oídos no era el sonido de las esperanza sino el pitido del electrocardiograma plano del difunto. Con frecuencia escucho decir que la nostalgia es el motivo del rechazo de muchos viejos fans hacia las nuevas películas de la saga y mi tesis, curiosamente, es justo la contraria: afirmo es la nostalgia la que hace que muchos hayan mantenido la insensata esperanza de que el universo Star Wars seguía vivo y tenía algún futuro más allá de aquellas tres lejanas películas de la trilogía original. Ya me perdonarán los eruditos del «universo expandido» del que lo ignoro todo, porque, parafraseando a Bill Clinton, «son las películas, estúpido». Así pues, trataré de explicar cuáles son los síntomas de la muerte.

Aviso 1: Este artículo contiene algunos SPOILERS sobre la última película de Star Wars. Como si eso importase, pero bueno.

Aviso 2: Me voy a meter mucho, de manera gratuita, alevosa y cobarde, con el señor que dirigió Inception. ¿Por qué? Por la misma razón por la que usted le pone mostaza a las hamburguesas. Por puro, destilado y malévolo, placer.

The Millennial Falcon

El juego de palabras no es mío, por desgracia, pero servirá para hablar un poco del millennialsplaining. Star Wars es un producto de final de los setenta y principios de los ochenta. Cualquiera lo puede disfrutar por igual, pero me divierte la notable frecuencia con que las mismas personas que adoran la nostalgia embotellada de Stranger Things sin haber vivido de pleno los cochambrosos años ochenta, argumenten después, para defender las nuevas entregas de Star Wars, que los más críticos somos ancianos decrépitos decepcionados por no ser capaces de revivir las emociones de nuestra infancia. Bien, déjenme decirles que eso es una falacia como una catedral. Quizá sea cierto para algunas personas, pero no para mí ni para muchas otras que conozco.

Crecí en mitad de la fiebre Star Wars originaria. Sí, soy así de viejo. Como cada puñetero niño de Occidente, estaba obsesionado con las películas y los dichosos juguetes, que eran nuestra posesión más preciada en el mundo. Supongo que nuestros padres suspiraban pensando que Hollywood encontraba extremadamente fácil comernos el cerebro y la verdad es que tenían toda la razón porque éramos niños idiotas y hubiésemos vendido el alma a cambio de cualquier baratija relacionada con la saga. Vamos con el contrargumento: el momento en que los miembros de nuestra provecta generación descubrimos que ninguna nueva película de Star Wars iba a revivir las emociones de nuestra infancia no tuvo nada que ver con Disney. Fue un día que también queda muy lejano en el tiempo: la infausta jornada en que acudimos a ver La amenaza fantasma. Como ya conté en su día, la primera y única vez en mi vida en que salí cabreado de una sala de cine. Sentí que me habían estafado, que habían usado la nostalgia para quitarme dinero del bolsillo con una película que no solamente se cargaba todo ingrediente fundamental de la saga sino que para colmo era un bodrio de dimensiones cataclísmicas. Fue una lección dura, pero útil. Incluso un mostrenco como yo la aprendió. No necesité que me engañasen dos veces para comprender que las experiencias cinematográficas de nuestra infancia nunca se van a repetir porque se encuadran en un momento de tu vida que forma parte del pasado. Desde entonces, aunque me sigue divirtiendo terriblemente hablar de Star Wars con cualquiera y desde luego me lo paso pipa escribiendo sobre Star Wars, mi implicación emocional con las películas ha sido más bien escasa. Ya cuando vi las siguientes precuelas lo hice con una actitud de regocijo similar a cuando veo The Room, más preocupado por reírme de los miles de detalles estúpidos que por psicoanalizar el disgusto de mi niño interior.

Tanto era así, que una vez superado el trauma inicial, lejos de sentirme genuinamente decepcionado, me empezó a fascinar la figura de George Lucas más que nunca antes. No como persona porque, la verdad, no es un tipo interesante. Pero sí como institución, como artista. Es un personaje de Los Simpsons, parecido a Krusty o Troy McClure. Creó Star Wars copiando de aquí y allá y se convirtió en un héroe. Después escribió las precuelas convencido de que su estatus divino lo hacía infalible y volcó en aquellos guiones su particular visión de por dónde debía evolucionar la franquicia, visión que chocó frontalmente con lo que esperaba cualquier fan con dos dedos de sesera. Su público había madurado, pero él no. La insensatez artística de Lucas, cuando la analizo hoy, es fascinante. No sé a ustedes, pero a mí me divierte mucho imaginar el proceso creativo de determinados autores. Por ejemplo, imagino así una reunión de Martin Scorsese con su equipo de guionistas:

Guionista: … y este personaje necesita un poco más de desarrollo.

Scorsese: ¿Cuántas escenas con droga tenemos?

Guionista: Estamos tratando de crear un arco dramático, Martin.

Scorsese: Que salga esnifando cocaína. Con putas.

Guionista: Ni siquiera hemos descrito sus motivaciones, Martin.

Scorsese: Al público le flipan las escenas con droga.

Guionista: Ya tenemos veinte secuencias así, Martin.

Scorsese: (Sin escuchar, mirando el guion) Esta escena del colegio necesita más farlopa.

Cada autor acaba volcando sus manías y obsesiones en su obra. En el caso de Scorsese, se trata de epatar a sus italoamericanas y muy católicas tías mediante incontables secuencias de gente haciéndose rayas. George Lucas es un tipo anodino con intereses anodinos que, cómo no, produjo tres precuelas anodinas hasta la narcolepsia. Su mensaje era loable: pretendía narrar cómo una democracia puede convertirse en dictadura. Muy bonito. Pero, en vez de rodar una biografía de Adolf Hitler, hizo que los jedi se pasaran horas y horas hablando de tratados comerciales y votaciones del Senado galáctico. Gracias, George, pero para eso ya teníamos el canal Parlamento. Lo divertido es que Lucas no supo gestionar las críticas y se empeñó en que, como Star Wars había nacido de su cabeza, la gente se equivocaba al defenestrar aquella trilogía de senadores teniendo reuniones. La gente, esa gente. Habíamos visto, yo qué sé, a Natalie Portman protagonizando sonrojantes escenas románticas que hacían que Los Serrano pareciese El último tango en París, pero Lucas insistía en que éramos tontos, feos y malos, y que no habíamos captado su sutileza. En fin, no necesitamos imaginar el proceso creativo que condujo al desastre porque existen documentales muy divertidos y reveladores. Es fácil: en el entorno de Lucas, nadie le decía nunca que no, a nada. Nadie le advirtió de que sus nuevos guiones eran bazofia. El padre de Lars Ulrich no estaba por allí

Desanimado porque los monstruos sin sentimientos de la generación X no tuvimos piedad con las precuelas, Lucas atravesó un duelo de diversas fases. Primero, indignado, insistió en que el público no tenía derecho a juzgar lo que era una creación suya. Después, empezó a retocar compulsivamente las películas de la trilogía original en una maniobra «la pelota es mía y ya no hay partido» que mejor la analizará un psicólogo, pero que hizo imposible encontrarlas como se habían estrenado, sin añadiduras cutres. Más tarde pasó de la rabia al lloriqueo y el victimismo. Luego, empezó a amenazar con que, ¡cuidado!, igual se dedicaba a hacer cine de autor y ya no habría más Star Wars. Por último, cuando comprobó que a nadie le importaba un carajo que siguiera dirigiendo películas o no, terminó vendiendo Star Wars a Disney, para que estos se encargasen del episodio VII. Lucas había jurado y perjurado que nadie excepto él estaría detrás de un hipotético episodio VII. Que, sencillamente, no habría episodio VII en absoluto. Y, para variar, no cumplió nada de lo que había dicho. Me encanta George Lucas. Es como un niño que suelta una excusa y a la media hora ya se le ha olvidado y suelta otra distinta. No se pone de acuerdo ni consigo mismo. Tras el trato con Disney, llegó a decir que las películas de Star Wars eran «sus hijos» y que las había «vendido a los esclavistas». Este tipo es maravilloso.

Tenía razón con lo de los esclavistas, eso sí. Al firmar su trato con Disney, el pobre tipo creía que iba a ejercer como el respetado asesor-sensei de la nueva trilogía. O, en sus propias palabras, «el portador de la antorcha» que vigilaría sin descanso para se respetara las esencias de la franquicia (como si él tuviese la menor idea de cuáles eran esas esencias, pero bueno). Estaba convencido de que en Disney lo tratarían como a Obi-Wan Kenobi. La ejecutiva-tiburón de Disney que se ocupaba del asunto, Kathleen Kennedy, le hizo creer que lo iban a mantener como patriarca honorífico de todo el invento y dijo, ante la jeta del propio Lucas, que sí, que Su Señoría iba a portar la antorcha y que juntos iban a gobernar la galaxia como patriarca y ejecutiva. La señorita Kennedy, por si no están familiarizados con ella, es la sith suprema de nuestra historia. Ni el tahúr profesional J. J. Abrams, ni un Rian Johnson al que le han tocado varias loterías juntas, pinchan o cortan en este asunto. Mandan menos que el conserje. Ella está al frente. Olvídense de Sigourney Weaver: en una nueva película de Alien, Kathleen Kennedy le arrancaría la cabeza al bicho de una sola dentellada en la primera escena, para después vender el esqueleto, convenientemente blanqueado con sosa cáustica, en eBay. ¿Kathleen Kennedy Vs. Predator? Nada que hacer: ella pondría su mejor sonrisa de ejecutiva-sí-pero-en-el-fondo-soy-bonachona y cuando quisiéramos darnos cuenta, el predator estaría lloriqueando de cuclillas en un rincón, rogando por su vida. Pues bien: Lucas, todavía creyéndose respetado y convencido de que la afable Kate era su amiga del alma, se presentó un día en las oficinas de Disney con sus ideas para la nueva trilogía. Y en Disney le hicieron saber, con una palmadita en la espalda y la más corporativa de las sonrisas, que le concedían una cariñosa licencia para irse a tomar viento al país de las caquitas de oveja. Es lo que tiene cuando vendes tu obra: que de repente tiene otro dueño. Y ese dueño, a poco que empieces a molestar, no va a querer tenerte cerca. En fin, algún día se rodará la biografía de George Lucas y yo pienso estar ahí palomitas en mano esperando a que narren con todo detalle su relación con Kathleen Kennedy y el imperio de Mickey Mouse.

Star Wars: Episodio VIII - Los últimos Jedi (2017). Imagen: Walt Disney Studios Motion Pictures.

¿Qué me han parecido las nuevas películas de Disney? Digamos que he transitado por ellas como quien mira un escaparate: lo que he visto no me ha gustado nada, pero no dejo de estar separado de ello por un cristal, así que después he seguido mi paseo como si tal cosa. Igual ustedes no me creen, pero lo digo en serio. Mi confianza en lo que Disney pudiera hacer con la franquicia ya era mínima desde antes de ser testigo del resultado y entre mis cientos de defectos no se cuenta el frikismo militante, aunque me divierte fingir que sí. Cierto, adoro escribir sobre Star Wars, pero no poseo camisetas de Darth Vader ni un llavero del Halcón Milenario, así que ni siquiera puedo decir con sinceridad que me siento herido. En realidad no he sentido nada, salvo lo que suelo sentir en la actualidad con este tipo de cine: que las salas ponen el puñetero sonido a todo volumen porque proyectan para un público que no sabe estar en puto silencio. ¿Lo ven? Cuando quiero, puedo ser un cascarrabias como cualquier otro anciano, pero no voy a mentir diciendo que Disney ha despertado mi indignación cargándose Star Wars. Lo único capaz de despertarme eran los altavoces. Por lo demás, concedo que las muy mediocres relecturas de la nueva trilogía son menos abominables que las precuelas, aunque eso no era nada difícil porque el listón estaba muy bajo. Sé que se ha puesto de moda decir que, ¡eh!, las precuelas tenían sus cosas buenas… pero no voy a caer en esa trampa. Sería como afirmar que la peste bubónica tenía sus cosas buenas porque después apareció el ébola.

Todo esto, añadirá usted, es subjetivo. Puede ser. Pero, dejando mi opinión subjetiva a un lado, creo que hay una verdad indiscutible: Star Wars fue una trilogía de películas y después, aunque ha habido otras trilogías de películas y hasta algún spin off, ya no eran lo mismo. No son lo mismo. No porque sean peores películas, ni porque resulten incapaces de satisfacer a los puristas o los nostálgicos, ni porque a mí no me hayan gustado. Es que desde el punto de vista artístico y narrativo son otro tipo de producto. Hablan de otras cosas, con otros registros y pensando en un público diferente. Es así de simple. Voy a tratar de explicarlo.

El ADN de Star Wars y la prueba del brócoli

¿Qué es una película de Star Wars? Buena pregunta. Desde el punto de vista formal, una película de Star Wars es cualquier película que, en ejercicio de la pertinente propiedad intelectual de quienes la producen, es anunciada y vendida con el marchamo de Star Wars. Si Disney planta una cámara delante de un brócoli durante dos horas y decide que eso es una película de Star Wars, entonces eso es una película de Star Wars y lo que pensemos los espectadores importará un reverendo carajo. Vayan y pónganles una demanda —el pueblo contra La Trilogía del Brócoli— y desde ya les digo que perderán. Disney puede hacer lo que le plazca con esa marca comercial por la que pagó cuatro mil millones de dólares a un George Lucas que ahora es cuatro mil millones de dólares más rico pero mucho más frustrado e impotente (no, si al final Lucas conseguirá que un puñetero millonario me dé pena). Siguiendo este razonamiento, Lucas no debería protestar por lo que Disney está haciendo porque aquellas tres horrorosas deposiciones conocidas como precuelas también eran Star Wars solo porque él, por entonces dueño del invento, así lo decidió. El aspecto legal y comercial del asunto no tiene vuelta de hoja. Si esta fuese una revista de abogados, la discusión terminaría aquí.

Creo, no obstante, que todos podremos estar de acuerdo en que tenemos un concepto distinto. Con independencia de la vertiente legal o comercial, existe una identidad artística que asociamos con determinadas obras. Nadie en su sano juicio consideraría que la filmación de un brócoli es una legítima expresión de la identidad artística del universo Star Wars, aunque sea vendida con esa marca. Tiene que haber una serie de elementos reconocibles que conforman esa identidad artística y que se pueden dividir en varios niveles: están los elementos imprescindibles, están los importantes pero no imprescindibles, y están los accesorios. Si rodásemos una secuela de Don Quijote (vamos a suponer que resucita… ¡oh, spoiler!), sería imprescindible que estén Quijote y Sancho y que la relación entre ellos sea congruente con lo que ya conocemos. Sería importante, aunque quizá no imprescindible, que la acción sucediese en la España del siglo XVII. Y lo que sí sería accesorio es que salgan molinos de viento. No por meter muchos molinos de viento podríamos decir que estamos haciendo una secuela digna del argumento original del Quijote. Ahora cambien los molinos de viento por cruceros imperiales, sith, jedi, y demás parafernalia galáctica. Supongo que me siguen. No por incluir elementos accesorios o incluso importantes del mundo Star Wars tenemos una película de Star Wars, si es que faltan los elementos imprescindibles. Con Disney tenemos lo accesorio, las navecitas. Tenemos parte de lo importante, Luke, Leia, Han. Pero, ¿y lo imprescindible?

Hablemos de química. La química es una ciencia exacta: usted selecciona determinadas cantidades de ciertos elementos, los combina y así obtiene una sustancia nueva. Cada vez que repita el experimento bajo las mismas condiciones, obtendrá idénticos resultados. Pero esto es algo que no se puede hacer en el arte porque algunos de los elementos originales del primer experimento ya no estarán allí cuando pretenda replicarlo. Dicho de otro modo: podría rodarse una copia de Casablanca usando el mismo guion sin cambiar una coma, calcando cada escena con decorados idénticos a los originales, incluso usando cámaras y celuloide de la época. Pero Humphrey Bogart e Ingrid Bergman ya no estarán allí. No estará Michael Curtiz. Y no estará Peter Lorre. Algunos de los elementos originales de Casablanca sí pueden ser recuperados o copiados al milímetro, pero otros no. Por eso la química en el arte no es una ciencia exacta y se parece más a la antigua alquimia: algo esotérico que nadie sabe muy bien cuándo ni cómo funciona. La alquimia dicta que un grupo musical grabe un disco mágico, fascinante, que enamora al público, y que a los dos años grabe otro que terminará en las cubetas de segunda mano. La alquimia dicta que se junta a Jack Lemmon y Walter Matthau y se obtiene un resultado sobrenatural que el espectador puede captar aunque no se pueda explicar bien con palabras. Siempre decimos que ciertos actores y actrices «tienen química» cuando funcionan bien juntos por motivos que suelen escapar a nuestro entendimiento racional. Lo mismo sucede con todos los demás elementos de una película. Por eso hablamos del «arte del cine» y no de «ingeniería del cine». Por eso son famosos los directores y no los técnicos, porque los directores son los cocineros que se encargan de buscar que aparezca esa reacción química. Los visionarios.

La trilogía original de Star Wars no era perfecta. Se hizo sobre la marcha y contiene cabos sueltos y cosas estúpidas. La guerra de las galaxias, la primera película, era simplona, aunque efectiva. El imperio contraataca sigue siendo la mejor de todas las que lucen la marca, pero tampoco es inmaculada. El retorno del jedi fue una continuación manifiestamente irregular. En cualquier caso, aquellas tres películas, con todos los defectos que queramos achacarles, tenían algo en común: creaban un universo que funcionaba de forma mágica. Junto a George Lucas trabajaron muchas personas de gran talento que hicieron las cosas lo mejor que pudieron en diferentes ámbitos técnicos y artísticos, pero eso no era todo. Los tres actores protagonistas, Mark Hamill, Carrie Fisher y Harrison Ford, tenían carisma a raudales y creaban una dinámica espectacular en pantalla; hoy sabemos que en parte se debió a que, fuera de cámara, las relaciones entre ellos eran muy parecidas a las que existían entre sus personajes. No necesitamos mencionar la grandeza de Alec Guiness y Peter Cushing, o de la voz que James Earl Jones le puso a Darth Vader (en España, fantásticamente doblado por Constantino Romero). Y por encima de todo, y lo más importante, estaban todos los elementos que Lucas había robado, fusilado o sintetizado de fuentes bien conocidas; la trilogía era un pastiche pero consiguió capturar la magia de las historias heroicas clásicas que imitaba. Aquella combinación de factores era imposible de repetir. Y esto sigue sin ser todo.

Cuando George Lucas rodó las precuelas demostró que no tenía ni idea de qué había hecho funcionar la trilogía original. No puede decirse que pretendiese alejarse del concepto porque retomó tanto accesorio familiar como pudo (es más, los metió con calzador). Pero vamos a lo importante: aunque las precuelas llevaban el logo Star Wars, artísticamente hablando no eran películas de Star Wars como las teníamos en mente. Por muchos motivos. Para empezar, eran un subgénero distinto. La trilogía original había sido una space opera tradicional, con sus aventuras casi propias de leyendas medievales y basadas en el factor culebrón. Eran, como Lucas decía, «cuentos de hadas», aderezados con toques de cine clásico tales que la historia de amor-odio entre Leia y Han Solo. Por el contrario, las precuelas eran más bien ciencia ficción en la onda de la saga «Fundación» de Isaac Asimov, pero hecha sin gracia y mezclada con psicología barata y romances a lo Corín Tellado. Admito que George Lucas es un gran fan de la ciencia ficción y la conoce muy bien, pero su intento de cambiar de registro, además de que no funcionó por sí mismo, travestía el concepto original. La clave aquí no es que las precuelas fuesen malas películas, que lo eran, sino que representaban otro tipo de universo narrativo que se regía por otras reglas en un subgénero distinto, aunque lo intentase camuflar con multitud de criaturas similares, naves similares, uniformes similares, apellidos similares, y demás atrezo remotamente similar al de la primera trilogía. Más allá de eso, no quedaba casi ningún elemento argumental que fuese tratado de la misma manera que en la trilogía original, así que estábamos hablando no tanto de una extensión del mismo universo sino de una obra distinta pero que se presentaba bajo la misma marca porque, ya saben, la marca vende.

Piensen en El Padrino III. No era tan buena como sus dos antecesoras y tenía sus problemas. ¿Me gustó? No mucho. Además me pareció innecesaria y postiza, pero era una película digna de la saga en el sentido de que continuaba el arco dramático original y respetaba las reglas internas del universo de El Padrino. No veíamos a Michael Corleone matando soldados durante dos horas. No era Rambo III, era El Padrino III y su contenido artístico resultaba congruente con lo que asociábamos a esa marca artística. Y era un film honesto: uno pagaba por ver una película de El Padrino y obtenía, mejor o peor, una película de El Padrino. Cada narración, hasta las de fantasía, contiene sus reglas internas. Si esas reglas no se cumplen, la narración se convierte en otra cosa. Por ejemplo, Superman vuela y la kriptonita le hace daño. Nada de esto es realista ni lógico a nivel científico, pero establece los parámetros de ese universo concreto y es lo que esperamos cuando vemos a Superman. Si Superman ya no vuela sino que necesita viajar en globo y encima se bebe un zumo de kriptonita todas las mañanas, ya no hablamos de una película de Superman, sino de algo que está usando esa marca comercial para contar otra clase de historia. Que podrá ser una historia mejor, por qué no, pero que debería llamarse de otra manera. Con las precuelas, George Lucas no respetó las reglas establecidas de antemano por él mismo. Una decisión artística respetable, pero igualmente respetable es decir que las precuelas no eran dignas de formar parte del mismo canon porque establecen un segundo canon en el que Darth Vader es un niño cursi y abominable que al crecer se convierte un bakala consentido. Para quien guste de esa visión, perfecto, pero el verdadero Darth Vader era otra cosa porque formaba parte de otro entramado narrativo. Si Lucas quería adentrarse en un subgénero distinto de la ciencia ficción podía haber titulado su nueva saga de otra forma. No lo hizo porque money makes the world go round. Lucas debió de intuir que sin la marca Star Wars, a nadie le iban a interesar sus nuevas ideas. Después pudo cerciorarse cuando produjo (léase: dirigió a medias) el desastroso largometraje Red Tails y a nadie le importó un comino, porque ya no lucía la marca Star Wars. En su línea, tuvo otra rabieta y acusó a la industria y el público de racismo. Pero eh, la caída en desgracia de Lucas es ya un hito cultural en sí mismo y nos permite disfrutar de pequeñas obras maestras anónimas como este delicioso montaje que expresa a la perfección la naturaleza tragicómica de su figura:

El mismo razonamiento se puede aplicar a lo que Disney está haciendo con la nueva trilogía. Usan la marca Star Wars y usan el atrezo Star Wars porque atrae al público a los cines, pero desde un punto de vista narrativo las nuevas películas no son una continuación congruente ni lógica de los parámetros que la trilogía original estableció en su día. Ni siquiera de las precuelas. No se trata de que sean buenas o malas películas. Es que son otro tipo de obra. Las precuelas mataron el concepto original de Star Wars y ahora ya sabemos que Disney no tenía intención alguna de recuperarlo. No juzgo el hecho; Disney hará lo que le convenga con su dinero. Hay gente a la que le gusta el resultado. Y yo respeto mucho a los fans de la achicoria, pero tampoco voy a decir que algo es café si no sabe a café ni huele a café ni parece café ni está hecho con granos de café.

Star Wars con cosas

En Disney no son tontos. Al contrario que Lucas, saben perfectamente qué hizo funcionar la trilogía original. Si lo sabe usted y yo lo sé, ellos lo saben todavía mejor. Si Lucas no lo sabe, es precisamente porque es obra suya y no puede (o, a estas alturas, no quiere) verla desde fuera con distancia. En Disney también entienden, no les quepa duda, que la magia original no puede ser replicada. Saben que Daisy Ridley no es Carrie Fisher y que el carisma de Fisher es algo que no se puede comprar o fabricar. Saben que Oscar Isaac, sin duda un gran actor que ha brillado más en otros papeles, no es Harrison Ford. Y saben que Adam Driver, también un fantástico actor, no puede compararse con aquel Darth Vader que hablaba por boca de James Earl Jones. Para la nueva trilogía, Disney ha escogido a buenos intérpretes y buenos técnicos, pero son muy conscientes de que necesitan otro paradigma. Apuntan a otro público, al que planean vender sus nuevas trilogías y spin off durante unos cuantos años hasta que vuelvan a cambiar de paradigma o hasta que sencillamente vendan la gallina de los huevos de oro, ya anémica, a otro granjero.

Disney tiene sus propios planes y, al contrario que lo que sucedía con los planes de Lucas, están bien estudiados. Han optado por un reboot de la saga, es decir, por comenzarla de nuevo pero readaptando los argumentos de la trilogía original a un nuevo universo en el que imperan nuevas reglas. A grandes rasgos, El despertar de la Fuerza era un descaradísimo remake de La guerra de las galaxias, cosa que ni siquiera se molestaron en intentar disimular, pero si nos fijamos en los mecanismos internos de aquella película, aunque copiaba el argumento y contenía muchos elementos familiares, prescindía abiertamente de varias reglas del universo narrativo original. El despertar de la Fuerza debía sentar las bases del nuevo paradigma. Y, ¿cuál es el nuevo paradigma? Que Star Wars debe ir pareciéndose cada vez más a las películas de superhéroes que hoy reinan en la taquilla. Un muy comentado ejemplo: en la trilogía original, el joven Luke Skywalker era un aprendiz de héroe que al final se convierte en héroe a su pesar, porque en el camino de la sabiduría se deja la inocencia. La heroína de la nueva saga, Rey, es un personaje muy distinto. Es una superheroína desde el principio, que no necesita convertirse en nada. El viaje artúrico de Luke Skywalker no se reproduce en Rey porque a Disney no le interesa ese tipo de argumento. Quieren vender una heroína pura y bien terminada (vale, esto ha sonado mal), es decir, una superheroína. No quieren una protagonista que al principio sea débil, dubitativa y, como le sucedía al Luke Skywalker más joven, directamente tonta del bote. Se trata de mostrar una mujer fuerte desde el principio. No hay tiempo para aprendizajes. En Los últimos jedi se simulan algunas secuencias de aprendizaje, sí, pero son una trampita. No tienen efecto visible sobre un personaje que ya tenía sus estadísticas de combate a tope.

Sé lo que algunos de ustedes estarán pensando y quizá cabe comentar que no me molesta lo más mínimo que las nuevas películas de Disney tengan, como se dice en Estados Unidos, una «agenda» que cumplir. Es obvio que la tienen, pero me parece bien. Muchas buenas películas del pasado han tenido su agenda y quienes critican a Disney por eso están muy despistados en cuanto a la historia del cine. En el caso de la nueva trilogía, se apuesta por diversidad racial y por la predominancia de personajes femeninos fuertes. Es buena idea, no es un problema para mí. No tengo hijas pero, si las tuviera, querría que tengan heroínas fuertes en las que fijarse y las llevaría contentísimo al cine para que disfruten de las experiencias que yo disfruté en su día. Por lo demás, si un argumento es bueno, me da igual que lo protagonice una mujer, un homosexual cantonés o un turolense pelirrojo. Y más en un mundo de fantasía donde no hay nada establecido al respecto. Por ejemplo, a estas alturas es ridículo pensar que quienes hemos crecido viendo a la teniente Ripley o a Sarah Connor tenemos algún problema con ver a mujeres fuertes protagonizando filmes de acción. Para empezar, eso no es ninguna novedad, aunque ahora resulte más frecuente. Y aunque solo sea por motivos egoístas, prefiero pasar dos horas viendo a Scarlett Johansson o a Jennifer Lawrence que a Hugh Jackman con su mugrienta camiseta de fontanero. A cada cual lo suyo. Lo importante es que estas y otras actrices han demostrado con creces que saben llenar la pantalla en ese tipo de papeles (aunque Lawrence, creo yo, tiene muchísimo más talento que Johansson). Lena Headey es más badass y tiene más talento para expresar firmeza que el 90% de los actores masculinos. Ya nadie duda que una mujer fuerte presidiendo un film de acción es una opción artística que funciona perfectamente. No me convence del todo Daisy Ridley como actriz, pero más allá de eso me parece bien la agenda de Disney en cuanto a los personajes femeninos, la raza, o el salvar animalitos. El problema no es lo que se dice sino cómo se dice. Un discurso político puede ser admirable pero aquí estamos hablando de arte y lo relevante es la forma, no el contenido de la homilía.

El verdadero problema de las nuevas películas no es que la agenda sea demasiado visible porque hayan forzado la nota (que sí, lo admito, la han forzado) sino porque no está respaldada con grandes historias o con personajes memorables. La gente se fija en la agenda porque la gente es puñetera, de acuerdo, pero también porque no hay mucho más en lo que fijarse. En Los últimos jedi, como en El despertar de la Fuerza, todo sucede sin una mínima fluencia dramática. Todo es esquemático. Es como un videojuego, vamos de una pantalla a otra pero al final todo es lo mismo. Los personajes hacen cosas y quieren cosas porque los guionistas han decidido de antemano diseñarlos así, pero sin molestarse en construir un camino que nos haga acompañar a esos personajes y entender por qué piensan, hablan y actúan de determinada manera en cada momento. No nos permiten sentir el viaje con ellos, como podíamos sentirlo con Luke, Han o Leia. Piensen en lo que estos guionistas han hecho con Luke Skywalker. No lo digo con nostalgia ni con indignación de purista sino simplemente con genuino interés por la coherencia artística del asunto. La trilogía original nos mostró el camino de Luke hacia la sabiduría. De hecho era uno de los dos argumentos principales de la saga: en segundo plano estaba el (magnífico) romance entre Leia y Han, y en primero estaba la relación entre Luke y su padre, que también era la relación de Luke consigo mismo. Había algo realmente impactante en la evolución de Luke porque era el reflejo de la evolución de casi todos los chavales y chavalas durante la adolescencia. Primero, el padre es visto como un héroe. Después se descubre sus defectos y se le quiere «matar» en el sentido freudiano. Y por último, se entiende que el padre es también una persona con sus propios condicionantes, lo cual transforma el amor infantil nacido de la dependencia en un amor plenamente consciente y nacido de la decisión adulta de amar a esa persona por lo que es. Cuando entiendes que tus padres son personas y eso no te molesta, es que ya no eres un adolescente. Al final de El retorno del jedi, Luke ya no necesita que su padre sea un héroe ni lo ve como un villano sino como lo que es: una persona que, al igual que cualquier otra, se equivocó en su día. Y lo ama precisamente por eso, porque puede identificarse con él. Como espectador, ¿quién podría no identificarse también con ese proceso? El público, aunque no sea siempre consciente, adopta esa historia como propia. El famoso «yo soy tu padre» no impacta solo porque sea una sorpresa inesperada sino porque nos habla a todos, porque todos hemos pasado por ese trance de «un momento, ¡mi padre no es un héroe!». Los guionistas de la trilogía original la dotaron de este magnífico arco dramático que tan de cerca nos toca. Pues bien, cuando Luke aprende a amar a su padre por lo que es, también aprende a aceptarse a sí mismo como hijo y como persona. Se convierte en maestro jedi no solo por sus habilidades de combate; se convierte en un maestro porque ha encontrado la paz, porque se ha entendido a sí mismo y a la vida. Se ha vuelto comprensivo, paciente, magnánimo. ¿Cómo estaban estas cosas tan profundas en unas películas del espacio pensadas para los niños? Ahí reside la magia del asunto. Había gente inteligente detrás, que se preocupaba de revestir la aventura con un trasfondo humano creíble. La trilogía original, en mitad de todas sus batallitas pueriles, contaba cosas importantes. Incluso algunas que fueron improvisando sobre la marcha, pero que ahí siguen, funcionando después de varias décadas.

Sigamos con el ejemplo. En Los último jedi, de repente, el camino de Luke hacia la sabiduría y la paz se ha desandado. ¿Por qué? Pues porque sí. Porque Disney ha imitado las características superficiales de la primera trilogía pero no pretende mantener sus axiomas sino destruirlos. Disney ha comprado una marca para poder ponérsela a productos que van a seguir sus propias políticas. Y una de esas políticas, que no niego es astuta, nace de comprender que el universo de Star Wars es demasiado pequeño como para explotarlo tal cual. La trilogía original no puede ser continuada porque su arco dramático, como el de El Padrino, ya terminó en su día. Luke reencontró a su y padre y a sí mismo. Leia encontró su identidad y su lugar en el mundo (y de carambola, que no estaba previsto, a su padre y hermano). Darth Vader reencontró a sus hijos y a sí mismo. Han Solo, qué cosas, descubrió que prefiere el amor de una mujer guapa e inteligente al amor de Chewbacca y dejó de ser un golfo. Todos maduraron, todos crecieron. Lo de menos, en realidad, era que venciesen al Imperio. El Imperio era el McGuffin de la trilogía, una nadería, como la Estrella de la Muerte. Eso sí era para los niños. Pero en lo humano, ¿cómo prolonga uno aquellas historias? Es como pretender alargar una sinfonía añadiendo nuevos movimientos. No funcionará. Las precuelas ya nos lo demostraron: querían «continuar» la historia, aunque hacia atrás en el tiempo, y no lo consiguieron.

¿Qué solución pensó Disney para este problema? Pues deconstruir ese arco dramático para generar, como se hace en el mundo de los superhéroes, un nuevo «universo expandido». En otras palabras: broccoli is coming. El que Luke Sykwalker sea de repente un tipo amargado y neurótico, más allá de que eso moleste a los puristas, es totalmente incongruente con el universo original. No tiene sentido, ni ha sido bien desarrollado, mucho menos bien explicado. El que Rey use la fuerza con maestría sin que esté aparejado un crecimiento personal es totalmente incongruente con el universo Star Wars. Muchas cosas de las nuevas películas son incongruentes con el universo Star Wars. Pero a Disney no le importa. Es más, lo hacen a propósito.

Los últimos jedi con genitales

El principal motivo por el que Disney hace lo que hace es que el actual cine de superhéroes lo ha cambiado todo. Las sutilezas están desapareciendo del cine de acción porque el público prioritario es el adolescente, no el infantil. Quizá suene raro y voy a tratar de explicarlo, pero estoy completamente convencido de que las películas terminan siendo más adultas cuando están dirigidas a niños que cuando están pensadas para adolescentes. Ese es uno de los motivos por los que los críticos han sentido tanto entusiasmo (desmedido, quizá) por la película Wonder Woman. Algunas escenas de Wonder Woman recuperan una pequeñita parte de la sutileza que en su día tuvo el cine de superhéroes para niños. En esencia, mi idea es la siguiente: el cine de superhéroes se ha oscurecido porque eso es lo que demandan los adolescentes. Los adolescentes suelen identificar oscuridad y solemnidad exagerada con trascendencia. Es normal: en su visión maximalista del mundo, la trascendencia ha de ser siempre grandilocuente. Los grandes temas han de ser presentados de manera operística. Yo de adolescente lo veía también así. Los adultos, en cambio, no necesitan oscuridad ni solemnidad para entender que un tema es trascendente. Lo que los adultos demandan es una buena historia, ya sea trágica o cómica. Uno ve El apartamento, una comedia sin escenas oscuras ni solemnes, y entiende que es una película mucho más trascendente y tenebrosa que todas las de superhéroes oscuros juntas.

Si recuerdan la película Superman: The Movie, el primer gran blockbuster de superhéroes de la historia, sabrán que era una película dirigida a niños y por tanto incluía muchos pasajes muy estúpidos. Vista en comparación con las películas de superhéroes actuales, apenas contenía oscuridad. Pero sí contenía otra cosa: secuencias que eran muchísimo más adultas que cualquier cosa que puedan ustedes ver hoy en las superproducciones de Marvel y DC. Y lo curioso es que las secuencias más adultas eran casi todas de comedia ligera. ¿Por qué? Porque los niños no iban al cine solos, sino acompañados de sus padres. Y los guionistas tuvieron la buena idea de enviarles un guiño a los padres para que también ellos se divirtieran un poco. Mis escenas favoritas de Superman, quizá de todas las películas de superhéroes, no tienen nada que ver con la fantasía o ciencia ficción. Son las secuencias de comedia romántica entre Superman/Clark Kent y Lois Lane, que no solo aguantan mejor el paso de los años que casi todo el resto de la película sino que siguen funcionando de maravilla, como si se hubiesen rodado ayer. En especial aquella en la que una Lois Lane visiblemente cachonda —impresionante la vis cómica de Margot Kidder y el sentido de la medida de Christopher Reeve— entrevista a Superman mientras parece estar al borde de perder el oremus y lanzarse a la entrepierna del héroe para probar la efectividad de su superherramienta kriptoniana. No exagero: al preguntarle por su estatura, se le escapa una alusión al hipotético tamaño de su pene. También le interesa saber si sus funciones corporales son «normales». Vamos, una conversación abiertamente sexual en una película para niños, pero que los niños no podían entender y los padres, para su regocijo, sí.

Maravilloso intercambio, ¿no es cierto? Los niños, por descontado, no se enteraban de nada, más allá de un vago «Lois quiere a Superman», pero los padres tenían unos minutos de asueto con una secuencia de humor más propia de una comedia adulta. Cuando los críticos vieron una pizca de este enfoque en Wonder Woman, recordaron lo que las películas de superhéroes solían ser antes de que nuestro villano cinematográfico favorito, Christopher Nolan, las convirtiese en psicodramas tenebrosos para adolescentes. Antes de la revolución nolaniana, los superhéroes eran entretenimientos infantiles, sí, pero precisamente por eso los padres podían disfrutar con esta clase de secuencias concebidas para hacerles más llevaderos los estrenos a los que acudían por acompañar a sus hijos. Es una fórmula que Pixar, por ejemplo, también aplicó de forma muy inteligente y con mucho éxito. Ponemos en las películas de dibujos referencias que los mayores puedan disfrutar y así ya no se les hace tan cuesta arriba acudir a esta clase de estrenos. Muchos padres empezaron a preferir llevar a los críos a ver películas de Pixar por ese motivo y hoy casi no hay película infantil que no siga este exitoso principio. La trilogía original de Star Wars, precisamente por estar pensada para niños, abundaba también en referencias para los padres. El romance entre Leia y Han es algo que solo entiende de verdad un adulto. Está basado en un cortejo repleto de sarcasmo que esconde la intensa atracción mutua de ambos personajes, y un niño no va a reconocer que el sarcasmo puede ser una máscara para lo sexual. Eso es algo que está dirigido a los padres, una historia de amor que recuerda mucho al cine de los años cuarenta: Leia y Han son Lauren Bacall y Bogart. Por eso las secuencias de Han y Leia siguen funcionando.

El problema del cine de acción actual, insisto, es que ya no está dirigido a niños. Los guionistas ya no necesitan incluir elementos adultos para unos padres que no van a estar en las butacas. Paradójico, ¿eh? Los adolescentes se tragan las secuencias más infantiles y estúpidas del mundo siempre que se las disfrace de falsa trascendencia, esto es, de oscuridad. Pero una secuencia de superhéroes para adultos no consiste en ver a Batman deprimido en un fotograma penumbroso, sino a Superman y Lois hablando de sexo, porque cualquier adulto ha tenido conversaciones similares en las que el flirteo se disfraza de otra cosa por mil motivos. Sin embargo, ¿cuántas veces en su vida adulta ha visto usted a un superhéroe rodeado de oscuridad sentado en una cornisa para después liarse a hostias con los malos? Eso no es algo con lo que un adulto pueda identificarse. Los adolescentes sí quieren identificarse con eso, porque, aunque no lo quieran admitir, todavía viven parcialmente en un mundo de fantasía y tratan de proyectar su angustia vital en los superhéroes, lo que les hace sentirse más fuertes. Y además, les mola ver a Batman deprimido porque cuando deje de estarlo va a ser mucho más badass que antes. O algo así. Pero no lo critico porque, insisto, también fui adolescente.

Ahora, ya como espectador adulto (bueno, más o menos), el principal problema que veo en El despertar de la Fuerza y Los últimos jedi es la ausencia total de esa vertiente humana, de ese arco dramático creíble que sí existía en la trilogía original. Ahora tenemos las consabidas dosis de «oscuridad» porque el público diana de Disney está atravesando su etapa dark. Tenemos a Chikylo Ren, o Darth Emo si lo prefieren, como perfecta representación de las rabietas de la pubertad. Pero, ¿hay un romance adulto, por ejemplo? No. Rey y Chikylo se ponen cachondos mutuamente, eso lo captamos, pero no hay nada del maravilloso proceso de cortejo que existía entre Leia y Han, o entre Superman y Lois. No lo hay porque el público adolescente no lo entendería, así que para qué tomarse el trabajo de elaborar el guion hasta ese punto. Además, escribir un romance adulto es mucho más difícil, sobre todo cuando hay que tomarse la molestia de incluir una dosis efectiva de flirteo humorístico. En Disney no están para perder tiempo en desarrollar mecanismos narrativos que no sirvan a sus fines. Saben cuál es su producto, saben a qué público se dirigen, y por lo tanto saben qué elementos les sobran. La sexualidad todavía virginal de Rey y Kylo Ren no contiene flirteo, ni humor, ni ingenio. Se parece más a cuando ibas al instituto y te gustaba una chica: estabas «enamoradísimo», porque no sabías que en realidad era todo un subidón de hormonas. Si te enrollabas con ella no le preguntabas por su película favorita porque ni te importaba. Algo muy de discoteca que los adolescentes pueden entender pero que no aporta nada a una película porque no hay juego ni picardía sobre los que construir una tensión entre dos personajes. La gran diferencia entre una escena de sexo explícito (o su sucedáneo telepático) y una escena de cortejo es que la primera no aporta nada a nuestro conocimiento de los personajes, pero la segunda sí. Los Jedi del futuro, Chikylo y Rey, quizá copularán para engendrar al nuevo superhéroe galáctico, pero no hay jugueteo en sus diálogos, como sí lo ha habido en tantas y tantas grandes películas de la historia del cine. El cine de reproducción por mitosis, a lo Nolan, es el nuevo paradigma.

Apliquen esto a las demás facetas adultas que podrían incluirse en una película fantástica y que no están presentes en esta nueva trilogía. La Fuerza, por ejemplo. La Fuerza es todo lo contrario a la picardía sexual de Leia y Han, sí, porque parece algo muy franciscano, pero también es un concepto al que los adultos pueden sacar mucho jugo. Los niños entienden la Fuerza a su manera; para ellos es algo muy simple, el equivalente de la magia. Para los adultos, sin embargo, la Fuerza puede ser cualquier cosa. Puede ser el amor, aquello que une a Darth Vader con sus hijos, lo que une a Leia con Luke. Lo que en Interestellar superaba dimensiones y mandangas físicas varias porque nos lo decían y nos lo teníamos que creer, pero que en Star Wars sí era mostrado con eficacia como un presentimiento de los personajes, una perturbación en su estado de ánimo, una emoción que veíamos en pantalla sin necesidad de que nadie se pasara todo el puñetero metraje llorando. La Fuerza también puede ser también el ánimo de vivir, la sabiduría, la madurez, Dios, la iluminación zen, el monolito de 2001. La fuerza puede ser la paternidad adoptiva, como la de Obi-Wan con Luke. Lo que usted quiera. Es lo que tienen los símbolos afortunados, que cada cual los interpreta como quiere y a todos les sirve. George Lucas no captaba esto y en la segunda trilogía convirtió la Fuerza en un recuento sanguíneo. Pues bien, Disney descarta los midiclorianos y recupera la Fuerza como ente espiritual, pero la reduce a su componente más infantil: la mera magia de combate. La única expresión humana de esa Fuerza que podemos considerar remotamente parecida a la trilogía original es que sirve para que Rey y Kylo Ren se magreen sin estar en la misma habitación. Ah, y para que Leia haga el truco de Mary Poppins. Ah, y para que a Luke Skywalker le dé un infarto.

Teseractos

Lo peor de esta simplificación de conceptos, con todo, es que los guionistas ya no consideran necesario establecer una cadena causal creíble entre antecedentes, motivaciones y consecuencias. En la trilogía original, Luke quería matar a Vader porque Vader era un hijo de perra. Normal. Luego descubre que Vader es su padre, al que había tenido por un héroe, y reacciona con una lógica desesperación (de hecho, podría decirse que prefiere suicidarse a ser el hijo del monstruo que, para colmo, le acaba de cortar una mano). Tras el suicidio fallido, Luke asimila la noticia y decide que va a rescatar a Vader del Lado Oscuro. La motivación de Luke para este cambio de actitud es también lógica. Vader es su padre, se da cuenta de que tiene oportunidad de recuperarlo y decide aprovecharla. Esto, en una trilogía que fue remendada sobre la marcha, ya ven. Pero funcionaba.

Hablemos de Rey, por ejemplo. Rey decide rescatar a Kylo Ren. No sabemos muy bien por qué. Será por el calentón telepático. Construcción lógica argumental, ninguna. ¿Por qué demonios iba a querer Rey rescatar a Kylo Ren? Es lo mismo que lo de la antipática amargura de Luke. Mark Hamill está fantástico en Los últimos jedi (nunca lo vi actuar tan bien) y eso tiene mucho mérito sabiendo que el actor detestaba el guion. Por más que se haya retractado después, Hamill nos avisó muchas veces de que Disney iba a cargarse su personaje. Y así ha sido: no hay motivo coherente para que Luke actúe como lo hace en esta última película. Desde el punto de vista del desarrollo de los personajes, nada tiene sentido en la nueva trilogía. Otro detalle. El líder supremo Snoke (que, claro, tiene que ser muy feo porque es el más malo... ¡innovador!) ensalza a Darth Vader. El propio Chikylo Ren tiene a Vader como su Justin Bieber particular. Y ambos parecen haber olvidado que Darth Vader, ¡se reformó! ¡Mató al emperador con sus propias manos! La redención de Vader era el puñetero milagro eucarístico de la primera trilogía, el desenlace definitivo, el non plus ultra, y por lo tanto carece de lógica que el Imperio (o la Primera Orden, o Partido Popular, o como lo quieran llamar ahora) siga teniendo a Vader como un héroe, porque para ellos Vader fue justo lo contrario, un traidor. Esta clase de non sequitur es el defecto fundamental de los nuevos guiones; está bien que quieran cambiar de paradigma pero hacer trampas no ayuda a la solidez narrativa y no es una opción artísticamente válida. Entre El despertar de la Fuerza y Los últimos jedi, díganme qué personajes han avanzado, qué relaciones han evolucionado de manera creíble. Chikylo Ren se ha quitado el casco, pero por lo demás sigue siendo un neurótico y un «niño rata» insoportable (vean una toma falsa de Ren durante la escena del ataque con cañones a Luke Skywalker). Ni siquiera creo que sea casualidad que, excepto por el muy diferente talento de los actores que los encarnan, Kylo recuerde tanto a aquel Anakin Skywalker de Hayden Christensen. El parecido es comprensible porque en ambos casos se optó por el camino fácil: un villano con cero elaboración cuyo único atributo es la cólera. De hecho, para que vean que trato de ser justo, también el Vader de La guerra de las galaxias era un poco así, antes de que en El Imperio contraataca le otorgasen una personalidad tridimensional. En la nueva trilogía, sin embargo, Kylo Ren se sostiene gracias al actor que lo interpreta, pero poco más. Mis respetos a Adam Driver por conseguir que su personaje parezca más interesante que lo que el material escrito expresa en realidad.

¿Y cuál es la evolución de Rey? Sigue siendo la misma superheroína inmaculada de la primera entrega; entiendo que el término «Mary Sue» sea molesto para mucha gente, pero esconde una verdad que no podemos obviar y es que su construcción también es igual a cero. Carece de arco dramático. Ah, sí, ha descubierto el sexo telefónico. Los demás personajes también están donde estaban, excepto los de la antigua saga: Luke (muerto), Han (muerto) y Leia, que morirá porque, por desgracia, perdimos a Carrie Fisher. Hasta se han cargado al pobre almirante Ackbar, al que supongo servirán a la romana en alguna fiesta para ejecutivos de Disney. Los nuevos protagonistas, en cambio, son invulnerables. Ni siquiera congelan a uno, ni le cortan una mano al otro, ni lo convierten en esclava sexual a la tercera, cosas terribles que les sucedía a los protagonistas de la trilogía original. ¿Qué nos dice todo esto? Que nos hallamos ante una trilogía de transición. Adiós al antiguo mundo de Star Wars con seres humanos. Bienvenido, mundo Star Wars de los superhéroes. Que lo será hasta que los superhéroes pasen de moda y Disney decida convertir Star Wars en, que sé yo, largometrajes de skate dancing (¿y a mí que Linda Blair me parecía muy sexy en aquel completo desastre de película? Le sentó bien la posesión diabólica). Son la ausencia de evolución dramática creíble o consistente y la ausencia de algún tipo de perspectiva adulta, no la agenda multirracial o feminista de las nuevas películas, las que me parecen obstáculos insalvables. ¿Es legítimo que Disney quiera apartarse del concepto original de Star Wars? Tal vez. ¿Es legal que lo sigan llamando Star Wars? Sí, es legal, pero no es honesto. Deberían haberlo llamado de otro modo. Cosa que jamás harían, porque la marca vende por sí sola y para eso la han adquirido. Hasta podrían tener su propia plataforma al estilo Netflix gracias al tirón de Star Wars.

Disney puede permitirse una trilogía de transición porque sabe que cualquier cosa con la etiqueta será un taquillazo, por lo menos de momento. Tanta confianza tenía en ese éxito que, además de la trilogía, planearon spin offs. En los que, ya de paso, parece que quieren dejar más manga ancha. Apenas sorprende que Rogue One, sin ser tampoco una maravilla, haya resultado menos caótica y gratuita que lo que llevamos de trilogía principal. Pero bueno, todos sabemos que si no queman la franquicia con algún paso muy mal dado, están cubiertos con futuros millones de espectadores y no tienen que preocuparse por lo que los viejos decrépitos pensemos sobre estas nuevas películas. Están apuntando a una nueva generación que irá a verlas de cualquier modo. Disney quiere tener su propio universo Marvel pero con la marca Star Wars y para eso ha de desinfectar todo cuanto queda del paradigma original. Hay que acostumbrar al público a que Star Wars ya es otra cosa. Que nadie espere que se repare lo que las precuelas hicieron mal. George Lucas empezó ese trabajo de demolición, aunque de manera involuntaria, más por torpeza, desidia y falta de inspiración que por propósito consciente. Ahora Disney está terminando la tarea pero a sabiendas y con corporativa saña. Sin inspiración artística, porque ni siquiera la necesita. Su nuevo público aún no entiende de matices o arcos dramáticos. Su nuevo público quiere superhéroes y escenas que parezcan salidas de algún episodio de Dragon Ball. Con mucha oscuridad y con gente poniendo caras muy tensas para que nos demos cuenta de que hay algún tipo de emoción. Que suele ser la de que les duele la úlcera.

Técnicamente, el universo Star Wars, si entendemos como tal las reglas de juego que imperaban en la primera trilogía, empezó a morir con el estreno de La amenaza fantasma, pero nadie había tenido interés en confirmar que era una reliquia del pasado. Como dice una amiga mía, la trilogía original de Star Wars es como esa bayeta vieja con la que te sientes confortable y que te resistes a cambiar por una más nueva y reluciente pero demasiado tiesa y que no llega bien a los rincones. Y aun así, la terminarás cambiando. Star Wars es como los Rolling Stones: nadie quiere que desaparezcan aunque haga décadas que ni publican un buen disco ni sus conciertos suenan medianamente bien. Mientras estén ahí y la gente pueda verlos, sentirán que es como estar en los dorados setenta. Pero no, no lo es. Star Wars, no la marca sino el concepto artístico, dejó de existir a mediados de los ochenta. No se trata de nostalgia, sino de comparar unos productos con otros y extraer una conclusión fría y lógica: la marca sigue, pero la esencia ya no está ahí. Y esto es lo que Disney quería, así que chapeau por ellos. Se gastaron cuatro mil millones de dólares por el juguete; que lo rompan como buenamente les plazca. Veré las próximas entregas por mero interés profesional, pero lo que de verdad espero con curiosidad son esas «pequeñas películas experimentales» que George Lucas afirma querer filmar para que nadie las vea excepto él. Eso sí que me tiene intrigado... ¿qué demonios estará tramando?

En fin.

Star Wars, 1977-1983. Que la Fuerza te acompañe.

Premios Óscar 2018: una autopsia

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The Florida Project. Imagen: A24.

—¡Moonee! ¡Scotty!
—¡QUÉEEE!
—¡Moonee! ¡Scotty!
—¡QUÉEEE!
—¡Moonee! ¡Scotty!
—¡QUÉEEE!
—¡Moonee! ¡Scotty!
—¡QUÉEEEEEEEEE!

(Diálogo inicial de The Florida Project)

Ah, los Óscar. Cuando pienso en los Óscar, pienso en El mayor espectáculo del mundo, aquel largometraje dirigido por Cecil B. DeMille, donde Charlton Heston interpretaba al director de un circo y James Stewart encarnaba al payaso triste (no, ¡no me lo estoy inventando!). En tiempos se decía que fue una de las peores ganadoras al Óscar como mejor película. Aunque lo más escandaloso era que, gracias a la insensatez de los académicos del momento, le arrebató la estatuilla a insignificantes naderías como, agárrense, Solo ante el peligro de Fred Zinnemann, El hombre tranquilo de John Ford o Moulin Rouge de John Huston, que competían ese mismo año. Más despropósitos: había sido nominada a despecho de Cautivos del mal de Vincente Minnelli o Cantando bajo la lluvia de Stanley Donen, que se quedaron fuera de la lista. Aquella ceremonia fue la primera televisada en directo, así que podemos decir que semejante escarnio al séptimo arte quedó convenientemente grabado para la posteridad. Siendo justos, en el otro lado de la moneda estuvo Shirley Booth. No se preocupen si el nombre no les suena; era una respetadísima actriz teatral que, siendo ya una mujer de mediana edad, había debutado en el cine aquel mismo año. Ganó el Óscar por un papel que ya le había valido un premio Tony como mejor actriz de teatro, además de un Globo de Oro y la Palma de Oro en Cannes, así que no haberse concedido el Óscar hubiera sido sonrojante incluso para los electores de aquel año. Con su primera película, Booth fue distinguida por encima de cuatro señoras que apenas sabían interpretar: Bette Davis, Susan Hayward, Julie Harris y Joan Crawford. No está mal, ¿eh?

Con los Óscar lo tenemos todos claro, desde siempre. Son un cachondeo. Aun así, también son geniales para hablar sobre películas, directores, intérpretes y demás, que a fin de cuentas es lo que a todos nos interesa. No, esto no es una quiniela. Mi poder predictivo es casi tan inexistente como el de Neville Chamberlain, el mismo que pensaba que a Hitler se lo podía contener a besitos, de lo cual nos habla una de las películas nominadas de este año. No sé quién va a ganar, pero sí puedo decir cuáles son los candidatos que me gustaría que ganen en varias categorías porque creo que se lo merecen. No todas las categorías, pero sí las más importantes. Ah, por cierto, aún no he podido ver Phantom Thread, así que no la comentaré. La veré antes de la ceremonia, aunque después de contemplar el tráiler y diversos extractos, la idea me produce casi tanta pereza como subir el Everest en bicicleta mientras Risto Mejide me habla de su filosofía de vida.

Óscar a la mejor película

Si tuviera que resumir la temporada cinematográfica en Hollywood, diría que 2017 fue el año de las películas que produjeron chaparrones de serotonina a los críticos mientras yo me preguntaba si sus palomitas estaban untadas con éxtasis y las mías no. Quizá sea tema para otro artículo, pero hace unos años miraba la página de Rotten Tomatoes, por ejemplo, y aun sabiendo que cada persona es un mundo, el consenso mayoritario de los críticos me resultaba útil para estimar de antemano la calidad aproximada de una película. No era una herramienta infalible, pero sí orientativa un 80-90% de las veces. Esto ya no me sucede. Entro, veo altos consensos y puntuaciones medias bastante elevadas, y ya no sé a qué atenerme. O han cambiado ellos, o he cambiado yo. Y como diría Arthur C. Clarke, ambas posibilidades son igualmente aterradoras. Pero bueno, los posibles motivos por los que la crítica se está volviendo cada vez menos exigente serán dignos de un análisis aparte.

Imagen: Fox Searchlight Pictures.

Three Billboards Outside Ebbing, Missouri («Tres anuncios en las afueras»). Después de que haya quedado impune la violación y asesinato de una chica, su madre contrata tres vallas publicitarias en las afueras de su pueblo para denunciar la supuesta inacción de la policía local, que no ha encontrado al culpable. Su furiosa campaña, junto a su conducta desafiante y agresiva frente a casi cualquiera que se le cruce en el camino, desatará todo tipo de tensiones y hará que el ambiente del pueblo se vuelva irrespirable.

Quizá es mi favorita de esta lista. Creo además que tiene algunas posibilidades de ganar porque el inglés Martin McDonagh no está nominado como director y sospecho que los académicos querrían premiarlo. Recordemos que McDonagh ya ganó un Óscar al mejor cortometraje en 2005 gracias al extraordinario Six Shooter. Se le ha comparado mucho con Tarantino por la violencia insensata y teñida de comedia negra que predomina en su trabajo. Sabemos que la Academia tiene poco aprecio por Tarantino, mientras que las películas del londinense, pese a esos paralelismos superficiales entre ambos, contienen algo que se presta más a este tipo de premios: lecturas profundas que dejan al espectador pensando sobre el significado de lo que acaba de ver. Sus películas son farsas, como las de Quentin, pero también son bastante más adultas. Yo más bien situaría a McDonagh en algún punto intermedio entre Tarantino y los hermanos Coen o Jeff Nichols.

Este es el tercer largometraje de McDonagh y, como es típico de él, las frustraciones y disfunciones emocionales de los personajes son frecuentemente expresadas mediante tiros, patadas y demás explosiones de furia. Esto hace que sus argumentos contengan bastantes momentos inverosímiles y Three Billboards Outside Ebbing, Missouri no es una excepción. Su realismo es engañoso; puede parecer un drama convencional a primera vista, pero no lo es. Entiendo las críticas de quienes no capten su estilo, porque no se molesta en explicar al espectador en qué registro está narrando, pero se disfruta más su cine entendiendo que es una parodia hiperbólica. La sucesión lógica y lineal de acontecimientos está siempre supeditada a la metáfora, como en sus dos anteriores trabajos. En cualquier caso, más allá de las peculiaridades de su estilo, Three Billboards Outside Ebbing, Missouri es quizá la mejor película de McDonagh hasta la fecha —que ya es, después de aquella imperfecta pero inolvidable Escondidos en Brujas— y creo que también la mejor entre las nominadas. Al menos me ha parecido la más vibrante, la que mejor representa a un artista en un momento inspirado de su carrera.

Imagen: Universal Pictures.

The Post (Los archivos del Pentágono) narra el momento en que los responsables del periódico The Washington Post se vieron ante la difícil decisión de continuar publicando unos documentos secretos que aireaban las mentiras de varios presidentes sobre la guerra de Vietnam, sabiendo que se arriesgaban a serios problemas judiciales.

Tuve sentimientos encontrados con esta película. La materia prima es buena. El cine sobre periodismo suele ser interesante. La historia real de los «Papeles del Pentágono» fue fascinante (aunque no es exactamente la que se nos cuenta aquí, ahora verán por qué insisto en ello). Tenemos un grande tras la cámara, Steven Spielberg. Tenemos grandes nombres en el reparto. Tenemos la intervención de uno de los guionistas que trabajó en aquella magnífica Spotlight, que también trataba sobre periodismo. ¿El resultado? Correcto. Que es lo mínimo que se puede esperar de uno de los grandes cineastas estadounidenses. Correcto, pero también rutinario. Y lo digo con melancolía, porque soy fan de Spielberg y de verdad esperaba con ansia esta película. Que contiene muchísimo oficio, desde luego, pero carece de la vivacidad y la tensión de Spotlight o Todos los hombres del presidente. La comparación es inevitable. En aquellas otras dos películas uno era arrastrado por la importancia social del momento y por la tensión creciente surgida, creo yo, del hecho de que se centraban en el trabajo a pie de calle de los reporteros, situando al espectador cara a cara con el desarrollo de la investigación y haciéndonos entender lo trabajoso que era abrirse camino para desvelar ciertas historias. The Post, por el contrario, deja ese aspecto de lado. Para empezar, porque quienes empezaron a publicar los papeles —y se llevaron un Pulitzer— no fueron los del Washington Post, sino los del New York Times. Esto no es un detalle tonto. Afecta al tipo de película que vemos, y por tanto a su efectividad. The Post es como una hagiografía de la dueña del periódico, Kay Graham, y trata de convencernos de que toda la historia se centraba en ella. No niego la importancia ni los méritos del personaje, desde luego, pero mientras las otras dos cintas mostraban a los reporteros como soldados en las trincheras, The Post muestra a la generala tomando decisiones en su lujoso despacho, rodeada de sus amigos millonarios. Y el problema de eso que es no da para una película tan intensa como las otras dos.

No me malinterpreten: The Post cumple con el sota, caballo y rey de una producción estándar de Hollywood. No tiene grandes defectos. Profesionalidad máxima. Lo malo es que tampoco tiene enormes virtudes, porque nunca se sale de ese estándar. No creo que vaya a entrar en el grupo de las grandes creaciones de Spielberg. Es una buena película, pero no creo que merezca ser distinguida como la mejor de la temporada.

Imagen: Warner Bros Pictures.

Dunkirk («Dunkerque») nos lleva al principio de la II Guerra Mundial, en 1940, recreando la evacuación marítima de las tropas británicas que, rodeadas por los alemanes, de milagro no fueron aniquiladas en las playas del norte de Francia. Me resulta curioso que sea la película de Christopher Nolan que más me ha entretenido en años, porque es obvio que casi no contiene argumento y es más bien una sucesión de espectaculares secuencias bélicas. Pensándolo bien, quizá me haya entretenido justamente por eso, porque no hay que enfrentarse a la robótica aunque melodramática aproximación de Nolan a las historias humanas ni, en especial, a los diálogos marca de la casa, siempre repletos de explicaciones innecesarias y una solemnidad hilarante. Eso es un alivio. ¿Qué es entonces Dunkerque? Pues un gran despliegue de virtuosismo técnico, aunque por momentos parece más un videojuego. Uno muy bien hecho, eso sí, ¡con aviones de verdad! Me gustan las secuencias con aviones volando y demás malabarismos bélicos en pantalla, pero eso no basta para justificar la nominación de una película entre las mejores del año. Si así fuera, la acojonante secuencia del bombardeo de Pearl Harbor en Tora! Tora! Tora!, en la que también veíamos aviones reales —haciendo vuelo rasante sobre edificios y barbaridades por el estilo—, bastaría para considerar aquel largometraje como una obra maestra del cine. Y no lo era. Era una película normal, o mediocre si prefieren, pero que contenía una secuencia fuera de lo normal. Aquí sucede lo mismo. Todo es visualmente espectacular, hay secuencias muy, muy bien rodadas, pero no hay una historia memorable que las hilvane. No es una película con un argumento profundo y convincente. Es un gran espectáculo visual, especialmente recomendado para quienes disfruten con parafernalia de la II Guerra Mundial. Tiene algunos buenos momentos de suspense. No mucho más. Aunque ojo, y esto quizá sorprenda a los lectores habituales, le tengo reservados unos elogios a don Cristopher. No miento, sigan leyendo.

Imagen: Sony Pictures Classics.

Call Me By Your Name narra la historia de amor clandestina entre un adolescente y un hombre adulto, amigo de sus padres. Ya saben, la película que «emocionó a los críticos en el festival Tal» y «conquistó a los críticos en el festival Cual». Bien, puedo decir tres cosas. Una, que está escrita con madurez, inteligencia y precisión. No es una película «para público homosexual», sea lo que sea que eso signifique; quiero decir que no es Los amantes pasajeros de Almodóvar. Call Me By Your Name es una historia escrita con una perspectiva universal, donde el detalle del género de los protagonistas es lo único que la distingue de una película romántica habitual, y hasta el más heterosexual de los espectadores/as la entenderá sin problemas. Dos, está rodada con un ritmo pausado, muy alejado de los artificios habituales de Hollywood y por momentos casi proustiano, lo cual es un propósito muy loable. Y tres, me pasé la primera hora y media mirando el reloj, pensando qué demonios era lo que había emocionado tanto a los críticos y qué se habían fumado ese día.

Entonces llegó el final de la película, con dos secuencias que realmente resumen el alma de la historia. Una a cargo del actor protagonista, del que ya hablaremos más abajo, y otra a cargo de Michael Stuhlbarg, que aparece en ¡tres! de los títulos nominados como mejor película, y que lleva años demostrando por qué es uno de los actores favoritos de los cineastas, que se pelean por hacerse con sus servicios. Esas dos escenas, que pese a su minimalismo fueron lo que de verdad me sacó del letargo y me dejaron boquiabierto, son, por sí mismas, impresionantes. Si hubiese un Óscar a la mejor secuencia, esta película se merecería dos estatuillas. El problema es que todo lo que conduce a esos dos momentos de clímax emocional, aunque sea de buena calidad, es quizá demasiado lento y quizá demasiado largo. No me apetece volver a verlo por segunda vez; hubiese funcionado tan bien o mejor con treinta o cuarenta minutos menos. Despliegues visuales como los de Tarkovsky o Kurosawa pueden justificar el abuso de metraje, pero aquí no tenemos nada similar. Es más, sin las dos secuencias memorables que menciono, dudo que la película hubiese causado el mismo revuelo entre la crítica. A mí, desde luego, no me hubiese dejado la menor huella. Eso sí, también me parece evidente que la película ha sido planeada pensando siempre en esas dos secuencias, así que el mérito no es casual. Como sea, está muy bien hecha y es muy recomendable para los espectadores que disfruten con historias sutiles a fuego lento. A otro tipo de espectadores les parecerá insufrible. Creo que la nominación es muy merecida, aunque no veo que como conjunto esté por encima de Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, por ejemplo. Mejor película del año, no. Una de las mejores, sí.

Imagen: Fox Searchlight Pictures.

The Shape of Water («La forma del agua») narra otra historia de amor clandestina, en este caso entre una mujer muda y un extraño hombre pez. Para entendernos, lo que Call Me By Your Name describe con un drama realista, aquí es presentado como un cuento de hadas. Seré sincero: no consigo meterme en el universo de Guillermo del Toro. Es un buen cineasta, muy imaginativo y técnicamente impecable pero, aparte de que su mundo mágico me resbala, tengo un par de problemas con esta película en concreto. Uno, que el romance, núcleo del argumento, no es creíble. Y no, no tiene nada que ver con que el tipo sea un pez. En Call Me By Your Name no tengo problema alguno para creerme el romance, por más que yo no sea homosexual ni me identifique con ello, porque está bien construido y presentado. Puedo entender a los protagonistas, al menos hasta donde me resulta factible. Aquí, sin embargo, el romance es simplemente algo que sucede de forma artificiosa, sin apenas construcción previa. Y eso, creo yo, es un gran defecto en una película cuyo tema central es el amor. Hasta John Carpenter, que tenía sus propios defectos, construyó mejor este tipo de romance exótico en Starman. Que no era una obra maestra. Es posible que The Shape of Water sea mejor película en varios aspectos, pero en Starman, al menos, había espacio para que entendiéramos por qué surge el amor entre una mujer humana y un extraterrestre.

El otro problema es que Guillermo el Toro no se ha decidido por un estilo en concreto. The Shape of Water es como un pastiche de Starman, La bella y la bestia, E.T., La criatura del lago, Amélie, y otros títulos, pero no sigue la senda de ninguno en particular. El tono general de cuento de hadas es más un barniz que un lenguaje coherente, como supongo que pasaba en otras de sus películas. En ese sentido, y muy en especial en esta película, Guillermo del Toro es como Tim Burton: con demasiada frecuencia requiere de la complicidad que el espectador le ha entregado de antemano, de sus ganas previas de sumergirse en ese mundo. Como ese no es mi caso, las virtudes del largometraje, que las tiene sin duda, me han parecido tan evidentes como secundarias. Por descontado, sé que esto es subjetivo. En el mundo de Martin McDonagh sí me meto, y me consta que hay gente que no. Ah, un tercer problema a añadir: el mensaje de The Shape of Water será muy bonito pero es simplista, mucho. Basta compararlo con el mensaje de Three Billboards Outside Ebbing, Missouri o Get Out. En el aspecto técnico, eso sí, todo impecable. Que del Toro esté nominado como director me parece razonable. Aunque The Shape of Water no me parece la mejor película de la temporada hollywoodiense ni la mejor en esta lista. Pese a todo, respeto la nominación.

Comento, como curiosidad, que el cineasta mexicano ha sido acusado de plagiar un cortometraje holandés del año 2015. Por entonces, llevaba ya años trabajando en este proyecto, así que no me atrevo a emitir un juicio al respecto. No sé si alguien copió a alguien, o si del Toro decidió «actualizar» su proyecto después de ver el corto. Desconozco si la estadística puede explicar la asombrosa coincidencia, porque soy muy malo con los números y desde luego quiero concederle a todo el mundo el beneficio de la duda. Eso sí, tras ver la película primero y el susodicho corto después, los parecidos me parecieron extraordinarios. No sé muy bien qué pensar.

Imagen: Universal Pictures.

Lo siento, pero esto sí que no lo entiendo. Lady Bird es la historia, que hemos visto mil veces, de la adolescente que está integrándose en el mundo, con exactamente los mismos temas argumentales de siempre. Cree que su madre no la entiende, no valora a su mejor amiga, desengaños con el amor, etc.

Empecemos por el principio: no es una mala película. Seguro que es mejor que muchas de la misma temática hechas en el pasado, porque las ha habido muy malas. Pero está dirigida de manera competente, no descollante. Tiene un guion convencional que contiene lo de costumbre, con un humor que, en el mejor de los casos, resulta funcional. Y un drama que, en el mejor de los casos, resulta rutinario. Las interpretaciones son buenas, eso sí, y algunas por momentos fantásticas, pero para eso están los Óscar que premian a los intérpretes. Si hablamos de la transición entre adolescencia y madurez, Call Me By Your Name lo hace de manera menos entretenida, pero mucho más inteligente y profunda.

El fenómeno en torno a esta película es digno de estudio. Saltó a los titulares porque batió un record en la página de Rotten Tomatoes, donde hubo un momento en que, con alrededor de ciento setenta opiniones de críticos recopiladas, el 100% eran opiniones positivas (además, la nota media era muy alta, de ocho y pico). Algo que no sucede prácticamente nunca, ni siquiera con los títulos más elogiados, porque siempre hay algún disidente que tenía dolor de cabeza ese día, o estaba cabreado porque se le volcaron las palomitas, o lo que sea. Que haya discrepantes es lo normal. Lo más flipante es que, cuando por fin hubo un crítico que envió una mala opinión y rebajó el porcentaje al 99%, empezó a sufrir un furibundo acoso en Twitter. En serio, todo esto se me escapa. Igual soy yo quien está equivocado, seguramente porque la película es demasiado elevada e inteligente para mí, y dentro de una década se considerará Lady Bird una obra maestra, o, como dicen en el New York Times, «perfección en la gran pantalla». Perfección en la gran pantalla, amigos y amigas. Casi me siento mal por no ser capaz de captarlo. Me lo tiene que explicar algún espíritu compasivo. ¿En qué consistirá eso que no consigo ver?

Imagen: Universal Pictures.

Get Out («Déjame salir») trata sobre un joven fotógrafo negro que va a pasar un fin de semana en la casa de los adinerados padres de su novia blanca, a los que aún no conoce. Aunque le preocupa el rechazo por el tema racial, es recibido con cariño y entusiasmo. Pero, conforme transcurre el metraje, las cosas se ponen cada vez más raras y el pobre tipo tiene la sensación de que algo huele a podrido hasta que, en efecto, la agradable visita adquiere tintes de pesadilla.

El debut como director del cómico Jordan Peele fue una de las grandes sorpresas del 2017 porque, aunque no es una película perfecta, sí ofrece cosas que son un cambio refrescante respecto a lo que se suele ver en Hollywood. Es un híbrido entre el cine de terror y la crónica social, una aguda metáfora sobre el racismo que evita todos los lugares comunes que podamos imaginar. De hecho, es lo más positivo del film: la tremenda originalidad con la que aborda un tema muchas veces tratado en el cine. Con una premisa algo tramposa pero muy efectiva, Peele consigue que nos hagamos una ligera idea de cómo se siente un negro estadounidense, incluso uno exitoso y con talento, en relación con la sociedad mayoritariamente blanca. Y lo mejor es que, pese a que al final de la película nos explican qué demonios ha estado pasando antes y se supone que ya disponemos de toda la información, nos sigue dando qué pensar. De hecho, la metáfora no termina con la explicación final: basta escuchar alguna entrevista con el director para entender que la historia contiene incluso más lecturas. Así pues, una intriga muy conseguida sobre un simbolismo novedoso, un uso muy inteligente del humor (el único personaje gracioso apenas tiene intervención en el argumento, así que no perjudica el ambiente general de angustia) y un final que al menos no es el final mucho más facilón que parecía prácticamente cantado y que Jordan Peele, con gran habilidad, esquiva. Quizá mi segunda preferencia para la estatuilla, aunque el tono de cine de terror no suele gustar a la Academia.

Imagen: Focus Features.

Darkest Hour («El instante más oscuro») relata el ascenso de Winston Churchill al poder y su papel como catalizador del ánimo británico ante la guerra contra los nazis, que en aquel momento, a ojos de los menos optimistas, parecía casi perdida. Un asunto muy interesante que es tratado de manera tristemente convencional. La ejecución de la película es irregular. No es mala, como no lo es ninguna otra de la lista. Pero tampoco es inspirada. Va de lo previsible a lo gris, de lo gris a lo ramplón, y pasando a veces por lo decididamente cursi. Los mimbres son buenos, sobre todo un reparto de alto nivel; más abajo glosaremos las hazañas de su protagonista. Está muy claro que el guionista ha visto películas como El hundimiento y series como John Adams, porque contiene elementos que parecen tomados directamente de estas, además de muchos momentos previsibles, en lo que algún crítico ha descrito de forma genial como un «grandes éxitos de Winston Churchill». Pero los diálogos son muy buenos, repletos de un finísimo humor, que daba para una película mucho más vivaz y cercana. El principal problema de Darkest Hour, creo yo, estriba en la dirección. Digamos que tiene mejores diálogos que The Post, pero The Post, aunque también es demasiado convencional, está claramente por encima de esta en cuanto a calidad global. Aquí no está Spielberg, y se nota. El Spielberg menos inspirado es mucho mejor director que el Joe Wright menos inspirado. Wright, me parece, no ha terminado de captar que este argumento requería un tratamiento distinto al de Orgullo y prejuicio, Expiación o Anna Karenina. Hay secuencias correctas dentro de su total falta de originalidad, pero bastantes otras que rayan en el telefilm, y algunos toques de «cine de tacitas» que descolocan bastante en lo que, a fin de cuentas, no deja de ser una epopeya política que hubiese agradecido más mala leche. Que era Churchill, no Torrebruno. Una lástima, porque la interpretación central sí es épica.

Mejor dirección

Imagen: Warner Bros Pictures.

Los lectores habituales no me creerán, pero opino que Nolan, con el que siempre me meto, es mi preferido para ganar la estatuilla este año. Eso sí, porque no han sido nominados tipos como Martin McDonagh o Sean Baker, director de The Florida Project. Dejen que insista en lo de Baker: muchas veces olvidamos que la dirección no solo se ocupa del aspecto visual, del ritmo y del concepto general de la película. También se ocupa de dirigir a los actores, y lo que Baker hace en The Florida Project, consiguiendo que niños de siete y ocho años actúen con una naturalidad y poder de convicción que recuerdo haber visto muy pocas veces antes en una película, si es que alguna vez lo había visto. No es el único motivo, pero sí el más destacado por el que Baker debería haber estado en esta lista. Ya saben lo que decía Hitchcock con mucha razón: «No hagas cine con niños, ni con perros, ni con Charles Laughton». Bueno, Laughton era un grandioso actor, pero parece que a Hitchcock no le entusiasmaba trabajar con él. Pues bien, me pasé todo el metraje preguntándome cómo había conseguido Baker que los niños, por lo general lo más prescindible de cualquier largometraje, fuesen aquí lo más convincente.

Pero bueno, así las cosas y teniendo la lista de nominados que tenemos, Nolan es mi primera opción como mejor director. Los males de Dunkirk básicamente consisten en lo tenue de la historia, pero son culpa del guion. Que lo escribió él, sí, pero lo que aquí se premia es la dirección, no la escritura, y Nolan ha hecho un enorme trabajo detrás de las cámaras. Solo le ha flaqueado la batuta con los actores; basta ver al usualmente infalible Mark Rylance, que parece bajo los efectos del Rohipnol. Pero como cerebro cinematográfico de todas las secuencias de acción y suspense, Nolan ha estado a un nivel formidable. Eso sí, por el amor de Dios, que se contenga de una vez con la música. Que le den el Óscar si promete hacer una película sin banda sonora. Creo que Nolan ha nacido cien años tarde; como director de cine mudo, sin música y sin diálogos, hasta yo sería su fan.

El otro nombre que me parece merecedor por encima del resto es Jordan Peele. Ha hecho una película más redonda que Dunkirk. Nolan ha sabido sacarles todo el provecho a los enormes medios que tenía entre manos, lo cual tampoco era nada fácil, pero Peele ha manejado bien todos los aspectos, incluyendo la dirección de actores. Aun así, tendrá tiempo de ganar su Óscar si continúa por la misma senda. En cuanto a Guillermo del Toro, como de costumbre, dirige lo bastante bien como para que la nominación me parezca correcta con independencia de que su película no me haya gustado. Más problemático veo lo de Greta Gerwig; sé que hay pocas mujeres directoras y que la tentación de premiar a una mujer es fuerte, pero en Lady Bird no hay nada que igual o supere a los mencionados. De momento, Gerwig no es la nueva Kathryn Bigelow. Ojalá llegue a serlo, Dios sabe que Hollywood necesita más mujeres detrás de la cámara, pero no por eso deberían concederle un Óscar a una cineasta que ha debutado con una dirección buena, pero no descollante. Es posible que con sus próximas películas llegue a merecerlo más.

Mejor actriz

Imagen: Fox Searchlight Pictures.

Este apartado sí que está peleado. El nivel es altísimo. Curiosamente, la única que para mí está de más es Meryl Streep, a la que ya nominan sencillamente por ser Meryl Streep. La Academia tiene una especie de fijación hipnótica con Meryl Streep. Es buena, ya lo sabemos, pero su trabajo en The Post no puede, ni debería, eclipsar lo que sus otras cuatro colegas nominadas han hecho en sus respectivas películas. Cualquiera de ellas lo merece más.

Tengo dos favoritas. La primera, por descontado, es Frances McDormand, absolutamente arrolladora como la versión femenina de Harry el Sucio en Tres Anuncios a las afueras. Esta mujer es un prodigio. Siempre que decide que va a ponerse ante las cámaras para hacer cosas que se salen de lo normal, es imposible no rendirse a su trabajo. En 1997, cuando ganó el Óscar por su alucinante, inmaculado, inolvidable trabajo en Fargo, hubiese sido casi una blasfemia que no le hubieran concedido la estatuilla. Este año sucede algo parecido, aunque admito que la competencia es tan fuerte que podría entender —aunque no compartir— que no llegue a ganar. Siempre, eso sí, que no se lo den a Meryl Streep por ser Meryl Streep. No soy muy bueno en las quinielas, insisto, pero me sorprendería muchísimo que no McDormand no gane. Es una fuerza de la naturaleza.

Mi segunda favorita, sin ninguna duda, es Margot Robbie. Despuntó con El lobo de Wall Street, donde tardó bien poco en demostrar que no estaba ahí por su físico; de hecho, no le costó sobrepasar a DiCaprio en una película concebida para lucimiento de este. Cuando una actriz es tan guapa y alcanza la fama con un papel de bomba sexual, es fácil que Hollywood la encasille. Ahora sucede menos, pero recuerden el via crucis de películas malas (o películas mejores, pero menospreciadas) que tuvo que atravesar Jennifer Connelly antes de ganar un Óscar y que la industria se la tomase por fin en serio. Margot Robbie tuvo claro que iba a ser más fuerte que Hollywood. En Suicide Squad se las arregló para ser lo único que se salvaba del desastre generalizado. Y este año, su interpretación de la patinadora Tonya Harding en I, Tonya es algo que hay que ver para creer. Se sube la película a los hombros de tal manera que, al llegar los créditos finales, la pantalla parece iluminarse con la palabra «nominación». Quienes decían que Margot era demasiado guapa para interpretar a Harding no podían estar más equivocados. Sí, la diferencia física entre ambas es evidente, pero esta actriz tampoco aparenta quince años y eso no le impide interpretar de manera creíble, salvo en el aspecto, a una adolescente de pueblo. Todo, absolutamente todo, lo hace bien en una película donde es muy buena en los momentos de drama y muy buena en los momentos de comedia. Un recital. Cualquier que lo haya visto sabe que Margot Robbie tiene un talento enorme y va a ser una grande.

También está fantástica Sally Hawkins en The Shape of Water. Ella fue prácticamente lo único que me creí de la película junto a Octavia Spencer y Richard Jenkins, nominados ambos como secundarios. Ah, y cómo no Michael Shannon, por más que Guillermo del Toro le diera un papel que consistía en hacer una vez más de general Zod. Volviendo a Hawkins, su personaje es mudo, lo que siempre ayuda de cara a los Óscar, pero eso no debe ocultar el hecho de que expresa en todo momento la información emocional que el espectador necesita saber, siempre con exquisita sensibilidad y un tremebundo sentido de la medida. En mitad de un largometraje de registro cinematográfico cambiante, Sally Hawkins sostiene todo el entramado con su magnífica expresividad. Grandísima actriz. En cuanto a la jovencísima Saoirse Ronan, recibe su tercera nominación a los veintitrés años, batiendo por unos meses el récord de Jennifer Lawrence. Bien, ese récord debería haber pertenecido a Isabelle Adjani: nominada dos veces, una a los diecinueve años y, en ambos casos, ¡por películas en francés!, aunque no por otras en las que lo merecía tanto o más (¡no la nominaron por La posesión! Infamia eterna). Pero bueno, aunque Lady Bird no me haya parecido nada para tirar cohetes, no puedo menos que confirmar que Saoirse lo hace de maravilla y con frecuencia se eleva muy mucho por encima de la propia película. Su personaje, nada interesante sobre el papel, cobra vida única y exclusivamente porque ella lo encarna. Tiene una gran intuición para situarse en cada secuencia y responder a lo que el momento requiere, es algo que se nota mucho. En detrimento de sus posibilidades de estatuilla, su papel de chica común da para mucho menos que los papeles de McDormand, Robbie o Hawkins.

Mejor actor

Imagen: Focus Features.

No soy un gran fan de Gary Oldman. Aun así, estuve todo el metraje de Darkest Hour con la boca abierta, contemplando la magnificencia de su apoteósica encarnación de Winston Churchill. No se trata de que lo imite bien, es que, bajo la imitación y el maquillaje, Oldman le confiere al personaje una vida y verosimilitud que excede, con mucho, el tono grisáceo de la propia película. Creo que es la mejor interpretación de toda su carrera, o la mejor que yo recuerdo. Como poco, puedo decir que jamás me había impresionado tanto en un papel. Me quito el sombrero. Lo que hace es tan, tan bueno, que cuando otro actor encarne a Churchill en el futuro, la gente lo va a comparar siempre con Oldman. Nunca pensé que diría algo así de este actor, pero él y su trabajo aquí son el único motivo por el que volvería a ver esta película.

Hay, no obstante, otro candidato muy firme: el joven Thimotée Chalamet, protagonista de Call Me By Your Name. Viendo esa película, cuesta creer que Chalamet sea el mismo que tiene una insulsa aparición en Lady Bird. Su interpretación de un adolescente que experimenta un dubitativo despertar al sexo y al amor es extraordinaria. Si alguien no está convencido de esto durante el metraje, solo tiene que esperar a cierta escena que consiste en un larguísimo primer plano de su rostro. No sé cuánto dura ese plano, pero ahora mismo no recuerdo otro parecido en el que un actor se vea obligado a mantener una expresividad semejante durante tanto tiempo, sin pausas, sin cortes, sin desfallecer y sin dejar caer el silencioso clímax emocional en ningún instante. Creo que no exagero cuando digo que ese plano, por sí solo, bastaría para considerar a Chalamet una de las grandes promesas de Hollywood. Durante el resto del film hace un trabajo tremendamente creíble y se merienda (no solo en sentido literal) a su compañero de reparto, que es bastante más anodino. Chalamet tiene veintidós años, así que debería dar muchísimo de sí en el futuro, si Holywood no lo arruina como a Ryan Gosling (¿Qué fue del Gosling de El creyente? ¿Fue sustituido por un replicante?).

En la lista también tenemos a dos buques insignia que son, además, dos ojitos derechos de la Academia. Denzel Washington va por su octava nominación. Normal; es raro que el tipo flojee en una película. No siempre está al mismo nivel, claro, pero tampoco recuerdo verlo alguna vez en pantalla y pensar que estaba actuando con desgana o demasiado fuera de forma. En esta ocasión, se presenta en una película algo fallida, Roman J. Israel, Esq., donde interpreta a un abogado idealista. Y él es la película. Él hace que su personaje resulte mucho más complejo de lo que podría haber sido, con multitud de pequeños gestos inusuales en su manera de interpretar pero que funcionan de maravilla. El que nos sorprenda a estas alturas con esos nuevos matices es muy meritorio, ya que es un actor al que hemos visto mil veces durante muchos años. Gracias él, la película tiene cierto interés del que carecería con otro actor al frente. Este tipo es un grande, no vamos a descubrirlo ahora. Y bueno, la película de Daniel Day Lewis no la he visto, pero ha dicho que se va a retirar definitivamente y eso, cómo no, huele a posible premio cuasi honorífico. Sobre todo porque, conociendo al tipo, ¡es capaz de retirarse de verdad! Ya saben, se irá a plantar geranios en Eslovaquia, a fabricar embutidos a Teruel, o a hacer alguna de esas cosas raras que hace cuando se agobia.

Daniel Kaluuya también hace un gran trabajo en Get Out. Su rostro es el principal vehículo para que el espectador capte el horror y la confusión que abruman su personaje. Lleva años apareciendo en películas y series, pero este debería ser su pasaporte definitivo hacia el estrellato, y no creo que la factoría de los sueños esté para dejar pasar el talento. Su nominación es más que merecida pero, por desgracia para él, creo que lo tiene complicado con Oldman, Washington, Chalamet y Daniel Day Lewis en la misma lista.

Mejor actriz secundaria

Imagen: Neon Films.

Mis dos favoritas de este año interpretan ambas, curiosamente, a madres problemáticas. Allison Janney, cuya colección de premios y nominaciones no cabría en una nave industrial —aunque es la primera vez que está nominada para un Óscar—, encarna a la gélidamente terrorífica madre de Tonya Harding en I, Tonya. Y bueno, qué decir, lo suyo es acojonante, en todas las acepciones de la palabra. Apenas cambia el gesto en toda la película, si es que lo cambia en absoluto, pero hace ese algo que solo un puñado de intérpretes son capaces de hacer. I, Tonya es una película en la que podrán ver juntas dos de las mejores interpretaciones del último año, si no del último lustro. Los duelos de Janney con Margot Robbie son de esas cosas que se pueden contemplar una y otra vez por puro placer. La manera en que Janney, con lo mínimo, desprende sadismo y amargura por cada poro en cada segundo que la contemplamos en pantalla… bueno, si han visto la película, ya saben a lo que me refiero. Me gustaría que se lleve la estatuilla por esto. No puedo pensar en otra mujer de esta categoría que lo iguale.

Se acerca, eso sí, Laurie Metcalf. La conocerán por su papel de Mary Cooper, la madre cristiana, facha y paleta de Sheldon Cooper en The Big Bang Theory, que es una auténtica delicia de personaje, con su voz cazallera y su endiablado acento tejano. En Lady Bird, Metcalf hace un papel mucho más serio, el de madre atribulada e infeliz con un pasado traumático y dificultades para expresar sus emociones. Resulta increíble lo diferente que puede parecer en un papel y otro, por momentos es difícil creer que sea la misma persona: el acento, la voz, la forma de hablar, de gesticular, de mirar. Impresionante. Creo que la susodicha Allison Janney merece más el Óscar este año, pero no protestaré si Laurie Metcalf lo consigue.

Mención especial para Octavia Spencer, que también brilla en The Shape of Water, aunque en detrimento de su trabajo, y no por culpa suya, va la escasa construcción de su personaje y el hecho de que sea más secundario que el de las dos anteriores. Hace lo mejor con el material que le dan y eso me basta para pensar que su nominación está más que justificada. Eso sí, si dependiera de mí, no debería llevarse el trofeo por delante de ellas.

Mejor actor secundario

Imagen: A24.

Varios favoritos aquí. Sam Rockwell es uno, por el difícil personaje de policía pueblerino, alcohólico y jodido de la cabeza en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. En manos de un actor menos talentoso, ese personaje podía haberse quedado en una caricatura, pero Rockwell nos va revelando las distintas facetas del complejo individuo y consigue hacerlas creíbles conforme van apareciendo. Por esta misma película ha sido nominado Woody Harrelson. Nunca entenderé lo de Harrelson. Hace bien algunas cosas, pero son siempre las mismas cosas en prácticamente todas sus películas. Y hay otras cosas que nunca consigue hacer, aunque admito que lo sabe disimular, fingiendo que juega al minimalismo. El mismo minimalismo del que se olvida cuando toca hacer algo que sí sabe hacer, no sé si me siguen. Woody Harrelson tiene más talento para parecer buen actor que para serlo de verdad. Pero bueno, eso un talento, al fin y al cabo. Miren a dónde ha llegado, y eso que era el tonto de Cheers. Nadie en su sano juicio hubiese dado un duro por entonces.

Mención especial para Christopher Plummer, nominado por tercera vez desde el 2010 (antes era siempre ignorado y nunca entendí por qué). Nominación merecida, por supuesto, ya que él es lo mejor de All The Money In The World, y además en un papel que interpretó de urgencia porque Ridley Scott decidió prescindir de lo rodado por Kevin Spacey. Ni que decir tiene que, además de apropiarse del papel como si lo hubiesen planeado para él, es hasta gracioso contemplar cómo Plummer, sin el menor esfuerzo, reduce a cenizas al inútil de Mark Wahlberg. Un grande.

Y no podemos olvidar a Willem Dafoe, nominado por la interpretación más sutil y contenida que se le recuerda. Hace de casero gruñón pero de buen corazón en The Florida Project. Sí, así dicho, suena al típico personaje cascarrabias pero en el fondo acaramelado cual abuelito de Heidi. Y no, no es así. Dafoe no concede un puñetero milímetro al sentimentalismo. Es él quien canaliza los pensamientos y sentimientos del espectador adulto durante esta maravillosa, si bien algo anárquica, crónica de la infancia que es The Florida Project. Al principio me costó pillar todos los matices de su interpretación pero, poco a poco, fui entendiendo la grandeza de lo que hace aquí. Es increíblemente minimalista en muchos momentos, algo a lo que no nos tiene acostumbrados. Y desprende ternura en otros, algo a lo que, definitivamente, tampoco nos tenía acostumbrados.

Mejor guion original

Mi favorito es el de Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. Martin McDonagh ya fue nominado en este apartado en 2009 gracias al absolutamente maravilloso guion de In Bruges («Escondidos en Brujas»), uno de los más brillantes despliegues de diálogos de la última década. Aquel año debió haber ganado la estatuilla, pero la Academia decidió tirar por el lado del activismo político, o relevancia social si lo prefieren, premiando el guion de Milk, que era manifiestamente inferior. Ese error no debería repetirse. McDonagh podrá gustar más o menos como director, y su particular estilo podrá llegar más o menos a según quién, pero es innegable que hablamos de uno de los guionistas más brillantes del momento. No es casualidad que antes fuese un escritor teatral respetadísimo, algunas de cuyas escenas se usan todavía en escuelas de interpretación. Y desde su llegada al cine, está en estado de gracia. Como dialoguista, sobre todo, es como si Quentin Tarantino tuviese 30 puntos más de CI. En muchas ocasiones su humor es tan directo y simple como el de Tarantino, pero otras veces lo camufla bajo una aparente seriedad y algunos de sus puntos son tan, tan sutiles, que yo al menos no los capté hasta verlos por segunda vez. Su pseudorealismo, además, tiene varias capas, como las cebollas. Todas sus virtudes como guionista se conjugan en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri. Por su parte, el guion de Get Out merece una mención por su originalidad y por lo bien que se convierte el concepto central en una metáfora, pero francamente creo que, en este apartado, Three Billboards es EL guion.

Mejor guion adaptado

Mi favorito es el de James Ivory por Call Me By Your Name. Es curioso, porque él mismo dirigió una buena película titulada Maurice que narraba una relación homosexual —con escenas de sexo incluidas— allá por 1987, muchísimo antes de Brokeback Mountain y demás, cuando un director de verdad se jugaba la carrera por algo así. En Call Me By Your Name ejerce solo como guionista, adaptando una novela que no he leído. La estructura de este guion es sencillamente perfecta, más que la ejecución final del director. Los diálogos son precisos, se dice lo justo en el momento indicado, con naturalidad. Las secuencias se suceden con fluidez, elaborando la historia con una congruencia emocional impoluta. Creo que este es el típico caso de película donde se nota que el guion estaba aún mejor que el resultado final, que es bueno, pero podría haber sido incluso mejor. Ivory estaba inspirado cuando adaptó esto.

Mejor fotografía

La cosa, para mí, debería estar entre Roger Deakins por Blade Runner 2049 y Rachel Morrison por Mudbound. Aunque claro, el aparato visual de Blade Runner 2049 es difícil de igualar. Demasiado espectacular como para desdeñarlo diciendo «nah, es demasiado espectacular». Por más que me asombre la fijación de Denis Villeneuve con el color amarillo, que en mi experiencia es el color preferido de la gente a la que le falta un tornillo, Deakins consigue que incluso las secuencias más amarillas sean pictóricamente fascinantes. Bueno, está la secuencia de la estancia con piscina amarilla que, en fin, no quiero decirles a qué me recordó (un garaje que la gente usaba como local de ensayo, en el que no había retretes, y donde digamos que apareció de la nada un misterioso lago). Disculpen la repugnante referencia, sobre todo si leen esto mientras están cenando o algo así. Lo siento mucho, no volverá a ocurrir. Pero sirva para señalar que incluso ahí, en esa secuencia de áurea e hilarante liquidez, Deakins se las arregla para que la imagen resulte majestuosa. Un tipo que consigue que el amarillo quede bien es un tipo con indudable talento. Creo además que Deakins ganará, aunque solo sea porque Blade Runner 2049 se ha quedado fuera de la batalla por varios trofeos importantes.

Mejor montaje

Sería difícil no preferir el montaje de Tatiana Riegel de I, Tonya, teniendo como tiene ese montaje un papel tan preponderante y visible en el propio estilo de la película. El trabajo de esta mujer ayuda muchísimo a que la película sea endiabladamente entretenida, y juega magníficamente con el ritmo, no dejando que el espectador tenga un segundo de menos, ni tampoco uno de más, para asimilar lo que está viendo.

Mejor banda sonora

Las que mejor han funcionado de las nominadas, para mi gusto, son la de Carter Burwell en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri y la de Alexandre Desplat en Shape of Water. Creo que ganará esta última y no tendría problemas si así fuere.

Y lo siento por sus millones de fans, pero Hans Zimmer me pone de los nervios. Quizá no es exclusivamente culpa suya. Es decir, sé que no es culpa suya que Nolan quiera dejarnos sordos a todos (¡Se lo estoy diciendo a ustedes! ¡Nolan es mala persona!). No es culpa de Zimmer que en Dunkirk se empiece a escuchar el fascinante, amenazador zumbido del motor de un avión nazi, sonido que empieza a construir un magnífico suspense… hasta que, casi de inmediato, el hipnótico momento sonoro es arruinado por completo cuando Nolan decide que es buena idea meter ahí la dichosa musiquita de tensión (arterial) y mezclarla, de manera disruptiva e innecesaria, con ese rumor del avión que estaba funcionando de maravilla.

Mejor canción

No me gusta ninguna. Que le regalen el Óscar a quien les dé la gana.

«Stand Up For Something», que suena en Marshall, podría haber sido aceptable si no pareciese que los instrumentos proviniesen de una fábrica textil y hubiesen sido grabados en un túnel del metro. Para escuchar máquinas hidráulicas en funcionamiento ya tengo a los maravillosos The Young Gods, gracias. La gente decía que por qué estaba siempre nominado Randy Newman. Pues joder, porque hasta su canción para una peli de dibujos animados era mil veces mejor que las nominadas de este año. Es lo que tienen los grandes.

Mejores efectos especiales

The Last Jedi. Y mira que hay otras películas nominadas que también contienen grandes efectos, pero incluso así, la diferencia de The Last Jedi con respecto a la competencia es más que sensible, esto es un hecho. Me llevaré una sorpresa si no gana, y pensaré que Hollywood odia a Disney. Pensaba que cuando en The Florida Project muestra la mísera vida de unos niños marginales que viven a unos centenares de metros de Dinsleyland, esto era una simple casualidad. Es decir, ¿quién podría odiar a Disney? Pero no me crean a mí. Contemplen la siguiente escena y díganme si los efectos de The Last Jedi no están realmente a años luz de todo lo demás:

No, en serio, The Last Jedi debería ganar. Y Nolan también. Lo digo de verdad.

Al otro lado de la pared

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Detalle de la imagen de cubierta de Solenoide, de Mircea Cărtărescu. Editorial Impedimenta.

Aunque ya han pasado casi dos siglos, en el entorno de los matemáticos todavía se recuerda la carta que Charles Babbage le envió a Lord Tennyson sugiriéndole un cambio en un poema en aras de la precisión matemática. El verso que sacó de quicio al matemático inglés («En cada instante muere un hombre, en cada instante nace otro») era inexacto y, en su opinión, debería ser sustituido por: «En cada instante muere un hombre, en cada instante nacen 1 1/16». Se podría pensar que la literatura no hace buenas migas con la ciencia; sin embargo, la obra de escritores como Mircea Cărtărescu, Thomas Pynchon o Agustín Fernández Mallo lo pone en entredicho. Los avances científicos han cambiado radicalmente nuestra forma de ver el mundo en los últimos años. Por la mecánica cuántica sabemos que el lugar en que vivimos es más kafkiano de lo que sospechábamos. Vivimos en un mundo de redes, cada vez más complejo, pynchoniano. Así las cosas, no es de extrañar que escritores como Cărtărescu incorporen a su ficción elementos extraídos de la física, la neurobiología o las matemáticas. Teniendo, además, en cuenta que Kafka es uno de los referentes de Solenoide, no sorprende que una de las disciplinas de la física más presente en esta novela sea la mecánica cuántica: como ha dicho la escritora Rivka Galchen, si la mecánica clásica es George Eliot, la cuántica es Franz Kafka.

El sendero de la vida del narrador de Solenoide se bifurca el día en que lee uno de sus poemas en la Facultad de Letras de Bucarest. Las críticas que el joven recibió aquel día le apartaron del camino de escritor de éxito que podría haber sido: «La línea de nuestra vida real se endurece después, se fosiliza y adquiere coherencia —pero también la simpleza del destino—, mientras que las vidas que habrían podido ser, que habrían podido desprenderse a cada momento de la ganadora, quedan reducidas a líneas de puntos, fantasmales: creodas, transiciones de fase cuántica, traslúcidas y fascinantes como los brotes que vegetan en el invernadero». Lejos de convertirse en un escritor de renombre, nuestro protagonista es un profesor de rumano en una escuela de Bucarest en la época comunista.

Habría que remontarse al Locus Solus, de Raymond Roussel, para encontrar una casa tan llena de artilugios imposibles como los que abundan en la casa del narrador (el sillón del dentista, el propio solenoide…). Además, si hubiera que decir a qué estilo arquitectónico pertenece, no sería descabellado decir que la casa es de «estilo cuántico». El narrador no sabe con exactitud cuántas habitaciones, escaleras o pasillos tiene la casa en la que vive. A veces, para poder regresar a su habitación, se ve obligado a entrar en habitaciones que no sabía que existían, a recorrer «docenas de kilómetros, pulsar miles de interruptores» antes de dar con su habitación. También se observan «huellas cuánticas» en el colegio donde da clase. «Los laboratorios parecen cambiar continuamente de sitio», con frecuencia el narrador tiene problemas para encontrar la clase donde están sus alumnos o llega a la sala de profesores «al cabo de varios años, al final de una serie de incontables peripecias».

Curiosamente, la única habitación que «permanece siempre inalterada (…) es el dormitorio: el único lugar banal, polvoriento de la casa». El polvo del dormitorio indica que es el único sitio donde el tiempo hace mella, los demás están al margen de su discurrir. Quienes hayan visto Interstellar, de Christopher Nolan, recordarán la habitación polvorienta donde la protagonista, el personaje que interpretaba Jessica Chastain, se comunicaba con el «fantasma» que se encontraba al otro lado de la estantería. Algunos detalles de la película, como el poema «No entres dócilmente en esa buena noche», de Dylan Thomas, o el teseracto, aparecen también en Solenoide. Pero quizá sea la necesidad de salir de aquí, la idea de que puede haber otros mundos al otro lado de la pared, lo que más me ha recordado a Interstellar. La novela está llena de personajes, algunos de ellos reales, que quieren huir, que quieren saber qué hay al otro lado: Nicolae Minovici, profesor de Ciencia Forense de Bucarest, se ahorcó en innumerables ocasiones para explorar qué se ve cuando uno está a las puertas de la muerte; el portero del colegio ansía escapar de este mundo abducido por los extraterrestres; el propio narrador se siente encerrado dentro de su propio cráneo y concibe la escritura como una forma de huida.

El «multiverso» del narrador se compone de mundos dentro de mundos —o, mejor dicho, de cárceles dentro de cárceles—: «Soy prisionero de mi mente, que es prisionera de mi cuerpo, que es prisionero del mundo». Vivimos en un universo limitado, construido por nuestra conciencia con la información que recibe de los sentidos: en realidad «no sabemos cómo es el mundo», solo conocemos «la maqueta construida por los sentidos». En un alarde de imaginación difícil de igualar, Cărtărescu desciende a mundos construidos a otra escala —tan pequeños que casi habría que recurrir a la escala de Planck para medirlos— y se adentra en el universo de los ácaros. ¿Cómo es la vida de unos seres que responden a estímulos térmicos o vibrátiles?, ¿codificarán sus creencias mediante secuencias químicas?, ¿se comunicarán a través de secreciones?...

Pero, tratándose de Cărtărescu, y habiendo descrito hasta los ácaros de la almohada donde dormimos, sería raro que no hiciera mención a los sueños, elemento esencial de obras como REM o Cegador. Solenoide incluye múltiples anotaciones de un diario de sueños. Personalmente, esta parte más onírica me ha interesado menos (como suele decirse, no hay nada más aburrido que escuchar los sueños ajenos), pero, teniendo en cuenta que, en el universo narrativo del rumano, la realidad y el sueño son partes de un todo indivisible, como las dos caras de una misma moneda, los sueños no podían faltar. Para Schopenhauer, «la vida y los sueños son hojas del mismo libro. Su lectura conjunta se llama vida real». Y es que, pese a lo onírico de muchos pasajes, y lo surrealista de otros, una tiene la sensación de que todo lo que ha leído ha sido real: «Todo ha sucedido en el plano de la existencia en el que comemos y bebemos y nos peinamos y mentimos y vamos a trabajar y morimos de pena y de soledad». Aunque no con estas palabras, todos nos hemos preguntado alguna vez quién nos ha encerrado «en esta urdimbre demente de quarks y electrones y fotones». Todos nos hemos preguntado si hay algo o no hay nada al otro lado de la pared. Como al narrador, el dolor me ha convencido de que todo era real, «pues el dolor es otro nombre para la realidad». Solenoide no es nada más, ni nada menos, que una muestra del mundo interior del narrador, que, a su vez, es una muestra del mundo interior de uno de los mejores escritores vivos.

Superhéroes al borde de un ataque de nervios

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Black Hammer 1. Orígenes secretos, de Jeff Lemire y Dean Ormston. Editorial Astiberri.

La valía de un superhéroe se mide por sus villanos. Quizá incluso por sus hazañas. Pero, en algún momento, el héroe debe morir. La vida de los superhéroes está sujeta siempre a una obsolescencia, programada o sin programar, que los arrastra a un decadente acto final. Y ahí es donde algunas de las mejoras obras de este género se desarrollan. No sorprendió, por tanto, la nominación a los Óscar de la cinta Logan (James Mangold, 2017) por mejor guion adaptado. Aunque la obra que adapta, El viejo Logan de Mark Millar, poquísimo tiene que ver con la película. En un acto final de la tragedia del superhéroe, el mutante con garras de adamantium y poder de curación milagrosa va envejeciendo y perdiendo sus poderes. Los malos han vencido y al superhéroe solo le queda esperar la muerte mientras recuerda días mejores.

El final se acerca, pero una última prueba se interpone en su camino.

El acto final del superhéroe.

Pero en toda historia de superhéroes, nos guste más o menos, sea un género de masas o de entendidos, existe también un primer acto. El origen secreto. El paso de ser humano a ser extraordinario. Dando un salto desde un punto a otro, entre ese primer y último acto, es donde nos sitúa el cómic Black Hammer de Jeff Lemire, ganadora de un premio Eisner en 2017 a mejor nueva serie y premio del Gremio de Libreros de Madrid a Mejor Cómic. La primera entrega de esta serie, recogida y editada en España por la editorial Astiberri, nos sitúa en una granja del mitificado ambiente redneck de Estados Unidos donde un grupo de superhéroes conviven en el crepúsculo de sus carreras. El declive, el atardecer de una serie de vidas extraordinarias, atrapados en aquella granja junto a un pueblo y sin poder escapar tras supuestamente morir en la batalla final contra el Anti-Dios. Una suerte de limbo en que van a parar todos y que les hace reconectar con sus orígenes secretos. Con su historia. Con el paso de simple a extraordinario.

Con su primer acto.

Jeff Lemire es un conocido de la novela gráfica que se está haciendo un nombre con rapidez. Su trilogía Essex County sobre la vida rural americana recoge premios en reconocimiento de su calidad y su impacto; ha firmado alguna de las mejores obras recientes de DC y ha explorado el lado humano de las historias fantásticas. Lo que tanto nos gusta a algunos que andamos cansados de Marvel y sus efectos especiales y guiones construidos por los mismos cimientos y con el mismo cemento es ese lado humano del héroe. Si volvemos la vista atrás, nos toparemos con la sombra, alargada y oscura, de Watchmen. Publicado en 1986, el superhéroe realista y dramático tocó techo quizás con esta obra de Alan Moore, el mago del cómic. Al menos, tocó techo durante un tiempo, porque el cine siempre tiene una respuesta preparada. Y meterse en el tema de los superhéroes es siempre polémico, pero la cinta Unbreakable de M. Night Shyamalan mostraba un primer acto del superhéroe, un origen secreto, nunca antes visto.

Pero, ¿a qué se debe lanzar esta serie de datos? Pues a que estas son las claras referencias que tenemos en la cabeza al abordar la lectura de Black Hammer. Los superhéroes granjeros al borde de un ataque de nervios que han perdido todo: Lemire compone un caleidoscopio de frustración y alegría; de nostalgia y autodescubrimiento como un cómic no alcanzaba desde los años de Civil War, probablemente. En el plantel de héroes nos encontramos con un grupo atrapado durante una década; un grupo compuesto por un alienígena macho atraído sexualmente por los hombres de la Tierra, con todo lo que ello supone al vivir en una pequeña granja de un condado conservador y republicano de la Norteamérica profunda; una niña que no crece y cuyas fantásticas habilidades para volar y usar una fuerza sobrehumana no ayudan tras una década yendo a la escuela y fingiendo que por dentro no es una mujer que roza la vejez. Tenemos por otro lado a un robot-amo de casa que ha cambiado las luchas galácticas por las cenas y la limpieza, y al coronel Weird atrapado en la Para-Zona, una dimensión en que todos los acontecimientos de su vida suceden al mismo tiempo, teniendo que revivir una y otra vez sus peores momentos e inmediatamente sus mejores... para que vuelvan a terminar una vez más y dejar solo tristeza y confusión a su paso. Una mujer atada a una misteriosa cabaña; una bruja que se fabricó su propio amor en forma de monstruo, al que perdió tras la batalla final.

Y, por último, tenemos a Abe.

Frente a la magia y la ciencia ficción que encarnan los demás personajes, Abe representa al ser humano en toda la extensión del término. Un soldado sin poderes que recuerda a las andanzas de Steve Rogers con su escudo y su patriotismo, pero que se hace viejo. Un hombre que encuentra en aquella ciudad que se ha convertido en su prisión, el amor en una dulce y cuarentona camarera que solo quiere vivir este dorado atardecer con un buen hombre que siempre acude puntual a por su café y su hamburguesa con queso. La figura de Abe, verdadero protagonista de la obra de Lemire, representa a la perfección la batalla del superhéroe: por un lado, la lucha, la justicia, la épica. Por el otro, la realidad. El amor, la pérdida, la vejez. Porque vivir no es fácil, ni siquiera para los que salvan el mundo una y otra vez. Aquí es donde brilla el Jeff Lemire que conmocionara con la trilogía de Essex County. Aquí es donde el lector se enfrenta al amargo final.

Como ya ocurriera con Watchmen, el autor nos hace emocionarnos con superhéroes a los que en realidad no conocemos. Recordando el final de Split (M. Night Shyamalan, 2017), donde el espectador se emociona al encontrarse con Dunn, llega un momento en que creemos haber crecido con ellos. Hay un punto de no retorno dentro de la historia en que estos héroes sustituyen en nuestra imaginación a los Superman, a los Batman o a la Patrulla X. Y esto se debe a la ingente labor de  construcción de personajes, pero también a un truco que usaran en su época con maestría Alan Moore, o Mark Millar en Kick-Ass: todos los superhéroes parten de un arquetipo reconocible. Sucede como apuntaba Joseph Campbell en El héroe de las mil caras, el héroe pasa en todas las culturas por tres etapas: separación, iniciación y retorno. Si volvemos sobre nuestros pasos a la figura de David Dunn en Unbreakable tenemos que la separación ha sucedido fuera de plano. La historia de este superhéroe comienza con un personaje aislado de su familia; no comparte tiempo con su hijo, su mujer y él se alejan cada vez más. La separación, de alguna manera que no conocemos, ya se ha producido. La Iniciación viene de la mano de Mr. Glass, que le muestra el camino y su verdadera naturaleza como superhéroe. Y el retorno se da en esa escena durante el desayuno, al final de la cinta: Dunn le acerca a su hijo un periódico y le señala la noticia del enmascarado que ha salvado a una familia secuestrada.

Y se sonríen.

Ha nacido el superhéroe.

Sin embargo, la atípica manera que tiene Lemire de narrarnos el primer acto y el tercero de forma simultánea aportan una ruptura con las concepciones de Campbell: probablemente en todas las historias de sus personajes se den estas pautas, pero el lector no tiene forma de verlas. La historia de Black Hammer se construye de atrás hacia adelante, y no hay términos medios. El ocaso y el amanecer de estos héroes se superponen en una forma de narración más arriesgada de lo que viéramos en la incomparable Watchmen. Y sí, estas dos obras no pueden evitar ser comparadas. Probablemente muchas otras grandes novelas gráficas de superhéroes superen todo lo visto y por ver por parte del espectador medio, pero lo interesante de la obra de Jeff Lemire, y muy probablemente lo que le ha valido ese premio Eisner es que no existe villano en la historia.

En su acto final, el superhéroe en su declive, con la muerte o la soledad llamando a sus puertas, se enfrenta a una última amenaza. Tomando el cine de nuevo como ejemplo, la deconstrucción que Christopher Nolan realizó de la figura de Batman dio con un acto final en la tercera cinta, Dark Knight Rises, que culmina con la aparición de un nuevo supervillano que pone las cosas realmente difíciles al enmascarado. Un supervillano pone a prueba la resistencia del tramo final del superhéroe, teniendo que demostrar este una vez más que es digno de su propia leyenda.

En Black Hammer, la figura del supervillano no significa nada en el primer volumen de los dos que componen el cuerpo principal de la historia (dejaremos de lado spin-offs y otras cuestiones). El supervillano es la granja; la vida alejados de las heroicidades. El exmarido de la camarera con quien Abe busca una vida tranquila y romántica. La pubertad interminable de Gail. El pasado del coronel Weird y su prisión interdimensional. Lo que convierte a Black Hammer en un acto único es que el supervillano ya fue derrotado, pero la victoria no trajo más que una prueba mucho más dura. Sobrevivir a uno mismo. Encontrar el villano en el interior. Y, con suerte, vencerlo. Cada superhéroe en la serie se enfrenta con su propio archienemigo, pero lo lleva dentro.

El género de superhéroes se mueve, ahora más que nunca, entre dos dimensiones: por un lado las películas de Marvel y DC que pugnan por ser tomadas en serio pero que tienen muy presente su verdadero objetivo: vender merchandising. Y por otro, historias como Black Hammer, que buscan ahondar en la figura del héroe y romper las barreras que casi un siglo de vida le han impuesto; buscar el verdadero significado de estas historias que nos atrapan desde niños, pero de las que algunos seguimos disfrutando de adultos. La nueva obra de Jeff Lemire vuelve a levantar todos los costumbrismos ya conocidos en el género y los aglutina en un único acto que narra una historia no lineal, amarga y colorida; nostálgica y divertida, una sopa de contrarios que nos vuelve a enamorar de esa figura atormentada, vilipendiada y odiada pero, siempre, admirada: el superhéroe.

Fredric Lehne: «En Perdidos no nos dejaban ver el guion, actuábamos sin saber»

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Fotografía: Alberto Gamazo

Tenía planificado un viaje a España con su mujer, pero decidió invertir ese dinero en rodar un corto. La cosa fue bien y ha visitado la ciudad para presentar el film, Shy guys, en el Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona. Consiguió el viaje y la película. Fredric Lehne (1959, Búfalo, Nueva York, Estados Unidos) ha sido actor secundario en decenas de series como Perdidos, Boardwalk Empire, Westworld, Expediente X, CSI, Babylon 5 o Firefly. Su experiencia profesional habla de cuatro décadas de la industria de la televisión, desde culebrones como Dallas a la era de Netflix y HBO.

Comenzó a actuar desde niño.

El teatro era el hobby de mi familia. Mi padre, mi madre y mis hermanos hacían teatro comunitario. Me uní a ellos desde que tenía seis años. Hacíamos los decorados, la ropa, las luces... Aprendí a hacerlo todo.

¿Desde el principio supo qué quería hacer con su vida?

No, yo quería ser jugador de béisbol, pero no sabía lanzar la bola con efecto. Además, me echaron del instituto.

¿Por qué?

Un problema que tuve con una mujer, una enfermera que se llamaba Harriet. Es una larga historia... Mi familia se había mudado a un sitio nuevo y había empezado a representar El violinista en el tejado. Con quince años yo era el director de escena. Entre los actores había una mujer, Harriet, que llegaba todos los días borracha a ensayar. Un día le tuve que decir: «Si vuelves a venir así de ciega, me voy a poner tu vestido y haré tu papel». Me odiaba a muerte por eso.

Poco después empezaban las clases en mi nuevo instituto y teníamos que hacernos una analítica para ver si teníamos tuberculosis. Fui a la enfermería y, ¿con quién me encuentro? Con Harriet, la borracha. Era la enfermera. Y resulta que todos los chicos que nos hicimos la prueba dimos positivo de tuberculosis. Hubo pánico y llamaron a un funcionario del Departamento de Salud para ver si había una epidemia. Cuando investigó, lo que descubrió fue que la que nos contagió a todos la tuberculosis fue Harriet cuando nos sacó la sangre.

Más adelante, mi hermano trabajaba en una tienda de accesorios de teatro. En ese momento estábamos representando una obra muy sangrienta que se llamaba Streamers. Para mi diecisiete cumpleaños, mi hermano me regaló un montón de sangre falsa, un cuchillo de mentira para utilizar en escena y una pistola también falsa.  

Tenía una optativa de Teatro. Al final de curso, teníamos que hacer un ejercicio de expresión oral: dar un discurso. Como tenía todos estos accesorios que me había dado mi hermano, las armas y la sangre falsa, se me ocurrió que podía dar un discurso y, a mitad, salir mi hermano de entre el público, dispararme con la pistola y yo caerme al suelo con toda esa sangre falsa. Mi plan era ponerlo todo perdido de sangre. Al discurso lo íbamos a llamar Homenaje a Sam Peckinpah, pero los discursos de los demás alumnos se alargaron y se pasó la hora. Me quedé sin poder dar el mío.

Al salir al patio, había como doscientos chavales fumando. Estaba lloviendo. No lo teníamos planificado, pero vimos que era mejor audiencia. Nos miramos en un segundo y nos dijimos: «Ahora». Empezamos a pelearnos, a empujarnos, vinieron todos los chavales gritando: «¡Pelea! ¡pelea!». De repente, mi hermano sacó el cuchillo, me lo clavó en el pecho y me reventé un montón de sangre. Todo el mundo se puso a gritar, salieron corriendo acojonados. Fui dando tumbos hasta una chica que era animadora, delante de ella escupí sangre por la boca, me caí al suelo, me fui arrastrando por el barro de la lluvia y finalmente me morí. Entonces, me levanté y le di las gracias a todos por su atención. Hubo una gran ovación y todos se descojonaron. Hasta que escuché a alguien avisar de que la enfermera estaba llegando. Me volví a tumbar en el suelo y mordí otra cápsula de sangre en la boca.

Venía corriendo, solo vi sus zapatos blancos y su bata. Se tumbó, me tomó el pulso y escupí la sangre encima de ella. Del susto se cayó para atrás. Entonces yo me levanté y le dije: «Hola, Harriet, ¿qué tal estás?». Tuvo un ataque de nervios. Se puso a llorar ahí sentada en el barro, con la lluvia cayéndole encima. Pidió que me expulsaran por haberla humillado públicamente delante de todos los compañeros. Al día siguiente volví al instituto, pero ya no había instituto para mí. Me tuve que ir a hacer horas extras en la hamburguesería. Lo más gracioso es que años después, cuando ya salía en películas, me llamaron para dar un discurso a los alumnos de mi instituto y les contesté: «¡Primero dadme mi diploma!».

¿Tomó clases de actuación?

Sí, en Nueva York, a tiempo completo. Pero yo tuve mucha suerte. Un día, por divertirme, envié mi foto y mi currículum a todos los directores de casting de la ciudad. Algo que podías hacer hace cuarenta años, ahora ya no va así; ahora ni te lo mirarían. Coincidió que estaban buscando a actores que se parecieran a otros actores para representar su personaje cuando era joven en flashbacks. Era una miniserie de seis horas que se llamaba Studs Lonigan. Como me daba un aire a uno de los protagonistas, me llamaron. Esa fue mi primera audición para televisión y mi primer trabajo profesional.

¿Cómo fue el cambio del teatro a la tele?

La televisión es completamente diferente. Tuve que aprender a bajar el tono, a gestualizar menos, a ser más tranquilo. Ahí no puedes sobreactuar. No fue nada fácil para mí porque yo tiendo al histrionismo.

Nos mandaron a Los Ángeles, a los estudios de 20th Century Fox. Estábamos en un plató que simulaba las calles de la ciudad. Cuando lo veías parecía Nueva York, pero flipabas y te decías a ti mismo: «Joder, esto es Hollywood». El primer día me tocó rodar una escena de pelea y la hice con un actor que todavía es mi amigo, Dan Shor. Teníamos que pegarnos y nos pegamos de verdad, porque no teníamos ni idea. Nos tuvieron que enseñar que no hacía falta darse golpes en serio.

Entró en el cine por la puerta grande, en el debut de Robert Redford como director en Gente corriente.

Fue en 1979, tenía veinte años. Gracias a haber salido ahí, pude ir a Broadway. Si me hubiese quedado en Nueva York, no me habrían llamado en la vida.

Es un éxito haber llegado hasta ahí tan joven.

Bueno... Me llamó mi profesor favorito de actuación. En aquella época estaba de director de muchos shows de Broadway y me dijo que tenía uno para mí. Pero luego volví a Los Ángeles, donde he estado viviendo treinta años. Trabajar en el teatro no se paga mucho, elegí la televisión y el cine por dinero. Actuar ocho veces a la semana en un teatro se paga menos que salir unos minutos en una serie.

Uno de los mejores actores que he conocido en mi vida actúa en cada Shakespeare Festival. Actúa cada noche del año, van de ciudad en ciudad, y no gana suficiente dinero como para tener un hijo, una casa o irse de vacaciones. Son básicamente voluntarios. La escala salarial es al revés. Haces un episodio de una serie de televisión horripilante y lo que te dan equivale a haber currado dos meses en Broadway. Cuando actué en Broadway costaba más el alquiler de mi casa que lo que me pagaban. Ahí, a no ser que seas un estrellón, no ganas mucho.

Apareció en Dallas.

Era joven, me ofrecieron un buen dinero. Pero creo que debía haber dicho que no. De hecho, no quería hacerla, pero mi representante me animó. En aquella época, en los ochenta, o hacías televisión o hacías películas. No podías alternar las dos cosas. Yo no estaba preparado para tener apariciones regulares en televisión, ni siquiera lo quería, me convencieron y fue un error. Desde entonces, nunca me llamaron más para el cine. Me volví televisivo. Fue un gran giro en mi carrera, pero tenía veinticinco años y no sabía lo que estaba haciendo.

Del rodaje de Dallas solo recuerdo el calor que pasé. Y que me vacilaron. Estábamos haciendo una escena de exteriores y estaba lleno de extras que eran todos de allí, del mismo Dallas. Ensayamos la escena, se me acercó uno de ellos y me dijo: «¿Eres de Nueva Jersey?». Contesté: «¿Cómo lo sabes?». Y dijo: «Porque tienes el mismo acento de gilipollas que John Travolta en Urban Cowboy». Me quedé pensando: «Cómo me ha calado». Me acuerdo también de que me pasé el rodaje tonteando con Linda Gray y fue un poco raro porque ella tenía cuarenta y cinco años y yo veinticinco.

También destaca en su currículum Se ha escrito un crimen.

Angela Lansbury, Jessica Fletcher, qué mujer más maravillosa era. Hice un par de episodios y me llevé a mis hijos al plató. Debían de tener tres y seis años. Era la época en que solo veían cintas de Disney. Ella había hecho La bruja novata y La bella y la bestia. La reconocieron, les cogió de la mano y empezó a cantar «Under the Sea» con ellos. Es muy dulce.

Apareció en un solo capítulo de Babylon 5, pero dicen que es el más importante de la serie.

Fui el primer Ranger de la serie. La gente que la veía, cuando se encontraba conmigo por ahí, me decía: «¡Tú eras el primer Ranger!». No sé, supongo que significará algo para ellos. Para mí, nada. Lo bueno es que ahí conocí a Mira Furlan. A veces cuando estás trabajando en televisión los otros actores no son muy buenos, a veces yo no soy muy bueno, pero en la escena que hice con Mira, con solo mirarnos, nos dimos cuenta de que éramos los únicos que estábamos intentando sacar algo de esa mierda de escena de ciencia ficción. Casualmente, quince años después, nos tocó hacer de marido y mujer en Surviving Me: The Nine Circles of Sophie de Leah Yananton.

En Policías en Nueva York salió con su hija.

Mi personaje tenía una hija de seis años que salía en una escena, donde no tenía nada que decir, mientras me arrestaban. Vino el director y me dijo: «¿Tú no tenías una hija? Pues tráetela». Fui a casa y le pregunté si quería venir.

Se inventó su nombre y puso como condición para aparecer salir con su conejito Flapsy. Como ella en ese momento tenía ocho y el personaje tenía seis, negociamos un punto intermedio y decidió actuar como si tuviera siete.

Fuimos a los estudios de 20th Century Fox. Entramos en el vestuario para que nos vistieran, luego nos maquillaron, con todas las luces y los espejos, se lo pasó muy bien. Fuimos a mi camerino, listos para salir a escena y tardaron en llamarnos... ocho horas.

Se quedó dormida y, cuando nos tocó, la tuve que despertar. Estaba ya agotada. Aun así, hicimos la escena. Ella solo tenía que escuchar a los hombres que venían a arrestarme. Se hicieron un par de tomas y, al acabar, me dijo el cámara: «La niña te ha robado la escena». Contesté: «Gracias». Y añadió: «¿Por qué me das las gracias? Acaba de eclipsar tu papel una niña de seis años».

Después salió conmigo en una película de Disney, ya tenía once años. Ese día hacía mucho viento. Yo estaba haciendo una escena y ella me esperaba sentada. Se voló un tejado y cayó donde estaba ella. Si no llega a ser por otro actor que estaba sentado a su lado, que lo vio venir y lo paró un poco, ahora podría estar muerta. Cuando vinieron a avisarme me dijeron: «No queremos que te vayas ahora porque queremos terminar esta escena, pero a tu hija le dio una cosa en la cabeza, aunque no está muy herida». Solo tenía un chichón enorme, pero fui corriendo a ver si estaba bien y a los diez minutos tenía un abogado al lado para que firmase que la empresa no era responsable de nada. Estaba bien, pero ya no quiso volver a hacer cine en su vida. La primera vez no la dejaron dormir y la segunda le dieron un golpe en la cabeza. Dijo: «Aquí se acaba mi carrera como actriz».

Men in black fue una película importante.

Para mí solamente otro personaje. Recuerdo que la primera escena, como había mucho rollo de gráficos y efectos especiales, duraba un montón de tiempo. Toda la gente a la que le había contado que iba a trabajar con Tommy Lee Jones, me decía: «Es un hijo de puta, tienes que tener mucho cuidado». Lo escuché un millón de veces. Al principio estuvimos trabajando sin él como una semana, y el día antes de que llegara tuvimos que hacer una reunión todos, ciento y pico personas, sobre cómo comportarnos, qué decirle y qué no se le podía decir.

Me tocó rodar encima de una colina, vestido y tal, me subí. Estaba todo el mundo muy preocupado porque iba a aparecer Tommy. El director, Barry Sonnenfeld, me explicó por dónde iba a venir el monstruo, dónde iba a estar el coche, y acabó su charla: «Entonces, cuando aparezca el monstruo, tú le disparas, ¿alguna pregunta?». Y apareció Tommy Lee Jones, que dijo: «¿Y cómo es que no echa a correr cuando ve al monstruo?». Yo estaba ahí parado, con todas las luces en mi cara. Sonnenfeld dijo: «Pues no sé... esa es una pregunta para Fred». Me miraron todos. Yo, pensando: «Cabrón...».  En inglés tenemos una expresión que es throwing a little guy under the bus. Me puso en el disparadero. Y mentí. Le dije: «Porque tú, Tommy, eres el héroe y yo me mantengo a tu lado, hago lo que hagas tú». Eso le gustó. Contestó: «Ah, vale». Desde ahí nos empezamos a llevar bien.

Los siguientes cinco días estuvimos sentados juntos, contándonos historias. Me hablaba de su rancho en Texas, hablábamos de su compañero de habitación en Harvard, que entonces era el vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore. Le pregunté: «¿Te imaginabas que iba a llegar a vicepresidente?», y me contestó: «No, yo pensé que sería presidente».

Pero si hay un actor del que se dice que es accesible, muy agradable y da gusto estar a su lado, ese es Tom Hanks. Es maravilloso trabajar él. También Hugh Jackman. Cuando estás con ellos, de repente se te olvida que son megaestrellas.

Otra serie: Expediente X.

Ahí hubo mucha diversión. Me hicieron esa audición para esa serie como una docena de veces, y nunca me dieron el papel. Me surgió una oportunidad más y fui sin ganas. Casi ya no quería ni que me lo dieran. Pero resultó que era el mejor papel de todos los que había intentado conseguir. Resulta que David Duchovny y Gillian Anderson estaban rodando la película y no estaban disponibles para su maldito propio programa. La serie tuvo que ir al pasado, hacer unos flashbacks, y se centró en mi personaje.

Recuerdo que unos meses después estaba en mi casa tirado en el sofá y me llamaron por teléfono. Era David Duchovny. Pensaba que era una amigo mío, Maty, que se estaba riendo de mí. Estuve a punto de decirle: «Que te jodan», cuando me di cuenta de que la voz sonaba como la de David en serio. Me comentó: «Hemos visto lo que has hecho en el show y te hemos escrito otro guion para tu personaje, ¿estás dispuesto a hacerlo?». Contesté: «Déjame pensarlo: ¡sí!». Fue, además, el primer capítulo que dirigió David, que fue muy divertido. Cuando salí en Madam Secretary, Téa Leoni se acordaba de mí por ese capítulo de Expediente X.

Spielberg decía que grababa cada capítulo de Expediente X.

¡Trabajé también con él! En Public Morals, él era el productor ejecutivo. Una noche bajó al set y era un tipo muy agradable.

Más ciencia ficción: Fortaleza Infernal 2.

Odio contarte historias tristes. Esto se rodó en Luxemburgo, lo cual fue muy agradable. Mi papel era ayudar a Christopher Lambert a escapar de aquella cárcel porque nos conocíamos de antes, de estar juntos en el ejército. Viajé a Luxemburgo, entré en el hotel, me encontré un guion en la cama, lo leí y vi que lo que yo iba a ser, mi historia, ya no existía. Había desparecido del guion. Me habían cambiado el papel. Pero Luxemburgo es una base de operaciones excelente para ver Europa así que me dediqué a viajar y vi muchos países.

¿Y CSI?

Solo otro papel más. He hecho miles de esos. Entrar y salir, es como un trabajo para mí.

Bueno, pasemos a Perdidos.

Ahí exploté. Estaba haciendo un papel breve de los míos en Crossing Jordan, en un capítulo que había escrito Damon Lindelof. Se acordó de mí cuando salió Perdidos y me llamó. El personaje que tenía, originalmente, se tenía que morir en la primera media hora. Supongo que les gustó lo que hice, porque me mantuvieron más tiempo. Lo mejor es que rodamos en Hawái. Cada par de meses me llamaban: «¿Te apetece venir?». Y yo: «Claro, oye, me voy a llevar a la mujer también».

¿Existía tanto secretismo en torno al guion como se ha dicho?

Eso fue único. Normalmente, en una serie, sabes de qué estás hablando, pero en Perdidos no sabíamos nada, ni siquiera está claro que ellos supieran lo que estaban haciendo. Ni cómo acabó... No estamos seguros de saber cómo ha acabado.

Desde el punto de vista del actor, fue bastante duro. En Perdidos no nos dejaban ver el guion, actuábamos sin saber lo que estaba pasando. Todo era misterio y secretismo. Hacíamos las escenas y no sabíamos lo que estábamos hablando. Te decían: «Cuando cojas ese vaso de agua, haz como que es muy importante». Y preguntabas: «¿Cuánto de importante en una escala de uno a diez?». Te respondían: «Once». Y tú: «¿Pero en un sentido positivo o en uno negativo?». Y ellos te miraban en silencio. No decían nada... Pero ¿cómo puedes actuar en algo que no sabes lo que significa?

Hacíamos las tomas un par de veces de diferente manera a ver qué es lo que les encajaba. Solíamos inventarnos historias nosotros mismos para poder actuar. Me acuerdo de que en la primera escena que hice con Evangeline Lilly me puse a inventarme cosas pensando que eso la ayudaría y luego me enteré de que la confundí aún más.

J. J. Abrams y Damon Lindelof estaban despiertos todo el día, como niños, pasándoselo bien. Trabajaban dieciséis horas diarias y luego se iban a casa y escribían toda la noche. No dormían. Estaban así cuatro o cinco días seguidos sin dejar un solo minuto de ser buenas personas y simpáticos. Estaban excitados todo el rato, ahí ves que son distintos a ti de alguna manera, porque nadie normal puede mantenerse así una semana. Escuché la misma historia de Mick Jagger, que se quedaba despierto sin drogas cinco o seis días en el estudio porque solo estaba centrado en grabar. Son, simplemente, personas especiales y diferentes.

En YouTube sale en varias convenciones de fans de la serie Supernatural.

Llevo unos años sin ir. Esa gente tiene una pasión en común, y bien por ellos, pero yo lo veo un poco absurdo. Aunque seguro que ellos piensan que las cosas que yo hago son también absurdas. Lo que más me sorprendió de estas convenciones fue que van las mismas mil personas independientemente de si estás en Chicago o en Alemania.

¿Qué hace en ellas?

El tonto. Canto y toco la guitarra, tonterías.

Ha aparecido en un Batman de Christopher Nolan, que es uno de los directores más cotizados de la actualidad.

Solo estuve dos días. Era una gran producción y fue divertido formar parte de eso. Había cientos de personas trabajando. Trescientos extras, cincuenta y cinco actores. Explosiones. Motos. Por haber, hubo hasta un huracán real mientras rodamos. Pero solo estuve unos pocos días, me aseguré de saber mi texto y de no interrumpir a otros mientras trabajaba.

Ha trabajado en Boardwalk Empire y Westworld; ¿por qué es diferente HBO?

Porque se puede decir fuck. También porque se gastan más pasta y estar en sus series es como trabajar en una película. Cuando estás en el plató, es simplemente otro plató. Pero luego ya ves que hay más dinero porque la comida es mejor, detalles así.

Estuve en De la Tierra a la Luna, de 1998, y fue una experiencia increíble. Creo que se gastaron ahí más dinero del que jamás se haya gastado nadie en la televisión. Lo rodamos todo donde pasó exactamente la historia, excepto en la Luna. Fuimos a Florida, al Kennedy Space Center, yo iba con mi traje de astronauta. Iba por ahí con Tom Hanks, a la hora de comer teníamos preparado el sushi... yo pensaba: «La vida es maravillosa, cómo he llegado a estar aquí, es todo tan guay».

Para Westworld, por ejemplo, ahora ya nadie graba con película, todo es digital, pero ellos para esa serie la han usado. Cinco cámaras tirando película a la vez en cada escena. Así se ve luego...

Invierten mucho tiempo en lo que hacen. En la televisión convencional tenemos que hacer nueve páginas en un día y ahí no para nadie. Haces dos veces cada escena y ya está. En HBO, o en Netflix también, se hacen las cosas con más calma y más tiempo. Dedican más tiempo porque ahora tienen que competir. ¡Ya no puedes limitarte a poner Vacaciones en el mar!

¿Estamos en una edad dorada de la televisión o antes también había buenas series?

Ahora los mejores guionistas y escritores hacen series. Según cuándo hayas nacido, te gustará más Get Smart, Archie Bunker´s Place o lo de ahora. Todo depende de con qué hayas crecido. Ahora hay muchas plataformas, Netflix, HBO, Showtime, YouTube, Vimeo, Paramount... ya veremos cómo acaba la guerra. El consumidor elegirá. Habrá ganadores y perdedores, pero si hay más producto donde elegir, más es siempre mejor.

Los cines se han quedado vacíos.

Si de las series te salen las temporadas completas en un día, es normal que cambien los hábitos. Se ha perdido incluso el tiempo entre capítulo y capítulo, antes tenías que estar en un lugar a una hora para poder seguir tu serie favorita. Pero para la profesión todo esto es positivo, ahora hay más oportunidades para escritores, productores y actores. Más trabajo, más producto, más oferta para el público. Está cambiando todo tan rápido que hasta nuestros sindicatos no pueden seguir el ritmo de la tecnología. Cuando firmamos un contrato, mientras dura, ya se producen avances que no esperábamos cuando firmamos. No paran de salir cosas nuevas.

¿Las actrices de su edad lo tienen más difícil que usted para encontrar papeles?

Es mejor ser hombre, desde luego hay más papeles para hombres viejos que para mujeres viejas. A nosotros todavía nos pueden dar papeles de policía malo, o de un detective, pero cuando una mujer se hace vieja ya no hay papeles para ella. No sé por qué pasa, pero es cierto. Es algo que tiene que cambiar y ya está cambiando. Ahora mismo en Estados Unidos hay más mujeres que antes en los medios audiovisuales. Movimientos como Me too están teniendo efecto y servirán para que las mujeres de una cierta edad se reincorporen.

Cuando yo empezaba no veías a una mujer de directora ni de casualidad. También había muy pocas que escribían. Ahora la cosa empieza a estar más o menos 50/50. Los últimos cuatro o cinco años que he trabajado en televisión he tenido las mismas posibilidades de trabajar con una mujer que con un hombre.

¿Conoce casos de actrices que han tenido que hacer favores sexuales a cambio de trabajo?

Nunca he visto ninguno, pero estoy seguro de que ha pasado. He escuchado muchas historias. El casting couch (un papel a cambio de sexo) es legendario. ¡Cómo no va a serlo en un país donde el presidente mete mano a las mujeres que saluda y presume de ello!

A mí una vez una actriz me acusó de acoso sexual. No te voy a decir en qué serie fue, pero yo estaba haciendo un papel de proxeneta y ella era una de mis chicas. Hacíamos una escena de andar y hablar. Se repitió la escena un montón de veces. Cortaban, volvíamos, una y otra vez. La séptima u octava vez que lo estábamos repitiendo, yo seguía hablando como un chulo. Llevaba una semana y media haciendo ese papel en un entorno de wéstern. Ella y yo nos llevábamos bien, pero yo tiendo a quedarme en el papel a veces.

En una de estas en las que estábamos volviendo para rodar una vez más la escena, seguí actuando. Le dije en jerga: «¡Qué buen culo tienes, nena!». Y se puso a gritar: «¡Acoso sexual! ¡Acoso sexual!». Pensaba que estaba de coña, y le contesté: «No en mi luna». Pero iba muy en serio.

Había como cien personas alrededor, enfrente de las cámaras. Todos vieron que dije el comentario con la voz de mi papel, pero fui a trabajar al día siguiente y me amenazaron con abogados, me dijeron que no volviera a dirigirle la palabra. Sentí que me estaban tomando el pelo.

La estrella del show, que nos conocíamos, trabajamos juntos y nos llevamos bien, me hizo reproches. Le dije: «Pero ¿no te acuerdas, cuando tú y yo hicimos una escena, de que yo entre medias seguía actuando?». Tuvimos una escena de violencia, la repetimos ocho o nueve veces, cuando estábamos preparándonos para la última, antes de que se encendieran las cámaras, le dije «Maricón» (pussy). Él gritó: «¿Qué?». Se encendieron las cámaras y nos peleamos. Fue una coña para antes de salir a escena y conseguir una interpretación más real. Él me lo agradeció, me dio las gracias después de la escena. Le expliqué que eso mismo había hecho con la chica y me acusaron de acoso sexual.

¿Siguió trabajando en la serie?

Hice mi trabajo y no le dirigí la palabra. El actor que era la estrella del show se puso muy paternal con ella y le dije que se fuera a la mierda. Después de un año o dos, nos encontramos de nuevo en un trabajo, lo hablamos y rodamos. Con ella no he vuelto a trabajar más.

Pero creo que tiene que haber más mujeres en la industria, más igualdad. Si están en una posición más igualitaria eso irá en beneficio de todo el mundo. Afortunadamente, todo esto está cambiando rápidamente. Y, si hay un abuso sexual, el que lo comete tiene que pagarlo. Todo lo que se está oyendo estos días obedece a una situación muy real. Lo de Weinstein creo que es completamente cierto. Y a mí nunca me ha pasado, pero también hay hombres que tienen que pasar por el casting couch, especialmente los actores jóvenes. Afortunadamente, yo he podido eludir todo esto. Nunca me ha pasado como a Corey FeldmAn, el de Los Goonies, o a Corey Haim.

A España ha venido como director, presenta un corto en el Festival de Cine Independiente Norteamericano de Barcelona.

Ser director es distinto. Al final del día me siento como que he hecho algo. Como actor, estoy siempre esperando a ver si puedo tener un buen momento aquí y allá, el resto del tiempo son horas esperando en el camerino. Un director está dieciséis horas tomando decisiones, diciéndoles a cien personas lo que tienen que hacer y cómo.

En mi corto, Shy guys, tuve a quince personas trabajado para mí. Al menos me aseguré de que la comida era buena [risas]. Pero cuando empecé me sentía extraño, porque siempre me ha gustado hablar de la actuación con los compañeros, pero cuando me convertí en director me costaba. Frente a Reed Birney, que venía de House of Cards, y acababa de ganar un premio Tony de teatro por un papel, me costó decirle qué tenía que hacer. Fue bastante raro. Tuve que hacer un acercamiento, hablar con él y al final lo que sacamos fue una decisión conjunta. No fui un verdadero director y ellos los actores a mis órdenes. Pero afortunadamente no tuvimos ningún conflicto de ideas.

Me fie del actor, pensaba que seguro que sus ideas serían igual de buenas que las mías. Si hay algo que me gusta de rodar es que tiene que ser un esfuerzo colaborativo, las películas son el trabajo colectivo de ciento veinte personas.

También ha vuelto al teatro recientemente.

Es una experiencia colectiva. Empiezas, sigues todo el camino, llegas al final, te comunicas con la audiencia y tienes una respuesta inmediata. Otra vez, al final de la noche, te sientes como que has hecho algo. No es como en las series, que llegas y grabas las páginas de la 5 a la 6 del guion, y luego de la 19 a la 20. Esos momentos que tienes son como magia; sin embargo, cuando sales a escena en un teatro, te entregas.

Deberían pagar más en el teatro y no tanto en la tele. Pero el salario lo crea cuánto paga por el producto el consumidor. Muy pocos de nosotros llegamos a Broadway, especialmente si no cantas o bailas. Es en los teatros regionales donde podemos trabajar durante un año entero y con eso no te da ni para el alquiler.

Debe tener un buen agente para conseguir tantos papeles.

Tuve muchos durante años, pero ahora tengo uno que se llama Adam, está en Los Ángeles, con el que me junté en 1995. Llevamos juntos desde entonces. Hemos pasado por cinco o seis agencias. Si él cambia, yo me muevo con él. Porque le quiero y él me quiere a mí. Cree en mí de verdad. Estuvo conmigo en los momentos difíciles y hablamos honestamente el uno con el otro. Si encuentras un representante que es tu amigo de verdad, tienes mucha suerte y debes quedarte con él. Porque he tenido muy malos representantes. Aunque no existe una razón común que explique que a uno le vaya bien o mal en el show business.

¿Cómo son hoy en día las audiciones?

Ahora, en la mitad de los papeles que represento no hago casting. Hoy en día lo que hago es grabarme a mí mismo en el portátil y lo mando. Mi mujer me lee la otra parte del personaje y eso es lo que les mando por correo. La mitad de mi tiempo me la paso intentado conseguir papeles y la otra mitad hago el mono para ellos. Si en un trabajo me gusta el personaje, me hago fan, en caso contrario, son para pagar la hipoteca. Y ya está.

La parte más dura del trabajo son las audiciones. Si de cada treinta por las que paso consigo que me cojan en una, ya es un éxito. Y esas veintinueve que no van a ningún lado llevo haciéndolas cuarenta años. Es difícil que te excite una audición después de tantas.

No estoy en la categoría de poder elegir. Me gustaría trabajar para los hermanos Coen, o haber salido en Tres carteles en las afueras, pero siempre tengo que recordar que tengo mucha suerte porque puedo vivir de esto. Muy poco porcentaje de nosotros se gana la vida como secundario. En el sindicato somos doscientos mil y solo seis mil conseguimos llegar a fin de mes con esta profesión. Los demás tienen suerte si consiguen un trabajo una vez al año.

Todo pudo ser distinto. En un par de papeles fui la segunda opción para un personaje principal. Robert Redford me dijo que era la segunda opción para Conrad de Gente corriente. Y también fui la segunda opción en la Footloose original. Cualquiera de los dos me habría cambiado la vida. Aunque también pienso que tuve suerte de no lograrlos, porque era demasiado joven y tonto y no habría sabido manejar bien la situación.

¿Cómo prepara papeles de secundario tan breves?

No es fácil. A veces tengo que hacer malabares con tres o cuatro papeles a la vez. Uno un lunes, otro un miércoles, luego el jueves vuelvo al primero... Algo que vuelve loca a mi mujer, porque siempre tengo tres o cuatro acentos distintos que estoy usando en casa.

[Interrumpe su mujer] «Lo odio, a veces tengo todo el fin de semana al tipo duro y al siguiente es el policía. Vivir en casa con él es como hacerlo con varias personas a la vez. A veces me pregunto si me he casado con un gánster o con un cowboy».

Para cada papel hago la máxima investigación que puedo. Llevo toda la vida igual, así que ya me sale de forma natural. Cuando era niño, iba al patio trasero y jugábamos a indios y vaqueros o a monstruos y no estábamos pensando en ello; no pensábamos en la relación que tenía un monstruo con otro monstruo. Simplemente, lo hacíamos. Después de todas las clases de actuación que he tomado estas décadas, he vuelto al punto de interpretar como si volviera a jugar en el patio trasero de mi casa.

Cuando empezaba, me preguntaban cómo aprendía todos esos textos de memoria. Yo pensaba que esa era la única parte en la que no tenías que pensar. Lo leías un par de veces y ya lo tenías. Ahora, desafortunadamente, tengo que volver a poner toda mi atención en memorizar las putas palabras. Te haces viejo y eso pasa. Por lo menos, esta es mi excusa. Porque no puedes hacer nada sin tener controlado el texto.

Fundamentalmente, para actuar, necesito saber qué quiere el personaje, de dónde viene. Investigo el lugar físico en el que ha nacido. Cuando sigo todos estos pasos, de repente me encuentro sintiéndome como el personaje. A veces tarda más, a veces es inmediato. Pero también me pasa que me empiezan a dar trabajos que ya he hecho. Policía cabrón o policía bueno, ambos son el mismo patrón. De poli malo habré hecho como quince veces. Es todo lo mismo. Poner cara de «a mí no me vacila ni dios».

Frecuentemente, cuando me dan un papel, mi reacción es «Ah, este ya lo he hecho». A veces intento darle una vueltecilla al personaje para no aburrirme, porque muchas veces me canso de hacer los mismos personajes. Pero cuando cambio algo, se ponen furiosos. Me gritan: «Si solo eres un jardinero, ¡por qué no haces de jardinero!». Yo les digo: «Pero es que me he imaginado que mi personaje en realidad quería ser bailarín, pero acabó de jardinero». Y ellos: «No, eres un puto jardinero, compórtate como tal».

El arado que desató el Apocalipsis

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Tormenta de polvo en Rolla, Kansas. 6 de mayo de 1935. La foto fue enviada al presidente Franklin Roosevelt. Fotografía tomada desde la torre de abastecimiento de agua de Rolla [Library of Congress].

Si se combinan los factores suficientes se pueden catalizar reacciones catastróficas. Episodios que se incorporan al imaginario colectivo y se perfunden, como la sangre entre las vísceras, amamantando nuestros miedos ancestrales e imbricando con ellos muchos pasajes de nuestra historia. Como si de vez en cuando el Apocalipsis hiciera ensayos recordándonos su vigor. Eso fue lo que sucedió en los años treinta en el corazón mismo de los Estados Unidos de América.

Cuando, en 1862, los congresistas presididos por el eximio Abraham Lincoln promovieron las Homestead Acts (Leyes de Asentamientos Rurales) no podían atisbar algunas de las consecuencias que generarían al retar, ilusamente, los principios complejos que rigen el caos. En confluencia con otros elementos desatarían una de las mayores catástrofes ecológicas, y por ende sociales, que ha conocido el ser humano en tiempos cercanos.

Como en un mantra histórico la población mundial continuaba creciendo. Estados Unidos había pasado de treinta y ocho millones de habitantes en 1870 a ciento treinta y dos millones en 1940. Todas esas personas tenían algo en común, necesitaban alimentarse. El cereal era el oro agrícola y se demandaban nuevas tierras para cultivar trigo, maíz o cebada. Si algo tenía esa nación feraz, esa tierra prometida, era superficie, tanta que pareciera no acabarse nunca. Si eras un varón mayor de veintiún años con una familia que mantener, y no habías levantado las armas contra el país, por pobre que fueras, podías invocar las leyes de asentamientos rurales para comenzar a cumplir tus sueños y poseer tu propia homestead (propiedad familiar). Gracias a la generosidad de papá Estado se cedieron unos 270 millones de acres (más de un millón de kilómetros cuadrados). Si la magnitud no resulta muy representativa en una imagen mental, imagínese el diez por ciento de la superficie total de los Estados Unidos de América; o si lo prefiere, dos veces la superficie de España. Eso fue lo que se repartió entre 1,6 millones de colonos llegados en varias décadas de casi todos los rincones del mundo. Los mejores terrenos volaron. En pocos años prosperaron formidables granjas en ellos. Granjas que producían buenas y valiosas cosechas. Cosechas que se usaban como reclamo para seducir a nuevos colonos, porque se necesitaba más y más. Era el capitalismo, era el hombre.

Para hacer la promoción más atractiva las Homestead Acts habían sufrido algunas enmiendas y ampliaciones. En 1909, la Administración de Theodore Roosevelt las modificó para permitir el desarrollo de la agricultura en las Grandes Llanuras. Eran zonas muy extensas y relativamente secas en el centro del continente. La meseta que define las Grandes Llanuras transcurre desde México a Canadá, pasando por muchos estados: Oklahoma, Kansas y Nebraska, entre otros. Esas tierras nunca se habían cultivado. Mantenían su equilibrio ecológico gracias a las especies herbáceas autóctonas que crecían allí desde hacía miles de años. Especies que se encontraban adaptadas al clima que las cobijaba y sus escasas lluvias. Especies que habían trenzado un profundo y eficaz sistema radicular para aprovechar al máximo la valiosa humedad del subsuelo, y consolidar así la capa que las soportaba.

Los congresistas no estaban locos, los desorientaba una anomalía climática positiva que había provocado que la pluviosidad en las Grandes Llanuras estuviera, durante unos años, muy por encima de lo que los lugareños podían recordar, pero era solo una anomalía. Esa fue la segunda pieza que puso en marcha el desastre perfecto. Lo que antes no era más que una infinita superficie de pastos, se había transformado en un fructífero vergel gracias a esas milagrosas lluvias y a la llegada de miles de colonos con sus modernos aperos, hasta el punto de que algunos estudiosos del clima repetían que «la lluvia seguía al arado». El arado tradicional, el tirado por bestias, estaba a punto de convertirse en una reliquia. Los nuevos tractores con sus rejas de acero multiplicaban el poder de roturar la tierra hasta límites jamás soñados por un agricultor. Las labores que antes necesitaban semanas para concluirse se podían practicar en pocos días, incluso en horas, aprovechando así los momentos más propicios para la producción. Las máquinas y sus rastras pasaron una y otra vez sobre los terrenos domesticados, desmoronando la delicada capa fértil de tierra vegetal, y dejando el suelo desnudo a merced de las inclemencias meteorológicas. Cuando el ciclo de lluvias singulares cesó, llegó la sequía y, tras de ella, llegaron los vientos. Para entonces las Grandes Llanuras estaban repletas de familias.

Las estaciones se sucedían sin que la lluvia regresase, pero el viento sí lo hizo; y con él, el polvo. El suelo, carente de vegetación que le diera estructura, volaba alimentando voraces y colosales nubes, nubes rojas inyectadas de polvo y arena, enormes muros que se alzaban hasta el cielo ocultando el sol, arrasando todo lo que encontraban en su camino, llegando a enterrar, literalmente, casas enteras. Despojando a los colonos de todo cuanto tenían. Era el apocalipsis, era el Dust Bowl.

Tormenta de polvo en Hugoton, Kansas, 1936 [Library of Congress].

Los adictos a la ciencia ficción habrán disfrutado más de una vez de Interstellar, dirigida por Christopher Nolan y protagonizada por Matthew McConaughey, Jessica Chastain, Anne Hathaway, Michael Caine y Matt Damon. La película revela un futuro distópico en el que una plaga fitopatógena (posiblemente una prima canalla de Xylella fastidiosa) acaba de forma inexorable con todos los cultivos y plantas salvajes, dejando el suelo sin cubierta vegetal, a la población mundial sin alimentos, enferma y condenada a su extinción. Este retrato apocalíptico (y las impresionantes imágenes de las nubes de polvo que exhibe) remite a los sucesos de los años treinta en Norteamérica. Al comienzo de la película aparecen una serie de ancianos describiendo el horror que vivieron. Podría parecer un falso documental, pero con la excepción de la actriz Ellen Burstyn (que interpreta a una anciana heroína Murphy Cooper) todos son supervivientes reales del Dust Bowl: «Mi padre era granjero, como todos por aquel entonces. Nos habíamos quedado sin trigo. Aún nos quedaba el maíz, aunque lo que más teníamos era polvo». «No puedo describirlo, era continuo, esa incesante tormenta de polvo». «Llevábamos trozos de sábanas para cubrirnos la nariz y la boca, y así no inhalar demasiado». «Cuando poníamos la mesa, siempre poníamos los platos boca abajo, los vasos, las copas, todo lo poníamos boca abajo»... Todos estos hombres y mujeres aparecen también en el documental The Dust Bowl, dirigido por Ken Burns y estrenado en el año 2012. Nadie mejor que ellos para darle voz veraz a un apocalipsis cualquiera.

Una ventisca negra se alza sobre Texas. Foto de marzo de 1936. Arthur Rothstein [Library of Congress].

Volviendo al relato histórico y al drama real, cientos de miles de familias tuvieron que abandonarlo todo y emigrar en un severo éxodo para poder sobrevivir. En 1934 Oklahoma perdió más de cuatrocientos mil habitantes (casi el 20% de su población), Kansas más de doscientos mil. En total los estados afectados por la catástrofe ecológica perdieron más de dos millones y medio de personas. Se les bautizó como okies. El término okie lo acuñó el periodista Ben Reddick, y se extendió pronto entre la prensa y la sociedad americana. Hacía referencia al origen de muchos de ellos, Oklahoma, y a las dos letras con las que comenzaban las matrículas de ese estado: «OK», que señalaban los  vehículos atestados de enseres en los que infortunados okies recorrían el país de este a oeste.

Una granja enterrada bajo el polvo. Dallas, Dakota del Sur en 1936 [Library of Congress].

Algunos buscaron trabajo en las grandes ciudades, pero la mayoría fueron carnaza como mano de obra barata en la recogida de naranjas y uvas en California. En la práctica no había salario mínimo. La Gran Depresión, que corría paralela al Dust Bowl, no hacía más que agravar la catástrofe. John Steinbeck retrata como nadie el drama humano de los okies en su obra Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath), publicada en 1939 y por la que recibió el Pulitzer un año después. La palabra okie aparece unas treinta veces en la novela, y siempre en contextos negativos: «—¿Okie? —preguntó Tom—. ¿Qué es eso?» «—Antes significaba que eras de Oklahoma. Ahora quiere decir que eres un cerdo hijo de perra, que eres una mierda». Okie se convirtió en una injuria una vez que la masa de desplazados comenzó a montar campamentos de chabolas, o llegaban a pueblos y ciudades con nada que llevarse a la boca y dispuestos a trabajar por lo que fuera, poniendo en peligro los puestos de trabajo de los nativos. Quienes no tienen nada son siempre una amenaza para el resto, y la nación que más ha presumido de proteger a los suyos rememoró el odio fraternal de Caín. En la obra de Steinbeck la palabra «polvo» o sus derivados aparecen más de ciento cincuenta veces (nos hemos entretenido en contarlas) e inundan la novela de una atmósfera sucia y sápida, capaz de hacerte masticar la tierra en más de una ocasión. Sin embargo, la delicadeza del escritor al retratar a sus personajes recubre su historia de ternura en una contradicción constante de sentimientos. Debería ser una lectura obligada.

¡Se rompió, bebé enfermo y problemas con el automóvil! Fotografía de 1937 de Dorothea Lange de una familia atrapada cerca de Tracy, California [Library of Congress].

Años más tarde, el trabajo de Steinbeck tuvo eco en la singular obra de Edward Abbey. Un popular escritor ambientalista autor de libros que alentaban la utopía romántica y golfa de la contracultura americana. Historias con un trasfondo de desobediencia civil y lucha (cuasi terrorista) contra las grandes corporaciones industriales que ocupaban los espacios naturales, exprimiéndolos como a naranjas californianas antes de destruirlos. Algunas de sus obras más conocidas son La banda de la tenaza (The Monkey Wrench Gang), ilustrada por el maestro del cómic Robert Crumb, Hayduke vive (Hayduke Lives) o El vaquero indomable (The Brave Cowboy), protagonizando la versión cinematográfica (Lonely Are the Brave) el inolvidable Kirk Douglas.

Otros testigos de excepción del Dust Bowl fueron la fotógrafa Dorothea Lange (sus instantáneas crearon escuela en el fotoperiodismo y nos siguen conmoviendo. Gracias a ella la Gran Depresión y los okies tienen hoy rostro), y Woody Guthrie, el okie creador de las Dust Bowl Ballads, que se convirtieron en la banda sonora de la tragedia ambiental y humana (retratado fantásticamente por Fran G. Matute en otro artículo de Jot Down).

Este no es, ni mucho menos, un alegato contra la agricultura o la tecnología. La agricultura, de la mano de la ciencia, nos ha traído hasta aquí. La domesticación de especies animales y vegetales ha sido una obra titánica. La obra más importante de la humanidad. Todo, absolutamente todo lo que comemos hoy, proviene de especies vegetales o animales domesticadas. Especies y razas adaptadas a nuestras necesidades. Gracias al aliento de la agricultura se ha desarrollado la civilización. Nuestra esperanza de vida es mayor que nunca, y disponemos de un arsenal de calorías interminable a nuestro alcance por muy poco dinero. Tampoco podemos juzgar las decisiones del pasado con criterios actuales, no sería justo, y menos sabiendo las consecuencias de ellas. Sin embargo, hay algo bueno en esta desgracia: el Dust Bowl nos enseñó muchas cosas. Nos enseñó que intervenir en un sistema estable puede tener efectos inesperados. Nos recordó que cuando la naturaleza desata su fuerza, nada puede pararla. Y nos mostró que el equilibro ecológico es más frágil de lo que pueda parecer a simple vista. Muchas prácticas agrícolas cambiaron radicalmente, otras lo hacen de forma lenta, pero en el buen camino.

Queda mucho por hacer, pero la población mundial continúa creciendo y demandando alimento. Siempre habrá negacionistas, pero también falsos profetas; y aunque si se combinan los factores suficientes se pueden catalizar reacciones catastróficas, la agricultura es la única herramienta capaz de alimentarnos y conducirnos con vida hasta el próximo siglo. Cómo la usemos será cosa nuestra, porque el apocalipsis, vigilante, seguirá observándonos siempre de reojo y la ciencia, como hasta ahora, será nuestra mejor aliada.

La ocupación de tierras finalizó en 1976. La única excepción a esta nueva política fue el remoto y salvaje estado de Alaska, para el cual la ley permitió el homesteading hasta el año 1986. Ken Deardorff fue el último ciudadano estadounidense que se benefició de un programa que había iniciado Lincoln ciento veinticinco años atrás. Obtuvo sus ochenta acres de tierra en el río Stony, en el sudoeste de Alaska. Cumplió con todos los requisitos en 1979, pero no recibió su escritura hasta mayo del año 1988. Quizá, como algunos de los protagonistas de Doctor en Alaska, quisiera comenzar de nuevo en un lugar lejano e indómito donde no ser juzgado. Quién, como los okies, no ha soñado con un nuevo comienzo alguna vez.


Pasajeros: desperdiciando buenas ideas a la velocidad de la luz

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Passengers, 2016. Imagen: Columbia Pictures / Lstar Capital / Village Roadshow Pictures / Original Film / Company Films / Start Motion Pictures.

(Este artículo contiene SPOILERS)

Quién iba a pensar que el subgénero del naufragio espacial iba a dar para tanto. Un señor, señora, pareja o grupo se queda anclado en el espacio junto a un simpático robot —o junto a George Clooney haciendo las veces de simpático robot— y protagoniza diversas aventuras que varían de más a menos en su tronar de altavoces y llorera incontrolada (con Christopher Nolan puntuando el máximo en ambas escalas). En los últimos años se han producido unas cuantas películas con esta temática y casi todas ellas han tenido éxito de público y crítica. Las ha habido para todos los gustos y todas ellas han tenido sus virtudes y sus defectos. Gravity, por ejemplo, tenía una historia un tanto simplona y no iba mucho más allá de la sucesión de secuencias de acción, pero en lo cinematográfico —dirección, montaje, ritmo, etc.— era un auténtico recital. Moon fue lo contrario: poca acción, pero un argumento bastante más cuidado que supuso una sorpresa agradable porque parecía un buen episodio de The Twilight Zone. En cuanto a Interestellar, sé que le encantó a mucha gente y el guion pasaría con nota un examen de física, hasta que el amor se convertía en una fuerza universal y la gente se ponía a arreglar relojes desde el mágico mundo de Oz. Además, constituía una magnífica oportunidad para que Matthew McConaughey pudiera verse sollozando en pantalla (en una página americana leí el mejor resumen que se haya hecho de una película: «Gente blanca llorando en el espacio»). Pero bueno, dejemos de hacer amigos y digamos que para gustos colores; seguramente yo estoy equivocado. En cuanto a The Martian, era entretenida, bastante más ligera que las anteriores, pero al menos conseguía que Matt Damon cargase el peso de la película sobre los hombros y pareciese menos Matt Damon que de costumbre, lo cual era un considerable mérito. Al menos no se pasaba la película haciendo pucheros, lo cual, no voy a negarlo, era un alivio.

En cualquier caso y más allá de mis cochambrosas opiniones subjetivas sobre todas ellas, es evidente que estas películas funcionaban, cada una a su manera y en uno u otro nivel. Lo mejor es que seguían los patrones de la ciencia ficción clásica, utilizando una premisa para desarrollar ideas filosóficas, planteando reflexiones sobre la naturaleza humana (bueno, a Gravity le faltaba algo de esto, excepto en el final) o, en el caso de Nolan, planteando reflexiones sobre lo mucho que la ausencia de gravedad afecta a los neuróticos. El Robinson Crusoe sideral es una fórmula que está dando frutos y Pasajeros ha intentado seguir esa misma senda. Por desgracia, creo que el resultado ha sido bastante menos convincente que en las antes mencionadas. La película parte de una buena premisa, incluso podría decirse que tenía mimbres aceptables… pero ha terminado tropezando en uno de los males más antiguos de Hollywood: el miedo a llevar un argumento hasta sus últimas consecuencias, quizá con la intención de no darle al público más de lo que los productores creen que el público puede asimilar. Así, la premisa inicial termina diluida en un festival palomitero donde se pierden todas las oportunidades de lanzar un mensaje poderoso, de esos que originan interesantes conversaciones cuando la gente sale del cine. Un festival palomitero que, para colmo, ni siquiera es tan entretenido.

El argumento es el siguiente: una nave espacial está en pleno viaje con destino a un bonito planeta, muy parecido a la Tierra, donde cinco mil pasajeros planean empezar una nueva vida. Como el viaje va a durar más de un siglo, tripulantes y pasajeros se meten en cápsulas de hibernación antes de zarpar. Sin embargo, ya en pleno viaje, un asteroide provoca una avería y una de las cápsulas se abre. El pasajero que está en su interior, un mecánico llamado Jim (interpretado sin florituras por Chris Pratt), se despierta y recorre la solitaria nave sin entender por qué está despierto y los demás no. Finalmente descubre que todavía faltan noventa años para llegar a destino. Como no encuentra manera de volver al estado de hibernación, afronta la descorazonadora realidad de que vivirá el resto de su vida en la nave, completamente solo. Tras un año de desesperante aislamiento, Jim se obsesiona con una de las pasajeras que todavía duerme, llamada Aurora (Jennifer Lawrence) y dedica sus ratos muertos a contemplar grabaciones que hay en los archivos, donde se ve a Aurora hablando de su vida, de sus aspiraciones, etc. Esas grabaciones se convierten en su única compañía, exceptuando un robot camarero bastante simpático, pero cuya conversación es más propia de Mariano Rajoy y no resulta demasiado estimulante. Jim empieza a sentirse tentado por la idea de despertar a la chica para pasar el resto de su vida junto a ella. Sabe, claro, que eso la condenaría a que también toda su existencia transcurra en una solitaria nave en mitad del espacio. Tras una breve lucha interna en la que se debate entre hacer lo correcto —dejarla dormir— o ceder a sus propios deseos egoístas, Jim la despierta. Después miente, diciéndole que también ella ha salido de la hibernación por accidente. Tras la desesperación inicial de la pobre chica, y como era de esperar estando solos, empiezan a intimar mientras el terrible secreto de la execrable acción de Jim planea sobre la pareja.

Passengers, 2016. Imagen: Columbia Pictures / Lstar Capital / Village Roadshow Pictures / Original Film / Company Films / Start Motion Pictures.

Como pueden ver, es un planteamiento con mucho potencial, y de hecho desencadena una secuencia bastante lógica de acontecimientos que domina los dos primeros tercios de la película de manera coherente. Es verdad que el argumento está ejecutado de manera un tanto ortopédica, sin un desarrollo demasiado exhaustivo de los personajes o de la relación que hay entre ellos; la dirección de Morten Tyldum no le saca todo el jugo posible a esta primera parte. Todo está contado de una forma muy convencional, rozando el cliché. Pero eso no impide que el argumento despierte interés, porque describe un conflicto moral bastante crudo, que como mínimo consigue que el espectador se pregunte a dónde llevará todo. La situación tiene todas las papeletas para convertirse en una verdadera tragedia griega, así que la curiosidad salva los defectos narrativos. La pareja Pratt-Lawrence, como muchos críticos han hecho notar, tiene bastante química en pantalla. Funcionan bien juntos y le confieran vida al material con el que trabajan. Chris Pratt no es Sam Rockwell, desde luego, pero mantiene el tipo mientras está solo. Y la película gana bastantes enteros cuando Jennifer Lawrence entra en escena; ella es sin duda lo mejor del largometraje, aportando carisma y hasta momentos de brillantez.

Hasta este punto los pros y los contras de la película se equilibran. Es ciencia ficción comercial y estereotipada, pero potable. Si todo el largometraje hubiese seguido en esa misma tónica, hubiese dicho que Pasajeros obtiene un aprobado digno. No hubiera sido una obra maestra de ningún modo, pero podría haber terminado resultando interesante. El problema se produce en el tercer acto, el del desenlace. La mejor frase que he leído sobre la película es esta: «Pasajeros tiene unas ideas de un millón de dólares y una valentía de cincuenta centavos». El conflicto argumental planteado es retorcido: ¿cómo podrán convivir a largo plazo cuando Aurora descubra que ha sido precisamente Jim, la única persona que la acompañará hasta su muerte, el responsable de que esté encarcelada en mitad de la nada? Toda la vida que ella había planeado, todos sus sueños, se han perdido; él es el único culpable. ¡Esto daba para un desenlace tremendo!

Pero no. El tercer acto renuncia a toda complejidad y la resolución del conflicto se diluye en una inesperada, innecesaria y vacua escalada de secuencias de acción que se apoderan de la historia. Los guionistas, en un giro absurdo que me recuerda a aquellas fantásticas películas del Hollywood clásico cuyos ortopédicos finales eran imperdonables injerencias de los estudios, convierten lo que debía ser un final basado en resortes psicológicos en un festival de estupideces propias de serie B. Es que hasta empiezan a aparecer detalles risibles que le hacen a uno dudar de si el guion no fue terminado por un becario: por ejemplo, la enorme nave tiene la principal fuente de energía, una especie de reactor nuclear, separada de la sala de control por ¡un panel de cristal! Sí señor, qué mejor sitio para un reactor nuclear que una pecera. Por momentos esperaba ver aparecer a Christopher Lambert. Pero bueno, cosas como esa no pasarían de ser detalles graciosos si no fuese porque esa misma pereza creativa se traslada a al argumento principal. Se utiliza una sucesión de deus ex machina tecnológicos (ya saben, explosiones y pirotecnia diversa) para justificar que los dos protagonistas reaccionen como no lo hubiesen hecho si la historia hubiese respetado la secuencia lógica de lo que se había presentado al principio.

Salvando las distancias, es como si en Casablanca la historia de amor entre Bogart y Bergman, en vez de tener un final marcado por la reacción emocional de sus protagonistas a todo lo que ha sucedido entre ellos, tuviese otro final condicionado por el hecho de que una bomba atómica explota cerca del Café de Rick. Un completo sinsentido. Cualesquiera que fuesen las virtudes que tenía Pasajeros en su primera parte, que las había, desaparecen en mitad del despiporre de efectos especiales y acción gratuita. De repente Pasajeros se convierte en Gravity, pero sin la excelencia narrativa para la acción que tenía Gravity. Todas las preguntas que el espectador pudiese estar haciéndose sobre la manera en que los dos personajes iban a lidiar con el conflicto, se quedan en el aire. ¿El dilema moral? ¿La evolución psicológica? ¿La lucha entre la mutua necesidad de compañía y la sombra del acto criminal que ha cometido uno de ellos contra el otro? Ah, ya, todo eso… olvídenlo. Eh, no espere tanto de esta película, oiga, ni que todo en la vida tuviese que ser Tarkovski.

Puedo entender que haya películas que elijan optar por lo fácil desde el principio. Muchas de esas películas facilonas son entretenidas y tienen, claro, sus propias virtudes. Uno puede elegir verlas o no verlas, disfrutarlas como el entretenimiento ligero que son, o uno puede optar por cosas con mayor enjundia. Hay momentos para todo. Sin embargo, cambiar de registro con dos tercios de película transcurridos es un tremendo error, y el que una historia potencialmente interesante sea desperdiciada es doblemente decepcionante. Fingir que se está tratando al espectador como alguien inteligente para después despachar la historia con trucos de prestidigitación produce la sensación de que la película se desploma en la conclusión, y además se consigue el pernicioso efecto de subrayar los defectos que hasta entonces estábamos dispuestos a pasar por alto. Pasajeros podría haber sido un largometraje que hiciera pensar. Podría haber combinado la pertinente ración de palomitas con algo de filosofía. Ya hemos nombrado varias películas recientes que lo han conseguido y en la historia del cine hay decenas, si no cientos, de ejemplos en todos los géneros. Por desgracia, los creadores de Pasajeros no han confiado en que la gente que se sienta en las butacas hubiese digerido un final adulto. Querían crear algo grandilocuente, pero sin tomar los riesgos que requiere la grandilocuencia, y entre esos riesgos estaba el de mostrar cosas incómodas al espectador. Y qué quieren que les diga, una tortillita a la francesa está bien… salvo cuando te han tenido durante una hora contemplando cómo cocinaban una lubina al horno.

Eso sí, no todo va a ser malo: no sale Matthew McConaughey.

Yo sobreviví a Dunkerque

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Imagen: Warner Bros. Pictures.

Si algo queda meridianamente claro después de ver Dunkerque es que Christopher Nolan jamás pudiera haber hecho esta película si antes no hubiera llenado las arcas de Warner Brothers con la trilogía de Batman. Ahora, envuelto en el manto protector que ha generado su condición de director comercial ha podido —por fin— dedicarse única y exclusivamente a cosechar su vocación autoral. Nolan ya había enseñado la patita con Interstellar, aunque algunos detalles al final del metraje delataran un desarrollo más comercial de lo previsto (el improbable villano interpretado por Matt Damon, sin ir más lejos).

Dunkerque no tiene un solo momento de pirotecnia emocional y como mucho concede al espectador dos alivios temporales: la llegada de los barcos a la playa y la frase de Kenneth Branagh casi en el desenlace. El resto es un relato en los confines de la antiépica, que podría resumirse perfectamente en aquella frase del director de cine Samuel Fuller: «Cuando estás en el campo de batalla, la supervivencia es todo lo que hay». La propia estructura de la película, casi en tiempo real, permite intuir la voluntad naturalista del director (impresionista, han clamado algunos críticos estadounidenses): no hay ninguna intención de crear vínculo dramático del espectador con los personajes a través de un arco dramático. A Nolan no le interesa explicarnos quiénes son esos tipos atrapados en una playa, a cuarenta y cinco kilómetros de casa, y la empatía surge de forma puramente intuitiva, cegados por un apocalipsis diminuto que parece envolver a los personajes y les obliga a hacer aquello que Ned Scotty, el personaje de El enigma que vino de otro mundo, grita al final del filme: «Mirad a los cielos. Seguid mirando. Seguid vigilando los cielos».

Dunkerque es una película en la frontera del cine bélico con el drama, que tiene algo de thriller y algo de reflexión sosegada sobre la inequívoca condición caótica del ser humano. Los primeros minutos de la película, sin diálogos (solo un par de imprecaciones al viento) recuerdan —y mucho— al trabajo de Paul Thomas Anderson en There will be blood, de la misma forma que la partitura de Hans Zimmer (alejado aquí del ruidismo de sus últimos trabajos) es hermana gemela de la Jonny Greenwod para el mencionado filme de Anderson.

Pero —sobre todo— la película es lo más cercano al arte y ensayo que jamás ha estado Nolan del género, en algunos tramos plenamente consciente de esa búsqueda sensorial (el torpedeo del barco y las posteriores escenas en las bodegas inundadas de agua) y en otras bordeando el nihilismo en el que acaba inmersa cualquier guerra (los soldados tratando de tapar con las manos los agujeros de bala de los francotiradores en el casco de una embarcación), Dunkerque no cesa nunca de perseguir al espectador a través de una narración pluscuamperfecta, llena de hombres cuya única victoria es la supervivencia porque ya han sido derrotados de todas las formas posibles.

El sonido de los ataques en picado de los stukas alemanes y la visión fugaz de los mismos es la única mirada del realizador al enemigo. Nolan prescinde del villano, de la esvástica y de la —obvia— tentación de recurrir a los nazis como contrapeso dramático para alejarse del mantra bélico (casi como Stanley Kubrick en Senderos de gloria) y focalizarse en el conflicto que vive cada soldado abandonado en esa playa. No le interesan al director los grandes conflictos éticos o el calado de la operación de rescate, sino el infierno aparentemente tranquilo y ordenado (esas colas para abordar las embarcaciones que nadie parece querer saltarse) que solo puede producirse en un ejército que se siente más cansado que derrotado, incapaz hasta de huir.

Dunkerque puede haber costado ciento treinta millones pero es una película que se esfuerza por ser pequeña y que va reduciendo su tamaño a medida que avanza, y que coloca a Nolan en las arenas de Memento o de su primer filme, Following. Además, y aunque el realizador tiene fama de ser frío como la Antartida, su último trabajo tiene la extraordinaria habilidad de inocularnos (vía sonora y visual) la tensión que irriga de la simpleza de la misión de los soldados: seguir vivos.

Rodada en 70 mm (*), casi como si fuera una epifanía y con la inestimable ayuda de Hoyte Van Hoytema (que ya ejerció de director de fotografía en Interstellar), Nolan planta un inmenso fresco que lejos de embadurnar a brochazos rellena con una suerte de puntillismo lleno de matices, donde el negro y el azul toman la pantalla y los encuadres parecen más fruto de la obsesión que de la necesidad. Es tal el preciosismo que resulta difícil no sucumbir a la hipnosis creada por la destreza y el ansia de perfeccionismo y olvidarse de las bondades de un guion (del mismo Nolan) de una inteligencia perversa: en una hora y cuarenta y cinco minutos el británico es capaz de perfilar un relato bélico por tierra, mar y aire.

Sabido es que Nolan tiene tantos admiradores como cinéfilos que han puesto precio a su cabeza, pero se antoja complicado a estas alturas dudar del talento de un hombre que ejecuta con una elegancia impecable un filme tan poco convencional como este.

Dunkerque es —caben pocas dudas— su película más personal y también la menos preocupada por la taquilla, aun sabiendo que el director de El caballero oscuro es un seguro de vida para los productores porque no acostumbra a resbalar en el plano financiero. De ahí el reparto de desconocidos (solo Tom Hardy puede presumir de apellido, aunque Mark Rylance —un Óscar— y Kenneth Branagh —otro— exhiban galones en el filme, no es que puedan ser considerados estrellas al uso) y la discreción de su campaña de promoción, alejada de los fuegos artificiales habituales en tráilers y redes sociales. Incluso el final de la película, con el legendario discurso de Winston Churchill leído a modo de cantinela por un soldado y alejado completamente del contexto original del mismo, resulta ser una declaración de intenciones que enlaza con el principio de la película: no hay heroísmo posible en la batalla; la mayor recompensa (y la mayor gloria) es regresar.

(*) Obviamente, y al igual que pasaba con el Super Ultra Panavision de Los odiosos ocho, ver la película en 70mm es una recomendación indispensable pero lamentablemente solo hay ciento veinte copias en ese formato y únicamente una en nuestro país (la sala Phenomena en Barcelona).

Infiernos made in Nolan

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Se encuentra el arriba firmante en capilla para ver Dunkerque, en ese breve periodo de espera, disfrutable como placer previo, que antecede al estreno de cada película de Christopher Nolan. Poco sé del argumento, salvo lo que se extrae del tráiler y del título, pero es fácil deducir que es la primera incursión del británico en el cine bélico/histórico. Y como la guerra es seguramente la mayor aproximación de que uno dispone al concepto de infierno sobre la tierra, uno recuerda cómo Nolan, una y otra vez, ha llenado su filmografía de alusiones a este concepto o versiones de él: unas más fantasiosas, otras más cotidianas, pero siempre presentando situaciones susceptibles de perturbar o incluso desquiciar cualquier mente con un poco de curiosidad o empatía, ya se sabe que el mayor enemigo de un torturado es la imaginación. En este artículo recordamos varios de sus infiernos, a la vez que nos alegramos de que Nolan deviniese cineasta, y no dictador de república bananera, jefe de internado u oficial de las legiones de Satanás. 

Infierno 1. El aislamiento

Decía Pascal que la principal causa de la infelicidad humana es la incapacidad de estar tranquilamente sentado a solas en una habitación. Esa inactividad, ese aburrimiento que dilata el tiempo sin remisión. Todos hemos conocido la terrible situación de estar en una charla, en una conferencia, en una misa o en una reunión, con uno o varios tipos hablando sin cesar de cualquier tema infumable de interés cero, y los asistentes mirando doscientas veces por minuto el reloj, con el único consuelo de que el hastío, antes o después, tendrá fecha de caducidad. El horror presenta sus credenciales cuando esa deadline no existe.

Los infiernos de tiempo llevan ya mucho tiempo entre nosotros. De hecho, ya en los clásicos se hablaba de las muchas almas que vagaban sin objeto ni finalidad por los páramos desolados del Erebo, aunque aquí la tortura fuera más la falta de esperanza y el remordimiento que la sensación de incomunicación. Algo así también sufre Edmond Dantés en el castillo de If hasta que llega el buen abate Faría para devolverlo a la luz, o el hombre de la máscara de hierro, aherrojado en Bastilla hasta que lo liberan los mosqueteros. La tortura del aislamiento se encuentra perfectamente reflejada en la celda de castigo que receta a discreción el inolvidable alcaide Norton de Cadena perpetua, o en la resolución de El secreto de sus ojos, de tal refinamiento que acaba provocando empatía con un ser repugnante. Sin embargo, ninguna sofisticación de esta técnica como la que aparece en el capítulo «Navidades blancas» de Black Mirror, que permite encerrar a la víctima en un cuarto aislado, a escala, en el cual el tiempo discurre a mucha más velocidad que en el exterior. De hecho, el único pero que se le puede poner a la cámara de los horrores de Brooker es que la prisionera salga del ataúd con sus facultades mentales intactas. Bueno, y también que es muy probable que se haya inspirado en Nolan.

La poderosa propuesta de nuestro director en este contexto es el Limbo de Inception, una construcción acertada ya desde el propio nombre. Esta metapesadilla nace de la observación de un fenómeno muy concreto que nos ha ocurrido a todos: la dilatación del tiempo en los sueños. Esa constatación de que, durante una cabezada de cinco minutos, hemos vivido una fantasía onírica cuya realización debería habernos llevado horas o incluso días. A partir de este fenómeno y de la posibilidad constatable de que es posible soñar dentro de un sueño, una simple iteración de la propuesta y una serie de multiplicaciones abren paso a la posibilidad de que una persona, en un sueño, pudiera vivir cientos de años en ese —quizá terrible— Limbo, aislado y perdido, mientras que para su yo real y consciente pasaría una cantidad de tiempo finita y manejable. Como casi siempre en Nolan, el infierno está contenido más en la sugerencia que en la propia realización de la idea, por cuanto que ni Cobb ni su esposa sufrirán en su limbo el tormento de aislamiento que se halla implícito en el concepto (sufrirán otros, por cierto). Sin embargo, es difícil imaginar algo tan estremecedor como esa planicie de tiempo interminable, una idea que nos ataca muy dentro, muy en lo profundo, por su simplicidad y concreción. Olor a Sísifo.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 2. Demasiada muerte

Es posible que El prestigio sea la película más perfecta de Nolan. No la mejor, ni la más grandiosa, ni la más emocionante, pero sí la que goza de una mayor coherencia interna, la más difícil de atacar desde la estructura, el mecanismo más sólido y preciso al que ha dado vida la compleja genialidad del realizador. Paradójicamente, se propone una trama sobre magos, trucos y engaños que se resuelve del modo más honesto posible, casi cartesiano podríamos decir, evitando apelación alguna a ningún tipo de Deus ex machina ni añagaza similar. A pesar de que haya un Deus interpretando a otro (Bowie-Tesla) y de que al final todo se resuelva por medio de una máquina.

El artefacto del que hablamos es la manera en la que se introduce en esta película —ya bastante sombría de por sí— una idea de infierno endiabladamente sofisticada y sutil. Aquí no hay más remedio que spoilear, así que soslayen los interesados las siguientes líneas. Básicamente, el guion debe resolver de dos maneras diferentes el problema del hombre transportado: una persona tiene que entrar en una cabina y salir por otra idéntica situada a varios metros de la primera en el instante siguiente. Una de las dos soluciones es la genéticamente obvia; pero la otra, que necesita de la introducción del personaje de Tesla, consiste en una duplicación del sujeto original —en un contexto mucho más sombrío que Multiplicity, por ejemplo, o los Diarios de las Estrellas de Lem— , más la desaparición inmediata de una de las dos copias. El mago resuelve el problema técnico diseñando una cuba de líquido a la que va a parar la copia desechable… de sí mismo.

Y así, cuando en el final de película se nos ofrece una visión de una multitud de tanques de agua cargados con tantos otros restos de cadáveres idénticos dentro —una imagen ya bastante perturbadora de por sí— nuestra mente se marcha al momento, cada noche, en que Angier se encamina hacia la cabina, ignorante de qué va a suceder con su conciencia, si en el instante siguiente contemplará con arrobo la ovación del público, o si sentirá el chasquido bajo sus pies y la devastadora sensación de pérdida y desesperación mientras se hunde en el agua que penetra en sus pulmones. O por qué no imaginar que de algún modo su conciencia se parte en dos, como vivir a la vez el presente y un recuerdo, y simultáneamente disfruta de la gloria y pierde la vida, recibiendo a la vez la recompensa a su audacia y el castigo a su ambición. Demasiadas puertas oscuras abiertas a la vez para una mente inquieta, demasiado horror sugerido en unas pocas tomas. Demasiadas muertes para una sola persona.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 3. El olvido

A diferencia de las demás bajadas al infierno que propone Nolan, que son solo momentos muy concretos de sus películas e incluso simples sugerencias, en Memento es el corazón del film, y todo se estructura —siguiendo algunas convenciones del noir— alrededor de la desgracia que sufre Leonard Shelby, incapaz de generar recuerdos a corto plazo desde un instante concreto de su vida. En una acrobacia técnica, gran parte de la película se cuenta hacia atrás, en cortes de cinco-diez minutos, de modo que el espectador experimenta la misma inopia que el actor protagonista. Créanme si les digo que un primer visionado, incluso conociendo las premisas sobre las que se construye la película, es toda una experiencia de desorientación y desconcierto. Ni pensar lo que debe ser vivir esto siempre, cada minuto de la vida. Sabiendo que no hay un exterior donde las cosas vuelven a tomar su forma normal.

Lo más horripilante de la trama que se despliega en Memento es que ese infierno no se lo ha inventado el director; se llama técnicamente amnesia anterógrada, se produce por lesiones en el cerebro —especialmente en el hipocampo— y los enfermos muestran la sintomatología que podemos ver en la película. Quien no se lo crea, que lea el caso real bien documentado por Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero o, aún más vívido e impresionante, vea y escuche a Jesús Rodríguez en el documental El mal del cerebro. Una ruleta rusa que los convierte en muñecos, individuos completamente dependientes, extranjeros de su presente y su futuro.

Como vamos viendo, los terribles infiernos que diseña la precisa y descarnada mente de Nolan se construyen, a veces, prolongando/eternizando pequeñas molestias de nuestra vida cotidiana. En Memento encontramos el paralelismo de esos momentos, más o menos cortos, en que nos encontramos perdidos en el espacio en el tiempo, en nuestra vida. En una ciudad extraña en la que, de pronto, la batería del móvil nos ha traicionado y no habrá más GoogleMaps; tras una noche de excesos, intentando conjurar sin éxito imágenes o conversaciones que quedaron varadas en el fondo de un vaso; o rodeados continuamente de rostros desconocidos, sin datos que nos permitan fiarnos de nadie, víctimas propiciatorias o instrumentos de malvados; sin confianza, sin puntos de referencia y sobre todo, sin una historia que contarnos a nosotros mismos.

Imagen: Summit Entertainment.

Infierno 4. Indefensión

Quizá es la película más discutible de las que aparecen en este artículo, Interstellar, la que brinda mayor número de imágenes impresionantes en la filmografía de Nolan. El espectador espera con curiosidad el primer planeta que va a visitar el equipo de astronautas que comanda Cooper, y causa cierta sorpresa encontrar el océano inmenso, sin fin, que cubre la superficie de Miller hasta allá donde alcanzan los ojos. Nada mejor para describir algo parecido al infinito —una idea presente en todo el filme— que esas tomas cenitales de una llanura líquida e inacabable, como sería el Mar Exterior del que habló Tolkien, limitado por un cielo ocre y turbio que convoca el recuerdo del final de Hijos de los hombres.

La escena, corta y sin embargo progresiva, comienza en un mood de exploración y calma, y se va cargando paulatinamente de tensión, desde el momento en el que el capitán contempla, con ojos de asombro y terror, el tsunami inmenso, la muralla fría de un Tártaro intergaláctico, montaña que se va alzando frente a él mientras se construye a sí misma. Nolan se toma su tiempo en presentar al monstruo inanimado; la cámara se va levantando, lentamente; casi notamos el sonido rítmico de los cinco segundos que dura la escena mientras miramos más y más arriba y sigue sin haber ni rastro de espuma. Y la fascinación, mezclada con un horror ancestral, dibuja una o en nuestros labios mientras el plano corona el prodigio. Es lo imposible.

Los héroes consiguen escapar; de otro modo no lo serían, y no habría película. Pero en esos lapsos diminutos, en los instantes contados en que se nos ha permitido contemplar la ola —qué maestro de la dosificación aquí— Nolan nos ha puesto delante de un nuevo infierno, el de la indefensión; el de cualquier montañero sorprendido por el alud al borde de la pared, la primera vuelta de campana en el coche que se acaba de salir de la carretera, abrir la puerta del servicio y encontrarte frente a frente con el gran carnicero de Parque Jurásico. Solos y desnudos frente al mundo, aguantando la respiración mientras la moneda decide de qué lado caer.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

Infierno 5. Conciencia e incertidumbre

Tenemos dos barcos, uno lleno de gente normal, aparentemente ciudadanos de orden, el otro repleto de presidiarios de la peor ralea —al menos a priori— inquilinos del penal de Gotham. El Joker hace saber a ambos pasajes que ambos barcos están repletos de explosivos, y que cada una de las naves se halla provista de un detonador cuya acción volará por los aires el otro barco. Los tripulantes de la nave en la que primero se accione el detonador se salvarán, mientras que si al cabo de media hora ninguno de los dos barcos ha explotado, el Joker se encargará de que ambos estallen en mil pedazos.

El proceso de decisión al que lleva esta situación cae en el territorio de la Teoría de Juegos, y se ha analizado con rigor y precisión. A un nivel básico, se establece rápidamente que, si tomamos únicamente en cuenta la supervivencia como valor, la decisión racional para cualquier pasajero de cualquiera de los dos barcos es pulsar inmediatamente el detonador, por cuanto que es la única escapatoria posible de la ratonera urdida por el criminal. Sin embargo, no es fácil para nadie pulsar un botón que envíe a la tumba a centenares de personas, y el auténtico dilema se establece a partir de ese punto. La resolución es brillante, y dejamos al espectador virgen el placer de descubrirla.

Lo que nos interesa aquí es describir las diferentes capas de sufrimiento a las que Nolan somete a sus personajes. En primer lugar, por supuesto, el miedo primigenio a la muerte —sea a lo desconocido o al infierno de cualquier creencia particular— junto con el miedo siempre asociado, en circunstancias como estas, a no morir pero quedar lisiado y condenado a una vida infernal. Entra también el horror a la incertidumbre, a esa elevadísima probabilidad de que el siguiente segundo sea el último, de que en el otro barco alguien asuma la responsabilidad y la decisión signifique el fin.

Junto a estas amenazas tan claras y tangibles se deslizan otras dos corrientes perturbadoras, más subterráneas. Por una parte, la necesidad de tomar una decisión frente al miedo de afrontarla, el deseo tan maligno como humano de que sea nuestro vecino el héroe/villano que asuma la responsabilidad, cometa el crimen múltiple y nos salve la vida. Por otro, el sufrimiento ético de decidir qué vida es más valiosa, si la nuestra o la de las trescientas personas del otro barco, y las trampas mentales que nos hacemos: que si lo hago también por mis compañeros, que si los del otro barco son delincuentes... Toda una serie de razonamientos que entroncan con dilemas clásicos, ecos de La decisión de Sophie, el hombre en el puente sobre el tren, el instinto de supervivencia y la teoría del kilómetro sentimental.

Y es esta la crueldad complicada, atractiva/repulsiva, que define a los Nolan, y los demás nos asombra, repele y engancha. Solo una parte de su genio.

Imagen: Warner Bros. Pictures.

No lo llame pop, llámelo cultura

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Imagen: Alex Ross.

Dave Grossman, Keith Stuart, Joe Hill y Rihanna Prachett debaten en exclusiva con Jot Down sobre el viraje de cómo se valora el género fantástico en su dimensión cultural.

«“El hombre de negro huía por el desierto y el pistolero lo seguía”. Es el mejor arranque de una novela de Stephen King. Es uno de los mejores arranques de la literatura universal». El pasado cinco de mayo, Sarah Fallon, editora senior de Wired, se atrevía a arrancar así, en negro sobre blanco, uno de sus artículos. No fue un hecho aislado, sino la constatación de un creciente movimiento planetario en el mundo de la cultura hacia lo pop. Y en concreto hacia el género fantástico.

Los casos se cuentan por decenas. La apertura de una colección permanente de videojuegos en el museo MoMA de Nueva York. El premio Fipresci, otorgado por los casi quinientos críticos de cine más reputados del planeta, a Mad Max: Fury Road en 2015. La elección de la novela gráfica Watchmen (ECC Ediciones, 2016) como una de las mejores novelas del siglo XX por la revista TIME. La medalla nacional de las letras, máximo honor que Estados Unidos otorga a un artista, entregada por Obama a Stephen King. O la victoria en el Pulitzer de Cormac McCarthy con un libro de ciencia ficción posapocalíptico, La carretera (Random House, 2007).   

A este lado del charco, Cátedra publicó, en su colección Signo e imagen, su primer ensayo dedicado a los videojuegos: Videojuegos y mundos de ficción (Antonio J. Planells, 2015). TVE emitió un debate, Videojuegos. Creatividad interactiva, desde el Museo del Prado. El Círculo de Bellas Artes expuso, con gran éxito, una retrospectiva de las historietas de El Capitán Trueno. Y en El País, la revista cultural Babelia publicó un amplio reportaje dedicado a la presente edad de oro del tebeo español.

Joe Hill, novelista e hijo de Stephen King, Rihanna Prachett, guionista de videojuegos e hija de Terry Prachett, Dave Grossman, cocreador del clásico videojuego Monkey Island, y Keith Stuart, novelista y exeditor de la sección de videojuegos en The Guardian, debatieron en exclusiva con Jot Down sobre este asunto. El marco, una pausa en su apretada agenda de conferencias y sesiones de firmas durante la sexta edición del festival de literatura fantástica Celsius 232.

¿De dónde viene este clima de reconocimiento a lo pop y especialmente al género fantástico? Es más, ¿de dónde viene ese desprecio por los próceres de la cultura con mayúsculas?

Joe Hill: La distinción entre la alta cultura y la popular es una aberración bastante reciente. Empezó con el modernismo, como autores como Hemingway, Fitzgerald o Faulkner. Hubo una ola que comenzó a identificar lo placentero como infantil. Observemos lo que pasaba un poco antes; Mark Twain, probablemente el autor norteamericano más reconocido del siglo XIX, lidiaba con aventuras, viajes en el tiempo, episodios humorísticos, traiciones, huidas trepidantes… A comienzos del siglo XX, todos estos recursos cayeron en el ostracismo durante treinta años. Y el fulcro para este desprecio era que los lectores de calidad estaban por encima de estos goces propios de niños. Lamentablemente, es algo que se debe sobre todo a Norteamérica. Porque si miramos a la literatura latinoamericana, ahí tenemos a los Márquez o Borges introduciendo sin ningún problema elementos del fantástico en su obra sin que nadie los considerara por ello autores de segunda.

Keith Stuart: Creo que también ayudan los tiempos que vivimos. La gente se refugia en la ciencia ficción cuando le toca vivir tiempos inciertos. Mira, por ejemplo, lo que pasó en los años cincuenta, la gran ola de creadores que se dedicaban a elaborar fábulas apocalípticas bajo el telón de la Guerra Fría. La crisis del petróleo en Estados Unidos en los setenta volvió a insuflar vida en el género. Por ejemplo, los zombis de George A. Romero tenían una obvia lectura social; eran reflejo de lo que estaba pasando en la calle.

Joe Hill: Hay una escena en El amanecer de los muertos vivientes en el que se ve a los zombis en procesión al centro comercial. Uno de los supervivientes humanos reflexiona en voz alta: «¿Por qué vienen aquí?». Otro le contesta: «Porque este era un lugar importante para ellos».

Keith Stuart: Eso es [risas]. El centro comercial como catedral del consumismo. Pero insisto en el papel que juega la incertidumbre. Ahora, tras la crisis, vivimos una época de muchas dudas. Y creo que esas dudas evocan ficciones como Westworld o Juego de tronos. La gente necesita alimentarse de la ficción cuando la realidad deja de tener sentido.

Dave Grossman: Volviendo al tema, creo que se ha dado en estas últimas décadas una mejora de lo que se nos permite crear. Decías [dirigiéndose a Joe Hill] que Estados Unidos tiene mucha culpa de este elitismo cultural. También la tiene de la censura. En los tebeos, por ejemplo, había unos códigos muy estrictos de lo que era permisible o no publicar. Lo mismo pasaba en la televisión o el cine. Costó romperlos.

Joe Hill: Lo cierto es que la ficción norteamericana, en el cine, en la literatura, en la música, en el tebeo, en muchos sentidos fue salvada por otras culturas. El rock and roll se consideraba, desde un punto de vista artístico, marginal hasta que lo reinventaron los británicos: los Beatles, los Who, los Rolling Stones. Es como si nos dijeran, desde el otro lado del gran charco: «Pero chicos, ¿os dais cuenta de lo grande que es esto que os habéis inventado? Dejad que os enseñemos».

En los tebeos pasó lo mismo. Dave [Grossman] comentaba hace un momento el tema de la censura. Fue algo impuesto por el gobierno. Hasta los cincuenta, había libertad para hablar de cualquier cosa. Había historias de terror, románticas, bélicas… Nada estaba prohibido. Luego, el comité de delincuencia juvenil decidió que los cómics podían tener una influencia nociva sobre la moral de los chavales [se creó el famoso Comics Code Authority (CAA), una censura autoimpuesta de las editoriales a raíz de la presión gubernamental y social]. Se inventaron un montón de normas ridículas: nada de besos entre chicos y chicas, nada de estar demasiado cerca si no hay más gente presente, nada de violencia, nada de fantasmas… Salto en el tiempo hasta los ochenta y noventa. Nuevamente, nos salvó una invasión; la de los Alan Moore, Neil Gaiman, Jaime Delano, Grant Morrison. Nuevamente, nos volvieron a decir: «¿Pero otra vez no os dais cuenta del arte que tenéis entre manos? Dejad que os enseñemos».

Creo que el ejemplo actual es el cine fantástico que viene de Latinoamérica. Estamos viviendo una auténtica erupción de talento. Directores como Guillermo Del Toro, Alfonso Cuarón o Andy Muschietti están demostrando que la fantasía oscura se puede usar, con lirismo, para hablar de cualquier cosa.

Dave Grossman: Los juegos de tablero también lo demuestran. Durante estas últimas décadas, han vuelto a florecer. Esta vez, la invasión que los ha rescatado es alemana.

Joe Hill: ¡Muy cierto! [risas].

Dave Grossman: Y son juegos de tablero diseñados específicamente para adultos. Maravillosos.

Rihanna Prachett: Es una cuestión también de perspectiva. Yo, por ejemplo, crecí asumiendo como lo normal el ir de feria en feria de fantasía y ciencia ficción. Así que, desde mi perspectiva, ese tipo de mundo era lo mainstream, lo convencional. Mi trabajo de fin de carrera fue una disertación sobre cómo Frankenstein de Mary Shelley había sido asimilado por la cultura popular. Todo empezó, evidentemente, en el teatro y constaté que era el tipo de público al que iba dirigido el que moldeaba las aristas de la obra.

Por ejemplo, en esas primeras adaptaciones de teatro el enfoque era mucho más maniqueo que en el original. El doctor era un malo malísimo, había episodios de comedia… Luego el enfoque varió a centrarse más en la criatura, tanto desde registros dramáticos como humorísticos. La obra iba creciendo en aceptación y cambiando según cambiaban los tiempos. Pero siempre he tenido la sensación, porque habito con naturalidad este mundo, que lo fantástico ha sido mainstream y que el resto del planeta simplemente ha tardado más en darse cuenta de que lo es.

Algo así ha pasado en el microcosmos de los videojuegos. Cualquier persona que trabaje o que juegue sabe los increíbles hallazgos artísticos que están sucediendo en este medio. Pero los medios de masas parecen vivir, al menos, una década en el pasado. Por eso como creador te encuentras siempre con preguntas del estilo: «¿Son los videojuegos un arte?» «¿Juegan las chicas?». Son preguntas que he contestado una y otra vez durante veinte años en la industria.

¿Razones para que esto esté cambiando? Creo que le debemos mucho a El Señor de los Anillos, la adaptación cinematográfica de Peter Jackson. Crecí en los ochenta, lo que quiere decir que viví la mejor década de la historia para el cine fantástico. Pero en los noventa esto se diluyó hasta que El Señor de los Anillos elevó el listón unos cuantos peldaños. Y creo que de ahí surge un poco todo este movimiento planetario en el que parece no haber país que cuente con una o varias convenciones dedicadas al género fantástico y a la cultura pop.

Joe Hill: Perdón por cambiar de tema, pero estaba pensando en que realmente el problema pueden ser las propias palabras. Por ejemplo, mainstream. ¿Qué es mainstream? ¿El último libro en ganar el Pulitzer o el Nobel? Que yo sepa, si por mainstream entendemos un alcance global, la obra verdaderamente mainstream de nuestra era es Juego de tronos, porque es lo que están leyendo millones y millones de personas en todo el mundo. En cine es Tony Stark y todo el olimpo del Universo Cinematográfico de Marvel.

El cine es Tony Stark. Lo es de manera abrumadora. En los diecisiete años que llevamos de siglo XXI, el top de taquilla cada doce meses lo ha copado una película de género fantástico. Y si se repasa con minuciosidad el listado de las cien películas más taquilleras de la historia del cine, lo que sale es no solo que el fantástico arrasa, sino que lo hace un subgénero muy concreto dentro de él: los superhéroes. Y dentro de los superhéroes, el plan más ambicioso y lucrativo que haya parido el cine, el Universo Cinematográfico de Marvel que lleva dieciséis películas en marcha y ha forzado operaciones similares en todas las grandes productoras de Hollywood.

Pero los hay que creen más en la manzana de Newton que en los vuelos de Superman. Steven Spielberg, el padre del blockbuster contemporáneo, predijo en una polémica entrevista a Hollywood Reporter que la meca del cine iba a implotar por clonar hasta el hartazgo ese cine del asombro que inventaron George Lucas y él al filo de los ochenta. Dos años después, aseveraba seguir convencido de su opinión en declaraciones a The Associated Press: «Vivimos la muerte del wéstern y llegará el día en que a los superhéroes les toque el mismo destino».

Con Spielberg bajo el brazo, desplegamos el tema en nuestra mesa de debate.

Por un lado, esta salida del armario del fantástico es reconfortante por reconciliar dos hemisferios de la cultura. ¿Pero no se corre el riesgo de sobresaturación con tanta película y videojuego que es una epopeya fantasiosa? ¿No se culpará al fantástico si la burbuja de los superhéroes explota?

Joe Hill: No va a explotar. El Llanero solitario es un superhéroe, James Bond es un superhéroe. Sherlock Holmes, también. No creo que haya ningún riesgo de que el público se canse de ver historias sobre individuos extraordinarios logrando hazañas significativas en el nombre de valores morales que todos defendemos.

Keith StuartLo que sí puede ser es que cambie de forma.

Joe HillEs verdad, a veces cambiamos el disfraz de la ficción.

Keith Stuart: Sinceramente, no creo que se corra el peligro de que Hollywood vaya a dejar de hacer películas de superhéroes de manera definitiva porque junten unos cuantos fracasos. Si te das cuenta, y no es exclusivo del cine, porque pasa también Netflix o en los videojuegos, la moda es crear mundos y luego expandirlos con múltiples narrativas. En el fondo, es la forma más vieja de narración que existe: el mito. Los panteones divinos son el origen de las historias que contamos, así que yo tampoco creo que se vayan a agotar nunca.

Dave Grossman: En la pregunta que nos comentabas, hablabas de sobresaturación. Yo creo que esto se ve en la crítica de las películas de superhéroes. Como tenemos tantas al año, el análisis de estas obras ha comenzado a virar al tipo de reseña de la primera época de los videojuegos. Se habla de lo buena que es la calidad de los efectos visuales o del diseño de producción. No se dice casi nada de los personajes y menos aún de la trama. Irónicamente, en los videojuegos está pasando lo contrario. Cada vez me encuentro más críticas que hablan del tema o la intención narrativa.

Más allá de los panteones divinos de Homero o Stan Lee, la tendencia que parece imponerse abrumadoramente es la diversidad. Un autor chino, Liu Cixin, que gana los principales premios de la ciencia ficción anglosajona. Tebeos de fantasía que juegan con cualquier tipo de cóctel racial y sexual y tienen un enorme éxito haciéndolo, como el Saga de Brian K. Vaughan. Creadores de videojuegos tan presumiblemente carcas como Call of duty que afirman no querer cometer el mismo error de blanqueo en el que cayó Nolan en la estupenda Dunquerque. Y titanes del ocio como Netflix que apuestan por crear contenido original autóctono en cada país que conquistan. De nuestros contertulios queríamos saber si esto huele a flor de un día o el aroma perdurará.

Imagen: Alex Ross.

¿Esta diversidad es síntoma de que el mercado anglosajón de la cultura pop, el más poderoso del mundo, va a buscar esa diversidad que el público parece demandar? ¿Es necesario que lo haga?

Rihanna Prachett: Es absolutamente necesario. En Occidente solemos ser bastante arrogantes asumiendo que nosotros inventamos la fantasía y la ciencia ficción. Pero una lectura de Las mil y una noches te demuestra que muchos temas y convenciones de lo imaginario ya estaban allí. Sin ir más lejos, los autómatas. Así que no creo que se trate de algo tan condescendiente como dejarlos entrar en nuestro club, sino reconocer que otras culturas habían explorado, con enorme talento y densidad, ideas que asumíamos como propias.

También quiero comentar algo sobre lo que ha dicho David del florecimiento de la narrativa en medios como los videojuegos o la nueva televisión. Es evidente que cada vez el panorama es más diverso y esta es una pregunta que me encuentro en casi cada nueva entrevista, la preocupación por la diversidad. El caso más cristalino de la ansiedad que había por esto es Wonder Woman. Tengo amigas que literalmente se echaron a llorar en las secuencias de acción. Nunca nos habían permitido ver cosas así, un grupo de heroínas hablando entre sí y luego repartiendo tortas con la misma fiereza que los hombres. Creo que la segunda reacción tras el goce, al menos en mi caso, es la rabia. Pienso en todo lo que nos hemos perdido por no asumir este enfoque antes. El mundo, claramente, va muy por detrás de donde debería estar.

Venga, pongo otro caso. La que se montó por tener una mujer como encarnación de Doctor Who. Es una noticia estupenda, claro que sí. Pero lo que me preocupa es que no debería ser algo tan impactante. ¡Que hablamos de la mitad de la población!

Keith StuartCreo que, en el tema de la diversidad, en Occidente somos culpables de meter el dedo y picotear en otras culturas. Una especie de turismo cultural mal entendido, por superficial. Por ejemplo, en los primeros 2000 la moda era el anime y todo el mundo se obsesionó con ello. Ahora, estos últimos años, son los thrillers escandinavos. El tema de estas modas es que son explosivas y fulgurantes. Es como si fuéramos vampiros y dejáramos secas a otras culturas de tanto en tanto [risas]. Me gustaría que nos lo tomáramos con más calma, no robáramos tanto de otras culturas y pudiéramos disfrutar de la diversidad sin tanto furor.

Joe HillOtro caso, las películas de acción de Hong Kong de los ochenta.

Keith Stuart: Sí.

Joe Hill: Exportamos a todos esos cineastas para que empezaran a rodar en Hollywood. Y todas esas ideas locas, toda esa experimentación, se volvió una mediocre homogeneidad.

Por cierto, me apetece mostrar mis colores frikis con algo que me molesta profundamente. Sobre Doctor Who. Se dice que la nueva doctora es la número 13. Y ni de coña. El problema empezó por considerar a David Tennant el décimo doctor. El décimo es John Hurt. Así que Tennant es el undécimo, Matt el duodécimo y Capaldi el ansiado 13…

Keith Stuart: Pero espera, ¿esto incluye también al Doctor Who de las películas de Peter Cushing?

Joe Hill: Oh, dios, ¿lo incluye? ¿Lo incluye? [carcajada general]. No, espera, ¡sí! ¡Sí lo incluye! Nuestra doctora no es la afortunada 13. Es la afortunada 14.

Dave Grossman: Me pregunto, vuelvo al tema de la diversidad, si las barreras entre los géneros no se están rompiendo un poco. Llevo coleccionando las obras de Kurt Vonnegut desde hace mucho y nunca sé, cuando entro en una librería, si me tocará ir a la sección de ciencia ficción o a la de literatura mainstream. Cuanta más cultura consumo, más me encuentro con estos híbridos difícilmente clasificables. Por ejemplo, Device 6, de Simogo. En cierto sentido, es un libro, pero también es un videojuego; está ahí, en la frontera. Lo mismo pasa con los videojuegos de Telltale, que son a medias juego y a medias serie de televisión. Por mi parte, cada vez veo más difuso donde empieza o acaba un género o incluso un arte. Tal vez, esto sea algo maravilloso.

Keith Stuart: Simogo es un ejemplo muy bueno de esto, de la fluidez. El cine coreano es otro ejemplo. Allí es posible una película bélica con fantasmas que es a la vez una comedia. En Hollywood no le dejarían a nadie rodar eso, porque las cosas tienen que estar bien encasilladas. Pero en otras partes del mundo sí estamos viendo, y disfrutando, de esta fluidez y experimentación.

Joe Hill: Algo que ha pasado muy desapercibido en estos últimos treinta años es como los videojuegos han cristalizado en un arte propio. Antes, siempre miraban al cine con aspiraciones de copiarlo, tanto formal como narrativamente. Ahora, videojuegos como The last of us son copiados por el cine. Hay un cambio en la marea que me fascina.

Dave Grossman ha comentado su problema al encontrar a Vonnegut en una librería. ¿Creen que la nueva generación ya no tiene este problema porque es, por así decirlo, multipestaña, porque todas las artes y obras que disfrutan están amalgamadas y accesibles en tabletas, monitores de ordenador y smartphones?

Dave Grossman: Está claro que la necesidad de dividir las cosas por género es una necesidad estrictamente del mundo físico. Si al final, que no está claro, el ebook se impone, veremos en literatura esa tendencia general a que cada uno nos creemos nuestra propia estantería. Por ejemplo, si te gustan las películas de superhéroes con una protagonista femenina y fuerte, pues ahí te creas tu estantería con todas las obras que casan con eso, sean películas, libros o videojuegos.

Rihanna Prachett: ¡Me apunto a eso! [risas].

Joe Hill: Pero hay un problema para esto que no hemos comentado y que no está en ese desprecio del mundo de la alta cultura. A veces, los propios fans son los que quieren segregarse. No quieren ser incluidos en el mainstream. Hace un tiempo, coordiné una gran antología de las mejores obras de ciencia ficción norteamericanas. Cogí relatos tanto de revistas para todos los públicos como The New Yorker como específicas de género. Al publicarlo, salió una reseña en un medio especializado de ciencia ficción. En uno de los párrafos, decía algo así: «Esto es una gran antología, pero, ¿cuándo una gran antología es realmente una gran antología?». Me pareció una de las frases más misteriosas de la historia de la humanidad [carcajada general]. ¿Tenía siquiera sentido aquella frase? Pues resulta que lo que quería decir es que no era realmente representativa de los auténticos autores de ciencia ficción y fantasía. Que los auténticos autores de ciencia ficción y fantasía estaban mal representados.

Keith Stuart: En videojuegos, evidentemente, también hay mucho de esto. Todos los géneros y medios de expresión tienen a sus cancerbero, a los que quieren preservar la pureza.

Joe HillDe diverso grado de trollerío [risas]. Creo que los videojuegos, últimamente, tienen un mayor nivel de toxicidad que la literatura.

Todo Eros tiene su Thanatos. Y en la cultura pop, los Thanatos se cuentan por millones.

La rabia y la crueldad desaforada han convertido al género fantástico en un campo de batalla cultural arrasado por un arma de destrucción masiva: ciento cuarenta caracteres. A través de Twitter, grupos de odio han canalizado todo el racismo y machismo subyacente a los reductos de fans que no quieren abrir las puertas de sus sueños —normalmente húmedos de sangre o lubricante— a la diversidad.

Los videojuegos encabezan la virulencia, con el conglomerado Gamergate como principal estandarte, un grupo de acoso y descalificación a creadores y periodistas que pugnan por la diversidad en este medio. El desmadre llegó al punto de colarse en la portada de The New York Times, con la suspensión de una charla en la Universidad de Utah de la youtuber feminista Anita Sarkeesian por amenazas de muerte. Este 2017 ha visto intensas polémicas con las reacciones virulentas al éxito de Wonder Woman y la elección de una mujer como nueva Doctor Who.

España también ha tenido lo suyo, con la cancelación, en primer término, de un evento acuñado Gaming Ladies que pretende crear un espacio seguro, solo para mujeres, en las que estas puedan explorar su afición a los videojuegos sin ser cuestionadas o ridiculizadas. La iniciativa fue atacada en redes sociales, y a través de coaliciones de usuarios en portales como Forocoches, con un frenesí salvaje. Por la de cal, la de arena que representa el éxito de dos asociaciones de mujeres: FemDevs, que busca dar visibilidad a las creadoras que trabajan en la industria de los videojuegos, y TodasGamers, un medio de comunicación especializado en videojuegos escrito íntegramente por mujeres.

¿Por qué, precisamente, algo asumido como pueril, lo pop, se ha convertido en el mayor campo de batalla mundial en lo que a cultura se refiere?

Joe Hill: La respuesta está en el tuétano de las redes sociales. Las redes sociales alientan el odio y la rabia. Piensa en que si dices algo malvado contra alguien, los que estén de acuerdo contigo te premiarán con retuits y likes. Y esto es verdad tanto para el troll más despiadado que pueble las redes, como para tipos como yo, que soy un tío tranquilo y progresista. Pero si digo algo con mala uva de los republicanos, cientos de retuits al canto. Es como tener a alguien dándote una palmadita a la espalda por ejercitar el odio.

Yo creo que esto está en el núcleo de cómo se han diseñado Facebook y Twitter, que son, por diseño, motores de la discordia. Es bastante fácil, aunque se hayan puesto barreras, hacerse anónimo. Y lo es más aún juntar a tu tribu de energúmenos y lanzarte al acoso de un grupo o un individuo. Es una pena, pero no creo que tenga un fácil arreglo.

Keith Stuart: Los fans tienen una sensación de poseer la ciencia ficción o la fantasía. Esto viene de que han construido sus identidades como consumidores alrededor de estas obras. Si eres un varón blanco que ve amenazada su tipo de ficción sexista o racista, reaccionas intentando protegerla. Doctor Who ha sido uno de los ejemplos más venenosos y ridículos recientes. Pero en videojuegos es algo que vemos constantemente. Día a día. He tenido redactoras que han dejado de escribir de videojuegos por no soportar este acoso.

Joe Hill: Perdón por interrumpir, pero quiero apuntar algo que muestra la otra cara de la moneda. Hace unos años, con la explosión de internet, todo el mundo estaba feliz de que los principales cancerberos de la cultura, los grandes medios, fueran a caer. ¡Pues mira que bien nos ha ido! Ahora es más fácil que nunca que te engañen con una noticia falsa que puede ser amplificada millones de veces y que, aunque la descalifiques a posteriori, no puedes saber si toda la gente contaminada por ella se ha curado. Resulta que estos medios de comunicación cumplían su papel con un grado de exigencia que ya nadie tiene.

Esto lo podemos trasladar al arte o medio de expresión que queramos. Cualquiera con una cuenta de Twitter puede erigirse en el próximo cancerbero. Alguien dice, de pronto: «Este libro/película/serie tiene un problema y os lo voy a desvelar. O este escritor/diseñador/cineasta está equivocado en cómo hace tal cosa». Te imbuyes de un poder como voz capaz de discernir entre el bien y el mal. Lo que es verdadero o falso. Aceptable o inaceptable. Repito, esto lo fomenta el propio diseño de las redes sociales y creo que tiene unas consecuencias totalmente impredecibles.

Dave Grossman: Tengo una anécdota divertida que ilustra esto. Un amigo, Jessie, que decidió que estaba harto de los grises y que a partir de entonces iba a valorar las cosas como lo peor o lo mejor de la historia. Pulgar para arriba o pulgar para abajo. Él estaba super contento con este sistema porque le quitaba el peso de los hombros de pensar. La gente a su alrededor, pues no tan contenta [risas]. Llevo en internet desde hace eones, fui uno de esos chavales pegados al ordenador antes de que eso fuera algo popular. E internet siempre ha sido igual. Bien o mal. Binario. O blanco o negro.

A lo mejor estoy equivocado en la siguiente reflexión, pero creo que este maniqueísmo online sea especialmente intenso en la ciencia ficción y la fantasía es una consecuencia de que son los géneros que más conectan con internet. Y esto porque las primeras personas en adquirir un ordenador y formar comunidades en Internet eran, como yo, frikis. Y a los frikis nos gusta la fantasía y la ciencia ficción.

Sería interesante comprobar la veracidad de su reflexión con un estudio demográfico.

Dave Grossman: Por favor, hazlo. Estaremos encantados de leerlo [carcajada general].

Llega el momento de la foto. Jot Down le explica a los cuatro que deben mirar a la cámara como si el lector hubiera estado sentado con ellos durante todo el debate y sus ojos fueran el objetivo. Pero como todo lo demás en esta larga conversación sobre lo divino y lo humano del pop, había tramas secundarias por el camino. Otra foto, esta para el móvil de uno de los contertulios, que pidió con cierta timidez, sin que los demás se percataran, que le inmortalizáramos en esa mesa, junto a sus compañeros de ágora.

Lo hicimos sin rechistar.

Fotografía: Eva Pernas

In memoriam: Star Wars

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Star Wars: Episodio VI - El retorno del Jedi (1983). Imagen: Lucasfilm.

Amigo/a lector/a: si usted espera, a raíz del titular, leer una pataleta de viejo fan de Star Wars, no sé si le voy a satisfacer. No porque no me gusten las pataletas; al contrario, lo voy a intentar porque me encantan las pataletas. De hecho, mi sueño dorado es escribir, algún día, un artículo para poner a caldo a TODO el planeta. Lo que va a leer aquí, por desgracia, es más bien mi modesta certificación, tristemente fría y quirúrgica, del fallecimiento de la saga galáctica antaño favorita de muchos de nosotros. Un fallecimiento que ocurrió hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana. No, no es cosa solamente de Los últimos Jedi. Esta inconexa película ha sido el estertor final, pero el cadáver llevaba décadas presidiendo una nube de moscas. Fuimos nosotros, los espectadores, quienes nos empeñábamos en pretender que el molesto tinnitus de nuestros oídos no era el sonido de las esperanza sino el pitido del electrocardiograma plano del difunto. Con frecuencia escucho decir que la nostalgia es el motivo del rechazo de muchos viejos fans hacia las nuevas películas de la saga y mi tesis, curiosamente, es justo la contraria: afirmo es la nostalgia la que hace que muchos hayan mantenido la insensata esperanza de que el universo Star Wars seguía vivo y tenía algún futuro más allá de aquellas tres lejanas películas de la trilogía original. Ya me perdonarán los eruditos del «universo expandido» del que lo ignoro todo, porque, parafraseando a Bill Clinton, «son las películas, estúpido». Así pues, trataré de explicar cuáles son los síntomas de la muerte.

Aviso 1: Este artículo contiene algunos SPOILERS sobre la última película de Star Wars. Como si eso importase, pero bueno.

Aviso 2: Me voy a meter mucho, de manera gratuita, alevosa y cobarde, con el señor que dirigió Inception. ¿Por qué? Por la misma razón por la que usted le pone mostaza a las hamburguesas. Por puro, destilado y malévolo, placer.

The Millennial Falcon

El juego de palabras no es mío, por desgracia, pero servirá para hablar un poco del millennialsplaining. Star Wars es un producto de final de los setenta y principios de los ochenta. Cualquiera lo puede disfrutar por igual, pero me divierte la notable frecuencia con que las mismas personas que adoran la nostalgia embotellada de Stranger Things sin haber vivido de pleno los cochambrosos años ochenta, argumenten después, para defender las nuevas entregas de Star Wars, que los más críticos somos ancianos decrépitos decepcionados por no ser capaces de revivir las emociones de nuestra infancia. Bien, déjenme decirles que eso es una falacia como una catedral. Quizá sea cierto para algunas personas, pero no para mí ni para muchas otras que conozco.

Crecí en mitad de la fiebre Star Wars originaria. Sí, soy así de viejo. Como cada puñetero niño de Occidente, estaba obsesionado con las películas y los dichosos juguetes, que eran nuestra posesión más preciada en el mundo. Supongo que nuestros padres suspiraban pensando que Hollywood encontraba extremadamente fácil comernos el cerebro y la verdad es que tenían toda la razón porque éramos niños idiotas y hubiésemos vendido el alma a cambio de cualquier baratija relacionada con la saga. Vamos con el contrargumento: el momento en que los miembros de nuestra provecta generación descubrimos que ninguna nueva película de Star Wars iba a revivir las emociones de nuestra infancia no tuvo nada que ver con Disney. Fue un día que también queda muy lejano en el tiempo: la infausta jornada en que acudimos a ver La amenaza fantasma. Como ya conté en su día, la primera y única vez en mi vida en que salí cabreado de una sala de cine. Sentí que me habían estafado, que habían usado la nostalgia para quitarme dinero del bolsillo con una película que no solamente se cargaba todo ingrediente fundamental de la saga sino que para colmo era un bodrio de dimensiones cataclísmicas. Fue una lección dura, pero útil. Incluso un mostrenco como yo la aprendió. No necesité que me engañasen dos veces para comprender que las experiencias cinematográficas de nuestra infancia nunca se van a repetir porque se encuadran en un momento de tu vida que forma parte del pasado. Desde entonces, aunque me sigue divirtiendo terriblemente hablar de Star Wars con cualquiera y desde luego me lo paso pipa escribiendo sobre Star Wars, mi implicación emocional con las películas ha sido más bien escasa. Ya cuando vi las siguientes precuelas lo hice con una actitud de regocijo similar a cuando veo The Room, más preocupado por reírme de los miles de detalles estúpidos que por psicoanalizar el disgusto de mi niño interior.

Tanto era así, que una vez superado el trauma inicial, lejos de sentirme genuinamente decepcionado, me empezó a fascinar la figura de George Lucas más que nunca antes. No como persona porque, la verdad, no es un tipo interesante. Pero sí como institución, como artista. Es un personaje de Los Simpsons, parecido a Krusty o Troy McClure. Creó Star Wars copiando de aquí y allá y se convirtió en un héroe. Después escribió las precuelas convencido de que su estatus divino lo hacía infalible y volcó en aquellos guiones su particular visión de por dónde debía evolucionar la franquicia, visión que chocó frontalmente con lo que esperaba cualquier fan con dos dedos de sesera. Su público había madurado, pero él no. La insensatez artística de Lucas, cuando la analizo hoy, es fascinante. No sé a ustedes, pero a mí me divierte mucho imaginar el proceso creativo de determinados autores. Por ejemplo, imagino así una reunión de Martin Scorsese con su equipo de guionistas:

Guionista: … y este personaje necesita un poco más de desarrollo.

Scorsese: ¿Cuántas escenas con droga tenemos?

Guionista: Estamos tratando de crear un arco dramático, Martin.

Scorsese: Que salga esnifando cocaína. Con putas.

Guionista: Ni siquiera hemos descrito sus motivaciones, Martin.

Scorsese: Al público le flipan las escenas con droga.

Guionista: Ya tenemos veinte secuencias así, Martin.

Scorsese: (Sin escuchar, mirando el guion) Esta escena del colegio necesita más farlopa.

Cada autor acaba volcando sus manías y obsesiones en su obra. En el caso de Scorsese, se trata de epatar a sus italoamericanas y muy católicas tías mediante incontables secuencias de gente haciéndose rayas. George Lucas es un tipo anodino con intereses anodinos que, cómo no, produjo tres precuelas anodinas hasta la narcolepsia. Su mensaje era loable: pretendía narrar cómo una democracia puede convertirse en dictadura. Muy bonito. Pero, en vez de rodar una biografía de Adolf Hitler, hizo que los jedi se pasaran horas y horas hablando de tratados comerciales y votaciones del Senado galáctico. Gracias, George, pero para eso ya teníamos el canal Parlamento. Lo divertido es que Lucas no supo gestionar las críticas y se empeñó en que, como Star Wars había nacido de su cabeza, la gente se equivocaba al defenestrar aquella trilogía de senadores teniendo reuniones. La gente, esa gente. Habíamos visto, yo qué sé, a Natalie Portman protagonizando sonrojantes escenas románticas que hacían que Los Serrano pareciese El último tango en París, pero Lucas insistía en que éramos tontos, feos y malos, y que no habíamos captado su sutileza. En fin, no necesitamos imaginar el proceso creativo que condujo al desastre porque existen documentales muy divertidos y reveladores. Es fácil: en el entorno de Lucas, nadie le decía nunca que no, a nada. Nadie le advirtió de que sus nuevos guiones eran bazofia. El padre de Lars Ulrich no estaba por allí

Desanimado porque los monstruos sin sentimientos de la generación X no tuvimos piedad con las precuelas, Lucas atravesó un duelo de diversas fases. Primero, indignado, insistió en que el público no tenía derecho a juzgar lo que era una creación suya. Después, empezó a retocar compulsivamente las películas de la trilogía original en una maniobra «la pelota es mía y ya no hay partido» que mejor la analizará un psicólogo, pero que hizo imposible encontrarlas como se habían estrenado, sin añadiduras cutres. Más tarde pasó de la rabia al lloriqueo y el victimismo. Luego, empezó a amenazar con que, ¡cuidado!, igual se dedicaba a hacer cine de autor y ya no habría más Star Wars. Por último, cuando comprobó que a nadie le importaba un carajo que siguiera dirigiendo películas o no, terminó vendiendo Star Wars a Disney, para que estos se encargasen del episodio VII. Lucas había jurado y perjurado que nadie excepto él estaría detrás de un hipotético episodio VII. Que, sencillamente, no habría episodio VII en absoluto. Y, para variar, no cumplió nada de lo que había dicho. Me encanta George Lucas. Es como un niño que suelta una excusa y a la media hora ya se le ha olvidado y suelta otra distinta. No se pone de acuerdo ni consigo mismo. Tras el trato con Disney, llegó a decir que las películas de Star Wars eran «sus hijos» y que las había «vendido a los esclavistas». Este tipo es maravilloso.

Tenía razón con lo de los esclavistas, eso sí. Al firmar su trato con Disney, el pobre tipo creía que iba a ejercer como el respetado asesor-sensei de la nueva trilogía. O, en sus propias palabras, «el portador de la antorcha» que vigilaría sin descanso para se respetara las esencias de la franquicia (como si él tuviese la menor idea de cuáles eran esas esencias, pero bueno). Estaba convencido de que en Disney lo tratarían como a Obi-Wan Kenobi. La ejecutiva-tiburón de Disney que se ocupaba del asunto, Kathleen Kennedy, le hizo creer que lo iban a mantener como patriarca honorífico de todo el invento y dijo, ante la jeta del propio Lucas, que sí, que Su Señoría iba a portar la antorcha y que juntos iban a gobernar la galaxia como patriarca y ejecutiva. La señorita Kennedy, por si no están familiarizados con ella, es la sith suprema de nuestra historia. Ni el tahúr profesional J. J. Abrams, ni un Rian Johnson al que le han tocado varias loterías juntas, pinchan o cortan en este asunto. Mandan menos que el conserje. Ella está al frente. Olvídense de Sigourney Weaver: en una nueva película de Alien, Kathleen Kennedy le arrancaría la cabeza al bicho de una sola dentellada en la primera escena, para después vender el esqueleto, convenientemente blanqueado con sosa cáustica, en eBay. ¿Kathleen Kennedy Vs. Predator? Nada que hacer: ella pondría su mejor sonrisa de ejecutiva-sí-pero-en-el-fondo-soy-bonachona y cuando quisiéramos darnos cuenta, el predator estaría lloriqueando de cuclillas en un rincón, rogando por su vida. Pues bien: Lucas, todavía creyéndose respetado y convencido de que la afable Kate era su amiga del alma, se presentó un día en las oficinas de Disney con sus ideas para la nueva trilogía. Y en Disney le hicieron saber, con una palmadita en la espalda y la más corporativa de las sonrisas, que le concedían una cariñosa licencia para irse a tomar viento al país de las caquitas de oveja. Es lo que tiene cuando vendes tu obra: que de repente tiene otro dueño. Y ese dueño, a poco que empieces a molestar, no va a querer tenerte cerca. En fin, algún día se rodará la biografía de George Lucas y yo pienso estar ahí palomitas en mano esperando a que narren con todo detalle su relación con Kathleen Kennedy y el imperio de Mickey Mouse.

Star Wars: Episodio VIII - Los últimos Jedi (2017). Imagen: Walt Disney Studios Motion Pictures.

¿Qué me han parecido las nuevas películas de Disney? Digamos que he transitado por ellas como quien mira un escaparate: lo que he visto no me ha gustado nada, pero no dejo de estar separado de ello por un cristal, así que después he seguido mi paseo como si tal cosa. Igual ustedes no me creen, pero lo digo en serio. Mi confianza en lo que Disney pudiera hacer con la franquicia ya era mínima desde antes de ser testigo del resultado y entre mis cientos de defectos no se cuenta el frikismo militante, aunque me divierte fingir que sí. Cierto, adoro escribir sobre Star Wars, pero no poseo camisetas de Darth Vader ni un llavero del Halcón Milenario, así que ni siquiera puedo decir con sinceridad que me siento herido. En realidad no he sentido nada, salvo lo que suelo sentir en la actualidad con este tipo de cine: que las salas ponen el puñetero sonido a todo volumen porque proyectan para un público que no sabe estar en puto silencio. ¿Lo ven? Cuando quiero, puedo ser un cascarrabias como cualquier otro anciano, pero no voy a mentir diciendo que Disney ha despertado mi indignación cargándose Star Wars. Lo único capaz de despertarme eran los altavoces. Por lo demás, concedo que las muy mediocres relecturas de la nueva trilogía son menos abominables que las precuelas, aunque eso no era nada difícil porque el listón estaba muy bajo. Sé que se ha puesto de moda decir que, ¡eh!, las precuelas tenían sus cosas buenas… pero no voy a caer en esa trampa. Sería como afirmar que la peste bubónica tenía sus cosas buenas porque después apareció el ébola.

Todo esto, añadirá usted, es subjetivo. Puede ser. Pero, dejando mi opinión subjetiva a un lado, creo que hay una verdad indiscutible: Star Wars fue una trilogía de películas y después, aunque ha habido otras trilogías de películas y hasta algún spin off, ya no eran lo mismo. No son lo mismo. No porque sean peores películas, ni porque resulten incapaces de satisfacer a los puristas o los nostálgicos, ni porque a mí no me hayan gustado. Es que desde el punto de vista artístico y narrativo son otro tipo de producto. Hablan de otras cosas, con otros registros y pensando en un público diferente. Es así de simple. Voy a tratar de explicarlo.

El ADN de Star Wars y la prueba del brócoli

¿Qué es una película de Star Wars? Buena pregunta. Desde el punto de vista formal, una película de Star Wars es cualquier película que, en ejercicio de la pertinente propiedad intelectual de quienes la producen, es anunciada y vendida con el marchamo de Star Wars. Si Disney planta una cámara delante de un brócoli durante dos horas y decide que eso es una película de Star Wars, entonces eso es una película de Star Wars y lo que pensemos los espectadores importará un reverendo carajo. Vayan y pónganles una demanda —el pueblo contra La Trilogía del Brócoli— y desde ya les digo que perderán. Disney puede hacer lo que le plazca con esa marca comercial por la que pagó cuatro mil millones de dólares a un George Lucas que ahora es cuatro mil millones de dólares más rico pero mucho más frustrado e impotente (no, si al final Lucas conseguirá que un puñetero millonario me dé pena). Siguiendo este razonamiento, Lucas no debería protestar por lo que Disney está haciendo porque aquellas tres horrorosas deposiciones conocidas como precuelas también eran Star Wars solo porque él, por entonces dueño del invento, así lo decidió. El aspecto legal y comercial del asunto no tiene vuelta de hoja. Si esta fuese una revista de abogados, la discusión terminaría aquí.

Creo, no obstante, que todos podremos estar de acuerdo en que tenemos un concepto distinto. Con independencia de la vertiente legal o comercial, existe una identidad artística que asociamos con determinadas obras. Nadie en su sano juicio consideraría que la filmación de un brócoli es una legítima expresión de la identidad artística del universo Star Wars, aunque sea vendida con esa marca. Tiene que haber una serie de elementos reconocibles que conforman esa identidad artística y que se pueden dividir en varios niveles: están los elementos imprescindibles, están los importantes pero no imprescindibles, y están los accesorios. Si rodásemos una secuela de Don Quijote (vamos a suponer que resucita… ¡oh, spoiler!), sería imprescindible que estén Quijote y Sancho y que la relación entre ellos sea congruente con lo que ya conocemos. Sería importante, aunque quizá no imprescindible, que la acción sucediese en la España del siglo XVII. Y lo que sí sería accesorio es que salgan molinos de viento. No por meter muchos molinos de viento podríamos decir que estamos haciendo una secuela digna del argumento original del Quijote. Ahora cambien los molinos de viento por cruceros imperiales, sith, jedi, y demás parafernalia galáctica. Supongo que me siguen. No por incluir elementos accesorios o incluso importantes del mundo Star Wars tenemos una película de Star Wars, si es que faltan los elementos imprescindibles. Con Disney tenemos lo accesorio, las navecitas. Tenemos parte de lo importante, Luke, Leia, Han. Pero, ¿y lo imprescindible?

Hablemos de química. La química es una ciencia exacta: usted selecciona determinadas cantidades de ciertos elementos, los combina y así obtiene una sustancia nueva. Cada vez que repita el experimento bajo las mismas condiciones, obtendrá idénticos resultados. Pero esto es algo que no se puede hacer en el arte porque algunos de los elementos originales del primer experimento ya no estarán allí cuando pretenda replicarlo. Dicho de otro modo: podría rodarse una copia de Casablanca usando el mismo guion sin cambiar una coma, calcando cada escena con decorados idénticos a los originales, incluso usando cámaras y celuloide de la época. Pero Humphrey Bogart e Ingrid Bergman ya no estarán allí. No estará Michael Curtiz. Y no estará Peter Lorre. Algunos de los elementos originales de Casablanca sí pueden ser recuperados o copiados al milímetro, pero otros no. Por eso la química en el arte no es una ciencia exacta y se parece más a la antigua alquimia: algo esotérico que nadie sabe muy bien cuándo ni cómo funciona. La alquimia dicta que un grupo musical grabe un disco mágico, fascinante, que enamora al público, y que a los dos años grabe otro que terminará en las cubetas de segunda mano. La alquimia dicta que se junta a Jack Lemmon y Walter Matthau y se obtiene un resultado sobrenatural que el espectador puede captar aunque no se pueda explicar bien con palabras. Siempre decimos que ciertos actores y actrices «tienen química» cuando funcionan bien juntos por motivos que suelen escapar a nuestro entendimiento racional. Lo mismo sucede con todos los demás elementos de una película. Por eso hablamos del «arte del cine» y no de «ingeniería del cine». Por eso son famosos los directores y no los técnicos, porque los directores son los cocineros que se encargan de buscar que aparezca esa reacción química. Los visionarios.

La trilogía original de Star Wars no era perfecta. Se hizo sobre la marcha y contiene cabos sueltos y cosas estúpidas. La guerra de las galaxias, la primera película, era simplona, aunque efectiva. El imperio contraataca sigue siendo la mejor de todas las que lucen la marca, pero tampoco es inmaculada. El retorno del jedi fue una continuación manifiestamente irregular. En cualquier caso, aquellas tres películas, con todos los defectos que queramos achacarles, tenían algo en común: creaban un universo que funcionaba de forma mágica. Junto a George Lucas trabajaron muchas personas de gran talento que hicieron las cosas lo mejor que pudieron en diferentes ámbitos técnicos y artísticos, pero eso no era todo. Los tres actores protagonistas, Mark Hamill, Carrie Fisher y Harrison Ford, tenían carisma a raudales y creaban una dinámica espectacular en pantalla; hoy sabemos que en parte se debió a que, fuera de cámara, las relaciones entre ellos eran muy parecidas a las que existían entre sus personajes. No necesitamos mencionar la grandeza de Alec Guiness y Peter Cushing, o de la voz que James Earl Jones le puso a Darth Vader (en España, fantásticamente doblado por Constantino Romero). Y por encima de todo, y lo más importante, estaban todos los elementos que Lucas había robado, fusilado o sintetizado de fuentes bien conocidas; la trilogía era un pastiche pero consiguió capturar la magia de las historias heroicas clásicas que imitaba. Aquella combinación de factores era imposible de repetir. Y esto sigue sin ser todo.

Cuando George Lucas rodó las precuelas demostró que no tenía ni idea de qué había hecho funcionar la trilogía original. No puede decirse que pretendiese alejarse del concepto porque retomó tanto accesorio familiar como pudo (es más, los metió con calzador). Pero vamos a lo importante: aunque las precuelas llevaban el logo Star Wars, artísticamente hablando no eran películas de Star Wars como las teníamos en mente. Por muchos motivos. Para empezar, eran un subgénero distinto. La trilogía original había sido una space opera tradicional, con sus aventuras casi propias de leyendas medievales y basadas en el factor culebrón. Eran, como Lucas decía, «cuentos de hadas», aderezados con toques de cine clásico tales que la historia de amor-odio entre Leia y Han Solo. Por el contrario, las precuelas eran más bien ciencia ficción en la onda de la saga «Fundación» de Isaac Asimov, pero hecha sin gracia y mezclada con psicología barata y romances a lo Corín Tellado. Admito que George Lucas es un gran fan de la ciencia ficción y la conoce muy bien, pero su intento de cambiar de registro, además de que no funcionó por sí mismo, travestía el concepto original. La clave aquí no es que las precuelas fuesen malas películas, que lo eran, sino que representaban otro tipo de universo narrativo que se regía por otras reglas en un subgénero distinto, aunque lo intentase camuflar con multitud de criaturas similares, naves similares, uniformes similares, apellidos similares, y demás atrezo remotamente similar al de la primera trilogía. Más allá de eso, no quedaba casi ningún elemento argumental que fuese tratado de la misma manera que en la trilogía original, así que estábamos hablando no tanto de una extensión del mismo universo sino de una obra distinta pero que se presentaba bajo la misma marca porque, ya saben, la marca vende.

Piensen en El Padrino III. No era tan buena como sus dos antecesoras y tenía sus problemas. ¿Me gustó? No mucho. Además me pareció innecesaria y postiza, pero era una película digna de la saga en el sentido de que continuaba el arco dramático original y respetaba las reglas internas del universo de El Padrino. No veíamos a Michael Corleone matando soldados durante dos horas. No era Rambo III, era El Padrino III y su contenido artístico resultaba congruente con lo que asociábamos a esa marca artística. Y era un film honesto: uno pagaba por ver una película de El Padrino y obtenía, mejor o peor, una película de El Padrino. Cada narración, hasta las de fantasía, contiene sus reglas internas. Si esas reglas no se cumplen, la narración se convierte en otra cosa. Por ejemplo, Superman vuela y la kriptonita le hace daño. Nada de esto es realista ni lógico a nivel científico, pero establece los parámetros de ese universo concreto y es lo que esperamos cuando vemos a Superman. Si Superman ya no vuela sino que necesita viajar en globo y encima se bebe un zumo de kriptonita todas las mañanas, ya no hablamos de una película de Superman, sino de algo que está usando esa marca comercial para contar otra clase de historia. Que podrá ser una historia mejor, por qué no, pero que debería llamarse de otra manera. Con las precuelas, George Lucas no respetó las reglas establecidas de antemano por él mismo. Una decisión artística respetable, pero igualmente respetable es decir que las precuelas no eran dignas de formar parte del mismo canon porque establecen un segundo canon en el que Darth Vader es un niño cursi y abominable que al crecer se convierte un bakala consentido. Para quien guste de esa visión, perfecto, pero el verdadero Darth Vader era otra cosa porque formaba parte de otro entramado narrativo. Si Lucas quería adentrarse en un subgénero distinto de la ciencia ficción podía haber titulado su nueva saga de otra forma. No lo hizo porque money makes the world go round. Lucas debió de intuir que sin la marca Star Wars, a nadie le iban a interesar sus nuevas ideas. Después pudo cerciorarse cuando produjo (léase: dirigió a medias) el desastroso largometraje Red Tails y a nadie le importó un comino, porque ya no lucía la marca Star Wars. En su línea, tuvo otra rabieta y acusó a la industria y el público de racismo. Pero eh, la caída en desgracia de Lucas es ya un hito cultural en sí mismo y nos permite disfrutar de pequeñas obras maestras anónimas como este delicioso montaje que expresa a la perfección la naturaleza tragicómica de su figura:

El mismo razonamiento se puede aplicar a lo que Disney está haciendo con la nueva trilogía. Usan la marca Star Wars y usan el atrezo Star Wars porque atrae al público a los cines, pero desde un punto de vista narrativo las nuevas películas no son una continuación congruente ni lógica de los parámetros que la trilogía original estableció en su día. Ni siquiera de las precuelas. No se trata de que sean buenas o malas películas. Es que son otro tipo de obra. Las precuelas mataron el concepto original de Star Wars y ahora ya sabemos que Disney no tenía intención alguna de recuperarlo. No juzgo el hecho; Disney hará lo que le convenga con su dinero. Hay gente a la que le gusta el resultado. Y yo respeto mucho a los fans de la achicoria, pero tampoco voy a decir que algo es café si no sabe a café ni huele a café ni parece café ni está hecho con granos de café.

Star Wars con cosas

En Disney no son tontos. Al contrario que Lucas, saben perfectamente qué hizo funcionar la trilogía original. Si lo sabe usted y yo lo sé, ellos lo saben todavía mejor. Si Lucas no lo sabe, es precisamente porque es obra suya y no puede (o, a estas alturas, no quiere) verla desde fuera con distancia. En Disney también entienden, no les quepa duda, que la magia original no puede ser replicada. Saben que Daisy Ridley no es Carrie Fisher y que el carisma de Fisher es algo que no se puede comprar o fabricar. Saben que Oscar Isaac, sin duda un gran actor que ha brillado más en otros papeles, no es Harrison Ford. Y saben que Adam Driver, también un fantástico actor, no puede compararse con aquel Darth Vader que hablaba por boca de James Earl Jones. Para la nueva trilogía, Disney ha escogido a buenos intérpretes y buenos técnicos, pero son muy conscientes de que necesitan otro paradigma. Apuntan a otro público, al que planean vender sus nuevas trilogías y spin off durante unos cuantos años hasta que vuelvan a cambiar de paradigma o hasta que sencillamente vendan la gallina de los huevos de oro, ya anémica, a otro granjero.

Disney tiene sus propios planes y, al contrario que lo que sucedía con los planes de Lucas, están bien estudiados. Han optado por un reboot de la saga, es decir, por comenzarla de nuevo pero readaptando los argumentos de la trilogía original a un nuevo universo en el que imperan nuevas reglas. A grandes rasgos, El despertar de la Fuerza era un descaradísimo remake de La guerra de las galaxias, cosa que ni siquiera se molestaron en intentar disimular, pero si nos fijamos en los mecanismos internos de aquella película, aunque copiaba el argumento y contenía muchos elementos familiares, prescindía abiertamente de varias reglas del universo narrativo original. El despertar de la Fuerza debía sentar las bases del nuevo paradigma. Y, ¿cuál es el nuevo paradigma? Que Star Wars debe ir pareciéndose cada vez más a las películas de superhéroes que hoy reinan en la taquilla. Un muy comentado ejemplo: en la trilogía original, el joven Luke Skywalker era un aprendiz de héroe que al final se convierte en héroe a su pesar, porque en el camino de la sabiduría se deja la inocencia. La heroína de la nueva saga, Rey, es un personaje muy distinto. Es una superheroína desde el principio, que no necesita convertirse en nada. El viaje artúrico de Luke Skywalker no se reproduce en Rey porque a Disney no le interesa ese tipo de argumento. Quieren vender una heroína pura y bien terminada (vale, esto ha sonado mal), es decir, una superheroína. No quieren una protagonista que al principio sea débil, dubitativa y, como le sucedía al Luke Skywalker más joven, directamente tonta del bote. Se trata de mostrar una mujer fuerte desde el principio. No hay tiempo para aprendizajes. En Los últimos jedi se simulan algunas secuencias de aprendizaje, sí, pero son una trampita. No tienen efecto visible sobre un personaje que ya tenía sus estadísticas de combate a tope.

Sé lo que algunos de ustedes estarán pensando y quizá cabe comentar que no me molesta lo más mínimo que las nuevas películas de Disney tengan, como se dice en Estados Unidos, una «agenda» que cumplir. Es obvio que la tienen, pero me parece bien. Muchas buenas películas del pasado han tenido su agenda y quienes critican a Disney por eso están muy despistados en cuanto a la historia del cine. En el caso de la nueva trilogía, se apuesta por diversidad racial y por la predominancia de personajes femeninos fuertes. Es buena idea, no es un problema para mí. No tengo hijas pero, si las tuviera, querría que tengan heroínas fuertes en las que fijarse y las llevaría contentísimo al cine para que disfruten de las experiencias que yo disfruté en su día. Por lo demás, si un argumento es bueno, me da igual que lo protagonice una mujer, un homosexual cantonés o un turolense pelirrojo. Y más en un mundo de fantasía donde no hay nada establecido al respecto. Por ejemplo, a estas alturas es ridículo pensar que quienes hemos crecido viendo a la teniente Ripley o a Sarah Connor tenemos algún problema con ver a mujeres fuertes protagonizando filmes de acción. Para empezar, eso no es ninguna novedad, aunque ahora resulte más frecuente. Y aunque solo sea por motivos egoístas, prefiero pasar dos horas viendo a Scarlett Johansson o a Jennifer Lawrence que a Hugh Jackman con su mugrienta camiseta de fontanero. A cada cual lo suyo. Lo importante es que estas y otras actrices han demostrado con creces que saben llenar la pantalla en ese tipo de papeles (aunque Lawrence, creo yo, tiene muchísimo más talento que Johansson). Lena Headey es más badass y tiene más talento para expresar firmeza que el 90% de los actores masculinos. Ya nadie duda que una mujer fuerte presidiendo un film de acción es una opción artística que funciona perfectamente. No me convence del todo Daisy Ridley como actriz, pero más allá de eso me parece bien la agenda de Disney en cuanto a los personajes femeninos, la raza, o el salvar animalitos. El problema no es lo que se dice sino cómo se dice. Un discurso político puede ser admirable pero aquí estamos hablando de arte y lo relevante es la forma, no el contenido de la homilía.

El verdadero problema de las nuevas películas no es que la agenda sea demasiado visible porque hayan forzado la nota (que sí, lo admito, la han forzado) sino porque no está respaldada con grandes historias o con personajes memorables. La gente se fija en la agenda porque la gente es puñetera, de acuerdo, pero también porque no hay mucho más en lo que fijarse. En Los últimos jedi, como en El despertar de la Fuerza, todo sucede sin una mínima fluencia dramática. Todo es esquemático. Es como un videojuego, vamos de una pantalla a otra pero al final todo es lo mismo. Los personajes hacen cosas y quieren cosas porque los guionistas han decidido de antemano diseñarlos así, pero sin molestarse en construir un camino que nos haga acompañar a esos personajes y entender por qué piensan, hablan y actúan de determinada manera en cada momento. No nos permiten sentir el viaje con ellos, como podíamos sentirlo con Luke, Han o Leia. Piensen en lo que estos guionistas han hecho con Luke Skywalker. No lo digo con nostalgia ni con indignación de purista sino simplemente con genuino interés por la coherencia artística del asunto. La trilogía original nos mostró el camino de Luke hacia la sabiduría. De hecho era uno de los dos argumentos principales de la saga: en segundo plano estaba el (magnífico) romance entre Leia y Han, y en primero estaba la relación entre Luke y su padre, que también era la relación de Luke consigo mismo. Había algo realmente impactante en la evolución de Luke porque era el reflejo de la evolución de casi todos los chavales y chavalas durante la adolescencia. Primero, el padre es visto como un héroe. Después se descubre sus defectos y se le quiere «matar» en el sentido freudiano. Y por último, se entiende que el padre es también una persona con sus propios condicionantes, lo cual transforma el amor infantil nacido de la dependencia en un amor plenamente consciente y nacido de la decisión adulta de amar a esa persona por lo que es. Cuando entiendes que tus padres son personas y eso no te molesta, es que ya no eres un adolescente. Al final de El retorno del jedi, Luke ya no necesita que su padre sea un héroe ni lo ve como un villano sino como lo que es: una persona que, al igual que cualquier otra, se equivocó en su día. Y lo ama precisamente por eso, porque puede identificarse con él. Como espectador, ¿quién podría no identificarse también con ese proceso? El público, aunque no sea siempre consciente, adopta esa historia como propia. El famoso «yo soy tu padre» no impacta solo porque sea una sorpresa inesperada sino porque nos habla a todos, porque todos hemos pasado por ese trance de «un momento, ¡mi padre no es un héroe!». Los guionistas de la trilogía original la dotaron de este magnífico arco dramático que tan de cerca nos toca. Pues bien, cuando Luke aprende a amar a su padre por lo que es, también aprende a aceptarse a sí mismo como hijo y como persona. Se convierte en maestro jedi no solo por sus habilidades de combate; se convierte en un maestro porque ha encontrado la paz, porque se ha entendido a sí mismo y a la vida. Se ha vuelto comprensivo, paciente, magnánimo. ¿Cómo estaban estas cosas tan profundas en unas películas del espacio pensadas para los niños? Ahí reside la magia del asunto. Había gente inteligente detrás, que se preocupaba de revestir la aventura con un trasfondo humano creíble. La trilogía original, en mitad de todas sus batallitas pueriles, contaba cosas importantes. Incluso algunas que fueron improvisando sobre la marcha, pero que ahí siguen, funcionando después de varias décadas.

Sigamos con el ejemplo. En Los último jedi, de repente, el camino de Luke hacia la sabiduría y la paz se ha desandado. ¿Por qué? Pues porque sí. Porque Disney ha imitado las características superficiales de la primera trilogía pero no pretende mantener sus axiomas sino destruirlos. Disney ha comprado una marca para poder ponérsela a productos que van a seguir sus propias políticas. Y una de esas políticas, que no niego es astuta, nace de comprender que el universo de Star Wars es demasiado pequeño como para explotarlo tal cual. La trilogía original no puede ser continuada porque su arco dramático, como el de El Padrino, ya terminó en su día. Luke reencontró a su y padre y a sí mismo. Leia encontró su identidad y su lugar en el mundo (y de carambola, que no estaba previsto, a su padre y hermano). Darth Vader reencontró a sus hijos y a sí mismo. Han Solo, qué cosas, descubrió que prefiere el amor de una mujer guapa e inteligente al amor de Chewbacca y dejó de ser un golfo. Todos maduraron, todos crecieron. Lo de menos, en realidad, era que venciesen al Imperio. El Imperio era el McGuffin de la trilogía, una nadería, como la Estrella de la Muerte. Eso sí era para los niños. Pero en lo humano, ¿cómo prolonga uno aquellas historias? Es como pretender alargar una sinfonía añadiendo nuevos movimientos. No funcionará. Las precuelas ya nos lo demostraron: querían «continuar» la historia, aunque hacia atrás en el tiempo, y no lo consiguieron.

¿Qué solución pensó Disney para este problema? Pues deconstruir ese arco dramático para generar, como se hace en el mundo de los superhéroes, un nuevo «universo expandido». En otras palabras: broccoli is coming. El que Luke Sykwalker sea de repente un tipo amargado y neurótico, más allá de que eso moleste a los puristas, es totalmente incongruente con el universo original. No tiene sentido, ni ha sido bien desarrollado, mucho menos bien explicado. El que Rey use la fuerza con maestría sin que esté aparejado un crecimiento personal es totalmente incongruente con el universo Star Wars. Muchas cosas de las nuevas películas son incongruentes con el universo Star Wars. Pero a Disney no le importa. Es más, lo hacen a propósito.

Los últimos jedi con genitales

El principal motivo por el que Disney hace lo que hace es que el actual cine de superhéroes lo ha cambiado todo. Las sutilezas están desapareciendo del cine de acción porque el público prioritario es el adolescente, no el infantil. Quizá suene raro y voy a tratar de explicarlo, pero estoy completamente convencido de que las películas terminan siendo más adultas cuando están dirigidas a niños que cuando están pensadas para adolescentes. Ese es uno de los motivos por los que los críticos han sentido tanto entusiasmo (desmedido, quizá) por la película Wonder Woman. Algunas escenas de Wonder Woman recuperan una pequeñita parte de la sutileza que en su día tuvo el cine de superhéroes para niños. En esencia, mi idea es la siguiente: el cine de superhéroes se ha oscurecido porque eso es lo que demandan los adolescentes. Los adolescentes suelen identificar oscuridad y solemnidad exagerada con trascendencia. Es normal: en su visión maximalista del mundo, la trascendencia ha de ser siempre grandilocuente. Los grandes temas han de ser presentados de manera operística. Yo de adolescente lo veía también así. Los adultos, en cambio, no necesitan oscuridad ni solemnidad para entender que un tema es trascendente. Lo que los adultos demandan es una buena historia, ya sea trágica o cómica. Uno ve El apartamento, una comedia sin escenas oscuras ni solemnes, y entiende que es una película mucho más trascendente y tenebrosa que todas las de superhéroes oscuros juntas.

Si recuerdan la película Superman: The Movie, el primer gran blockbuster de superhéroes de la historia, sabrán que era una película dirigida a niños y por tanto incluía muchos pasajes muy estúpidos. Vista en comparación con las películas de superhéroes actuales, apenas contenía oscuridad. Pero sí contenía otra cosa: secuencias que eran muchísimo más adultas que cualquier cosa que puedan ustedes ver hoy en las superproducciones de Marvel y DC. Y lo curioso es que las secuencias más adultas eran casi todas de comedia ligera. ¿Por qué? Porque los niños no iban al cine solos, sino acompañados de sus padres. Y los guionistas tuvieron la buena idea de enviarles un guiño a los padres para que también ellos se divirtieran un poco. Mis escenas favoritas de Superman, quizá de todas las películas de superhéroes, no tienen nada que ver con la fantasía o ciencia ficción. Son las secuencias de comedia romántica entre Superman/Clark Kent y Lois Lane, que no solo aguantan mejor el paso de los años que casi todo el resto de la película sino que siguen funcionando de maravilla, como si se hubiesen rodado ayer. En especial aquella en la que una Lois Lane visiblemente cachonda —impresionante la vis cómica de Margot Kidder y el sentido de la medida de Christopher Reeve— entrevista a Superman mientras parece estar al borde de perder el oremus y lanzarse a la entrepierna del héroe para probar la efectividad de su superherramienta kriptoniana. No exagero: al preguntarle por su estatura, se le escapa una alusión al hipotético tamaño de su pene. También le interesa saber si sus funciones corporales son «normales». Vamos, una conversación abiertamente sexual en una película para niños, pero que los niños no podían entender y los padres, para su regocijo, sí.

Maravilloso intercambio, ¿no es cierto? Los niños, por descontado, no se enteraban de nada, más allá de un vago «Lois quiere a Superman», pero los padres tenían unos minutos de asueto con una secuencia de humor más propia de una comedia adulta. Cuando los críticos vieron una pizca de este enfoque en Wonder Woman, recordaron lo que las películas de superhéroes solían ser antes de que nuestro villano cinematográfico favorito, Christopher Nolan, las convirtiese en psicodramas tenebrosos para adolescentes. Antes de la revolución nolaniana, los superhéroes eran entretenimientos infantiles, sí, pero precisamente por eso los padres podían disfrutar con esta clase de secuencias concebidas para hacerles más llevaderos los estrenos a los que acudían por acompañar a sus hijos. Es una fórmula que Pixar, por ejemplo, también aplicó de forma muy inteligente y con mucho éxito. Ponemos en las películas de dibujos referencias que los mayores puedan disfrutar y así ya no se les hace tan cuesta arriba acudir a esta clase de estrenos. Muchos padres empezaron a preferir llevar a los críos a ver películas de Pixar por ese motivo y hoy casi no hay película infantil que no siga este exitoso principio. La trilogía original de Star Wars, precisamente por estar pensada para niños, abundaba también en referencias para los padres. El romance entre Leia y Han es algo que solo entiende de verdad un adulto. Está basado en un cortejo repleto de sarcasmo que esconde la intensa atracción mutua de ambos personajes, y un niño no va a reconocer que el sarcasmo puede ser una máscara para lo sexual. Eso es algo que está dirigido a los padres, una historia de amor que recuerda mucho al cine de los años cuarenta: Leia y Han son Lauren Bacall y Bogart. Por eso las secuencias de Han y Leia siguen funcionando.

El problema del cine de acción actual, insisto, es que ya no está dirigido a niños. Los guionistas ya no necesitan incluir elementos adultos para unos padres que no van a estar en las butacas. Paradójico, ¿eh? Los adolescentes se tragan las secuencias más infantiles y estúpidas del mundo siempre que se las disfrace de falsa trascendencia, esto es, de oscuridad. Pero una secuencia de superhéroes para adultos no consiste en ver a Batman deprimido en un fotograma penumbroso, sino a Superman y Lois hablando de sexo, porque cualquier adulto ha tenido conversaciones similares en las que el flirteo se disfraza de otra cosa por mil motivos. Sin embargo, ¿cuántas veces en su vida adulta ha visto usted a un superhéroe rodeado de oscuridad sentado en una cornisa para después liarse a hostias con los malos? Eso no es algo con lo que un adulto pueda identificarse. Los adolescentes sí quieren identificarse con eso, porque, aunque no lo quieran admitir, todavía viven parcialmente en un mundo de fantasía y tratan de proyectar su angustia vital en los superhéroes, lo que les hace sentirse más fuertes. Y además, les mola ver a Batman deprimido porque cuando deje de estarlo va a ser mucho más badass que antes. O algo así. Pero no lo critico porque, insisto, también fui adolescente.

Ahora, ya como espectador adulto (bueno, más o menos), el principal problema que veo en El despertar de la Fuerza y Los últimos jedi es la ausencia total de esa vertiente humana, de ese arco dramático creíble que sí existía en la trilogía original. Ahora tenemos las consabidas dosis de «oscuridad» porque el público diana de Disney está atravesando su etapa dark. Tenemos a Chikylo Ren, o Darth Emo si lo prefieren, como perfecta representación de las rabietas de la pubertad. Pero, ¿hay un romance adulto, por ejemplo? No. Rey y Chikylo se ponen cachondos mutuamente, eso lo captamos, pero no hay nada del maravilloso proceso de cortejo que existía entre Leia y Han, o entre Superman y Lois. No lo hay porque el público adolescente no lo entendería, así que para qué tomarse el trabajo de elaborar el guion hasta ese punto. Además, escribir un romance adulto es mucho más difícil, sobre todo cuando hay que tomarse la molestia de incluir una dosis efectiva de flirteo humorístico. En Disney no están para perder tiempo en desarrollar mecanismos narrativos que no sirvan a sus fines. Saben cuál es su producto, saben a qué público se dirigen, y por lo tanto saben qué elementos les sobran. La sexualidad todavía virginal de Rey y Kylo Ren no contiene flirteo, ni humor, ni ingenio. Se parece más a cuando ibas al instituto y te gustaba una chica: estabas «enamoradísimo», porque no sabías que en realidad era todo un subidón de hormonas. Si te enrollabas con ella no le preguntabas por su película favorita porque ni te importaba. Algo muy de discoteca que los adolescentes pueden entender pero que no aporta nada a una película porque no hay juego ni picardía sobre los que construir una tensión entre dos personajes. La gran diferencia entre una escena de sexo explícito (o su sucedáneo telepático) y una escena de cortejo es que la primera no aporta nada a nuestro conocimiento de los personajes, pero la segunda sí. Los Jedi del futuro, Chikylo y Rey, quizá copularán para engendrar al nuevo superhéroe galáctico, pero no hay jugueteo en sus diálogos, como sí lo ha habido en tantas y tantas grandes películas de la historia del cine. El cine de reproducción por mitosis, a lo Nolan, es el nuevo paradigma.

Apliquen esto a las demás facetas adultas que podrían incluirse en una película fantástica y que no están presentes en esta nueva trilogía. La Fuerza, por ejemplo. La Fuerza es todo lo contrario a la picardía sexual de Leia y Han, sí, porque parece algo muy franciscano, pero también es un concepto al que los adultos pueden sacar mucho jugo. Los niños entienden la Fuerza a su manera; para ellos es algo muy simple, el equivalente de la magia. Para los adultos, sin embargo, la Fuerza puede ser cualquier cosa. Puede ser el amor, aquello que une a Darth Vader con sus hijos, lo que une a Leia con Luke. Lo que en Interestellar superaba dimensiones y mandangas físicas varias porque nos lo decían y nos lo teníamos que creer, pero que en Star Wars sí era mostrado con eficacia como un presentimiento de los personajes, una perturbación en su estado de ánimo, una emoción que veíamos en pantalla sin necesidad de que nadie se pasara todo el puñetero metraje llorando. La Fuerza también puede ser también el ánimo de vivir, la sabiduría, la madurez, Dios, la iluminación zen, el monolito de 2001. La fuerza puede ser la paternidad adoptiva, como la de Obi-Wan con Luke. Lo que usted quiera. Es lo que tienen los símbolos afortunados, que cada cual los interpreta como quiere y a todos les sirve. George Lucas no captaba esto y en la segunda trilogía convirtió la Fuerza en un recuento sanguíneo. Pues bien, Disney descarta los midiclorianos y recupera la Fuerza como ente espiritual, pero la reduce a su componente más infantil: la mera magia de combate. La única expresión humana de esa Fuerza que podemos considerar remotamente parecida a la trilogía original es que sirve para que Rey y Kylo Ren se magreen sin estar en la misma habitación. Ah, y para que Leia haga el truco de Mary Poppins. Ah, y para que a Luke Skywalker le dé un infarto.

Teseractos

Lo peor de esta simplificación de conceptos, con todo, es que los guionistas ya no consideran necesario establecer una cadena causal creíble entre antecedentes, motivaciones y consecuencias. En la trilogía original, Luke quería matar a Vader porque Vader era un hijo de perra. Normal. Luego descubre que Vader es su padre, al que había tenido por un héroe, y reacciona con una lógica desesperación (de hecho, podría decirse que prefiere suicidarse a ser el hijo del monstruo que, para colmo, le acaba de cortar una mano). Tras el suicidio fallido, Luke asimila la noticia y decide que va a rescatar a Vader del Lado Oscuro. La motivación de Luke para este cambio de actitud es también lógica. Vader es su padre, se da cuenta de que tiene oportunidad de recuperarlo y decide aprovecharla. Esto, en una trilogía que fue remendada sobre la marcha, ya ven. Pero funcionaba.

Hablemos de Rey, por ejemplo. Rey decide rescatar a Kylo Ren. No sabemos muy bien por qué. Será por el calentón telepático. Construcción lógica argumental, ninguna. ¿Por qué demonios iba a querer Rey rescatar a Kylo Ren? Es lo mismo que lo de la antipática amargura de Luke. Mark Hamill está fantástico en Los últimos jedi (nunca lo vi actuar tan bien) y eso tiene mucho mérito sabiendo que el actor detestaba el guion. Por más que se haya retractado después, Hamill nos avisó muchas veces de que Disney iba a cargarse su personaje. Y así ha sido: no hay motivo coherente para que Luke actúe como lo hace en esta última película. Desde el punto de vista del desarrollo de los personajes, nada tiene sentido en la nueva trilogía. Otro detalle. El líder supremo Snoke (que, claro, tiene que ser muy feo porque es el más malo... ¡innovador!) ensalza a Darth Vader. El propio Chikylo Ren tiene a Vader como su Justin Bieber particular. Y ambos parecen haber olvidado que Darth Vader, ¡se reformó! ¡Mató al emperador con sus propias manos! La redención de Vader era el puñetero milagro eucarístico de la primera trilogía, el desenlace definitivo, el non plus ultra, y por lo tanto carece de lógica que el Imperio (o la Primera Orden, o Partido Popular, o como lo quieran llamar ahora) siga teniendo a Vader como un héroe, porque para ellos Vader fue justo lo contrario, un traidor. Esta clase de non sequitur es el defecto fundamental de los nuevos guiones; está bien que quieran cambiar de paradigma pero hacer trampas no ayuda a la solidez narrativa y no es una opción artísticamente válida. Entre El despertar de la Fuerza y Los últimos jedi, díganme qué personajes han avanzado, qué relaciones han evolucionado de manera creíble. Chikylo Ren se ha quitado el casco, pero por lo demás sigue siendo un neurótico y un «niño rata» insoportable (vean una toma falsa de Ren durante la escena del ataque con cañones a Luke Skywalker). Ni siquiera creo que sea casualidad que, excepto por el muy diferente talento de los actores que los encarnan, Kylo recuerde tanto a aquel Anakin Skywalker de Hayden Christensen. El parecido es comprensible porque en ambos casos se optó por el camino fácil: un villano con cero elaboración cuyo único atributo es la cólera. De hecho, para que vean que trato de ser justo, también el Vader de La guerra de las galaxias era un poco así, antes de que en El Imperio contraataca le otorgasen una personalidad tridimensional. En la nueva trilogía, sin embargo, Kylo Ren se sostiene gracias al actor que lo interpreta, pero poco más. Mis respetos a Adam Driver por conseguir que su personaje parezca más interesante que lo que el material escrito expresa en realidad.

¿Y cuál es la evolución de Rey? Sigue siendo la misma superheroína inmaculada de la primera entrega; entiendo que el término «Mary Sue» sea molesto para mucha gente, pero esconde una verdad que no podemos obviar y es que su construcción también es igual a cero. Carece de arco dramático. Ah, sí, ha descubierto el sexo telefónico. Los demás personajes también están donde estaban, excepto los de la antigua saga: Luke (muerto), Han (muerto) y Leia, que morirá porque, por desgracia, perdimos a Carrie Fisher. Hasta se han cargado al pobre almirante Ackbar, al que supongo servirán a la romana en alguna fiesta para ejecutivos de Disney. Los nuevos protagonistas, en cambio, son invulnerables. Ni siquiera congelan a uno, ni le cortan una mano al otro, ni lo convierten en esclava sexual a la tercera, cosas terribles que les sucedía a los protagonistas de la trilogía original. ¿Qué nos dice todo esto? Que nos hallamos ante una trilogía de transición. Adiós al antiguo mundo de Star Wars con seres humanos. Bienvenido, mundo Star Wars de los superhéroes. Que lo será hasta que los superhéroes pasen de moda y Disney decida convertir Star Wars en, que sé yo, largometrajes de skate dancing (¿y a mí que Linda Blair me parecía muy sexy en aquel completo desastre de película? Le sentó bien la posesión diabólica). Son la ausencia de evolución dramática creíble o consistente y la ausencia de algún tipo de perspectiva adulta, no la agenda multirracial o feminista de las nuevas películas, las que me parecen obstáculos insalvables. ¿Es legítimo que Disney quiera apartarse del concepto original de Star Wars? Tal vez. ¿Es legal que lo sigan llamando Star Wars? Sí, es legal, pero no es honesto. Deberían haberlo llamado de otro modo. Cosa que jamás harían, porque la marca vende por sí sola y para eso la han adquirido. Hasta podrían tener su propia plataforma al estilo Netflix gracias al tirón de Star Wars.

Disney puede permitirse una trilogía de transición porque sabe que cualquier cosa con la etiqueta será un taquillazo, por lo menos de momento. Tanta confianza tenía en ese éxito que, además de la trilogía, planearon spin offs. En los que, ya de paso, parece que quieren dejar más manga ancha. Apenas sorprende que Rogue One, sin ser tampoco una maravilla, haya resultado menos caótica y gratuita que lo que llevamos de trilogía principal. Pero bueno, todos sabemos que si no queman la franquicia con algún paso muy mal dado, están cubiertos con futuros millones de espectadores y no tienen que preocuparse por lo que los viejos decrépitos pensemos sobre estas nuevas películas. Están apuntando a una nueva generación que irá a verlas de cualquier modo. Disney quiere tener su propio universo Marvel pero con la marca Star Wars y para eso ha de desinfectar todo cuanto queda del paradigma original. Hay que acostumbrar al público a que Star Wars ya es otra cosa. Que nadie espere que se repare lo que las precuelas hicieron mal. George Lucas empezó ese trabajo de demolición, aunque de manera involuntaria, más por torpeza, desidia y falta de inspiración que por propósito consciente. Ahora Disney está terminando la tarea pero a sabiendas y con corporativa saña. Sin inspiración artística, porque ni siquiera la necesita. Su nuevo público aún no entiende de matices o arcos dramáticos. Su nuevo público quiere superhéroes y escenas que parezcan salidas de algún episodio de Dragon Ball. Con mucha oscuridad y con gente poniendo caras muy tensas para que nos demos cuenta de que hay algún tipo de emoción. Que suele ser la de que les duele la úlcera.

Técnicamente, el universo Star Wars, si entendemos como tal las reglas de juego que imperaban en la primera trilogía, empezó a morir con el estreno de La amenaza fantasma, pero nadie había tenido interés en confirmar que era una reliquia del pasado. Como dice una amiga mía, la trilogía original de Star Wars es como esa bayeta vieja con la que te sientes confortable y que te resistes a cambiar por una más nueva y reluciente pero demasiado tiesa y que no llega bien a los rincones. Y aun así, la terminarás cambiando. Star Wars es como los Rolling Stones: nadie quiere que desaparezcan aunque haga décadas que ni publican un buen disco ni sus conciertos suenan medianamente bien. Mientras estén ahí y la gente pueda verlos, sentirán que es como estar en los dorados setenta. Pero no, no lo es. Star Wars, no la marca sino el concepto artístico, dejó de existir a mediados de los ochenta. No se trata de nostalgia, sino de comparar unos productos con otros y extraer una conclusión fría y lógica: la marca sigue, pero la esencia ya no está ahí. Y esto es lo que Disney quería, así que chapeau por ellos. Se gastaron cuatro mil millones de dólares por el juguete; que lo rompan como buenamente les plazca. Veré las próximas entregas por mero interés profesional, pero lo que de verdad espero con curiosidad son esas «pequeñas películas experimentales» que George Lucas afirma querer filmar para que nadie las vea excepto él. Eso sí que me tiene intrigado... ¿qué demonios estará tramando?

En fin.

Star Wars, 1977-1983. Que la Fuerza te acompañe.

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